Las deudas de nuestra democracia respecto de la educación superior

Las deudas de nuestra democracia respecto de la educación superior

A más de treinta años de la recuperación de la institucionalidad republicana, se mantienen aún vigentes los reclamos por una mayor democratización, tanto interna como externa, de las universidades. El objetivo principal es la ampliación de las bases sociales del estudiantado, para poder quebrar la persistente disparidad e inequidad en una sociedad como la nuestra. Hacia allí apuntan la cantidad y la diversidad de programas de becas y el fomento de carreras consideradas estratégicas.

| Por Laura R. Rodríguez |

En abril de 2013, el número 33 de Voces en el Fénix presentó una serie de contribuciones que revisaron los avances, promesas y tareas pendientes de la educación superior en nuestro país, haciendo foco en el nivel universitario. Legisladores, funcionarios gubernamentales, autoridades universitarias, académicos, científicos y representantes estudiantiles aportaron su perspectiva sobre las políticas sectoriales y el funcionamiento de las instituciones, recorriendo una amplia variedad de temas, tales como el sentido de la universidad en la compleja coyuntura mundial, la formación de profesionales, el posgrado y el sistema científico-tecnológico, la caracterización de “viejas” y “nuevas” instituciones, la articulación con la escuela secundaria, la integración regional, y los vínculos de la universidad con la sociedad y, en particular, con los sectores más desfavorecidos. En muchas de esas contribuciones, la democratización aparecía explícitamente como meta y como norte interpretativo para valorar las acciones desarrolladas a lo largo de estos últimos años. Aquí retomaremos algunos aspectos de esas preocupaciones, proponiendo una mirada en perspectiva sobre el tema al que invita este número de la revista: las deudas pendientes de nuestra democracia, centrándonos en este caso en el nivel universitario. Esta pregunta es más que pertinente, en el momento en que, a más de treinta años de la recuperación de la institucionalidad republicana, se produce el cierre de un ciclo político y la asunción de un nuevo gobierno. Un gobierno que, en varios aspectos, propone un cambio de orientación y de prioridades de política educativa a través de medidas que se pretenden superadoras de las limitaciones y fallos en los que habrían incurrido las políticas de la última década, transitando hacia otro proyecto político, económico y social.

La preocupación por la democratización de la universidad ha sido una constante a lo largo de la historia de las universidades argentinas del siglo XX. Esa demanda asumió diversos contenidos, acompañando la constitución y disolución de diversos bloques de fuerzas y proyectos sociales, políticos, económicos y culturales hegemónicos. Puede decirse que fue el movimiento de la Reforma Universitaria de 1918 el que la instaló definitivamente en el debate público, no solo como un reclamo de democratización interna de las instituciones, sino también de “democratización externa”, esto es, la ampliación de las bases sociales del estudiantado. Estas dos dimensiones de la democratización fueron enriquecidas por otra demanda, que exigió el cabal cumplimiento de la responsabilidad de las universidades en la construcción de una sociedad democrática y el compromiso con las necesidades del pueblo, ideal que aspiraba a transcender las fronteras nacionales para expandirse a Latinoamérica.

A partir de 1918, y simplificando la complejidad de cuestiones que fueron entrelazándose y conformando la sustancia de esa demanda, el alcance y la definición de lo que implicaba la democratización universitaria estuvieron sujetos a fuertes disputas. Los grandes nudos problemáticos de las políticas universitarias contemporáneas pueden leerse y pensarse desde esa perspectiva. En el caso de la democratización interna, la disputa giró, sobre todo, alrededor del régimen de gobierno de las instituciones y del régimen de autonomía respecto del gobierno nacional (es decir, la combinación pretendida de autonomía y coordinación). En el caso de la contribución de las universidades a la democratización de la sociedad, se trató de una disputa sobre el grado de alineación de las instituciones con cada proyecto político-social triunfante, y por lo tanto, también sobre criterios para juzgar la relevancia y pertinencia de los procesos y productos del quehacer universitario (docencia, investigación, extensión). Finalmente, las discusiones sobre el sentido de la democratización “externa” estuvieron ligadas a los criterios de expansión de la cobertura, el grado de acceso de distintos sectores sociales, la diversificación de las carreras y, finalmente, la discusión sobre la libertad de enseñanza, los agentes educativos y la definición misma del derecho a la educación superior.

La década de reformas neoliberales quebró los ejes históricos que habían organizado el debate sobre la democratización en los ’80, redefiniéndolos como un problema de eficiencia, competitividad y racionalidad administrativa. Estos conceptos fundamentaron las políticas de ajuste, la desinversión y la mercantilización de la universidad, mientras el Estado se transformaba en un poderoso agente disciplinador. La crisis de ese proyecto, en 2001, abrió una nueva etapa. Desde 2003, los gobiernos de N. Kirchner y de C. Fernández encontraron una coyuntura internacional que les permitió aprovechar una fase de reactivación económica para implementar políticas que algunos califican como “neodesarrollistas”. Para recomponer la legitimidad del poder estatal, buscaron restaurar su papel en la compensación de las contradicciones generadas por el sistema socioeconómico, dando prioridad a la inversión en educación, ciencia y tecnología. El presupuesto educativo fue aumentado progresivamente hasta alcanzar el 6% del PBI (dejamos de lado aquí las discusiones sobre la precisión de las estimaciones y la calidad de los datos). Un nuevo cuerpo normativo, que se cerró con la sanción de la Ley de Educación Nacional, mostró, desde el punto de vista legal, el compromiso con los principios de principalidad del Estado y la defensa de la educación pública, bajo el concepto fundante de la inclusión y la ampliación y defensa de derechos.

A pesar de que la Ley de Educación Superior se identifica con el ciclo neoliberal, la sanción de una nueva ley quedó como tarea pendiente. Por lo tanto, las políticas universitarias de los 2000, presentándose como opuestas a la lógica neoliberal, se desplegaron sin alterar muchas de las reglas de juego heredadas de los ’90. Por ello, varias de las investigaciones sobre las políticas universitarias del período han tenido como eje preguntas sobre el sentido de los cambios y la presencia de continuidades, proponiendo hipótesis diversas: acomodamiento mutuo entre universitarios y agentes estatales/gubernamentales, mayor permeabilidad a la intervención de diversos “actores” universitarios, ambigüedad en el rumbo de la política, e incluso el carácter no prioritario del nivel universitario en la agenda educativa.

Los cambios más notables en la etapa que se inicia en 2003 atañen a la normalización e incremento sustancial del flujo de recursos presupuestarios a las universidades nacionales (UU.NN.), esfuerzo financiero que no ha logrado alterar el patrón histórico de extrema rigidez del presupuesto y baja proporción relativa de la inversión en infraestructura. El presupuesto universitario aumentó su participación en el PBI desde su piso más bajo en 2004 (0,48%) al 1,08% en 2013, lo que implicó un incremento de 439%, cuyos efectos fueron neutralizados por el proceso inflacionario iniciado en 2009, y por el aumento en el número de instituciones. Junto con la incorporación de partidas a distribuir, más o menos discrecionalmente por el Poder Ejecutivo (Planillas B y C de la Ley Nacional de Presupuesto), estos programas especiales se han mostrado como dispositivos flexibles que permiten ajustar la partida sectorial en función de la coyuntura financiera, tal como lo demuestra la variabilidad de su peso relativo en el total del financiamiento público transferido a lo largo de los años. El aumento del presupuesto no ha podido quebrar la persistente disparidad e inequidad de la distribución interinstitucional de los fondos, determinada en gran parte por el carácter discrecional de las prácticas presupuestarias nacionales.

En esta década se consolidó y diversificó la herramienta de financiamiento adicional mediante programas instalados en los ’90. Además de líneas destinadas a financiar la mejora de la calidad académica, se incorporaron nuevos programas de estímulo a la responsabilidad social universitaria, como los destinados al voluntariado y la extensión. Con el objetivo de revertir el “elitismo” de la universidad pública, se produjo el aumento sostenido, muy notable desde 2009, en la cantidad y la diversidad de programas de becas, en particular las destinadas a estudiantes de bajos recursos y/o pertenecientes a pueblos originarios, y al fomento de carreras consideradas estratégicas. Desde 2003 los montos globales asignados a ellos crecieron más de siete veces, y en 2013 representan alrededor del 3% de la matrícula pública, pero su monto no cubre, en todos los casos, la totalidad de los costos asociados al estudio.

Estas políticas fueron acompañando fenómenos mundiales de creciente desigualdad y fragmentación social, agudización de los diferenciales de ingresos, e inestabilidad del sistema capitalista mundial, palpable en la reiteración de crisis y desequilibrios macroeconómicos, y evidentes en la Argentina, sobre todo desde 2008 en adelante. Nuestras políticas locales adoptaron los diagnósticos y preocupaciones dominantes a nivel global, relativas al mantenimiento de la cohesión social y la gobernanza.

La preocupación por la democratización de la universidad fue objeto de una redefinición que se expresó tanto en los medios de comunicación y los discursos públicos como en las producciones académicas. Para algunos autores, y limitándonos a partir de aquí al análisis de la demanda de democratización “externa” –su caracterización y su grado de realización–, se produjo un pasaje desde una definición restrictiva, centrada en el mérito individual y la igualdad de oportunidades, hacia una idea más amplia y compleja: la democratización entendida como “inclusión social”.

En la base de esta idea se encuentra la preocupación por incorporar a la universidad la diversidad de etnias, género, culturas y colectivos sociales específicos, poniendo el acento en fenómenos de discriminación, que ya no son asociados únicamente –o de manera sustantiva– con los fundamentos económicos de la desigualdad, sino con la distribución diferencial de otra clase de “capitales”, como el cultural y social. La mencionada ampliación de la cobertura de becas y su diversificación, las acciones de apoyo y orientación a los estudiantes provenientes de grupos sociales en desventaja, el lanzamiento de programas socioeducativos de transferencias condicionadas, como el PROG.R.ES.AR (que actualmente alcanza a alrededor de 18.000 estudiantes de 18 a 24 años), y la creación de universidades con misiones y características sensibles a esos sectores, fueron los ejes sobresalientes de la agenda pública.

Desde 2003 se crearon 19 universidades y 3 institutos universitarios públicos, localizados mayormente en el conurbano bonaerense. Se autorizó la apertura de 6 universidades y 6 institutos universitarios privados. Se crearon 6 universidades provinciales (en Córdoba, San Luis, Salta, Chubut, y provincia de Buenos Aires). Y desde 2011, a estas modalidades históricas de expansión institucional se les sumó la creación de Centros Regionales de Educación Superior (CRES), pensados para satisfacer demandas locales de formación mediante la asociación de al menos dos universidades nacionales en un mismo CRES, en diversas localidades provinciales. Este claro objetivo de ampliación de la cobertura legitimó y admitió mayores niveles de heterogeneidad institucional, evidente en la diversidad de formas organizativas, de financiamiento, condiciones materiales, características del cuerpo docente, posibilidades de articular docencia e investigación y/o grado y posgrado, etcétera.

Ahora bien, ¿qué impacto tuvo esta política de expansión institucional y de apoyo diferenciado para los sectores en desventaja, en lo que respecta al cumplimiento de la meta de democratización con inclusión? Para estimarlo, puede ser interesante analizar los patrones de expansión de la última década, incluyéndolos en el período más largo que comienza en 1983. Durante el gobierno radical (1983-89), signado por la normalización, el restablecimiento de la gratuidad y del ingreso sin cupos, el presupuesto fue aumentado sustancialmente al menos hasta 1987, en particular las inversiones de capital. A diferencia del segmento privado –dentro del cual no fue autorizada ninguna institución nueva–, en ese lapso la universidad pública experimentó un fuerte crecimiento de la matrícula: en 1984 aumentó un 82% respecto del año anterior; para 1989, la cantidad de estudiantes se había duplicado, pasando a 698.561 estudiantes, a pesar del agravamiento de la situación económica que desembocaría en la finalización anticipada del gobierno de Alfonsín. Ese ritmo de crecimiento del segmento público nunca volvió a repetirse: si bien registró un aumento, lo hizo con algunas interrupciones (pequeños descensos en 1993, 2005, 2007 y 2013), mientras que la privada creció continuadamente, con excepción de 2002 (claramente por efecto de la crisis de 2001). De esta manera, en estas dos últimas décadas el sector de universidades privadas aumentó su participación en la matrícula de grado/pregrado, pasando del 13% en 1992, al 15% en 2001, y llegando al 21,5% en 2013.

Si comparamos lo acontecido durante la “década neoliberal” (1992-2002) con la década siguiente (2003-2013), lo que observamos es que, tomando 1992 como año base, el alumnado de grado/pregrado del segmento público se duplicó, pero el privado se triplicó. Durante el primer decenio (1992-2002) el incremento de la matrícula pública fue del 80%, y durante el segundo (2003-2013), sólo del 14%. La privada, por su parte, creció 92% en los ’90, y 83% en los 2000. El estancamiento relativo de la matrícula pública se aprecia más claramente deteniéndonos en las tasas de crecimiento interanual. La tasa promedio anual de crecimiento entre 1992 y 2013 es de 3,4% en el segmento público y de 6,2% en el privado. Analizando las dos décadas por separado, se observa que el ritmo de crecimiento desciende a partir de 2003 en ambos segmentos, aunque mucho más marcadamente en el público, que además experimenta mayores fluctuaciones; ellas afectan más que nada al número de ingresantes (tasas negativas entre 2003 y 2008, y altamente fluctuantes entre 2009 y 2013), a pesar del fuerte incremento en las tasas de escolarización secundaria. Este fenómeno ha sido interpretado por A.M. Ezcurra como una dinámica de “inclusión excluyente”, es decir, de un acceso a la universidad pública de grupos que por su bagaje educativo precario y su condición socioeconómica inestable, son rápidamente expulsados o desalentados. El reconocimiento de este problema generó líneas de financiamiento adicional para acciones específicas destinadas a la retención y el acompañamiento pedagógico y la socialización de los ingresantes en desventaja, como por ejemplo las tutorías y la capacitación pedagógica de los docentes, bajo el supuesto de que los principales factores responsables de la expulsión están relacionados con dimensiones intrínsecas al funcionamiento universitario.

Algunos señalan que la privatización aparece asociada a un ahondamiento de la segmentación del nivel universitario y a la consolidación de circuitos de elite. Sería conveniente analizar en qué medida la segmentación opera tanto entre como dentro de los segmentos público y privado, generando fenómenos de “incorporación segregada”. En el sector público, los datos muestran que la expansión de instituciones –fuertemente sujeta a criterios de puja particularista antes que a planificaciones y diagnósticos integrales– hace que el aumento de la cobertura opere mediante una fuerte redistribución de ese crecimiento entre instituciones, hasta el punto de generar la disminución del alumnado en algunas, por la competencia que activa entre universidades nuevas y antiguas en una misma región. En el sector privado, la expansión opera creando circuitos diferenciales para sectores privilegiados, circuitos a los que acuden sectores medios, y finalmente otros con ofertas y modalidades destinadas a sectores medios-bajos.

La información de los censos nacionales (1991-2001-2010) proporciona elementos de análisis complementarios, referidos a la evolución del nivel de escolarización de la población. Observamos que la mejora en las tasas netas de escolarización universitaria (sin discriminar sector público o privado) se produjo fundamentalmente entre los dos primeros censos (un 3%), con la advertencia de que ese incremento es tributario de la gran expansión de la matrícula pública entre 1984 y 1988. Resulta interesante notar que durante la segunda década del período (2001-2010) la tasa neta para la población de 18-24 años se estancó en alrededor del 15%; la tasa bruta pasó de 18,4% en 1991 a 25,6% en 2001, y permaneció estable en el decenio siguiente (25,7%).

Tomando además otro tipo de datos, como los que entrega la Encuesta Permanente de Hogares elaborados por CEDLAS/CEDLAC, se puede considerar la evolución de las tasas netas de escolarización para toda la educación terciara (es decir, incluyendo el nivel superior no universitario, cuyo peso relativo en el total del nivel es bastante inferior al universitario) según quintiles de ingreso. En este caso, la salvedad es que solo proporciona una visión aproximada e indirecta, pues no estamos diferenciando entre nivel superior universitario y no universitario, y por lo tanto estamos sobreestimando la participación de la población perteneciente a los quintiles de ingresos más bajos ya que, históricamente, el nivel universitario ha tenido niveles de selectividad mayores que el superior no universitario. Con esta salvedad, la evolución del porcentaje de jóvenes de 18-23 años asistiendo a establecimientos de educación terciaria entre 1980 y 2013 y universitarios (sin discriminar público o privado), por quintiles de ingreso equivalente, tiene un comportamiento destacable. En primer lugar, entre 1980 y 2003, la tasa neta global se duplicó (pasó del 16 al 34,9%), estancándose entre 2003 y 2013. Y, en segundo lugar, que el crecimiento en el primer quintil se produjo hasta 1992 y desde 2003, pasando de 5% en 1980 a 19% en 2013, lo cual implica que aumentó cuatro veces, lo mismo que el segundo quintil (que pasó de 6% a 24%). Los quintiles 3, 4 y 5 aumentan, pero a un ritmo menor, manteniendo su posición privilegiada (para el segundo semestre de 2013, 29,6%, 35,7% y 54,1%, respectivamente). Es decir: la estratificación del nivel superior por quintiles de ingresos, entre 2003 y 2013, muestra una modesta mejora en beneficio de los grupos de menores ingresos, asociados habitualmente con los denominados “nuevos públicos”, o universitarios “de primera generación”.

¿Cómo entender la persistente desigualdad en la universidad, que perjudica a los sectores más pobres, no solo excluyéndolos, sino también incorporándolos de manera segregada e inestable, luego de haber puesto tanto compromiso y esfuerzo en políticas que defienden la integralidad de derechos de colectivos diferenciados para alcanzar por otra vía las promesas del universalismo? La expansión diferencial del segmento privado, a contramano de la “expansión de las oportunidades” en el sector público y de los objetivos buscados por las medidas de política (aumentar las tasas de graduación en el nivel medio, incorporar a los sectores sociales más desfavorecidos a la universidad pública), se explica, por ejemplo, analizando factores relacionados con la “demanda social” (las “preferencias” o “expectativas”), la “oferta privada” (diferenciales de exigencia académica, dinamismo y diversificación del menú de carreras, mayor sensibilidad a las demandas del mercado de empleo, una organización pedagógica e institucional menos expulsora, etc.), o las características de la universidad pública (persistente elitismo, incapacidad para sostener a los “estudiantes de primera generación”, etc.). Pero si bien una explicación en términos de elecciones, mercados y proveedores, de fallas institucionales o incluso en términos de fallos y/o defectos de implementación de medidas políticamente correctas, puede iluminar algunos aspectos de las tendencias analizadas, creemos restringe nuestra mirada a una dimensión del fenómeno, aislándolo del resto de los procesos sociales y económicos.

Estamos frente a ciertos límites muy concretos para el logro de las metas pretendidas, al menos en esta dimensión de la democratización con inclusión. Más allá de sus intenciones, la estimación de la potencialidad o impacto igualador de las políticas sectoriales en los últimos diez años, requiere, desde nuestro punto de vista, no solo estudios e investigaciones más amplias y en profundidad –que alcancen al nivel como un todo y contemplen las peculiaridades regionales– sino también un debate y reflexión sobre los supuestos que fundamentan las políticas, y sobre los modelos teóricos con los que los académicos e investigadores los estamos analizando. Para contribuir a la democratización de la sociedad argentina, el campo académico y científico debería ser capaz de pensar la realidad confrontando con las herramientas conceptuales del pensamiento dominante, pero muchos de nuestros análisis toman prestados diagnósticos y concepciones difundidas por organismos y expertos transnacionalizados, que han ido achicando los espacios de discusión, y estrechando los marcos de reflexión.

¿Es suficiente un análisis que privilegia valores y modelos ideales de manera abstracta, sin reconocer el movimiento concreto de la universidad y sus contradicciones, y las del sistema educativo como un todo? ¿Es posible achicar la “deuda democrática”, asegurando para todos y todas el “derecho a la formación universitaria” en un sistema cada vez más segmentado? ¿O en una universidad pública en la que el trabajo docente es cada vez más precario, sometido a múltiples demandas, y crecientemente sujeto a controles burocráticos? ¿Es posible que intervenciones sectoriales pueden democratizar la Universidad, cuando en la sociedad argentina se ha acentuado el trabajo no registrado, el carácter estructuralmente transnacionalizado y dependiente de la economía, la fuga de capitales y la desinversión, dificultando cualquier previsión sobre las necesidades de formación de la fuerza de trabajo en términos de una estructura productiva? ¿Sabemos qué esfuerzos presupuestarios deben hacerse para seguir achicando la desinversión histórica en educación?

Cualquier análisis acerca de las “deudas de la democracia con la universidad” deberá reconocer que la mejora real de las condiciones educativas –y de salud, trabajo, etc.– de una sociedad, está condicionada por el grado de articulación entre el proyecto político de los sectores hegemónicos en el bloque de fuerzas, y los intereses del proyecto económico dominante, y que las contradicciones entre los objetivos de las políticas y sus resultados deben buscarse, en última instancia, en las formas en las que se produce esa articulación.

Autorxs


Laura R. Rodríguez:

Docente e investigadora en el equipo de Política Educacional del Departamento de Educación de la Universidad Nacional de Luján.