La tarea pendiente de la democracia en el campo de defensa. La necesidad de definir la vertiente estratégica del instrumento militar en la política estatal

La tarea pendiente de la democracia en el campo de defensa. La necesidad de definir la vertiente estratégica del instrumento militar en la política estatal

Nuestro país se aferró históricamente al derecho internacional, a la no-intervención y a la neutralidad en lo que respecta a la utilización de sus Fuerzas Armadas. Tras las reformas encaradas a partir de la derrota en la guerra de Malvinas y la recuperación democrática, y teniendo en cuenta su territorio caracterizado por vastas extensiones escasamente pobladas, dotado de una importante reserva de recursos naturales y ocupando un espacio tan privilegiado en el Atlántico Sur, se vuelve fundamental redefinir el rol del instrumento militar y reactivar un proceso de integración para la defensa.

| Por Khatchik DerGhougassian |

Popularizado a mediados del siglo XX por el historiador militar británico Basil Liddell Hart, el concepto de Grand Strategy se define en general como una teoría que vincula los más altos intereses de un país con sus interacciones diarias con el resto del mundo. En este sentido, el Grand Strategy de un país remite a la orientación estratégica de su política exterior y la búsqueda de su “lugar en el mundo” o el espacio que quisiera ocupar en el espacio internacional. Implica, por lo tanto, cuatro consensos/entendimientos esenciales en torno de (a) los intereses; (b) amenazas; (c) recursos, y (d) políticas. El Grand Strategy no es ni un aspecto de la política exterior del país y menos la política exterior en su conjunto; más bien vincula las acciones concretas con los objetivos a mediano y largo plazo, y, como toda perspectiva estratégica, establece una relación entre los fines y los medios. No es una denominación oficial en tanto no existen documentos oficiales que formulen el Grand Strategy de un país; su importancia y uso es relevante fundamentalmente en el ámbito de los analistas y los académicos que recurren a la teoría para determinar si un país logra articular bien la vinculación de sus acciones diarias con sus objetivos a mediano y largo plazo, si existe un consenso en torno de intereses, amenazas, recursos y políticas para la ubicación del país en la escena internacional como lo revelarían los discursos y pautas de los gobiernos de turno, así como la naturaleza de sus alianzas con otros actores estatales y no-estatales en el mundo. No hay dudas de que todo Grand Strategy en su implementación se altera con cambios internos en el país, así como por las alteraciones de la coyuntura internacional; pero, en general, en un contexto histórico dado, cualquier Grand Strategy bien articulado refleja una continuidad de principios y da estabilidad a la presencia internacional del país.

La política exterior argentina encontró su rubro desde fines del siglo XIX y en las sucesivas fases, o “ciclos” según caracteriza Roberto Russell en su ensayo “La Argentina del segundo centenario: ficciones y realidades de la política exterior”, marcó la presencia del país en el contexto internacional. Afortunadamente, hasta 1982, en ningún ciclo se hizo uso del instrumento militar; al contrario, la Argentina se aferró al derecho internacional, a la no-intervención y a la neutralidad. No obstante, tampoco se descartó el instrumento militar en el diseño de la estrategia nacional, ni se le negó la importancia. Al contrario, con la creciente industrialización de la economía, los militares empezaron a jugar un rol cada vez más activo en el desarrollo energético, la industria metalúrgica y la investigación en general. Lamentablemente, a partir de 1930, con la complicidad de las clases dominantes, se adjudicaron cada vez más derechos en la política interna y en sucesivos golpes contra gobiernos constitucionales se alejaron cada vez más de las masas populares cuya movilización por la lucha por sus derechos y mayor participación del proceso económico, político y social del país atentaba contra los intereses de la oligarquía y otros sectores conservadores. Aun así, no es paradójico que hasta en el momento más paradigmático del modelo de la industrialización por sustitución de importaciones del gobierno peronista de 1946-1955, el rol de las Fuerzas Armadas y su participación en los grandes proyectos, que incluyeron también la modernización armamentista y el desarrollo nuclear, fue notable.

Sin negar el carácter fascista del primer golpe de José Félix Uriburu de 1930 y las simpatías que existieron en amplios sectores militares por el autoritarismo nazi-fascista de la época, es factible argumentar que la alienación del establishment militar con las masas populares se produjo con la tardía llegada del paradigma de la Guerra Fría al sur de las Américas después de la Revolución Cubana de 1959 y la activa inclusión de los militares sudamericanos en el proceso que desde la siniestra Escuela de las Américas terminaría desarrollando la llamada “Doctrina de Seguridad Nacional” y su implementación en Brasil, Uruguay, Chile y Argentina a través de los sucesivos golpes de Estado desde 1964. La Doctrina de Seguridad Nacional tergiversó esencialmente el instrumento militar que se usó para la represión interna, la masiva violación de derechos humanos y, en el caso del llamado Proceso de Reorganización Nacional en la Argentina (1976-1983), políticas genocidas. En su vertiente externa, la visión estratégica de los militares se basó en las hipótesis de conflicto por disputas territoriales con Chile; la competencia por el liderazgo regional con Brasil, y el intervencionismo en los conflictos centroamericanos. Quizá la mayor paradoja de esta visión es que mientras las doctrinas militares en su vertiente externa se nutrían de las hipótesis de conflicto y competían por la supremacía con los vecinos, las dictaduras no dudaron en cooperar en el Plan Cóndor cuando se trataba de la represión de las insurrecciones populares, una situación que no hace sino recordar la Santa Alianza entre Rusia, Prusia y Austro-Hungría durante el Concierto Europeo en el siglo XIX post Guerras Napoleónicas….

La derrota en la guerra de las Malvinas (1982) marcó un punto de inflexión en prácticamente toda Sudamérica, donde gradualmente desapareció el paradigma de la Guerra Fría, la Doctrina de Seguridad Nacional y entre 1983 y 1989 se concretaron los sucesivos procesos de redemocratización. Si bien la guerra del Cenepa, o del Cóndor, como se popularizó, en enero-febrero de 1995 entre Perú y Ecuador, cronológicamente fue el último conflicto bélico interestatal registrado en Sudamérica, fue Malvinas el evento con mayor impacto estructural debido al cambio de la política exterior de Washington hacia la región, de un apoyo a las dictaduras militares a la “promoción de la democracia”, que anunció en su momento Ronald Reagan, no casualmente después de la derrota argentina. En términos generales, el aventurerismo del gobierno de Galtieri desafió al mayor aliado de Estados Unidos en el momento de máxima afinidad ideológica entre los gobiernos de turno, embarcados en la cruzada global de la llamada Revolución Conservadora, con la ilusión de la neutralidad de Washington en el conflicto como devolución de gentilezas al rol que los militares argentinos asumieron en las guerras civiles centroamericanas, en lo que en su delirio mesiánico de salvadores llamaban “la Tercera Guerra Mundial”. Washington, se sabe, no solo no permaneció neutral en este conflicto sino que terminó dándose cuenta del negocio riesgoso de confiar en los militares sudamericanos; como se puede constatar, desde los años ’80 y sobre todo desde el fin de la Guerra Fría y el fin del conflicto centroamericano, último episodio de la Guerra Fría en las Américas, hay un notable esfuerzo de redefinir el rol de los militares en el lineamiento de las llamadas “nuevas amenazas”, que básicamente significa su reacomodación en una agenda de tareas en los contextos internos como, por ejemplo, la lucha contra el narcotráfico.

Naturalmente, la derrota en Malvinas afectó sobre todo a la Argentina. Como lo sostuvo el Informe Rattenbach, la dictadura demostró su total incompetencia, que se reveló en la lectura equivocada de la realidad internacional, los supuestos erróneos a la hora de decidir lanzar una operación que buscaba “golpear para negociar”, y, sobre todo, la falta de preparación de la aviación, la marina y el ejército para enfrentar a una potencia mundial de segundo rango como era Gran Bretaña. Como lo recuerda Federico Lorenz en su libro Malvinas. Una guerra argentina, el episodio puso fin a la fama de Fuerzas Armadas Invictas vencedoras de todas las guerras desde la Independencia hasta la Guerra del Paraguay y la Campaña del Desierto en el siglo XIX. Hoy se sabe que la decisión de apurar la ofensiva, y más generalmente ir a la guerra, fue por la urgencia del desastre económico al cual había llevado la implementación de las medidas neoliberales en lo que constituyeron las primeras experimentaciones “laboratorios” de las teorías de la Escuela de Chicago en Chile y Argentina, explotando el sentimiento patriótico de un pueblo comprometido con la causa nacional de las islas. Lejos de cumplir con los objetivos de las manipulaciones de una dictadura moribunda, la guerra de las Malvinas precipitó el alejamiento del poder de los militares sin dejarles ningún margen de negociación en la transición como sí fue el caso de todos los demás gobiernos de facto en la región. Más adelante, cuando el informe Nunca Más desnudó los horrores del politicidio cometido por el Proceso, quedó claro que las Fuerzas Armadas argentinas habían sido tristemente “exitosas” en la violación masiva de los derechos humanos y la desaparición de los propios ciudadanos que supuestamente deberían defender, pero resultaron ser un fracaso en su profesión –sin perjuicio de la valentía y heroísmo de oficiales y soldados que combatieron y a menudo provocaron la admiración de los enemigos, a diferencia de oficiales de alto rango, quienes efectuaban una visita de cortesía, casi de turista, para sacarse la foto y que se rindieron cobardemente sin siquiera oponer una resistencia digna…–. No menos perjudicial resultó la desinformación masiva que pintaba éxitos ficticios para el consumo de los ciudadanos, cuando la realidad mostraba episodios marcados por la derrota y la miseria de muchos soldados.

El desastre económico, la derrota en Malvinas y la revelación de la barbarie del terrorismo de Estado terminaron desprestigiando a los militares. La guerra, decía Heráclito, es “la madre de todas las cosas”, y ningún fracaso tiene un impacto tan profundo en la sociedad y en la política de un país que aquel de una derrota militar que inevitablemente impone una revisión crítica del uso del instrumento militar en el Grand Strategy del Estado. Tal fue el caso Estados Unidos después de Vietnam, y del Ejército Rojo después de Afganistán; es cierto, en ambos casos la “derrota” militar es cuestionable ya que tal no había sido el caso de ninguno de los dos ejércitos en el campo de batalla propiamente hablando; la retirada de la guerra en ambos casos fue una decisión política con distintos niveles de impactos internos –más notable en el caso estadounidense, casi irrelevante en el caso ruso–; de todas maneras, ambas guerras dejaron lecciones para aprender. En el caso argentino la revisión del uso del instrumento militar después de la derrota en Malvinas fue radical; se trataba de redefinir la política de defensa que hasta la actualidad se concentró casi exclusivamente en la priorización de la restauración del control civil y lo que Rut Diamint caracteriza como la “democratización” de la defensa –“incompleta” según concluye su detallado estudio Sin gloria. La política de defensa en la Argentina democrática–.

Cabría agregar, además, que lo que se ha quedado en el olvido tanto por la indiferencia de la sociedad así como por la irresponsabilidad de los políticos a la hora de competir por los votos de la ciudadanía, es una visión estratégica del rol de las Fuerzas Armadas a la hora de definir el lugar de la Argentina en el mundo, es decir, el rol del instrumento militar en el supuesto Grand Strategy argentino. Sin mencionar que voces que de vez en cuando cuestionan públicamente hasta la necesidad de las Fuerzas Armadas vienen a recordar que ese olvido no es solo por conformismo sino que podría transformarse en una arriesgada utopía de la paz. Sin cuestionar el compromiso de la Argentina con el derecho internacional y su vocación pacifista que ha forjado su identidad en la escena mundial, para un país caracterizado por vastas extensiones territoriales escasamente pobladas, dotado de una importante reserva de recursos naturales y ocupando un espacio tan privilegiado en el Atlántico Sur, la desestimación del instrumento militar en el diseño de su estrategia nacional es sencillamente una invitación a rematar su futuro.

Desde ya se debe aclarar que (a) el argumento no trata tan solo de la indefensa del país; (b) no es una invitación a militarizar la política exterior; (c) no pretende cambiar el compromiso con el derecho internacional y la vocación pacifista de la Argentina, y (d) no se reduce a la discusión del presupuesto de defensa, menos a costa de las prioridades de la salud, educación y políticas sociales para mayor inclusión. Es nada más y nada menos que la consideración de la importancia del instrumento militar y su adecuada profesionalización y empleo estratégico en el contexto histórico de la post Guerra Fría con los ajustes coyunturales inevitables, que es lo que faltó en las tres sucesivas fases del proceso de la reestructuración de la política de defensa después del regreso de la democracia, a saber: restauración del control civil, reforma militar y modernización de las Fuerzas Armadas.

En efecto, la reestructuración de la política de defensa en la democracia empezó con el gobierno de Raúl Alfonsín en los años marcados por el desafío de la transición y la crisis económica entre 1983 y 1989. Entendiblemente en esta primera etapa la restauración del control civil sobre los militares tomó absoluta prioridad. Si por un lado la apuesta en los juicios a los militares y la sanción el 18 de abril de 1988 de la ley 23.554 luego de derogar la antigua ley 16.970 de Defensa Nacional, vigente desde 1966, asentaron las bases firmes para impedir el regreso de los militares al poder y delimitar claramente las áreas de su misión, las sucesivas sublevaciones vinieron a demostrar la vigencia de la amenaza golpista que, lejos de dignificar a los uniformados como pretendían los llamados “carapintadas”, los desprestigiaron aún más frente a la sociedad, disminuyendo la confianza hacia ellos y, peor aún, atentando contra la profesión. Sin embargo, aunque la política exterior de Alfonsín abrió el camino hacia el desmantelamiento de las hipótesis de conflicto y la integración regional, no descartó el instrumento militar; de hecho, si bien priorizó la defensa de la democracia y abogó por la resolución pacífica de los conflictos, mantuvo la postura tercerista histórica y no puso fin a los programas militares.

Es durante la década menemista (1989-1999), y en un contexto histórico marcado por el fin de la Guerra Fría y el ascenso de Estados Unidos al estatus de la única superpotencia mundial, que en la lógica del giro de la política exterior argentina hacia un alineamiento con Washington y las reformas neoliberales de desindustrialización, liberalización y privatización de la economía, que el instrumento militar cayó en el olvido total; la sobreactuación como vanguardia de las misiones de paz de la ONU en esa época fue ciertamente coherente con la orientación de la política exterior, pero es en el mejor de los casos un autoengaño dar a esta participación un valor estratégico. Fue el único y lamentable argumento para definir el rol de las Fuerzas Armadas y esto refuerza más la tesis del olvido y del desinterés por el instrumento militar en su uso estratégico. Más aún si la etapa superior del alineamiento con Estados Unidos fue el reconocimiento de parte de Washington a la Argentina del estatus de aliado extra OTAN, el gobierno de Menem ni siquiera se sinceró en adecuar una doctrina militar que ayudara al país ser protagonista activo como otros países que gozan del mismo estatus, pese al antecedente de la participación de la guerra del Golfo en 1991, más mediatizada de lo que en realidad fue, y la noble causa de acompañar la intervención estadounidense para la restauración de la democracia en Haití en 1994 que finalmente no aconteció. Puede ser que el gobierno calculó la impopularidad de tanto compromiso, pero también habla de la poca seriedad y del olvido del instrumento militar en su función estratégica para la política exterior del país. Amnistía a los genocidas mediante, los años menemistas se caracterizaron por las primeras reformas de la institución militar, pero en el fondo, y probablemente en un pacto silencioso, dejaron en las manos de los militares el manejo de sus negocios en una suerte de CEOzación de la profesión, acorde con el espíritu del tiempo de la economía de mercado….

La oportunidad para una articulación estratégica de la política de defensa se presentó en el contexto del cambio regional de la primera década del siglo XXI, más específicamente en los años 2006-2010, cuando Nilda Garré asumió el Ministerio de Defensa. Con el colapso del modelo económico de los años ’90 y la reactivación que vino con la muy favorable coyuntura de los altos precios de los commodities, la derogación de la ley de amnistía y el retorno a los juicios por la Memoria, Verdad y Justicia, el abandono del proyecto del área de libre comercio hemisférico en la Cumbre de las Américas en 2005, el giro estratégico de la integración regional con la creación de la Unión de las Naciones Suramericanas (Unasur) y sobre todo la decisión de establecer un Consejo de Defensa Sudamericano (CDS). El salto cualitativo de una agenda que con las mismas limitaciones presupuestarias retomó la reforma militar se notó en el esfuerzo de la modernización de las Fuerzas Armadas que, lejos de constituir una ruptura con el proceso de institucionalización que había comenzado en 1983, ambicionó la consolidación de los logros desde la Ley de Defensa (1988), la Ley de Seguridad Interior (1992), el Servicio Militar Voluntario (1994), la Reestructuración de las Fuerzas Armadas (1998) y la Inteligencia nacional (2002).

Más específicamente, y tal como se resalta en el documento “Modelo Argentino de Modernización del Sistema de Defensa” publicado por el Ministerio de Defensa en 2009, el proyecto de modernización de las Fuerzas Armadas se basó en diez puntos: 1) Estructuración orgánica y funcional del sistema; 2) Organización de una metodología de planeamiento estratégico; 3) Configuración de un sistema optimizado de planeamiento y ejecución logística; 4) Articulación de las áreas de investigación, desarrollo y producción; 5) Consolidación integral regional y cooperación internacional; 6) Promoción de la calidad educativa e integración de las instancias de formación y capacitación; 7) Implementación de la perspectiva de los derechos humanos y de una política transversal en materia de género; 8) Activación del sistema de inteligencia estratégica militar; 9) Fortalecimiento de la vinculación del sistema con la sociedad civil, y 10) Optimización de los mecanismos de transparencia y control público. La implementación de estos procesos requirió la reglamentación de la Ley de Defensa mediante el decreto 727 que el entonces presidente de la Nación, Néstor Kirchner, firmó en junio de 2006. Así, 18 años después de la sanción de la Ley de Defensa, vino su reglamentación, que permitió entre otras cuestiones diferenciar claramente las funciones del Ministerio de Defensa, del Estado Mayor Conjunto y las Fuerzas Armadas, y trasladar a organismos civiles funciones no-militares que, sin embargo, hasta entonces habían asumido los uniformados, como la administración de la aviación civil, el Servicio Meteorológico Nacional y el Servicio de Hidrografía Naval. El proyecto de modernización incluyó también la reactivación del área de investigaciones científicas mediante la reforma de los lineamientos estratégicos, estructura administrativa y régimen de personal del Instituto de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de las Fuerzas Armadas (CITEFA), rebautizado Instituto de Investigaciones Científicas y Tecnológicas para la Defensa (CITEDEF).

Todas estas medidas aspiraron, en las palabras de la ministra, a la “ciudadanización” de las Fuerzas Armadas, a terminar con el divorcio con la sociedad por las prácticas que fueron tan nefastas y degradaron la misión de los uniformados y hacer de la carrera militar una profesión atractiva para los ciudadanos con esta vocación. Es de esta forma, en definitiva, que se podía pensar en el instrumento militar como un factor en la formulación de la proyección estratégica del país superando las argumentaciones malignamente simplificadas que impidieron la consolidación de una política estatal de defensa en esta vertiente como la pelea por el presupuesto, el discurso moralista que confunde la vocación pacifista con la irracionalidad del desmantelamiento de las Fuerzas Armadas y la ingenuidad infantil de negarles su necesidad por la inexistencia de amenazas a la seguridad nacional ignorando totalmente la atención que requieren las vulnerabilidades que la posición geopolítica del país inevitablemente genera.

Sin embargo, esta iniciativa prometedora no tuvo continuidad después de 2010, dejando claro que si por un lado mucho depende del interés y voluntad política de quien está a cargo del Ministerio de Defensa para la instalación del tema en la agenda nacional y el debate público, por el otro falta aún un consenso en torno del Grand Strategy y del rol del instrumento militar en su formulación. Tanto la Unasur como el CDS generaron muchas expectativas de consolidación de un nuevo esquema de cooperación en la seguridad en una región privilegiada por la geografía, rica en recursos naturales pero también altamente vulnerable por sus espacios vacíos y la inestabilidad institucional. La continuidad de la modernización de las Fuerzas Armadas posicionaría a la Argentina en la vanguardia de un proceso históricamente original e innovador de construcción de un esquema de defensa común regional. Hoy, tanto Unasur como el CDS son siglas que forman parte del museo latinoamericano de proyectos inconclusos a la espera de una reactivación que difícilmente genere interés en tiempos que, otra vez, se caracterizan por el eterno retorno del “fin de ciclo”… Es cierto que la Argentina no estaba preparada para liderar el proceso que, en definitiva, fue una iniciativa de Brasil que a poco de lanzarla fue perdiendo interés en dar pasos más audaces para consolidar el proyecto. De todas maneras, si la Argentina tuviese voluntad de asumir un rol más proactivo en orientar, si no liderar el proceso, aun cuando Brasil le ponga frenos, sería prueba de un Grand Strategy genuinamente articulado con su componente militar, pues se trataría nada más y nada menos que de asignar a las Fuerzas Armadas un rol y una misión a mediano y largo plazo. No ha sido el caso; la definición de la vertiente estratégica de la política de defensa sigue siendo una tarea pendiente de la democracia.

Autorxs


Khatchik DerGhougassian:

PhD en Estudios Internacionales de University of Miami (Coral Gables, FL, Estados Unidos). Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés y de la Universidad Nacional de Lanús.