¿Con la democracia se investiga?

¿Con la democracia se investiga?

El desarrollo de la ciencia y la tecnología en nuestro país desde el retorno de la democracia oscila entre dos modelos, uno soberano y que busca un desarrollo propio, y otro que busca insertarse en la economía global de forma subalterna aprovechando las ventajas comparativas de algunos de sus recursos naturales. Alcanzar el horizonte del primero de ellos requiere una educación sostenida y amplia que explote el potencial humano, para poder dar respuestas concretas a problemáticas locales mejorando la calidad de vida del país. Esa sigue siendo una deuda pendiente.

| Por Esteban Magnani |

Colaboró con aportes fundamentales el docente, investigador y Licenciado en Economía Fernando Peirano. También se agradecen los aportes del Licenciado Rodolfo Petriz.

Durante la campaña electoral de 1983 el candidato radical a la presidencia, Raúl Alfonsín, dijo una frase que refleja la enorme expectativa social por el fin de la dictadura militar y la llegada de las elecciones: “Con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura”. Esa sentencia llena de esperanza y luego repetida hasta el hartazgo –¿hasta vaciarla de contenido?– señalaba que finalmente la Argentina había encontrado la llave maestra que resolvería todo lo demás. Con el tiempo, muchos argentinos comprendimos que no era tan simple y quedó la duda de si Alfonsín tenía una ingenuidad impropia de un político de su trayectoria o se montaba sobre la ola de entusiasmo popular para llegar a la presidencia con la mayor fuerza posible. En realidad, el recorte dejaba afuera la parte más política del discurso de Alfonsín que seguía así: “…no necesitamos nada más, que nos dejen de mandonear, que nos deje de manejar la patria financiera, que nos dejen de manejar minorías agresivas, totalitarias, inescrupulosas que por falta de votos buscan las botas para manejar al pueblo argentino”. Con la segunda parte se completa la imagen de un Alfonsín menos ingenuo, capaz de reconocer las escolleras de las estructuras de poder, dispuestas a romper la ola de entusiasmo de la primavera democrática. La historia (ese recorte nunca neutral que usa una tijera sintomática) recogió la primera parte, la más simple, como si quisiera convencernos de que la democracia es un paquete cerrado que se toma o se deja, no un espacio de disputa donde el voto universal es solo la primera trinchera.

La enumeración de las promesas alfonsinistas permite adivinar que detrás de esta breve lista se incluían necesariamente otras herramientas previas, sin las cuales no se podrían satisfacer las expectativas explícitas. Poder comer, educar y curar implica, entre muchas otras cosas, un proyecto científico y tecnológico que dé sustento a esos objetivos de mínima de cualquier sociedad. Por decirlo de otra manera, como demostró la historia, alcanzar lo imprescindible o incluso lo que parece obvio, puede requerir un cambio profundo de toda la red, algo que el alfonsinismo, más allá de sus limitaciones propias y una coyuntura particular, intentó. Los cambios más significativos en materia científica se dieron sobre todo en las universidades: por primera vez desde la Noche de los Bastones Largos, cuando sacaron a palazos a estudiantes y docentes de las facultades –proceso que se completó con una fuerte fuga de cerebros–, un gobierno decía valorar la actividad científica. El clima de entusiasmo y algunas políticas llevadas adelante por el gobierno permitieron recuperar instituciones dañadas como la UBA. Por desgracia, como ocurrió en otras áreas de la gestión radical, las intenciones no siempre pudieron acompañarse de acciones más decididas y un presupuesto acorde. La impotencia se expresaba en aquel entonces con la resignación de saber que no había dinero para nada, ni siquiera para invertir de forma sistemática en un futuro mejor. En materia de desarrollo tecnológico más específico se continuaron algunos programas con peso propio como el enriquecimiento de uranio por difusión gaseosa en Pilcaniyeu u otros como el avión Pampa.

Tras el brutal disciplinamiento que significó la hiperinflación, llegó un nuevo gobierno que ni siquiera tuvo la intención de acometer la tarea de construir un futuro de nación apoyado sobre un proyecto de ciencia y tecnología propio, sino que más bien se alineó detrás de los intereses de los países centrales. El gobierno encabezado por Carlos Menem, iniciado en 1989, se esforzó por desmantelar lo creado hasta entonces; la ciencia y la tecnología argentina, sus instituciones, pasaron a la resistencia más terca que razonable: nada permitía avizorar un futuro mejor. Solo algunos bolsones de desarrollo previo como la CONAE, la CONEA o INVAP lograron mantenerse funcionando y buscaron alternativas para mantenerse activos en un contexto de asfixia presupuestaria. Por otro lado, a nivel institucional, cambió el rol del CONICET, se dio la aparición de la Secretaría de Ciencia y Técnica, un espacio desde donde se marcaría un rumbo estratégico más cercano de la política que de la comunidad científica, con la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica como esquema de financiamiento.

Luego de la crisis profunda de 2001 y con la llegada de un nuevo gobierno en 2003, se produjo una fuerte recuperación del Estado en su capacidad de actuar y decidir: esta nueva impronta sustentada en recursos repercutió en la inversión en ciencia y tecnología de forma más sistemática sobre estructuras ya existentes, como el CONICET o la Agencia. Tras aproximadamente una década de políticas sistemáticas, se alcanzaron algunos hitos que, imaginados un década atrás, habrían parecido el sueño extraviado de un voluntarista: la fabricación y puesta en órbita de dos satélites de telecomunicaciones (posibles gracias a la experiencia satelital de CONAE e INVAP), la recuperación de capacidades perdidas como la reparación de submarinos, el desarrollo de herramientas cotidianas que antes se pagaban con divisas como los chalecos antibalas para las fuerzas de seguridad, las decisiones estratégicas para modificar estructuras costosas de transporte con la producción de vagones nacionales, reversión del proceso de fuga de cerebros por programas como Raíces, la consolidación de la matriz energética con reparación y construcción de centrales atómicas, creación de Y-TEC para agregar valor local al desarrollo de tecnología para extracción de petróleo, inversiones en educación para el fortalecimiento de la industria informática (entre otras cosas) como se propuso desde el Plan Conectar Igualdad, etcétera.

La ciencia y la tecnología del período 2003-2015, por primera vez desde la vuelta a la democracia, dejaban de hacer aportes meramente testimoniales para transformarse en pilares sobre los cuales construir un proyecto de país. Ese sería el rasgo distintivo, casi transgresor, respecto de los gobiernos democráticos anteriores en cuanto a ciencia y tecnología. Es cierto que los ejemplos mencionados son de mediano o largo plazo en su realización, necesitaban aún más tiempo para impactar de lleno en la sociedad y colaborar en el cumplimiento de la promesa alfonsinista de comer, educar y curar realizada hace más de tres décadas. Ya había algunos síntomas, señales de que los techos de otro tiempo comenzaban a perforarse; pero el proceso quedó trunco, como tantos otros. ¿Por qué?

La Argentina, aun en democracia, sufre una situación de empate entre dos modelos: uno soberano y que busca un desarrollo propio, y otro que busca insertarse en la economía global de forma subalterna aprovechando las ventajas comparativas de algunos de sus recursos naturales. Ninguno logra imponerse totalmente o, si lo logra, es solo de manera temporaria. Cada uno de estos modelos implica un rol distinto, prácticamente opuesto, para cada una de las esferas de la economía y, sobre todo, para su población. En el primero, producción y consumo son complementarios: por eso tiene como eje al empleo y al salario. Tanto para agregar valor como para generar un consumo y una ciudadanía responsables, requiere una educación sostenida y amplia que explote el potencial humano y se transforme en la base, el semillero, para el desarrollo de ciencia y tecnología entre otras cosas. El conocimiento es la base de un mayor valor agregado que genera trabajos de calidad y retroalimenta un círculo virtuoso. La tarea tiene cientos de dificultades y no es un camino lineal, pero a grandes rasgos sus objetivos son claros.

Para el segundo modelo, en cambio, el Estado debe correrse para dejar al mercado guiar la economía en base a la lógica de la ganancia. Ese mercado priorizará los nichos de mayor rentabilidad, lo que en el caso argentino significa la producción agropecuaria y la extracción de recursos naturales para exportación. Para esta perspectiva solo una porción de la población es necesaria como mano de obra y sus costos deben abaratarse lo más posible porque su producción se orienta al exterior: la demanda de los trabajadores no afecta los números de la macroeconomía más que como costo. Los desocupados permiten mantener bajos los costos salariales, pero por otro lado resultan un peso muerto, una fuente de inestabilidades sociales y políticas a las cuales hay que seducir como sea, con control mediático, represión o recursos más asociados con la responsabilidad social empresarial que la gestión pública, y de esa manera garantizar los votos necesarios para mantener el poder ya que “las botas”, como las llamó Alfonsín, parecen haber dejado de ser un recurso viable. En este modelo, el desarrollo científico sirve solo para potenciar la explotación de los recursos que cuentan con ventajas comparativas (por demás inestables como demuestra la historia), entretener las mentes más inquietas o mantener elevado el ego nacional con algunos premios, de la misma manera que puede hacerlo un ballet nacional financiado por el Estado. Aquellos científicos que no encajen en la estrecha senda de producción tomada, partirán al exterior donde sí se desarrollan actividades de punta, llevándose consigo un capital intelectual invertido en ellos mayoritariamente por el Estado, principal inversor en educación, becas e instituciones de investigación.

Las promesas

¿Qué promesas podría hacer la democracia en ciencia y tecnología? La pregunta pierde sentido porque no existe LA democracia. Existen democracias con distintos grados de intensidad, de participación de sus ciudadanos, con más o menos diversidad de voces, con corporaciones políticas más o menos permeables a los intereses del pueblo y a los grupos de poder. La democracia está determinada a su vez por la realidad de un modelo económico, político y social que surge de la coyuntura histórica y las alianzas entre los grupos de poder. La democracia es un fenómeno históricamente determinado, no un paquete de reglas cerradas; reducir la democracia a un acto electoral es empobrecerla hasta su mínima expresión y dejarla apenas del otro lado del límite formal donde se inician las dictaduras. La forma particular que adquiere históricamente la ciencia y la tecnología, su volumen y su calidad, al igual que puede ocurrir con la alimentación, la educación, la salud (parafraseando a Alfonsín), depende del tipo de democracia y de que las demandas de todos los sectores se canalicen hasta el Estado y determinen políticas.

En un país guiado exclusivamente por la lógica del mercado, por ejemplo, la industria farmacéutica invierte en cremas para las arrugas de señores con gran poder adquisitivo y no en buscar una vacuna para el mal de Chagas que afecta sobre todo a los pobres. En ese caso el poder del dinero afecta más que el poder del voto. No es este un fenómeno exclusivo de la Argentina: en el mundo se invierten millones para perfeccionar la curvatura exacta que tendrá un nuevo modelo de celular en lugar de mejorar el servicio de salud y garantizar el acceso al mismo. En ese contexto, un Estado fuertemente democrático, para bien o para mal, es la única forma disponible de contrabalancear un mercado dominado por grandes corporaciones. Por decirlo de otra manera, sin un Estado fuerte que valorice la opinión de sus ciudadanos (de la que el voto es solo una muestra marginal y acotada) por encima del poder adquisitivo o del lobby de los sectores de mayor poder adquisitivo, la democracia se transforma en una cáscara vacía. Para lograr eso, es necesario un Estado penetrado por las demandas sociales, sobre todo las de los sectores más débiles, y que debe intervenir para equilibrar; para ello es necesario tener recursos: en un país semiperiférico como la Argentina, la ciencia y la tecnología estuvieron históricamente lideradas por las instituciones creadas y financiadas por el Estado.

Es este Estado con vocación de desarrollo el único que puede tener un rol significativo para la ciencia y la tecnología y fomentar el diálogo entre científicos y la sociedad. Después de 2003, pero sobre todo tras la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva en 2007, la ciencia comenzó a transitar ese camino. Las iniciativas no solo tuvieron que ver con la inversión en proyectos de investigación, sino también en cambiar la percepción social de la ciencia. Desde el Canal Encuentro, por ejemplo, se comenzó a hacer foco en documentales científicos tanto de producción nacional como internacional, un proceso luego reforzado por TecTV. El canal infantil Paka-Paka favoreció esto mismo en los niños, sobre todo a través de documentales pensados para esa edad o programas como Zamba en los que aparecían científicos importantes como Florentino Ameghino o Charles Darwin, cuyo nombre resuena ahora en las cabezas de miles de niños, algo que antes no necesariamente ocurría. Pero probablemente el mayor diálogo por profundidad, escala y cercanía lo dio Tecnópolis con millones de visitantes a lo largo de sus cinco ediciones, que dialogaron en directo con la ciencia y la tecnología nacional en un tono novedoso. También, se deben citar nuevamente, Conectar Igualdad y su esfuerzo para que los chicos se apropien de la tecnología en lugar de tomarla como una caja cerrada y a consumir tal como la reciben.

Un programa como Raíces, pese a las críticas que se le puede hacer, permitió a más de mil científicos volver a su país trayendo el conocimiento adquirido en el exterior (cuando el proceso histórico normal fue el inverso), también ayudó a restablecer un diálogo entre las instituciones científicas y los científicos mismos. Otro paso significativo que permitió articular mejor el trabajo de estos científicos con el resto de la sociedad se dio a través de PDTS (Proyectos de Desarrollo Tecnológico y Social) gracias a los cuales los investigadores pueden sumar puntos para su carrera haciendo tareas de transferencia: este tipo de diálogos entre especialistas y ciudadanos con necesidades, fomentados desde las instituciones, es probablemente lo más parecido a una “ciencia democrática” que se pueda alcanzar. Este tipo de labor de los científicos es cualitativamente distinta de aquella que se publica en papers con evaluación de pares y tan necesaria como esta última, como mínimo. Este cambio, reciente y desafiado por estructuras más instaladas, permite un diálogo entre científicos por un lado y emprendimientos sociales, pymes, empresas o la sociedad misma por el otro; ambos lados se enriquecen. Los PDTS no resuelven el problema, pero abren un vaso comunicante. En el mismo sentido que los PDTS pero con impactos tal vez más concretos se cuenta el proyecto D-TEC que permitió la llegada de noventa doctores a universidades donde no había o eran infrecuentes, lo que favoreció el desarrollo de investigaciones más ancladas en el territorio. También el D-TEC fortaleció la puesta en marcha de las nuevas universidades del conurbano. A través de la Universidad de Avellaneda, por ejemplo, se logró ir más allá y combinar las ciencias sociales con la agenda social al involucrar a sociólogos y antropólogos en el diseño de las políticas de seguridad ciudadana y en la formación de las fuerzas de seguridad.

Gracias a esta visibilización, una de las mayores victorias de la ciencia en esta última década no es científica sino comunicacional: ya resulta muy difícil imaginar un discurso público en el que se considere la inversión en ciencia y tecnología como un desperdicio de recursos (aun entre aquellos que luego la ajustan). Siendo optimistas, se podría decir que es un buen comienzo para saldar una deuda que está lejos de haberse satisfecho: la ciencia como una referencia obligada, una apoyatura para la dirigencia del país, tanto sindical, empresarial como política. Lamentablemente, ni la ciencia ni los científicos suelen ser utilizados como insumo para enriquecer los debates: los dirigentes sindicales no suelen llamar a los académicos para analizar la evolución del trabajo y, por ejemplo, anticiparse a procesos que se están dando en otras partes del planeta (como excepción y posible síntoma de un potencial nuevo equilibrio podrían citarse la experiencia de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo –UMET– y el Centro de Investigación de los Trabajadores –CITRA–). Los políticos, por su parte, no suelen recurrir a especialistas formados para analizar una problemática desde una perspectiva distinta de la propia y los medios de comunicación encerrados en su propia lógica tienen muchas veces a opinadores todoterreno capaces de disertar todos los días sobre cosas distintas desde el sentido común y el desconocimiento. Es necesario articular las dimensiones científicas con las sociales, económicas y políticas. El Estado tiene herramientas para incidir no solo desde políticas científicas: puede utilizar las “compras inteligentes” para traccionar industrias y desarrollos; el PAMI invierte millones en medicamentos y material hospitalario, pero no lo hace desde una lógica de desarrollo nacional apoyada en conocimiento científico, la innovación o instituciones que existen y que podrían actuar como socios naturales. La ciencia debería ser una pata necesaria de cualquier proyecto.

Las pequeñas empresas desconocen o no tienen los recursos para establecer diálogos con interlocutores adecuados como podría ser el INTI y mejorar sus condiciones de producción, en tanto que las grandes empresas suelen pertenecer a transnacionales que mantienen sus departamentos de I+D en los países centrales. Penetrar esas capas, acercar la ciencia y la tecnología al territorio para que pueda dar respuestas concretas a problemáticas locales y poner en valor el discurso científico en otros ámbitos es una deuda de la ciencia y la tecnología que podría haber mejorado la calidad de vida del país, incluso de la democracia, en caso de alcanzarse. La innovación debe ser pensada no solo (o ni siquiera) como un semillero de start ups sino también como la posibilidad de discutir provincias que desde la perspectiva del neoliberalismo son inviables: por ejemplo, un centro de investigaciones como Y-Tec generando valor agregado y dando trabajo de calidad en las minas de litio de Jujuy o un desarrollo de la caña en Formosa y Chaco para generar biomasa que sirva como combustible. Es necesario también un multilateralismo a nivel internacional que permita negociar mejor, disputar sabiendo que se cuenta con alternativas para responder de la mejor manera a las demandas de la sociedad.

Estamos lejos de todo eso pese a haber avanzado en una dirección que buscaba enfrentar las limitaciones y que se fue encontrando con dificultades nuevas cada vez que daba cuenta de las anteriores. Para peor, ahora vamos en el sentido contrario.

Autorxs


Esteban Magnani:

Licenciado en Ciencias de la Comunicación, docente, escritor y periodista especializado en ciencia y tecnología. Es autor de Tensión en la red.