Las deudas de la democracia

Las deudas de la democracia

El sistema político vigente tiene como objetivo reproducir y ampliar el orden social que ha impuesto históricamente. Esto vuelve evidente su debilidad o impotencia estructural para resolver o disminuir la desigualdad social, lo que pone en cuestión el siempre invocado “estado de derecho”, que solo sirve de justificación del orden social dominado por el parasitario capital financiero actual.

| Por Juan S. Pegoraro |

La existencia del sistema político y con él la forma democrática debe considerarse en su realidad, en la forma que existe realmente; no vale para esto las invocaciones retóricas a la democracia que encubren su menguado funcionamiento y que propusiera para ella la Modernidad.

Las luchas que se sucedieron en el siglo XIX para modificar el sistema político en pos de conquistar el derecho del pueblo a elegir y controlar a sus gobernantes y darle voz institucional, fue casi una epopeya: pasar del voto censitario al voto universal necesitó de continuadas rebeliones populares que fueron produciendo sustanciales cambios en las relaciones entre dominantes y dominados. Parafraseando a Marx, las clases altas temían que el sufragio universal otorgara el poder político a las clases cuya dominación social debe eternizar y que la burguesía fuera privada de esa garantía política para continuar su forma de dominación; por lo tanto, ella exige al moderno sistema político que los de abajo no avancen y puedan pasar de la emancipación política a la social, y a la burguesía que no retroceda pasando de la restauración social a la política. Actualmente esta tensión sigue presente en las formas democráticas electorales.

Considero que el sistema político está influenciado o mejor dicho sometido por la estructura socio-económica y la existencia en él del establishment, cuyo objetivo político es reproducir y ampliar el orden social que ha impuesto históricamente y que siempre trata de naturalizar. Este orden social es la “sociedad” real cuyo observable es un orden social con sus desigualdades, con sus diferencias, con sus jerarquías, con sus múltiples relaciones de dominación y sometimiento.

El establishment (“La Elite del Poder”) no es solo un conjunto de personas o empresas sino una trama de relaciones sociales que se propone como objetivo mantener el statu quo que se expresa en las formas en las que se objetiva la desigualdad social. El establishment está compuesto en la actualidad por los profesionales de la política (la llamada clase política), los medios de comunicación concentrados que además de moldear subjetividades establecen la agenda de qué debe discutir o aceptar la opinión pública; a esto se agrega el funcionamiento selectivo del Poder Judicial; esta trama o matriz de dominación del capital financiero incluye a empresarios y banqueros que marcan la dirección de la economía política invocando el bien común y el orden jurídico, y también producir el miedo al cambio, a lo desconocido, a relaciones sociales sin orden ni ley.

Hablar de deudas de la democracia es hablar de la democracia realmente existente y por ello de su compleja realidad que ha estado y está presente en diferentes estructuras socioeconómicas, en espacios geográficos y tiempos diádicos y sincrónicos geográficamente y con tradiciones, historias y sujetos sociales singulares.

Propongo como hipótesis para estas reflexiones sobre “las deudas de la democracia” que debemos considerarlas más que como “deudas” de la Democracia, deudas de la democracia realmente existente, evitando su invocación como panacea universal de la vida en común. Por lo tanto ella, la democracia realmente existente, será el asunto a considerar, empezando por su diferencia de regímenes autoritarios o dictatoriales que no respetan la voluntad popular para elegir a sus representantes en el gobierno del Estado. No obstante esta crucial diferencia, la voluntad popular expresada electoralmente merece también algunas consideraciones por la presencia en la vida social de los medios de comunicación que formatean en gran medida tal voluntad popular; además nuestra hipótesis es que la voluntad popular en la democracia realmente existente se manifiesta condicionada por el sistema económico-político capitalista, y en especial por la hegemonía del capital financiero que le impone por medio de la desigualdad social sus valores o sus desvalores.

Por lo tanto, el sistema político, aun con su énfasis en la elección democrática de los representantes del pueblo para gobernar, manifiesta su debilidad o impotencia estructural para resolver o disminuir la desigualdad social, que para los sectores sometidos se traduce en formas de su mayor sufrimiento.

Se invoca frecuentemente la falta de empoderamiento de los ciudadanos como causa de esta deuda (y de otras) del sistema democrático (electoral) porque no obstante su existencia en la mayoría de los países occidentales su funcionamiento convive con la desigualdad que no solo no se ha reducido en los últimos treinta años sino que se ha profundizado.

Por lo tanto, la relación entre ciudadanía y empoderamiento convive no solo con la desigualdad sino con la funcionalidad de ella para (en) el orden social. Quiero decir su funcionalidad en la medida en que ciertos trabajos son solo realizados por sectores empobrecidos, excluidos, necesitados, por desesperados sociales como diría Zygmunt Bauman.

Propongo así pensar la democracia que se desarrolla bajo un determinado orden social, con sus formas de dominación, con sus desigualdades, con sus jerarquías, con sus diferencias, con sus exclusiones evitando la retórica de la apelación al llamado “sistema democrático”. Retomando la idea de empoderamiento podemos hacernos otra pregunta: ¿qué importancia tiene para la vida social y para la conducta de los habitantes su empoderamiento? ¿Será o tendrá el mismo efecto en un empresario, en un financista, en un estanciero que para un trabajador en los servicios o en las tareas “sucias”?; estas son necesarias para que los demás puedan vivir decorosamente sin basuras en la calle, o sin muertos insepultos, o sin otras cientos o miles de actividades invisibilizadas por despreciables por todos los sectores sociales.

La democracia a la que se apela discursivamente estaría compuesta de hombres libres e iguales que fraternalmente habrían formado lo que se denomina una sociedad, y así evitan considerar que esta, en la realidad, ha sido y es un orden social, que es su observable en la historia humana. Pero nunca hubo “sociedad”, lo que siempre existió es un determinado orden social.

Podemos preguntarnos también: ¿es compatible la hegemonía del capital financiero (el actual neoliberalismo) con las formas políticas democráticas? Y la desigualdad social ¿es compatible con la democracia? ¿Es de la naturaleza la desigualdad en el orden social capitalista o es una desviación?

Ahora bien, la forma republicana y democrática ¿se caracteriza por la independencia de los poderes, el ejecutivo, el legislativo y el judicial? ¿Qué es la independencia de esos “poderes”? ¿Cómo se expresa su independencia?

En particular, ¿el Poder Judicial es independiente de qué? ¿Del gobierno? ¿De sus personales ideologías?, ¿o acaso se puede concebir a un miembro del Poder Judicial sin ideología? ¿O serán acaso independientes de sus relaciones personales? ¿Son acaso personas que no tienen deseos, pasiones, simpatías, ideología, religión o raza o género o familia o amigos, o compañeros, o compadres? Y esto, ¿no pesa en su concepción del hecho o asunto que debe juzgar? Aplicar la ley proviene de la interpretación de un hecho, de su visibilidad y de su impacto social, de la calidad de la víctima, del victimario, de las circunstancias, de la opinión pública, de la influencia de los medios de comunicación. La existencia en el sistema judicial de una jerarquía de magistrados actuantes es la expresión de diferentes opiniones sobre el evento a juzgar.

Creo que resolver (¿?) esta cuestión de la independencia de los poderes es simplemente una ilusión que les permite a los que la invocan cierta inmunidad social, que se proyecta hacia legitimar su actividad profesional.

Invocar las deudas de la Democracia incluye la relación entre deudores y acreedores, entre dominantes y dominados, entre rentistas y trabajadores, entre patrones y asalariados entre otras múltiples relaciones sociales desparejas; su satisfacción, de todas maneras, puede estar más cerca de una mejor vida con un gobierno civil y más lejos con un gobierno militar; es necesario además prescindir de la retórica, de la voz altisonante, y también de la apelación a tiempos idos o pasados que además son mal conocidos. La democracia en un gobierno esclavista (como era la democracia ateniense) es una contradicción o una apelación al statu quo, manteniendo las formas de dominación ya que ¿cómo puede existir la democracia en un régimen de dominación de unos sobre otros? Jacques Lacan dice: “La infatuación del amo es la realidad del esclavo”, y me parece que es un punto de partida a no olvidar; por ello la desigualdad social es parte de un diagnóstico acerca de la realidad democrática y de sus deudas, quizás imposible de resolver solo por ellas.

Hace unos años Norberto Bobbio, en El futuro de la democracia, se refiere a los grandes proyectos de la modernidad –y en ello incluye a la democracia–, proyectos que fueron concebidos como nobles y elevados, dice, y el contraste que se nos presenta entre lo que había sido prometido y la realidad social. Bobbio señala seis falsas promesas de la democracia como sistema político: 1) El nacimiento de la sociedad pluralista: frente a la idea de un individuo soberano, y por lo tanto de un Estado en la sociedad democrática sin cuerpos intermedios (sin corporaciones o facciones), Bobbio dice que se ha producido lo opuesto. Los grupos (y facciones) se han vuelto cada vez más sujetos de la acción política, como ser las grandes organizaciones económicas, las corporaciones, las asociaciones, los sindicatos, los partidos políticos y sus facciones y cada vez menos los individuos. El modelo de Estado democrático supuso estar basado en la soberanía popular, que fue ideado a imagen y semejanza de la soberanía del príncipe, como una sociedad monista, pero la sociedad real que subyace en los gobiernos democráticos es de una pluralidad de poderes (policéntrica, poliárquica o policrática) que en sus luchas frente a otros poderes someten a los individuos. 2) También en el desquite de los intereses que en la discusión en la Asamblea de 1791 sobre la representación, dice Bobbio, se sostenía que el diputado una vez elegido (por los intereses privados) se convertía en el representante de la nación y ya no estaba obligado por ningún mandato. Pero en la realidad, esta norma constitucional de la prohibición del mandato imperativo ha sido violada y menospreciada. Se ha instalado un modelo neocorporativo en el que el Estado es cuanto más un árbitro (generalmente impotente) de los acuerdos políticos entre los intereses corporativos o facciosos. 3) La persistencia de las oligarquías: Bobbio sostiene que ha sido una falsa promesa la derrota del poder oligárquico de las elites económicas y sociales; esto no merece mayores comentarios a tenor de las realidades que vivimos y cuyo indicador es la desigualdad en el acceso a niveles de ingresos y la calidad de vida. 4) El espacio limitado de la democracia en el sentido de que se mantiene reducido el espacio donde puede ejercerse la participación en las decisiones que atañen a los ciudadanos. 5) La no eliminación del poder invisible es, creo, no solo una falsa promesa sino la realidad más amenazante, porque como dice el mismo Bobbio, el tema del poder invisible ha sido hasta ahora muy poco explorado; una excepción fue Alan Wolfe en los finales de los años setenta del siglo pasado, que lo describió en Los límites de la legitimidad, dedicándole el capítulo del “doble Estado” (la “diarquía” le llama Wolfe) en el sentido de que existe un Estado visible y otro Estado invisible. Bobbio cree que esto “…más que una falsa promesa en este caso se trataría de una tendencia contraria a las premisas de la democracia: la tendencia ya no hacia el máximo control del poder por parte de los ciudadanos, sino, por el contrario, hacia el máximo control de los súbditos por parte del poder”. 6) El ciudadano no educado, y Bobbio aquí hace referencia a la necesidad de la virtud entendida como amor y dedicación a la cosa pública, que ha resultado neutralizada por la apatía política, por el desinterés y la disminución del voto de “opinión” en aras del voto de “intercambio” o el voto de clientela, el voto de apoyo político a cambio de favores personales.

En una entrevista de hace unos años en la ciudad de San Pablo, Brasil, Jean Baudrillard decía que la gente, aunque no crea demasiado en los comicios, irá a votar, y los que están en el poder fingirán recurrir al pueblo. La mayoría de las decisiones importantes se toman en una suerte de espacio privado de lo político por personajes que conforman el establishment que está más allá del control democrático, por su poder social. Pero volviendo al “poder invisible”, como le llama Bobbio, como tal no está sujeto a la legalidad formal y su existencia no es otra cosa que ese poder que actúa tanto en el campo de la legalidad como en el de la ilegalidad; además permanece en los márgenes del Estado, pero también dentro del Estado, en el Estado y con el Estado. Un “poder invisible” que dispone no solo de importantes directores o gerentes de empresas, de CEOs, sino también de jueces, de funcionarios públicos, de abogados, de políticos, de comunicadores, de sindicalistas, de militares y de policías y en su caso de sicarios, de los que contingentemente puede disponer, y sobre todo de apoyos institucionales, ya sean estos tanto públicos como privados, religiosos o seculares, y aun populares capaces de movilizar grupos de individuos, frecuentemente pobres. Baudrillard, en la entrevista citada, aludía a la existencia de una red política paralela que conforma la sociedad real fuera de aquella que se invoca formada por representantes del pueblo, con una Justicia que se declama independiente pero que en la realidad también conforma el poder paralelo.

Creo necesario invocar aquí que Robert K. Merton, en la década de los cuarenta del siglo pasado, proponía introducir el análisis sociológico de las conductas ilegales de los grupos de poder en el campo de la política y en el campo de la economía y así sustituir los juicios morales sobre tales conductas que se agotan en adjetivos. Proponía entonces develar la hipótesis de que el “puntero o jefe” político y su maquinaria cumplen funciones positivas (“funciones latentes”) que son parte integrante de la organización de la economía, de la propia estructura económica que se vale de la ilegalidad, que utiliza la ilegalidad en su beneficio y en su reproducción.

La vida en común está regida por un orden impuesto y no por el affectio societatis; por eso la ley y el ejercicio de la dominación o de la violencia forman parte indisoluble del control social, ambos necesarios para tal orden. El orden es además un sistema de poder en el que en sus intersticios existen relaciones variadas y múltiples, micropoderes diría Foucault, que establecen lazos sociales como ser personales, familiares, jurídicos, afectivos, legales, ilegales, conflictivos, educativos, de sociabilidad, de dominación, de servidumbre, disciplinarios, cooperativos; en suma, una microfísica de poderes que conforman el orden social. En su interior consideramos como natural la presencia de corporaciones y poderes diversos que se expresan en la tensa relación entre la democracia parlamentaria y el sistema capitalista como orden cultural y económico y conforman esos poderes invisibles a los que aludía Bobbio.

Paradójicamente, el pensamiento sociológico mayoritario hace tiempo ha abandonado paulatinamente conceptos tales como “clase social”, “lucha de clases”, “modo de producción”, “revolución social”, “imperialismo”, que si bien necesitan de una actualización conceptual no pueden dejar de estar presentes en la conciencia crítica al considerar el orden social.

Un fenómeno que sociológicamente no se puede ignorar es que en la actividad económica la distinción legal-ilegal es por lo menos lábil, frecuentemente inexistente y que últimamente se ha puesto de manifiesto por la irrupción de noticias sobre innumerables sociedades offshore. Estas guaridas fiscales son el instrumento empresarial para sus actividades ilegales y lo más inquietante es que esos capitales no permanecen en esas guaridas como lo hacía Alí Babá en Las mil y una noches sino que ese capital está activo y utilizado por el capital financiero que necesita(n) prestarlo para cobrar un interés y así reproducirse.

Esto supone llevar adelante una política para la “creación” de deudores por el medio que sea, deudores que sean personas, empresas y/o países y utilizan para ello formas financieras sofisticadas, además de corromper funcionarios públicos para que endeuden y refinancien sus créditos ad eternum; algunos de estos grupos financieros encarnan lo que con benevolencia se les denomina holdouts y de manera más común “fondos buitre”, que han contado (y cuentan) hasta con amparo judicial que se suma al amplio mundo de la cuevas financieras offshore que se constituyen de manera secreta para cometer ilegalidades. Cuentan además con innumerables lazos sociales entre empresarios, políticos, banqueros, abogados, traders, contadores, jueces, propietarios de inmuebles, gobernantes, CEOs, empleados fieles, testaferros u hombres de paja y otros intermediarios necesarios que trabajan coordinados para proteger los secretos financieros necesarios para mantener la impunidad penal y la inmunidad social que les reclaman sus clientes.

Estos grupos utilizan compañías anónimas que históricamente han sido por su carácter accionario una herramienta para involucrar a diferentes sectores sociales en estas maniobras, ya sea de manera consciente o inconsciente. Así pueden disfrazar los orígenes del dinero producto de actividades de lavado de dinero, evasión impositiva, como de ocultamiento de bienes para fines ilícitos y también el dinero proveniente del crimen organizado, el tráfico de drogas ilegales, la trata de personas, o diversas formas de contrabando entre otras actividades ilegales. Es de preguntarse por la sobrevivencia de estas actividades ilegales en el sistema político que se denomina democrático; esto pone en cuestión el uso del mantra “el estado de derecho” siempre invocado, invocación retórica que sirve de justificación del orden social dominado por un capital parasitario, el capital financiero actual causante de la desigualdad social.

Autorxs


Juan S. Pegoraro:

Profesor Consulto UBA.