La educación superior y el reconocimiento de saberes socialmente productivos de los sectores populares

La educación superior y el reconocimiento de saberes socialmente productivos de los sectores populares

En los últimos años el sistema educativo formal ha ido reconociendo e incorporando diversos saberes prácticos de los sectores de la sociedad con menor nivel de escolarización. Esto responde no sólo a la efectividad de estos saberes, sino también a la capacidad de transformación del mundo que poseen, a pesar de ser contradictorios con la lógica académica tradicional.

| Por Aldo Lorusso y Lidia Rodríguez |

En la actualidad, para ingresar a cualquier empleo, es imprescindible tener certificaciones expedidas por el sistema educativo formal, que acreditan el tránsito por el mismo. Este ordenamiento jerárquico se relaciona directamente con la estructura piramidal de la cadena industrial de producción, de modo que a menor “valor” del certificado, más cerca de la base se ingresa, mientras que a mayor “valor”, más nos acercamos a la cúspide.

Sin embargo, esos certificados son hoy cuestionados desde el mundo del empleo, ya sea por considerarlos demasiado formalistas, o bien porque no satisfacen la formación obtenida por los sujetos en relación con el ordenamiento y las necesidades de la producción industrial. En consecuencia, lo que se pone en tela de juicio es el valor de los conocimientos, por ser demasiado académicos, al mismo tiempo que se buscan nuevas formas de organizarlos, al estructurarlos en relación con las conductas observables de los sujetos, con su predisposición psicológica, su capacidad de adaptación, en resumen, con las competencias entendidas en su acepción más operativa.

¿Qué es el reconocimiento de saberes?

El reconocimiento de saberes tiene una función democratizadora, en el sentido de colaborar en el acercamiento a la universidad de personas o grupos que estaban excluidos por las lógicas tradicionales.

Ese reconocimiento permite tomar conciencia de los saberes tácitos, y en ese sentido iguala a los que en otras lógicas se encuentran en jerarquías de conocimiento distintas.

Un supuesto central de esta lógica es el de que el conocimiento científico no es per se de un mayor nivel jerárquico que los generados en la practica de un oficio, un trabajo, o el uso de ciertos recursos naturales. Por ejemplo, en ciertos lugares los habitantes saben qué pozos de agua no deben usarse, corroborado por la experiencia ancestral, aunque los químicos no encuentren explicaciones para los efectos nocivos que esas fuentes efectivamente tienen.

Del mismo modo, los tamberos son capaces de describir y explicar el funcionamiento del sistema reproductivo del animal gracias a su práctica cotidiana de inseminación, aunque nunca hayan visto un libro al respecto.

Por otro lado, el reconocimiento de los saberes de la práctica, que son en general efectivos, también facilita la corrección de concepciones teóricas construidas sobre las mismas que no son siempre correctas.

Permite el dialogo gnoseológico, donde teoría y práctica entran en una particular articulación. Permite también un vínculo pedagógico que supere el verticalismo tradicional que jerarquiza saberes académicos que no son necesariamente los que más ayudan a resolver los problemas con que el trabajador se encuentra en el momento de la producción.

La lógica universitaria y los saberes populares

Está naturalizado que para obtener una certificación es necesario cursar una cierta cantidad de días y horas, cumplir una serie de exámenes, leer una cierta bibliografía.

La realidad es que en grandes grupos de población muchos de los saberes que se supone se están impartiendo son parte del bagaje cultural de los estudiantes.

Por ejemplo, en la carrera de Ciencias de la Educación se desconoce muchas veces el saber de la práctica de estudiantes que tienen muchos años de ejercicio de la docencia. Al punto que surge una nueva figura, la del “estudiante-maestro/profesor”, diferenciada de la del simplemente “estudiante”.

Muchas veces los adultos han adquirido en su vida cotidiana muchos conocimientos que son parte de la trayectoria curricular requerida para el otorgamiento de ciertas titulaciones. Reconocerlas implica también una modificación del vínculo universidad-sociedad. Se trata de que la institución sea capaz de entrar en una suerte de “escucha” respecto de los saberes de sus estudiantes.

El reconocimiento de saberes de grupos sociales de bajo nivel de escolarización es incompatible con una lógica académica tradicional. Se sostiene desde una perspectiva no esencialista, que entiende que la ciencia no es el camino a una verdad inconmovible, trascendente, sino el resultado de un proceso histórico. Dicho de otra manera, el currículum universitario es una selección de contenidos que son el resultado de disputas hegemónicas.

La lógica de reconocimiento de saberes abre la posibilidad de revisar esa selección de contenidos a partir de un diálogo entre diversas formas de producción de conocimientos.

La lógica de la acreditación implica modificar otras lógicas de la enseñanza, su implementación iría modificando otros aspectos del ejercicio de la docencia universitaria.

Es algo similar a lo que se plantea cuando los estudiantes piden equivalencias de otros estudios que han cursado, sólo que en este caso se trata de acreditar un saber sobre el que no se tiene ninguna documentación.

Remite en última instancia a una disputa política acerca de la construcción de una jerarquía de saberes.

Saberes o competencias

Existe una tradición respecto del reconocimiento de las “competencias”.

Es que la forma de transmisión y evaluación de esas competencias es estrictamente personal, subjetiva, de modo que se convierten los itinerarios formativos en carreras individuales. En forma paralela, este proceso se ve reflejado en la desaparición, en el interior de la organización industrial de trabajo, de los convenios colectivos, que son, entre otras cosas, una expresión formalizada de la construcción del saber de los trabajadores.

Debemos recordar que, según Marx, las relaciones que se establecen en el capitalismo se basan en la compra y venta de la fuerza de trabajo, es decir, alguien se apropia de lo que esa fuerza produce, y eso determina una forma de organización. Siguiendo esta idea, se puede concluir que la organización por competencias no es otra cosa que una nueva forma de organizar la fuerza de trabajo.

Discutimos la categoría “competencias” por el uso que tiene desde los años ’90, respecto de una fragmentación de los saberes del oficio, un desconocimiento de la identidad del trabajador en cuanto tal, en favor de la lógica del empleador.

Los “saberes” reconocen la autoridad que su posesión otorga a los sujetos en tanto que forman parte de la constitución de su identidad como tales. No son fragmentados, conforman una configuración de sentido, se encuadran en una historia familiar, comunitaria, gremial.

Contribuyen a consolidar sujetos sociales y políticos, en oposición a reconocer “competencias” de modo parcial, a los fines de facilitar a la patronal contratar a los que sean más útiles en una lógica de la ganancia.

Por el contrario, los saberes se subordinan a la lógica de la constitución de sociedad.

El trabajador como sujeto poseedor de un saber: la dimensión simbólica y pedagógica

La relación entre trabajo y valor no es unidireccional, esta relación (en consonancia con las premisas de las que parte este texto) es histórica, y su determinación viene de la potencia del sujeto creador de valor, el sujeto trabajador, entendido como sujeto que posee un saber.

La consideración de lo que se concibe como trabajo o práctica creadora de valor depende siempre de los valores existentes en un contexto social e histórico dado, es decir que el trabajo no se define sencillamente como actividad (asalariada), sino específicamente como actividad socialmente reconocida como productora de valor.

Siendo que la vida misma forma parte ahora del campo del poder, entonces no podemos definir el trabajo solamente como empleo; por ello, con la noción de sujeto trabajador como obrero social se hace más comprensible la cuestión del modo actual de organización del trabajo y su relación con el saber y con el poder. El dato central es que el trabajo se identifica completamente con la subjetividad y las condiciones sociales de la cooperación productiva.

En efecto, sin la práctica cotidiana de los sujetos sería imposible descifrar y resolver las prescripciones de un “oficio”, es necesario reconocer la centralidad del trabajo vivo en la organización de la producción. Las actividades no son más estandarizadas, divisibles y comparables, hoy son más interiores y ocultas, se vuelven difícilmente medibles, porque se fundan en decisiones a tomar y que resultan difíciles de prescribir.

Llegados a este punto, es necesario destacar una vez más que la característica más importante de la modificación de la organización del trabajo consiste en el reenvío a la subjetividad del trabajador. El trabajo se adentra en aquello que hay de más individual y más específico de cada sujeto: su vida entera.

Pero justamente allí es donde vemos que la individualidad siempre es con otro, dado que el trabajo se define por la implicación de la subjetividad y, en tal sentido, supone la entera dimensión simbólica del sujeto.

Por todo lo antedicho, considerar una formación basada en competencias deshumaniza a los sujetos, los envía al lugar más débil de la cadena de valor, los transforma en un simple eslabón de ella.

Es necesario crear nuevas alternativas pedagógicas que posibiliten sostener y recrear los puentes generacionales, que sean capaces de reconocer y validar los saberes generados por medio del trabajo, que den cuenta de la complejidad actual del conocimiento con el firme objetivo de la democrática y justa distribución de los mismos.

Los saberes del trabajo se incluyen en los saberes socialmente productivos. No son saberes de “pobres” ni “populares” ni “plebeyos”, en el sentido tradicional que los esencializa y los atribuye a ciertos sectores sociales. No se refieren a la conservación de saberes museologizados, inertes, en un discurso que legitima la desigualdad bajo el manto del respeto cultural.

La lógica de recuperación de “saberes” se inscribe en una jerarquía de lo social, donde el plano político no se subordina al económico. En la tradición de S. Rodríguez, que pensaba que no valía la pena tener objetos finos y baratos si eso implicaba reducir a máquinas a los que los producían.

La formación para el trabajo tiene sentido en el marco de la formación integral.

Llamamos socialmente productivos a ciertos saberes que permiten inserción social, pero no entendida como inclusión subordinada a una totalidad social cuya lógica hegemónica no se pone en cuestión. Sino por el contrario, son saberes que tienen la posibilidad de producir una modificación de la estructura o configuración en la cual se inscriben.

Relación entre saberes, trabajo y educación

Podemos distinguir tres formas de concebir la relación entre saberes, trabajo y educación.

Por una parte, aquello que las personas saben (no sólo en cuanto a enunciados o explicaciones sobre el funcionamiento del mundo, sino también en cuanto a transformación del mundo y del sujeto en sí) es producto de la biografía personal. Revierte asimismo la percepción que el sujeto tiene sobre sí y la que los otros le ofrecen. De esta manera, podemos identificar una dimensión identitaria de los saberes, en la que los mismos no pueden desprenderse de los sujetos que los portan y del modo en que se implican en ellos.

Una segunda dimensión implica la capacidad de transformación que estos saberes conllevan. En este sentido, podemos decir que los saberes se constituyen en relación con su participación en un proceso de transformación del mundo (bien sea un proceso de trabajo, una actividad colectiva, etc.).

Finalmente nos interesa distinguir una tercera dimensión, que se relaciona con la capacidad que tienen los saberes (en tanto se los ha construido socialmente) de organizar la sociedad en términos de clasificaciones sociales y/o laborales.

Reconocimiento y acreditación

La distinción entre certificación y acreditación se basa en la necesidad de llevar a cabo un doble movimiento de indagación sobre los saberes que se ponen en juego en la acción, y al mismo tiempo relacionar estos saberes con los contenidos que se transmiten en forma sistemática en los distintos niveles y modalidades de enseñanza.

Esta primera acción de indagar y dar cuenta de los saberes que las personas han construido es lo que llamamos “certificación”. La puesta en relación de los saberes certificados con los niveles y modalidades de enseñanza, y los contenidos curriculares de los distintos campos del conocimiento, es lo que se denomina acreditación.

En esa lógica, la acreditación profundiza el diálogo con las lógicas de los sistemas escolares y en particular con el nivel superior.

A modo de cierre

El reconocimiento, acreditación y certificación de saberes requiere la construcción creativa de dispositivos específicos sin la cual no es viable.

Sin embargo, no se resuelve en al plano técnico y operativo. Se inscribe en una prospectiva de modificación estructural de las lógicas tradicionales de consolidación de jerarquías culturales, que se materializan en instituciones, prácticas, normativas.

No es una discusión aislada de un planteo político pedagógico más general.

La lógica de la acreditación de saberes responde a una prospectiva de democratización de la educación, en un sentido profundo y estructural de la problemática.

Autorxs


Aldo Lorusso:

Lic. en Ciencias de la Educación UBA. Ex director de la Agencia de Acreditación de Competencias Laborales de la DGCyE de la provincia de Buenos Aires. Asesor en la Secretaria de Evaluación Presupuestaria de la Jefatura de Gabinete de Ministros. Miembro del equipo APPEAL.

Lidia Rodríguez:
Doctora en Filosofía, Docente de la Carrera de Ciencias de la Educación de la UBA. Investigadora del grupo APPEAL.