Las deudas de nuestra democracia respecto del Poder Judicial
A más de 32 años de recuperación de la democracia no se han logrado grandes cambios en las reglas de administración de justicia. La estructura piramidal, burocrática y anacrónica, sigue tan vigente como la lentitud de los tribunales para resolver las causas que se presentan. Cuando cada vez son más notorias las diferencias resultantes de la selectividad penal y los medios de comunicación dictan condenas sin juicios, un cambio integral del sistema se vuelve ineludible.
Percepción de la cuestión
Nuevamente Voces en el Fénix tiene la capacidad de poner sobre el tapete los grandes temas de la agenda pública. A más de treinta años de la recuperación de la democracia existen grandes deudas institucionales y una de las más sentidas es precisamente con la Justicia. En esta materia el “Consejo para la Consolidación de la Democracia” convocó a grandes juristas para abordar los temas más acuciantes de entonces. La transición institucional, la reforma legislativa que aquella generó y el abordaje de las violaciones a los derechos humanos aparecieron como prioritarios. Hoy algunas de esas preocupaciones parecen haber quedado casi en el olvido y no precisamente porque se hayan atendido.
Para afirmarlo pongo como ejemplo la reforma procesal penal en materia federal, cuestión que llevó a la presentación en 1986 de un proyecto integral, omnicomprensivo de lo organizacional y procedimental, cuestión que a la fecha no ha tenido la respuesta deseada y sigue siendo materia de grandes disfunciones.
Las dificultades de acceso a la Justicia se manifiestan desde diferentes vertientes. La ciudadanía aún ignora cómo y por qué las decisiones demoran tanto. Menos aún se alcanza a comprender cuáles son las razones de la ausencia de respuestas en diversos casos. La gente no conoce estadísticas, ni siquiera existen del modo y en la cantidad que nos permitan medir resultados con precisión. Sin embargo es un hecho notorio la lentitud de nuestros tribunales. A su vez el país fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) tanto en materia penal como civil por violar un principio de raigambre convencional y constitucional, el plazo razonable en la realización de un juicio (consultar casos Bayarri y Furlan).
El fuero penal parece ser el que registra más reclamos, a pesar de que la mayor parte de los conflictos que aquejan a la ciudadanía tramitan en el fuero civil, como englobante de todo lo no penal. En cualquier caso la mora judicial es el nudo problemático neurálgico de la cuestión.
Pero hay algo que es peor: gran parte de la ciudadanía no conoce sus derechos, ni dónde puede reclamar su ejercicio. Esto sucede incluso en los grandes centros urbanos.
La incomprensión que aqueja a la gente de la calle se reitera, la existencia de grandes niveles de insatisfacción es indiscutible.
Faz institucional
La Constitución de 1994 significó importantes avances en la materia, la incorporación del denominado bloque de constitucionalidad del art. 75 inc. 22, al constitucionalizar las convenciones, pactos y tratados supranacionales, significó el puntapié inicial del reconocimiento expreso de mayores derechos en el ámbito de la Justicia. La institución del Consejo de la Magistratura se consideró como uno de sus grandes logros. No obstante, a la fecha son muchos los defectos que registra dicha institución, quizá porque el legislador no ha sabido interpretar la voluntad del constituyente. Lo cierto es que en la práctica estamos frente a un elefante que tiene capacidad para dilatar todo. Los concursos para jueces demoran años y muchas veces no muestran en sus ternas a los más idóneos (conforme la exigencia mínima del art. 16 de la Constitución nacional).
Todavía no se ha podido articular un mecanismo de selección de postulantes a la magistratura que mida no solo la capacidad jurídica, sino también la capacidad de trabajo y esencialmente los atributos éticos para el ejercicio del cargo de magistrado, todo ello como elementos de la “idoneidad” requerida. El mecanismo de publicación de ternas, que posibilita impugnaciones y adhesiones, ha significado un paso, aunque insuficiente.
Las razones de la lentitud del organismo son diversas, pero a pesar de todo, como institución ha tenido la capacidad de generar mayor participación y permitir, en muchos casos, el ingreso de postulantes que no solo tienen antigüedad en la matrícula de abogados, sino méritos académicos.
Ese Consejo tiene que articular con la estructura del Poder Judicial en una zona no muy clara de competencias. Lo que motiva cierto grado de confusión funcional. Su agilización requiere una seria discusión y puesta en funciones a la altura de las circunstancias.
Específicamente en lo que hace a lo organizacional, la democracia no logró producir grandes cambios en las reglas de administración de justicia. Si bien hubo esfuerzos en todos los fueros e incluso desde la Corte Suprema de Justicia de la Nación, los avances fueron pocos e insuficientes. Estamos inmersos en una estructura piramidal, burocrática y anacrónica, donde la delegación de funciones sigue siendo una práctica habitual.
La organización de nuestros tribunales es rígida, responde a una estructura vertical medieval, y conoce, salvo raras excepciones, pocos métodos de gestión eficientes dentro de aquella antigua arquitectura.
En ese escenario “el expediente” ocupa aún el centro de la escena, el ciudadano sometido a proceso pasa a ser un número volcado al papel y en el mejor de los casos también al sistema informático.
El trámite prevalece antes que la inmediación entre la persona sometida a proceso y el juez. Consecuencia de ello son las dilaciones injustificadas que se registran; pues esa modalidad de actuar propicia verdaderos litigios paralelos a raíz del alto grado de ritualismo y discurso conjetural que propicia. La realidad permitiría a Franz Kafka escribir varias obras a partir de casos reales argentinos.
No obstante una conclusión es ineludible, el modelo de justicia vigente está agotado. Las estructuras, la gestión y los procedimientos. El factor cultural tiene gran incidencia en ese agotamiento y toda propuesta de cambio se enfrenta a la colonial cultura aún vigente. La democracia no ha podido erradicar una cultura casi monárquica de algunos fueros y de algunos operadores en particular. El leguaje críptico, los latinazgos y el entramado de ritos son utilizados para lograr impunidad; esta es la razón de su subsistencia.
A continuación abordaremos la inoperancia del sistema en el fuero penal, que en gran parte se debe a esa concepción tradicional del procedimentalismo consagrado hace varios siglos.
¿Por qué la impunidad sigue vigente?
Todos los conflictos que se judicializan merecen ser atendidos, pero la impunidad en casos de corrupción es una de las grandes deudas de nuestro sistema democrático. La escasa cantidad de condenas en casos de corrupción está vinculada a la selectividad penal del sistema, mano dura para pobres y caducidad para los poderosos. Los denominados delitos de guante blanco raramente llegan a un juicio oral y cuando esto sucede ha transcurrido tanto tiempo, y han quedado tantos responsables en el camino, que no se logra la restauración social y económica deseada. Esto no deja de ser una clara manifestación de la ausencia real de justicia igualitaria e incumplimiento de la manda constitucional de garantizar la igualdad real de oportunidades y de trato.
Muestra de ello es que todos los días se dictan sentencias de condena a personas que pertenecen a grupos vulnerables, de alto nivel de indigencia y pobreza, en tanto que el resto de los casos concluye en absolución por prescripción o violación del plazo razonable. Cuando hablamos de los hechos que no llegan a juicio y condena, nos referimos a supuestos que involucran los delitos no convencionales que provocan un daño social, económico y supra individual y en particular delitos contra el Estado. La selectividad primaria del delito callejero impide reconocer el alcance del daño social.
El tema tiene diferentes aristas y los posibles análisis hacen a las disfunciones del sistema. Lo abordaremos brevemente desde la respuesta que brinda el poder judicial en su concepción actual, para contrastarlo con algunas propuestas superadoras.
La selectividad del sistema se desprende de las respuestas que dan las agencias judiciales a los casos que ingresan. Esta realidad denota a diario la obsolescencia del sistema de justicia penal.
El objetivo de las reformas y el pleno respeto de los principios constitucionales imponen diseñar propuestas de cambio que afiancen el sistema democrático de gobierno mediante la transparencia y superación de la impunidad, en particular la condena de la corrupción.
El gran fracaso del modelo vigente se vincula con la imposibilidad de perseguir en forma inteligente la investigación de los delitos complejos.
Diversos actores se involucran en la misma tarea y en la práctica no existe un claro responsable de la ejecución de las políticas de persecución penal. En el orden nacional y federal hay tres instituciones en el mismo escenario: jueces de instrucción, policías y fiscales. A ello se suma la discrecional delegación de funciones que pueden hacer los jueces conforme lo autoriza el Código Procesal Penal vigente. En ese contexto es difícil hablar de planificación y rendición de cuentas, de qué, cómo y en qué tiempo se persigue como delito. A la hora de fijar responsabilidades todo se diluye.
En la práctica no existe una claridad de objetivos que permita examinar, discutir y cuestionar los diseños de la persecución que se debería llevar adelante. La manda constitucional establece que deberían ser los fiscales quienes lleven a cabo las investigaciones y dirijan a las policías, todo bajo un control garantizador de los derechos de los ciudadanos –sometidos a proceso y víctimas– a cargo de los jueces. En el punto se advierte que no existe en nuestro país la figura del investigador, los fiscales no están capacitados para ello, los jueces menos, además no es su función y la tarea debería ser encargada a agentes especializados bajo la dirección jurídica de los miembros del ministerio público. La creación de una policía judicial o su equivalente, a cargo del acusador oficial y no en el ámbito del poder judicial, es también otro déficit trascendente.
Por el contrario, discusiones políticas coyunturales obstaculizan cualquier cambio que pueda dotar de mayor eficacia al sistema; sin advertir que existen variadas formas de contralor la labor del Ministerio Público Fiscal como órgano responsable de la persecución penal y garantizar la transparencia institucional.
La realidad del fuero penal muestra delitos complejos versus delitos urbanos, los primeros ceden el espacio del juicio a los segundos. El diseño del juez de instrucción, junto a una antigua estructura burocrática, además de ser contrario a la Constitución, posee límites que le impiden afrontar investigaciones complejas. En el sistema vigente solo puede investigar las cuestiones que le sean denunciadas, sin que exista posibilidad alguna de anticipar y/o diseñar mecanismos o resortes para abordar modernas formas de criminalidad organizada. Un delito de mercado puede pasar desapercibido mediante la investigación de distintos casos que, a su vez, pueden tramitar en varios juzgados, a ello se suman obsoletas reglas de competencia y distribución de carga por turno. Ejemplo claro de esto ha sido el caso de los desarmaderos, que aparecen abastecidos por los delitos urbanos.
La investigación a cargo de los fiscales no debe replicar ni utilizar la misma lógica de los jueces de instrucción. Los parámetros de organización tienen que ser completamente distintos. Un paradigma moderno y dinámico impide pensar en el expediente, la delegación de funciones y las reglas clásicas de organización del trabajo por el delito o imputado. Es necesario dar una respuesta racional, lógica y coherente en la administración de casos, lograr soluciones reales, que los procesos concluyan en decisiones condenatorias o absolutorias, pero que haya acusación, juicio y sentencia. Más allá de la posible existencia de hechos que puedan dar lugar a una salida alternativa con intervención de la víctima.
La definición del canal al que accederá cada caso, según su complejidad, debería darse al inicio de la investigación, es decir, organizar el trabajo por el flujo de casos que ingresen y disponer su distribución por el tipo de salida que amerite (según el impacto y las consecuencias del hecho), ello permitiría medir calidad en lugar de cantidad. En otros sistemas existe la “unidad de organización y distribución de casos”, permite realizar una selección preliminar en función de la posible proyección que el supuesto pueda tener. El criterio actual de distribución de turnos impide cruzar la información que ingresa, procesarla y dar salidas diferentes según las características de cada delito. Todo entra hoy en la misma bolsa y se pierde en una maraña que provoca permanente acumulación sin posibilidad de una salida eficaz.
En materia de justicia, la falta de estadísticas útiles y actualizadas se hace sentir a la hora de proponer cambios. Así, cuando preguntamos cuál es la cantidad de casos que tramitan en un fuero determinado, las respuestas numéricas son de carácter general, es difícil conocer qué cuestiones están involucradas. Por ejemplo: ¿cuántos delitos convencionales y cuántos no convencionales?
Existen distintas alternativas para regular un sistema más adecuado que permita llevar adelante una persecución penal inteligente y estratégica. La legislación comparada y loables avances provinciales dan cuenta de ello. Esas discusiones se vienen realizando entre nosotros, a nivel académico, desde hace tres décadas. Pero ha faltado una clara decisión política y de conjunto, el milagro no puede partir solo del poder judicial en solitario.
La tarea debería coadyuvar con la prevención del delito, para ello habría que diseñar enlaces institucionales y concretar objetivos con una visión colaborativa en la fijación de estrategias de prevención. En este aspecto la articulación de los fiscales con los órganos de prevención a través de enlaces institucionales procura mayores y mejores respuestas.
En la actualidad, más allá de los esfuerzos que hacen distintos actores, son escasas las posibilidades de medir resultados, ni de determinar cuál es la razón de ciertos fenómenos criminales. Nuevamente la existencia y el procesamiento de datos fidedignos podrían coadyuvar para promover cambios serios eficientes y eficaces.
Por nuestra parte, hemos realizado un pequeño muestreo en función de diversos recursos en los que tuvimos que intervenir como jueces, intentamos entonces seguir el derrotero de algunos delitos no convencionales, supuestos en los que están en juego las instituciones públicas, la transparencia, la rendición de cuentas, la criminalidad económica, etc. Esa tarea es coincidente con los resultados de la investigación realizada en el marco del proyecto UBA CYT dirigido por el profesor David Baigún, cuando concluye que este tipo de causas dura un promedio de 14 años, y concordante con la publicación “Los procesos judiciales en materia de corrupción. Los tiempos del proceso. Estado de situación”, hecha por OCDAP, ACIJ y CIPCE.
Nuestro muestreo permitió determinar, por ejemplo, que en delitos de malversación de caudales públicos el proceso demoró 11 años; contrabando agravado, entre 10 y 14 años; fraude contra la administración, 10, 13, 14 y hasta 20 años; administración fraudulenta, 7 años; omisión de acto de funcionario público, 9 años. La relevancia de estos resultados es más importante si advertimos dos cuestiones. La primera, que en la mayoría de los casos observados la causa no había superado la instancia de investigación, y la segunda, que el tiempo transcurrido ya había consumido el pronóstico de pena en expectativa. Es decir que la cuestión concluía sin juicio.
Transparentar esta realidad y detectar los nudos problemáticos que la propician es un paso de tránsito ineludible. Muchos operadores capacitados y bien intencionados se ven abrumados y no pueden brindar las respuestas deseadas. El cambio integral del sistema es ineludible.
La inmediación de la información para que la ciudadanía pueda acceder a la verdad de lo que acontece es fundamental. Deben ser los tribunales los que procuren esos canales de comunicación mediante audiencias públicas y diversas formas de participación ciudadana. La inmediación sigue siendo un eje esencial a la hora de procurar la mayor transparencia posible.
Algunas reflexiones finales
El cuadro de situación es doloroso y acuciante. Adoptar decisiones serias y construir una política de Estado en materia de justicia, que transcienda al partido político de turno que gobierne, es una responsabilidad conjunta de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. La Justicia es responsabilidad de todos. El cambio de los planes de estudio y programas de enseñanza en las universidades también debe acompañar el proceso de cambio y su puesta en marcha.
En lo organizacional es indispensable horizontalizar de forma democrática las estructuras judiciales, ejemplos de colegios y pules de jueces ya están vigentes en algunas provincias como Chubut. Esta nueva estructura tiene que ser apoyada por una gestión diferente, ahí es donde aparecen la Oficina de Gestión de Audiencias (OGA) y la Oficina de Medidas Alternativas o sustitutivas (OMA). Otra herramienta para lograr ese objetivo es integrar los tribunales con ciudadanos legos, al menos para el juzgamiento de los casos de mayor trascendencia social, sean de corrupción o de contaminación ambiental, incluso en el fuero civil. El juicio por jurados es una deuda apenas reconocida en tiempo reciente por las provincias de Buenos Aires y Neuquén para el fuero penal.
El ejercicio de la acción colectiva en materia penal también sería una herramienta importante para procurar cambios. Porque la victima sigue siendo desatendida, en particular la víctima colectiva. Ejemplo de esto último son los casos de contaminación ambiental, donde no se registran condenas penales.
El fuero civil requiere una urgente atención, las pequeñas causas necesitan un juicio breve y oral que brinde solución inmediata al conflicto planteado. Las demás cuestiones también reclaman reglas de litigación más ágiles y jueces que estén presentes en las audiencias. Así como mayor tecnología en el trámite de algunos procesos, tal el supuesto de las subastas electrónicas.
Los procesos paralelos que realiza la prensa, dictando condenas sin juicio, son un claro ejemplo de la inoperancia de sistema de justicia actual. Las velocidades son muy distintas, los tribunales parecen impotentes frente a esta realidad. La problemática presenta dos caras: por un lado la necesidad de articular con los medios de comunicación para reencauzar ese fenómeno y procurar otras vías de contacto de los ciudadanos con los jueces y fiscales, que eviten las disfunciones actuales. Canales en los que la prensa sea un actor fundamental pero no sustitutivo, como suele suceder en la práctica. La otra cara de la cuestión ratifica la ineficacia del modelo de justicia vigente, su lentitud es incompatible con los tiempos que corren.
La democracia demanda mayor transparencia judicial, no podemos seguir esperando un milagro ni pretender que los jueces y los fiscales sean héroes, es necesario asumir que este modelo está agotado y que debemos respetar la opción constitucional de enjuiciamiento. La desatención de ella es una deuda histórica, nuestros primeros gobiernos patrios intentaron romper con el sistema de justicia imperante en aquel entonces, la Constitución de 1853 hizo una clara opción y en 1994 al incorporar el bloque de convencionalidad se enriqueció el ámbito de las garantías procesales, pero el modelo colonial de justicia sigue anclado en las postrimerías del siglo XIX. ¿Cuánto más podemos esperar? No hay nada que inventar, todo ha sido propuesto en estos últimos años, solo hace falta una seria y firme decisión política de transformación. En definitiva, abandonar los beneficios que la ineficacia brinda a grandes intereses, que precisamente afectan a los sectores más vulnerables de la ciudadanía.
Autorxs
Ángela E. Ledesma:
Doctora en Derecho y Ciencias Sociales. Profesora regular de la Facultad de Derecho de la UBA. Jueza de Cámara Federal de Casación Penal. Presidenta Honoraria de la Asociación Argentina de Derecho Procesal.