Las deudas de nuestra democracia en el campo de las políticas de droga y narcotráfico

Las deudas de nuestra democracia en el campo de las políticas de droga y narcotráfico

El narcotráfico es un tema extremadamente complejo y multidimensional, con organizaciones cada vez más profesionalizadas y tecnificadas. Para resolver este problema es necesario un abordaje integral, que contenga una visión de largo plazo, estratégica, que permita a las autoridades anticiparse, saliendo del clásico discurso demagógico y efectista. Es hora de proponer un cambio de paradigma, analizando y ensayando nuevos encuadres para estos viejos problemas.

| Por Nilda Garré |

La Argentina democrática aún cuenta en su hoja de ruta con la asignatura de desarrollar un dispositivo judicial y de seguridad que investigue con eficacia y eficiencia el delito organizado en general y el de narcotráfico en particular.

Desde la vuelta al orden constitucional, las estructuras judiciales y sus mecanismos de coordinación no han demostrado la plasticidad necesaria para lidiar con la sofisticación creciente del narcotráfico. Solo en forma reciente han empezado a aparecer las primeras reacciones institucionales, como la creación de la Procuraduría de Narcocriminalidad por parte del Ministerio Público o la reforma integral del Código Procesal Penal que, a pesar de haber sido ampliamente discutida, fue suspendida –de repente– mediante un decreto de necesidad y urgencia por el gobierno de la Alianza Cambiemos asumido en diciembre de 2015.

Mientras tanto, el Poder Judicial, inmutable, continúa embarullado en el abordaje fragmentario de miles de causas desperdigadas en decenas de juzgados diferentes. El narcotráfico, de esta forma, es confrontado desde la Justicia sin que sus principales responsables articulen el esfuerzo investigativo, integren sus plataformas tecnológicas o compartan sus bases de datos.

A este desorden en el ámbito de la conducción de las investigaciones, se superpone la desarticulación del brazo ejecutor de jueces y fiscales. Los cuerpos policiales y fuerzas de seguridad, en su carácter de auxiliares de la Justicia, tampoco han desarrollado un trabajo mancomunado en este sentido. Como ejemplo, baste decir que hasta 2011 no existía una base nacional de datos biométricos de identificación de personas. Lo mismo sucedía hasta 2012 con los datos de armas de fuego y evidencias balísticas. Lo propio sigue ocurriendo ahora con evidencias de ADN halladas en escenas de crimen.

En función de este diagnóstico, y otras carencias estructurales, no deberían sorprender las exiguas tasas de efectividad de nuestra justicia penal en la Argentina. En lo que respecta al último relevamiento integral de las causas iniciadas en la justicia federal de todo el país como infracciones a la Ley de Estupefacientes (ley 23.737), por ejemplo, surge que el 38% de ese total son causas por tenencia para consumo personal, mientras que el 35% corresponde a comercialización. Esto significa llanamente que, hoy por hoy, el mayor esfuerzo de las fuerzas de seguridad y de la Justicia, al menos medido mediante este indicador, se encuentra enfocado en la persecución de consumidores.

Características de la industria del narcotráfico

La “industria” del narcotráfico ha evolucionado desde organizaciones basadas y sustentadas en la violencia a organizaciones cada vez más profesionalizadas y tecnificadas, en las que a pesar de que el componente “ejercicio de la violencia” sigue presente, sus operaciones se basan crecientemente en el conocimiento y la aplicación de conceptos y metodologías propias de la empresa moderna.

A la evolución hacia una operatoria más “profesional” se suma el conjunto de características propias de este fenómeno que dificultan en grado sumo su tratamiento por parte del Estado. Entre esas características podemos enunciar: la multiplicidad de las fuentes de insumos; la diversidad de operadores en cada etapa de la producción y comercialización; la tercerización de la operación a organizaciones criminales especializadas; la cantidad de países involucrados; el volumen financiero del negocio; el ingreso en operaciones legales de parte de sus integrantes; la corrupción que provoca en todos los niveles de los Estados afectados; los altos niveles de violencia que se ejercen en las etapas finales del proceso; la asociación con grupos armados para el control de las áreas de producción; la evolución y creación permanente de nuevos productos; el empleo por parte de las organizaciones de cuadros profesionales en la estructura administrativa, de I&D y de seguridad e inteligencia.

El narcotráfico es un tema extremadamente complejo y multidimensional cuyo abordaje debe ser integral para lograr reducir sus efectos a niveles manejables. Esta integralidad, tal como propone la Oficina contra la Droga y el Delito de las Naciones Unidas (UNDOC), debe considerar en su solución al conjunto de los delincuentes, al delito, a las víctimas directas e indirectas, a la legislación, a la estructura y a los medios para combatirlo.

Por sobre las urgencias a que obliga la realidad de este fenómeno, debería sumarse una visión de largo plazo, estratégica, que permita a las autoridades anticiparse, restringiendo las actividades del narcotráfico. De esta forma los narcodelincuentes deberán optar por desarrollar sus operaciones hacia alternativas más desfavorables para sus conveniencias, y en algunos casos, abandonarlas.

Al caracterizarse las estructuras y la operación del narcotráfico por una constante evolución y adaptación a las circunstancias y dinámica de los mercados, ninguna solución táctica que se les oponga será eficaz durante períodos de tiempo sostenidos, y mucho menos probable es que alcance a ser una solución definitiva.

Al logro sostenido en el tiempo de una eficaz “anticipación estratégica”, el Estado deberá sumar la capacidad (también compleja, por cierto) de enfrentar el desafío imponiendo los términos (reglas de juego) que le permitan retomar la iniciativa.

La necesidad de un organismo

El conjunto completo de la estructura orgánico-funcional que permita este logro debería depender directamente de la más alta autoridad política del Ministerio de Seguridad de la Nación a fin de lograr la independencia, autonomía, dirección centralizada y velocidad en el accionar.

Las acciones requieren una complementación con la disposición de sólidas capacidades de inteligencia criminal y otras áreas de la seguridad ciudadana y disponibilidades tecnológicas de gestión de la información centralizada en un órgano de análisis específico e independiente.

El organismo debería poseer capacidad material de avanzada (incluyendo obviamente tecnología de punta) y recursos humanos profesionales muy capacitados para realizar la mencionada inteligencia, coordinando, supervisando, analizando y distribuyendo, cuando corresponda, toda la información relativa a la narcodelincuencia de y a todos los organismos de inteligencia federales y provinciales.

Del mismo modo, la conducción operacional requiere una centralización con injerencia inmediata del ministro del área, asistido por un organismo de planeamiento y control donde participen funcionarios de alto rango de cada fuerza y especialistas civiles.

Además, con el propósito de dar respuesta inmediata a la operación contra el narcotráfico, la organización responsable debería poseer medios y personal propios. Para ello debería centralizar y coordinar todos los esfuerzos de las fuerzas de seguridad, federales y provinciales, oficiando de integrador y coordinador de todas las acciones contra el narcotráfico.

Hacia una solución estructural del problema de las drogas

Podría resultar llamativo que en momentos en que varios países del mundo y de nuestra región han puesto en análisis sus enfoques y estrategias en torno al problema de las drogas, en nuestro país, en un desatinado intento de construir gobernabilidad a través de anuncios y titulares rimbombantes, vayamos en una suerte de contracorriente respecto de lo que está sucediendo con esta problemática.

Llama la atención, además, que esto ocurra a pocos días de que se inicie, en el marco de la Organización de las Naciones Unidas, una sesión especial sobre drogas titulada “UNGASS 2016”. En la misma se prevé –habrá que ver finalmente qué se resuelve–, tal como estableció la reciente declaración de Ministros y Ministras de América Latina y el Caribe en la ciudad de Santo Domingo (dirigida a UNGASS), que se promueva “la facultad que tienen los Estados de formular sus propias políticas de drogas a partir de sus realidades, promoviendo y garantizando el acceso, sin restricción alguna, a la prevención, a la atención integral, al tratamiento, a la rehabilitación y a la reintegración social de la persona”. No se entiende por qué después de tantos años de frustración, sangre y fracasos, el gobierno nacional resuelve transitar un camino que se ha mostrado invariablemente equivocado. Como precisamente sugiere el ex secretario general de la ONU Kofi Annan, “las drogas han destruido muchas vidas, pero las malas políticas de gobierno han destruido muchas más”.

Pero vayamos por partes. Durante la última campaña electoral hemos sido testigos de slogans que proponen lisa y llanamente la “guerra a las drogas” o la “guerra al narcotráfico”. Hemos podido apreciar también la sanción de un decreto (228/2016) declarando la “emergencia de seguridad” en todo el territorio nacional que, entre otras cosas, ha habilitado a la Fuerza Aérea a derribar aeronaves sospechosas de contrabandear narcóticos. En el mismo sentido, las máximas autoridades del Ministerio de Seguridad de la Nación viajaron a fines de febrero a los Estados Unidos para reunirse con las máximas autoridades de varios organismos de seguridad de ese país (el Departamento de Seguridad Nacional, el FBI, la DEA, entre otros), congratulándose del establecimiento de un “renovado vínculo”, según reza la página web del Ministerio de Seguridad argentino.

Si en su momento –cuando nos tocó la responsabilidad ejecutiva de ser oficialismo– cuestionábamos el peligro de que la oposición articulara un discurso demagógico y efectista frente a problemas de enorme complejidad y multidimensionalidad como el del narcotráfico, no podría ser aún más preocupante que desde órganos de conducción del Poder Ejecutivo, las mismas personas persistan en el camino de grandilocuentes titulares y sobreactuados lugares comunes que solo podrán deparar a la Argentina ineficaces resultados y fallidas estrategias que, como demuestra la experiencia regional comparada, no sirvieron para interrumpir la producción ni circulación de narcóticos, y por el contrario, desangraron a sociedades enteras, en particular a sus poblaciones más vulnerables.

En efecto, la cooperación de Estados Unidos con la región en la lucha contra el narcotráfico y la consecuente “guerra a las drogas” promovida particularmente por algunas agencias de este país, ha resultado estrepitosamente ineficaz para controlar el cultivo y producción de narcóticos, como incapaz para neutralizar las redes de comercialización y distribución. Centenas de millones de dólares se gastaron en programas como el “Plan Colombia” o la “Iniciativa Mérida” (México), por citar dos casos emblemáticos, para conseguir transitorias victorias pírricas en términos de erradicación de cultivos y producción de narcóticos y nulos resultados en el control, interdicción o interrupción de las cadenas logísticas de comercialización. Escaso –por poner un calificativo generoso– ha sido el esfuerzo empeñado en atacar a las organizaciones encargadas de administrar (“lavar”), desde guaridas fiscales dispersas por todo el orbe, las ingentes ganancias producidas por este y otros mercados ilícitos. Ni que hablar –comparativamente hablando– del esfuerzo fiscal invertido en campañas de prevención del consumo de drogas ilícitas y en programas de tratamiento a consumidores problemáticos.

Paralelamente, América latina –México, América Central y la región andina fundamentalmente– experimentó, a la luz de estas experiencias, un aumento geométrico en los niveles de violencia y en los indicadores de homicidios dolosos y violaciones a los derechos humanos.

Décadas de fracasos llevaron progresivamente a cada vez un mayor número de especialistas, entre los que se destacan varios premios Nobel y destacados líderes políticos, de izquierdas y de derechas, a converger en consensos mínimos que posibilitaran proponer un cambio de paradigma frente a esta problemática y consecuentemente una readecuación de las estrategias desarrolladas. Hace un par de años, en su oficina en la Universidad de Stanford, un periodista preguntaba al ex secretario de Estado de los Estados Unidos George Shultz por qué creía que su país insistía con la misma estrategia hacia las drogas en América latina. Este respondió: “Porque no hemos sentido sus efectos nosotros mismos. Nos llevó doce años aprender que la Prohibición no estaba funcionando. Estaban Al Capone, y la masacre del día de San Valentín. La violencia estaba aquí. Ahora hemos exportado la violencia, a México, Guatemala y Honduras. Y antes a Colombia”.

El propio Shultz integra un colectivo titulado “Comisión Global de Política de Drogas” junto a una larga lista de ex presidentes como Cardoso (Brasil), Gaviria (Colombia), Zedillo (México) y Lagos (Chile); el ex secretario general de la ONU Kofi Annan, empresarios y emprendedores como Richard Branson, y destacadas personalidades de la cultura y las letras como Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes. Sería demasiado largo y tedioso nombrarlos a todos. Baste decir que cada vez es mayor el núcleo de países, especialistas y líderes globales que interpretan y se sienten comprometidos a influir positivamente en nuevas formas de analizar el problema de las drogas y en diseñar soluciones superadoras. Con la convicción de que la democracia, el estado de derecho y la protección ciudadana son los principales bienes estratégicos a resguardar.

Alguna vez Albert Einstein describió a la locura como “hacer lo mismo una y otra vez esperando resultados diferentes”. Repetir fórmulas que han fallado una y otra vez en la región en un lapso temporal ciertamente largo, esperando de ello obtener un resultado exitoso, no resiste la menor verificación lógica. Es por ello que los conatos bélicos y aproximaciones que hemos apreciado en el último tiempo constituyen, en efecto, una forma de locura.

Ciertamente no producto de mentes desequilibradas o aquejadas por neuropatologías, sino más bien consecuencia de la improvisación, la ligereza estratégica, la delegación en las fuerzas policiales y de seguridad de responsabilidades inherentemente políticas, a lo que podríamos añadir cierta inercia demagógica que desgraciadamente continúa afectando a algunos dirigentes.

Proponer un cambio paradigmático y analizar y ensayar nuevos encuadres para estos viejos problemas no implica proponer livianamente una sociedad que acepte acríticamente las drogas.

Suele descalificarse a estos nuevos enfoques –a veces arteramente– como ingenua y negligentemente abolicionistas. Nada más alejado de la realidad. El punto de partida es, por el contrario, un estricto análisis costo-beneficio del statu quo.

Del mismo modo que el abuso de drogas lícitas como el alcohol y el tabaco entrañan un costo y un daño en términos sanitarios y sociales, cabe esperar que la regulación en la producción, comercialización y consumo de otras drogas (hoy ilícitas) también lo tenga. Por ello resulta un ejercicio muy adecuado, entre otras cosas para el diseño de políticas públicas, mensurar los costos sociales de las drogas legales y los que devendrían de la regulación de algunas que hoy día son ilegales. El punto es el siguiente: no está ni bien ni mal per se adoptar un enfoque más prohibicionista o más abolicionista en torno al problema de las drogas. Sin embargo, tomar una determinada postura desconociendo los beneficios y costos de uno u otro encuadre solo puede ser calificado como negacionista.

Resulta central no perder de vista que algunos de los efectos más deletéreos de las drogas no son producto de su consumo por parte de un sector de la sociedad, sino un efecto directo de su condición ilícita. Los niveles de violencia por el control de los canales de comercialización; los “soldaditos” y los “transas”; la corrupción policial y política; el desplazamiento de campesinos y pueblos originarios; el lavado de activos ilícitos, entre otros, son fenómenos que solo pueden explicarse por el carácter ilícito de estos mercados, al igual que los altísimos niveles de rentabilidad asociados a la comercialización de esas sustancias.

Quizá lo más irónico de este problema, como mencionaba en párrafos anteriores, resulta que mientras buena parte del mundo occidental parece avanzar en una nueva dirección, el gobierno argentino resuelve ir a contramano. Hoy más de la mitad de los estados que conforman los Estados Unidos (exactamente veintitrés) han legalizado el uso médico del cannabis; cinco de ellos (Washington, Oregon, Colorado, Alaska y el Distrito de Columbia) han regulado su uso recreativo y es inminente, como sucede en los plebiscitos que se llevan a cabo en cada contienda electoral de ese país, que más distritos se vayan incorporando a estas iniciativas. Sería muy largo detallar toda la legislación comparada, pero baste decir que Canadá y varios países de Europa han regulado la autoproducción, la tenencia, el uso medicinal y el consumo de esta misma sustancia y de otras. En América latina, por citar solo unos ejemplos, hemos visto cómo son varios los ex presidentes que han abogado por enfoques distintos, que preserven la protección de la población por sobre la oferta de narcóticos que puedan llegar a los Estados Unidos. Inclusive el presidente actual de México, Enrique Peña Nieto, ha propuesto “un debate hemisférico sobre la efectividad del camino que hemos seguido en la lucha antidrogas”. Finalmente, muy cerca de nosotros, Uruguay está llevando adelante un novedoso esquema de regulación del mercado de la marihuana a través de un estricto control estatal de la producción y venta en farmacias de esta sustancia. Se trata de una iniciativa que está dando sus primeros pasos y que hoy es materia de estudio en todo el mundo.

Es preciso asumir que la mejor política contra el narcotráfico es aquella que protege la seguridad, la integridad y el desarrollo de todos los ciudadanos, especialmente de aquellos que por su situación de vulnerabilidad social y económica puedan llegar a ser presa fácil de redes criminales de toda índole. La preservación de la democracia y el estado de derecho también tiene que ser el foco en el diseño de políticas públicas y estrategias de acción frente a emporios criminales con la capacidad e incentivos de corromper y cooptar policías, jueces y políticos.

Ojalá las autoridades del actual gobierno nacional tengan la claridad de abrir los ojos a las buenas prácticas internacionales, no reincidan más en la trampa de fabricar espejismos electorales y sepan taparse los oídos ante los cantos de sirena.

Autorxs


Nilda Garré:

Abogada. Exministra de Defensa y de Seguridad, Diputada de la Nación.