Las libertades, los derechos y el Estado. (Notas sobre las deudas de nuestra democracia)

Las libertades, los derechos y el Estado. (Notas sobre las deudas de nuestra democracia)

El Estado se ha convertido a lo largo de la historia en una estructura que, a través de algunas de sus instituciones, sus dependencias y sus funciones, coarta la realización de la libertad y de los derechos de sus ciudadanos y de su pueblo, pero al mismo tiempo también es un factor indispensable para luchar por la vigencia de esa libertad y esos derechos. He aquí una de las “deudas” que tiene todavía nuestra democracia, ser capaz de generar un pensamiento acerca del Estado que supere las simplificaciones en las que solemos incurrir cuando lo pensamos.

| Por Eduardo Rinesi |

El 10 de diciembre pasado se cumplieron treinta y dos años ininterrumpidos de vida democrática en nuestro país. Ponerlo de este modo supone entender la expresión que utilizamos, “vida democrática”, en el sentido más restringido, pero muy corriente, en el que esa expresión sirve para designar un tipo de vida colectiva presidida por la vigencia plena de las instituciones sancionadas por la Constitución y por el funcionamiento irrestricto de las leyes de la república. No es poco. Es mucho. En un país que a lo largo de su historia estuvo fuertemente sacudido por convulsiones políticas e interrupciones institucionales casi permanentes, esta prolongada vigencia de esas instituciones y esas leyes constituye en sí misma un valor particularmente destacable. Sin embargo, no querría que en estas reflexiones agotáramos el significado de la palabra “democracia” en este, más “institucionalista”, que acabo de presentar, porque lo cierto es que a lo largo de la historia esta palabra ha asumido también otra importante cantidad de valencias y significaciones, que puede ser interesante repasar si queremos contribuir con el propósito de este número de Voces en el Fénix de pensar las “deudas” de nuestra democracia.

Que no es, por cierto, una palabra sencilla ni exenta de todo tipo de problemas a lo largo de la historia de las ideas políticas de Occidente de los últimos dos mil quinientos años, durante los cuales fue mucho más una “mala palabra” que una voz que se usara con aprecio o consideración. Desde los antiguos griegos, en efecto (en la celebérrima clasificación de los tipos de gobierno de Aristóteles, por ejemplo, la democracia era una forma política corrompida o degradada), hasta los grandes cuerpos de ideas europeas posteriores a la Revolución Francesa, o latinoamericanos (y argentinos en particular) de la últimas décadas del siglo XIX y la primera del siguiente, la palabra “democracia” designaba antes un peligro o un problema que una forma virtuosa de vida colectiva. Es recién después de la Primera y sobre todo de la Segunda Guerra Mundial que la palabra “democracia” asume el valor positivo con el que hasta hoy está investida, que hace que, como ha señalado el historiador inglés de las ideas John Dunn, desde entonces hasta ahora casi no sea posible iniciar una conversación política, o sustentar una posición política, sin empezar por hacer una profesión de fe democrática y de aclarar que ese, el de la democracia, es nuestro partido. En la Argentina, incluso los más tremendos golpes de Estado contra los gobiernos populares se hicieron, invariablemente, en nombre de la democracia.

Lo cual nos lleva a considerar la primera de las cinco ideas sobre la democracia que querría presentar aquí, en una enumeración que será necesariamente rápida y que buscará establecer las distintas capas o napas de las que se nutre nuestra propia idea actual sobre la democracia, la idea sobre la democracia que circula en nuestras conversaciones, discursos y discusiones actuales. Pues bien: la primera de esas ideas es precisamente la que nos han dejado las dictaduras argentinas del siglo XX en general, y la última en particular, que no hablaron poco, como queda dicho, sobre la democracia, cierto que entendiéndola en un sentido muy preciso y muy parcial: como orden democrático. Orden democrático que si en el año ’55 podía pensarse como opuesto al orden “totalitario” que representaba –en los discursos de la oposición golpista y después del gobierno de la llamada “Revolución Libertadora”– el peronismo, en los momentos en los que se concretaron los golpes que siguieron (el del ’66 y muy especialmente el del ’76) se pensó más bien como opuesto a lo que se nombraba con las palabras desorden, anarquía, subversión. La democracia, entonces, como opuesta al totalitarismo y también –y posiblemente sobre todo– al desgobierno: primera idea, primera representación sobre la democracia en nuestro sumarísimo racconto.

La segunda es la que se instala durante los años de lo que se llamó, después de la última dictadura, la “transición” a la democracia. Que era la transición a un orden, pero a un orden muy distinto del que habían imaginado las dictaduras contra la que esta nueva idea de democracia se levantaba. Porque era un orden de carácter más bien utópico, y no presidido, como aquel, por la idea de autoridad, sino por la de libertad. Por la de las libertades, en general, y especialísimamente por la de lo que la historia de las ideas llamó las libertades “negativas”, es decir, las libertades de los individuos frente a los poderes externos que las amenazan o pueden cercenarlas, poderes a la cabeza de los cuales, en aquellos años en los que veníamos de conocer las formas más terroríficas de funcionamiento del aparato del Estado, poníamos, precisamente, a las instituciones y dispositivos que componían ese aparato. Nuestros años ochenta –si se nos permite decirlo de este modo– fueron, en efecto, años de fuerte hegemonía de un pensamiento político liberal y de marcado tono antiestatalista, y la representación sobre el Estado que dominó entre nosotros por entonces fue la representación sobre el Estado que gobernaba la película del cine argentino más vista en esos años: Camila, de María Luisa Bemberg.

Después de esos años de la “transición”, los que siguieron estuvieron habitados por una idea sobre la democracia que no la pensó ya como una utopía ni la asoció a las libertades negativas de los ciudadanos, sino que se la representó más bien como una rutina: como el mucho más desangelado automatismo de unas instituciones que habían empezado a “funcionar” ya con cierta estabilidad y relativa previsibilidad, y de las que empezábamos a no esperar ya mucho más que eso, mientras una concepción general sobre la vida social inspirada en el principio de las libertades económicas y de las ventajas del “libre” funcionamiento del mercado nos volvía a insistir, ahora desde una perspectiva diferente (pero al fin de cuentas complementaria) a la del liberalismo político dominante durante la década anterior, en la necesidad de poner al Estado del lado de las cosas malas de la vida y de la historia. De la idea de la democracia como utopía de la libertad nos habíamos desplazado a la más prosaica idea de la democracia como el rutinario funcionamiento de las instituciones de la representación política, mientras las verdaderas transformaciones de la sociedad (que fueron muchas, y dramáticas, durante esa larga década de los “noventa”) transcurrían en otro lugar.

Hasta que todo eso saltó por los aires de manera bastante estruendosa a fin del año 2001, en ciertas notorias jornadas que inauguraron un período excepcional y particularmente intenso de la vida política en nuestro país, signado por una idea de la democracia (la cuarta de las que queremos examinar aquí) muy distinta de todas las anteriores, en que esa noción del “gobierno del pueblo” se pensó como sinónimo de una forma de actividad política de los ciudadanos fuertemente organizada alrededor de un tipo de libertad que –por oposición a la libertad “negativa” de la que hablábamos más arriba– la historia de las ideas políticas ha llamado “libertad positiva”, y que no consiste en la libertad de los individuos de las fuerzas exteriores a ellos que pueden condicionarlos o limitarlos, sino en su libertad para participar activamente en los asuntos públicos. Subordinada a la idea más “liberal” de libertad negativa durante los ’80, y desaparecida por completo del mapa de las discusiones durante los ’90, esta idea más “democrática” de libertad positiva aparece con fuerza al final del ciclo neoliberal, y está en la base de su crisis y de su derrumbe.

Después del cual se inaugura, no sin que en el medio hayamos conocido las excepcionales y complejas situaciones –que no es el caso analizar acá– por las que atravesó el país entre 2002 y comienzos del año siguiente, un nuevo e interesantísimo período de nuestra vida política reciente, el que se tiende entre los años 2003 y 2015 bajo el signo de los tres sucesivos gobiernos kirchneristas. Sería necesario extendernos mucho más que lo que aquí podemos hacerlo para caracterizar adecuadamente esos tres gobiernos. Sería necesario prestar atención al modo en que el “kirchnerismo” (raro nombre de una experiencia excepcional) combinó, mezcló, reunió, las ideas, los valores y los principios de distintas tradiciones políticas, de distintas “culturas” políticas que se articularon originalísimamente para definir su propia identidad. Sería necesario comentar cuánto hubo en él de la gran tradición “nacional-popular”, o “populista”, del siglo pasado, cuánto del liberalismo político que antes que en él se había expresado –como ya vimos– en el alfonsinismo, pero que no dejó de ser un componente decisivo de su propia configuración ideológica y discursiva, cuánto de “jacobinismo” (si puede nombrarse de este modo la vocación por transformar la sociedad desde arriba del Estado) y cuánto, por fin, de republicanismo popular.

Pero semejante caracterización excedería los propósitos de estas líneas, donde apenas me propongo señalar cuáles fueron los grandes valores en torno a los cuales el kirchnerismo construyó su propia idea de democracia. El primero fue el ya mencionado de la libertad. Que conoció durante estos años un marcado desarrollo en su vertiente “negativa” o liberal (hubo, en efecto, una fuerte preocupación por la libertad de expresión, de prensa, de manifestación) y también en su vertiente “positiva” o democrática (hubo también fuertes estímulos a la participación de los ciudadanos en distintas instancias de deliberación y decisión), pero que sobre todo incorporó entre sus sentidos un tercero, que es el de lo que llamaré la libertad “republicana”, es decir, la idea de libertad que parte de entender que nadie puede ser libre en un país que no lo es, y que por lo tanto el sujeto de esa libertad no son apenas los ciudadanos, los individuos, sino también ese sujeto colectivo al que llamamos pueblo. La frase “a partir de hoy los argentinos somos un poco más libres”, que Néstor Kirchner pronunció cuando decidió pagar el último dólar que debíamos al FMI, y que Cristina Fernández repitió cuando puso a orbitar un satélite de comunicaciones de fabricación nacional, expresan este sentido de la idea de libertad.

El segundo fue el valor de los derechos. La idea de que una sociedad es tanto más democrática no solo cuantas más libertades tienen sus ciudadanos, sino también cuantos más derechos los asisten. El discurso y la práctica gubernamental de estos últimos años argentinos tuvieron un eje fundamental en esta cuestión de los derechos, que se expandieron, profundizaron y universalizaron (es decir: que se realizaron, puesto que los derechos son universales o no son) de la mano de activas políticas públicas desplegadas desde el gobierno del Estado. Que es lo que quería subrayar aquí: a diferencia de lo que ocurre con la libertad cuando la pensamos como la libertad de los individuos, de los ciudadanos (que es un modo de pensar la libertad que, dijimos, pone al Estado a priori y casi por principio del lado de las cosas malas de la vida: de las amenazas, y no de las condiciones, para esa libertad), tanto la idea de la libertad que aquí llamé “republicana” como la idea de que un proceso de democratización es un proceso de ampliación, profundización y universalización de derechos suponen la fuerte intervención del Estado y su gobierno, y ponen a ese Estado del lado de las condiciones, y no de las amenazas, para esa libertad y para esos derechos.

En efecto: en el modo en que nos invitó a pensar las cosas el kirchnerismo, tenemos libertad, y tenemos derechos, justo porque tenemos un Estado fuerte y activo que los garantiza. El modo “kirchnerista” de pensar las cosas, y más en general el modo en que las experiencias populistas o neopopulistas latinoamericanas de los últimos quince años nos han invitado a pensar las cosas, nos obliga a revisar las maneras más convencionales de considerar el problema del Estado, al que desde mediados del siglo XIX las grandes corrientes del pensamiento emancipatorio y crítico (las liberales y las socialistas, las anarquistas y las comunistas) han tendido a situar del lado de los obstáculos para esa emancipación, y al que hoy podemos y debemos considerar también, al mismo tiempo, como una de sus condiciones. “También” y “al mismo tiempo”: porque por supuesto que no se trata de desconocer todo lo que esas grandes teorías nos han enseñado hace tiempo que el Estado es (un reproductor de relaciones sociales muy injustas, un disciplinador de las sociedades, un violador serial de los derechos humanos de sus ciudadanos y sus pueblos), pero tampoco de desconocer que, como hoy sabemos bien, ninguna de esas libertades y derechos las conquistaremos a la intemperie, gracias a las puras fuerzas del mercado y sin el apoyo y el apuntalamiento del Estado.

Por eso me resulta tan interesante la idea que suele repetir mi amigo Abel Córdoba, que insiste en que el Estado es una suerte de monstruo bifronte, o bicéfalo, que al mismo tiempo que no deja de amenazar o de impedir, a través de algunas de sus instituciones, sus dependencias y sus funciones, la realización de la libertad y de los derechos de sus ciudadanos y de su pueblo, por el otro lado se convierte, cuando está democráticamente organizado y gobernado, en un factor indispensable para luchar por la vigencia de esa libertad y esos derechos frente a la verdadera amenaza a una y otros que representan, mucho más que él, las fuerzas desatadas del mercado, de las grandes corporaciones o de los grupos nacionales o transnacionales de poder más concentrado. Y creo que tenemos aquí una de las “deudas” que tiene todavía, treinta y dos años después, nuestra democracia: la de ser capaz de generar un pensamiento acerca del Estado que supere las simplificaciones en las que solemos incurrir cuando lo pensamos, y que nos permita pensar este carácter bifronte en beneficio de la ampliación de las libertades y de los derechos individuales y colectivos. Una teoría sobre la democracia no puede serlo solo sobre cómo construir un sistema político democrático, sino que debe serlo también sobre cómo construir un Estado democrático.

Por cierto, este necesario pensamiento enfrenta hoy otro reto u otra dificultad, que es que debe pensarse en un contexto signado por el inicio de un nuevo ciclo político en el país, que es un ciclo presidido por ideas muy distintas, y en muchos sentidos perfectamente opuestas, a estas que estuvimos considerando. No puede hacerse en un plumazo, aquí, una caracterización del nuevo tipo de gobierno de derecha, de esta “nueva derecha”, como se ha dicho, que gobierna hoy nuestro país. Pero sí pueden hacerse algunas puntualizaciones, retomando algunas de las cosas que llevamos dichas hasta acá, acerca del modo en que esta nueva derecha gobernante en el país piensa y nos invita a pensar la democracia. Para ello repasemos cuanto llevamos dicho, y volvamos a escribir cuáles son los cinco modos diferentes y sucesivos en que nos parece que puede sostenerse que a lo largo de estos años se pensó la democracia. Primero, dijimos, la democracia como orden, como opuesta a la anarquía. Después, la democracia como utopía de la libertad, como opuesta al pasado reciente de autoritarismo. Más tarde, la democracia como costumbre o como rutina. Enseguida, la democracia como espasmo participativo. Y finalmente la democracia, o mejor: la democratización, como proceso: como proceso de expansión de la libertad y de los derechos.

Si esto que acabo de resumir está más o menos bien, corresponde ahora preguntarnos: ¿cuál o cuáles, o qué combinación de cuáles de estos sentidos acerca de la democracia recoge el discurso de la nueva derecha gobernante en la Argentina? La respuesta a esta pregunta no es fácil, entre otras cosas porque la palabra “democracia” (quizá por algo tan sencillo como que ya todos la suponemos suficientemente instalada entre nosotros) no forma parte de los recursos más frecuentes o más relevantes del discurso de esta nueva derecha que hoy gobierna en el país. Pero creo que no nos equivocaríamos si sostuviéramos que, de los cinco sentidos que hemos apuntado, los dos más presentes en el modo en que el macrismo (vamos a usar este apelativo) piensa la cuestión de la democracia son el que la identifica con el orden por oposición al desorden, la subversión o la anarquía (o la “corrupción” presuntamente propia del “régimen depuesto”: como ha señalado con razón Darío Capelli, el macrismo busca operar al mismo tiempo una deskirchnerización de la política y una despolitización del kirchnerismo, reducido apenas a episodio delictivo o criminal) y el que hace de ella una rutina procedimental. Es decir: la ideas sobre la democracia cuyo origen se remonta a los años de la dictadura y a los del menemismo.

En cambio, no forma parte del modo en que el macrismo piensa la cuestión de la democracia ni la idea de una utopía de las libertades ciudadanas propias de un liberalismo político con el que ciertamente no tiene ninguna relación, ni la idea de una participación popular, deliberativa y activa, en los asuntos públicos, idea que por el contrario le parece la esencia misma de esa subversión y esa anarquía que procura combatir, ni menos que menos las ideas de una ampliación progresiva de, por un lado, la libertad del pueblo de la mano de un Estado que busque emanciparlo de sus lazos de sujeción de los poderes económicos y corporativos nacionales e internacionales, y de, por el otro lado, los derechos individuales y colectivos que ese mismo Estado debería promover y garantizar. ¿Tendrá la nueva derecha hoy gobernante en el país la capacidad para volver hegemónica en nuestras discusiones esta idea (resumamos, simplifiquemos: autoritaria y procedimental) de la democracia, o seremos capaces de insistir en que el futuro de esa democracia no debe olvidar la mejor herencia liberal, deliberativa y republicana que nuestros usos de esa vieja y polisémica palabra recogen de las mejores experiencias de los últimos treinta y dos años?

Autorxs


Eduardo Rinesi:

Investigador-docente UNGS.