Las deudas culturales de la democracia
La cultura es un medio, un fin y una condición del desarrollo. En la Argentina actual, consolidar un proyecto de desarrollo con justicia social requiere no solo de una mirada crítica y reflexiva, sino también transformar las bases mismas de la imaginación social y política. Sin esto, las deudas de la democracia serán duraderas.
Hacer un balance de los avances y las deudas de la democracia vinculadas a la cultura requiere en realidad hacer al menos dos balances. En efecto, hay un sentido amplio y un sentido restringido del término cultura, y ambos son relevantes. El sentido restringido alude al patrimonio, las bellas artes, los museos, las culturas tradicionales y otras instituciones culturales. El sentido amplio alude a nuestra forma de vida, a nuestro sentido común, a nuestra cultura política.
Una de las tesis sociológicas más importantes del siglo XX fue planteada por Norbert Elías: el proceso histórico de formación del Estado derrama y sedimenta hábitos culturales de sus ciudadanos. Así, una historia de formación atravesada por dictaduras, terrorismo de Estado, democracia restringida, proscripciones y violencia política, además de la clásica división entre la Capital y el “Interior”, no habría podido dejar de resultar crucial en la conformación de los modos de concepción de la vida social y política argentina. Estudios sociales clásicos señalaron la importancia de los microautoritarismos de la vida cotidiana, así como el desapego social respecto de las reglas y las leyes. Y esos elementos, junto a otros que ahora veremos, tenían una presencia central de la Argentina de 1983.
Cultura política
Los avances más notorios en la cultura política argentina desde aquel momento se vinculan al éxito, con desplazamientos pendulares, del movimiento de derechos humanos. Su consecuencia principal fue el amplio consenso social alcanzado contra todas las formas de violencia política e institucional. Eso no significa, por supuesto, que no haya habido violencia desde el Estado, pero sí tuvo dos consecuencias. En primer lugar, que esa violencia fue cualitativamente menor a la que hubo antes de 1983, que también fue menor a la que existe en muchos países latinoamericanos (cuando antes había sido mayor) y que muchos episodios de violencia desataron crisis políticas y una movilización de la sociedad de alta magnitud. Algunos ejemplos muy conocidos fueron Kosteki y Santillán, Fuentealba o Mariano Ferreyra, episodios que terminaron al menos con juicios y condenas para los autores de esos hechos.
Más matizados, en cambio, han sido los avances culturales respecto del apego a la ley y a las normas, a las instituciones y la voluntad popular. El sólido límite es que la profundización de la polarización política, incluso la que estamos viviendo en la actualidad, reveló la existencia de un rasgo cultural compartido por amplios sectores sociales: el uso del doble estándar.
Es necesario realizar una aclaración para que se entienda a qué nos referimos. Los seres humanos, entre ellos los dirigentes sociales y políticos, saben que cuentan con cierta capacidad o limitación económica. Saben también que cuentan con cierta capacidad o limitación de poder. Son límites presupuestarios y relaciones de fuerza. No pueden gastar más dinero del que disponen, por lo tanto realizan o no ciertas acciones en función de determinadas condiciones y relaciones de fuerza.
Sin embargo, existe una tercera dimensión que los actores sociales ignoran. Es la dimensión cultural. En el pasado, era muy factible que una persona atravesara toda su vida sin saber que existían otras lenguas, otras religiones, otros modos de ver el mundo. En la actualidad, globalización mediante, cada vez más personas son conscientes de la contemporaneidad de otras culturas. Pero eso no significa que realmente puedan aprender algo de esa diversidad. Un ejemplo: es muy argentino creer que “solo aquí pasan estas cosas”, “sólo aquí hay corrupción” o cualquier rasgo negativo. La verdad es que ni siquiera es exclusivamente argentina la creencia cultural de que “solo aquí sucede”. Pero esa creencia no es irrelevante porque limita la comprensión de la complejidad de los fenómenos y la imaginación social.
Hay un elemento crucial de toda cultura democrática, siempre perfectible, que se refiere al carácter necesariamente plural y conflictivo de la vida política. La divergencia, la voluntad popular aplicada a todos los niveles y poderes, así como el debate y la confrontación de ideas, son cruciales. Una de las deudas culturales es justamente que la sociedad argentina no ha logrado vivenciar esas divergencias y posicionarse sin un doble estándar. El estándar es un criterio que es común a todos, que se eleva por encima de partidos o fracciones, que se aplica tanto a quienes piensan de modo similar como a quienes piensan exactamente lo opuesto. Hay ciertas instituciones argentinas, por ejemplo el CONICET, que en estos años de democracia han construido un único estándar con altísimos niveles de transparencia. Exactamente lo contrario de esa pluralidad es el dicho que afirma: “a mis enemigos, la ley; a mis amigos, todo”. O, en otros casos, a los enemigos ni siquiera la ley que, por ejemplo, garantiza la presunción de inocencia hasta la condena firme.
Si la Argentina ha logrado, con excepciones, mantener niveles altos de consenso contra todas las formas de violencia política y especialmente contra la violencia estatal, no ha podido estar exenta de episodios recurrentes de guerras verbales. La idea tan extendida en la sociedad de que todos aquellos que tienen posiciones políticas similares, cuando son acusados ante la Justicia deben gozar del derecho constitucional de la presunción de inocencia, rara vez se aplica a los adversarios políticos. Se trata de un problema cultural que consiste en juzgar las situaciones de modo estrictamente instrumental, en función de batallas políticas, desjerarquizando la relevancia que tiene para la vida democrática la construcción de reglas que se aplican de igual modo para todos los ciudadanos.
Como señalaba Elías, este hábito está directamente conectado a problemas endémicos del Estado, que sólo pueden ser mencionados aquí y no analizados en detalle. Señalemos simplemente que los graves déficits del Poder Judicial son un factor decisivo para que este doble estándar haya sedimentado y sea muy difícil de remover. Es más, ese problema cultural puede ser abordado desde las políticas culturales, pero nunca podría ser resuelto desde ellas. Es un ejemplo elocuente de cómo las políticas institucionales y judiciales tienen fuertes consecuencias culturales.
Políticas culturales
Entre el plano de la cultura política y el de las políticas culturales hay fuertes interconexiones que pueden plantearse como disyuntivas clásicas. ¿Más Estado o más mercado? ¿Más producción nacional o más circulación internacional? ¿Global o local? ¿Más mérito o más inclusión? ¿Cultura popular o alta cultura? No se trata principalmente de mantener “equilibrios justos”, como si estos fueran resultado de la inteligencia y no de posicionamientos. Se trata, más bien, de repensar las opciones. Por ejemplo, ¿internacional es occidental o incluye Asia, África y América latina? ¿Nacional son las grandes ciudades o incluye la complejidad del territorio? Cuando oponemos Estado y mercado, ¿dónde quedan las producciones culturales de la sociedad civil? Una buena parte de la producción académica y de las mejores políticas culturales contemporáneas problematizan esos binarismos y no trabajan para resolver las tensiones, sino para tornarlas socialmente productivas. En palabras de José Emilio Burucúa, “hay que mirar lo global con anteojos locales y lo local con anteojos globales, pero mirar, mirar hacia ambos extremos”.
Los altos funcionarios de cultura de los gobiernos democráticos han sido conscientes, al menos más que los funcionarios económicos, del problema del centralismo argentino. La mayoría de las gestiones culturales proclaman el fin del porteñocentrismo, problema cuya raíz está nuevamente en consonancia con la historia de construcción del Estado. Más allá de las voluntades, lo cierto es que se realizan algunos eventos y proyectos aislados, pero nunca se llega a cumplir de modo efectivo una transformación federal de la política cultural. Cabe preguntarse, incluso, si eso es factible si no se encuentra en consonancia con una planificación territorial en la misma dirección. Pero por lo menos debería sostenerse que en el futuro solo puedan crearse instituciones culturales fuera de la Capital Federal. Por cierto, decisiones de ese tipo implican una reducción de la visibilidad de los logros.
En idéntica dirección debería tomarse la decisión de que el personal de las instituciones culturales sea contratado por concurso público. Una apuesta a incorporar personal con procedimientos transparentes. Esto último, nuevamente, es un problema de todos los niveles y sectores del Estado. Los concursos son imperfectos, pero si se hacen seriamente constituyen una limitación a la discrecionalidad.
Con igual orientación deben desplegarse los procesos de promoción de la investigación y la creación artística. La Argentina se destaca por la calidad de su cine, teatro, literatura, ensayo y muchas otras artes. Mientras que con la creación del INCAA comenzó, al menos en parte, a saldarse una deuda, el sector del libro ha estado más desprotegido. Mientras en el cine el país ha avanzado, en el libro ha perdido terreno respecto de otros países. Cuestiones de agenda, como la posible creación de un Instituto Nacional del Libro, requieren del debate de los distintos actores y de decisiones tomadas en función de criterios claros de política cultural.
Si bien en la Argentina lo más habitual ha sido separar las áreas de cultura y comunicación, esto es cada vez más inconsistente, en la medida en que los medios masivos constituyen un lugar estratégico de la vida cultural y de la cultura política. Aquí no abundamos en el asunto, ya que hay otro artículo dedicado específicamente al tema. Pero es triste que después de treinta años de democracia siga aumentando la concentración mediática y que el Estado no tenga políticas activas permanentes para promover la pluralidad de voces.
Desarrollo
La cultura es un medio, un fin y una condición del desarrollo. La proporción del Producto Bruto Interno vinculada a actividades culturales crece en todo el mundo. En la Argentina a principios de siglo XXI rondaba el 2,5% y en la actualidad se ubica alrededor del 3,8%. Según datos de la CEPAL, el 4,8% del empleo en la Argentina es “empleo privado cultural” y “empleo privado de actividades relacionadas a la cultura”. A esto hay que agregar otro 3% del empleo, proveniente del sector público. Ningún economista pensaría el PBI, el empleo ni las exportaciones sin considerar el peso de la cultura.
Al mismo tiempo la cultura no es solo un instrumento del desarrollo entendido como avance económico, sino el objetivo mismo del desarrollo entendido como realización del ser humano y de la vida social. El desarrollo cultural se refiere específicamente al proceso que incrementa la autonomía y libertad de los seres humanos. Las concentraciones de poder reducen diferentes autonomías de los países y de grupos sociales. El Estado debe procurar incrementar las autonomías.
Por último, la cultura es una condición del desarrollo porque los valores, los sentimientos, los significados que tienen el trabajo, lo público, la democracia, inciden de modo decisivo en la economía y la política.
Las luchas por los valores e imaginarios no se ganan con buenas intenciones ni con ubicarse en el lugar correcto. Tampoco debe exagerarse el lugar de la información como si se tratara de una lucha entre datos, o entre verdades y mentiras. Por un lado, todas las verdades pueden verse corroídas cuando se pierde credibilidad en cuestiones de Estado, como las estadísticas o la transparencia. Cuando “transparencia” es un término apropiado por la derecha, la izquierda perdió una batalla pública relevante.
Por ello, el riesgo mayor para saldar las deudas de la democracia es quedar atrapados en históricos condicionantes argentinos: la dicotomía, la incomprensión de los apoyos sociales que logra el adversario, la identificación de “tener razón” con el triunfo asegurado y una verticalización de la política completamente ineficaz.
Cultura y democracia plantean una paradoja en la Argentina. No puede esperarse de una cultura política como la Argentina la sustentabilidad de un proyecto de transformación. Se trata de una cultura que genera dicotomías tan mal formuladas que lleva a la derrota a proyectos con logros innegables, una cultura obsesionada con sus pasados remotos del siglo XIX, una cultura donde anidan ilusiones primermundistas, una cultura donde también existe una minoría intensa que promueve la exclusión social de sectores de la población, una cultura política donde ningún actor relevante se obsesiona con trascender el doble estándar, y así podemos seguir.
Al mismo tiempo, todo proyecto de democracia con justicia social debe desplegarse apoyándose en dimensiones vivas de la cultura política. Por eso, un proyecto de desarrollo con justicia social requiere al mismo tiempo apoyarse en los aspectos positivos de la cultura argentina como apuntar a la transformación de problemas muy arraigados en la tradición nacional. ¿Cómo alguien que proviene de esa misma cultura puede realmente transformarla? Desplegando por presión de otros actores sociales e institucionales una mirada crítica y reflexiva sobre la propia cultura. Comprendiendo que si no se transforman las bases mismas de la imaginación social y política, las deudas de la democracia serán duraderas.
Autorxs
Alejandro Grimson:
Investigador del CONICET y Profesor de la Universidad Nacional de San Martín.