Democracia, industria y marcos conceptuales

Democracia, industria y marcos conceptuales

El desarrollo fabril constituye una condición de posibilidad del desarrollo en su sentido más amplio. En ese marco, la deuda de nuestra democracia es alcanzar una intervención estatal planificada, sostenida y dinámica que promueva y asegure en el mediano y largo plazo un reparto equitativo de la renta nacional y la conformación de un sistema industrial integrado, único mecanismo capaz de revertir los efectos regresivos de los largos años de neoliberalismo extremo y los aspectos críticos de la trayectoria fabril bajo la experiencia “neodesarrollista”.

| Por Martín Schorr |

“El problema radica en que la dimensión alcanzada por la economía argentina y el contexto internacional convierten en no viable una estrategia económica concentrada en la especialización del país en torno de sus ventajas comparativas estáticas… con esta política económica sobran 2 millones de kilómetros cuadrados y 15 millones de habitantes”.
Aldo Ferrer, 1977.

Las deudas de la democracia en materia de política industrial son múltiples. En este ensayo nos focalizamos solo en una de ellas: aquella que se vincula con la necesaria revisión de los marcos conceptuales que dieron sustento a muchas de las políticas aplicadas por gobiernos de distinto signo político y adscripción ideológica, signando la trayectoria industrial en las últimas décadas.

En concreto, se espera aportar una serie de ejes argumentativos para confrontar con aquellos sectores académicos, políticos y empresarios que, con amplio consenso social, plantean de modo recurrente que la mejor opción para la Argentina pasa por consolidar un perfil de especialización productiva estrechamente ligado al procesamiento de recursos básicos (derivados de los sectores agropecuario, hidrocarburífero, el enclave minero y unos pocos commodities industriales). Es decir, por la preservación y la potenciación del statu quo productivo resultante del largo período de vigencia del neoliberalismo en nuestro país (1976-2001) y, en varios aspectos, de la evolución económica e industrial en la posconvertibilidad al calor de un difuso “neodesarrollismo”.

Para estos sectores la mejor estrategia nacional pasa por fortalecer aún más al reducido universo de actividades consideradas “eficientes” dados sus costos absolutos y relativos de producción (y, por esa vía, a los grandes capitalistas que las controlan, objetivo que naturalmente no se declama). Y dejar que el “resto del mundo” nos provea de todos aquellos productos cuya elaboración local resulta “ineficiente” y, por ende, innecesaria (como buena parte de los bienes industriales). De allí que para sus defensores, esta estrategia debe necesariamente articularse con esquemas amplios de liberalización que propicien un intercambio comercial “eficiente”. Y también que carezca de sentido gastar esfuerzos y recursos en diseñar e instrumentar un programa de industrialización que persiga la integración y la diversificación del entramado industrial (en todo caso, la intervención estatal debe focalizarse en el apoyo a aquellos nichos de “eficiencia” existentes en el ámbito productivo y garantizar la mencionada apertura comercial y un régimen macroeconómico afín a la concreción de tales propósitos).

Se trata de los preceptos básicos que “ordenaron” la mayoría de las políticas económicas aplicadas en el país en las últimas décadas, las que derivaron en una acuciante desindustrialización que se expresa, entre otras cosas, en un acentuado repliegue de la estructura fabril hacia actividades ligadas con la explotación de recursos naturales, la producción de commodities y dos sectores de armaduría como el automotor y la electrónica de consumo emplazada en Tierra del Fuego, así como en el desmantelamiento de las manufacturas de mayor complejidad y densidad tecnológica. Dadas las estructuras de mercado prevalecientes en el nivel doméstico en las diferentes ramas industriales, no resulta casual que esta reestructuración regresiva del sector fabril se haya dado de la mano de una fenomenal concentración y centralización del capital, que se refleja en la consolidación de un puñado de grandes empresas y grupos económicos (mayoritariamente de capital extranjero) y un marcado retroceso del segmento de las pymes. A su vez, todo esto repercutió negativamente sobre el mercado laboral, la distribución del ingreso y la configuración regional de la producción industrial generada en el país.

En contraste con esta visión predominante, cabe recuperar los señalamientos de uno de los principales estudiosos del proceso de industrialización de América latina, Fernando Fajnzylber, quien en 1983 nos decía: “Parecería claro que la respuesta neoliberal, que enfrenta las precariedades de la industrialización realmente existente por la vía de cuestionar su existencia volviendo a esquemas pretéritos de división internacional del trabajo en que los países de América latina aparecerán resignados a la opaca y poco trascendente función de exportadores de recursos naturales, no sólo no resuelve las carencias sociales acumuladas, sino que las intensifica, agregando la carga adicional de desalentar estructuralmente la creatividad nacional”.

Es precisamente con el mencionado enfoque predominante que se plantea la necesidad de confrontar. ¿Por qué se considera que es necesario dar la discusión en los términos mencionados, aun en el formato presente de la división internacional del trabajo? Por varias razones, entre las que sobresale el reconocimiento, avalado por las innumerables evidencias con que se cuenta, de la centralidad que juega el sector industrial en todo proceso de desarrollo, sobre todo en un país con la estructura económica y social de la Argentina. Como lo indica la experiencia histórica de la mayoría de las naciones que lideran la actual fase del sistema capitalista y de nuestro propio país durante la vigencia del esquema de industrialización que estuvo vigente hasta su interrupción forzada en 1976, el desarrollo manufacturero resulta decisivo por cuanto sienta las bases para, entre otras cuestiones relevantes: aumentar la riqueza socialmente disponible; avanzar hacia una creciente integración y diversificación de la estructura económica; generar empleo y acceder a mayores niveles de calificación de la fuerza de trabajo; obtener beneficios de distinta índole por incorporación al proceso de producción de tecnologías, bienes de capital y conocimientos; ganar en términos de autonomía nacional; mejorar la distribución del ingreso; etc. En otras palabras, el desarrollo fabril constituye una condición de posibilidad del desarrollo en su sentido más amplio (no la única obviamente, pero sí una muy relevante).

A los fines de aportar algunos elementos para la necesaria revisión de los marcos conceptuales que han tendido a “ordenar” a la cuestión industrial en la Argentina desde la recuperación de la democracia (con sus antecedentes a partir de 1976), en lo que sigue se plantea esquemáticamente la diferencia existente entre las denominadas ventajas comparativas estáticas y las dinámicas, al tiempo que se problematiza la cuestión de la competitividad de un país. Se trata de dos aspectos teórico-conceptuales de una importancia indudable por cuanto de las mismas se desprende la asociación existente entre industria y desarrollo, la centralidad de contar en el ámbito nacional con un sistema industrial sustentable y la necesidad de la intervención estatal en pos de la concreción de tal objetivo estratégico.

Las ventajas comparativas estáticas están basadas en la dotación dada de factores o recursos con que cuentan las naciones (abundantes materias primas y fuerza de trabajo barata, entre las más usuales dentro de los países dependientes). En la propia formulación teórica de esta idea se presupone que cada país fue alumbrado al mundo con una serie de dones que marcarán su destino manifiesto: cualquier intervención política que busque alterar esa distribución “natural” sólo corrompería lo que es inamovible. En una foto tomada fuera de la historia, cada país debería contentarse con lo que recibió. La propuesta de las ventajas comparativas estáticas es conservadora: busca conservar un orden dado, evitando cualquier transformación.

Las ventajas competitivas dinámicas, en cambio, son construidas y reconstruidas a lo largo del tiempo a través de una sostenida intervención estatal, por lo general con una elevada exigencia de reciprocidad hacia los sectores empresarios favorecidos por las medidas de asistencia (por caso, mediante la fijación de distintos tipos de estándares de desempeño en materia productiva, comercial, laboral, ecológica, de investigación y desarrollo, etc.).

Necesariamente, se encuentran muy relacionadas con, y procuran avanzar en, el progreso científico y tecnológico, la dinamización del sistema nacional de innovación, la creación y el fortalecimiento de rubros productivos no “bendecidos” por la dotación de factores pero que son considerados esenciales en función de la densidad del uso de tecnología, el valor agregado doméstico, los mercados de demanda, los encadenamientos industriales, la creación de empleo, el consumo racional de la energía y el componente medioambiental, entre otros criterios selectivos.

De acuerdo a los principios de la economía ortodoxa, muchas veces recuperados (por acción u omisión) por ciertos sectores heterodoxos, el destino manifiesto de los países es el de especializarse en aquello que producen con el menor costo en función de su particular dotación de factores, es decir, en sus ventajas comparativas estáticas.

Ahora bien, las múltiples evidencias con que se cuenta indican que, no casualmente, en aquellos países similares a la Argentina en los que el postulado de las ventajas comparativas estáticas ha guiado la intervención estatal tienden a prevalecer situaciones más o menos intensas de subdesarrollo, por cuanto en tales ámbitos nacionales suelen existir débiles estructuras productivas, una inserción en el mercado mundial de escaso dinamismo (salvo en coyunturas puntuales), un bajo nivel de ingreso medio, crisis estructural en el mercado laboral y, como resultado de todo ello, una distribución regresiva del ingreso.

Por el contrario, en aquellas naciones en las que han prevalecido las ventajas dinámicas como principio ordenador de la praxis estatal tienden a manifestarse situaciones más o menos intensas de desarrollo caracterizadas, por lo general, por el cuadro inverso al mencionado para las naciones subdesarrolladas. Tales son los casos de los países que actualmente ocupan posiciones de liderazgo en el escenario mundial (no solo los centrales, sino también, con sus matices y especificidades, muchos de la periferia y la semiperiferia).

Se trata de sociedades que han realizado (y realizan) esfuerzos muy marcados con vistas a avanzar en el desarrollo de un sistema industrial nacional (en algunos casos prácticamente desde cero). Ello fue posible merced al abandono del criterio de “eficiencia” basado en el principio de las ventajas comparativas estáticas. Como se apuntó, “estas actividades industriales nunca hubiesen podido surgir ni superar su etapa de menor productividad si las ventajas comparativas inmediatas [las estáticas] hubiesen condicionado su nacimiento, tal como sucede cuando la política económica se inspira en la economía clásica. Por ello –e independientemente de las restricciones de demanda y de oportunidad de empleo en el sector primario–, aun cuando la industrialización de los países exportadores primarios pareciera quizás ineficiente a la luz de la teoría clásica, es en realidad altamente deseable, aunque para realizarla haya que apartarse durante algunas décadas del principio de las ventajas comparativas. Es muy sugestivo que este fuera, tal como lo señalara ya en 1973 Marcelo Diamand, precisamente el camino recorrido en su momento por casi todos los países industriales que hoy, una vez que ingresaron en el club de los poderosos, se convierten en defensores acérrimos del principio de las ventajas comparativas”.

Al respecto, resulta ilustrativo traer a colación lo sucedido en Japón. En palabras de un ex viceministro de Industria de dicho país, citado por Fajnzylber en su libro La industrialización trunca de América Latina: “El Ministerio de Industria decidió establecer en el Japón industrias que requerían la utilización intensiva de capital y tecnología, y que, considerando los costos comparativos de producción, resultarían en extremo inapropiadas para el Japón. Se trata de industrias como la del acero, refinación de petróleo, petroquímica, automotriz, aérea, maquinaria industrial de todo tipo y electrónica. Desde un punto de vista estático y a corto plazo, alentar tales industrias parecería entrar en conflicto con la racionalidad económica. Pero, considerando una visión a más largo plazo, estas son precisamente las industrias donde la elasticidad del ingreso es mayor, el proceso tecnológico es más rápido y la productividad de la mano de obra se eleva más rápidamente.

Estaba claro que sin estas industrias sería difícil emplear una población de 100 millones y elevar su nivel de vida para igualar al de Europa y Norteamérica únicamente con industrias ligeras”. Naturalmente, el recuperar estas experiencias no conduce a copiar recetas, sino a considerar procesos para extraer conclusiones que permitan seguir un camino autónomo que responda más adecuadamente a la realidad nacional.

De lo señalado se desprenden algunos elementos para reafirmar la necesidad de dar la discusión política e ideológica con los sectores que plantean que el destino manifiesto de la Argentina pasa por el aprovechamiento de sus ventajas comparativas dadas (recursos naturales abundantes y costos laborales reducidos en términos internacionales). Se trata de un planteo esgrimido por la ortodoxia y no pocos heterodoxos que ha colocado a nuestro país en las antípodas de una situación de desarrollo, con enormes costos en lo económico y lo social, y con múltiples dificultades para abandonar siquiera parcialmente el señalado cuadro de dependencia.

Sobre estas cuestiones, cabe recuperar nuevamente el pensamiento de Fajnzylber: “El criterio de eficiencia que inspira esos modelos tiene un carácter estrictamente microeconómico, de corto plazo y hace abstracción de las consideraciones de carácter social. En efecto, en esa perspectiva es eficiente aquella industria capaz de competir, actualmente, en los mercados internacionales, independientemente de cuáles sean las consecuencias que la aplicación de ese criterio tenga para efecto del crecimiento económico en su conjunto, para el nivel de bienestar de la población, el grado de equidad o el de autonomía interna en las decisiones correspondientes. Si ese criterio conduce a eliminar una parte importante de la industria y permite exclusivamente la supervivencia de aquellos rubros basados en recursos naturales generosos, o bien, en el hecho de que dadas las características físicas del producto resulta incosteable su importación, es algo que no afecta la vigencia del criterio. La tesis central es que independientemente de cuáles sean los efectos negativos que provoque la aplicación de este criterio en el corto plazo… a mediano plazo se estará gestando una estructura productiva que finalmente logrará resultados exitosos que terminarán difundiéndose en el conjunto de la sociedad.

Este criterio no solo hace abstracción de la dimensión social, sino además del hecho de que el factor determinante para la competitividad internacional a largo plazo es, precisamente, el proceso de aprendizaje, inclusive si este se refiere al procesamiento de recursos naturales; máxime si en estos casos no se incluyen recursos de carácter estratégico o de escasez mundial tan elevada, que los precios tiendan, al menos por un tiempo, a compensar la carencia de competencia técnica en otros ámbitos de la actividad productiva del país. Ahora bien, entre las actividades que resultan fuertemente dañadas con la aplicación de este criterio figuran precisamente las de investigación, reflexión, capacitación y la búsqueda de soluciones originales a los problemas propios, ya que se trata de actividades que en el corto plazo tienen, evidentemente, una rentabilidad menor que la que proporciona, por ejemplo, la importación de aquellos bienes que el país ya no estará en condiciones de producir ‘eficientemente’ de acuerdo con la aplicación de este criterio y de todas aquellas expresiones de ‘modernidad’ con las cuales aún no se contaba”.

La idea de las ventajas dinámicas capta justamente esta noción cambiante, profundamente histórica, del desarrollo: este nunca ha estado asociado a una dotación dada, sino a un esfuerzo consciente de búsqueda. Lo que hoy es una ventaja, mañana puede no serlo. Las consideraciones que anteceden se vinculan directamente con otro concepto económico relevante: la competitividad.

Desde una perspectiva de mediano y largo plazo, la competitividad consiste en la capacidad de un país para sostener y expandir su participación en los mercados internacionales, incluido su mercado interno, y elevar de manera simultánea el nivel de vida de su población. Entre otras cosas, esto exige el incremento de la productividad por la vía de la incorporación de progreso técnico; en otras palabras, la creación y la recreación de ventajas de carácter dinámico. En efecto, la experiencia internacional señala que no existe otro sendero para conseguir una mejora perdurable en la competitividad de un país. Si bien en el corto plazo la devaluación de la moneda local puede mejorar la posición relativa de los sectores elaboradores de bienes transables, este recurso es de muy limitada eficacia, ya que por sí solo no incrementa la productividad ni estimula la incorporación de progreso técnico: básicamente lo que hace es reducir los salarios. Por el contrario, esto puede erosionar la cohesión social, que en definitiva atenta contra la viabilidad de una inserción internacional más dinámica y un desarrollo sustentable de la economía nacional.

Nótese que en la definición del concepto se ha incorporado explícitamente a las variables “mercado interno” y “nivel de vida de la población”. Ello, por tres razones centrales.

Primero, porque es necesario contar en el nivel doméstico con una base productiva sólida e integrada como soporte de las actividades de exportación: desde la perspectiva de la competitividad, de nada sirve que un país tenga ciertos nichos industriales exportadores y el resto del tejido manufacturero debilitado y “sustituido” por importaciones (como ha venido sucediendo en la Argentina, inclusive en varios momentos de la posconvertibilidad).

Segundo, porque se requiere contar con sectores industriales competitivos para el mercado interno, es decir, en condiciones de enfrentar exitosamente la competencia externa una vez asegurados sus respectivos procesos madurativos. Como señaló Fajnzylber, “no es casualidad que los países más exitosos en el comercio internacional han sido precisamente aquellos que… han tenido el cuidado de favorecer un aprendizaje paulatino, sólido y en profundidad, y solo una vez que han logrado esa simetría relativa con la competencia internacional, en algunos rubros, han comenzado paulatinamente a abrir su mercado interno. Ha sido precisamente el crecimiento del mercado interno abastecido con los proveedores locales en aquellos rubros compatibles con el tamaño y las escalas técnicas de producción, lo que les ha permitido recuperar un rezago histórico a través de un aprendizaje intensivo cuya vigencia desaparece del cuadro de posibilidades cuando se aplica [el] criterio de eficiencia basado en el arcaico principio de las ventajas comparativas estáticas”.

Tercero, porque la vigencia de una distribución del ingreso equitativa resulta ampliamente funcional a la mayor competitividad de una economía. ¿Por qué? Porque está sobradamente probado que la existencia de estándares de vida relativamente elevados y una matriz distributiva equitativa viabilizan la existencia de un mercado interno con una importante masa de consumidores e incrementos de productividad, además de economías de escala y elevados niveles de calidad, lo que contribuye a la competitividad de las industrias locales, tanto las de exportación como las ligadas al mercado interno.

La cuestión de la redistribución progresiva del ingreso debería ocupar un lugar protagónico en cualquier estrategia económica e industrial que intente revertir los efectos regresivos de los últimos largos años de vigencia de neoliberalismo extremo y los aspectos críticos de la trayectoria fabril bajo la experiencia “neodesarrollista” (2002-2015). En última instancia, ello no haría más que reflejar la estrecha relación existente entre la distribución del ingreso y el desarrollo socioeconómico, donde las desigualdades crecientes (como es el caso de la Argentina) constituyen uno de sus principales obstáculos. Como lo muestra la experiencia histórica de muchas naciones, no existe relación positiva entre una regresiva pauta distributiva, la generación de ahorro, la inversión en los sectores productores de bienes y el desarrollo de las fuerzas productivas. Por el contrario, en los países en los que se manifiestan las mayores desigualdades, la propensión a ahorrar e invertir suele ser mucho más baja que la que se da en aquellos con un reparto más equitativo del ingreso.

Ciertamente, tanto la tasa como el nivel del ahorro y la inversión no son independientes de las perspectivas y las potencialidades de los distintos mercados. Por su parte, estas últimas dependen del perfil de la demanda global y su nivel y grado de diversificación, aspectos íntimamente vinculados con la distribución del ingreso. Así, la marginación de una fracción importante de la población de una serie de consumos atenta contra las posibilidades de ampliar y diversificar la capacidad productiva local.

Dada la elevada elasticidad-ingreso de la demanda de buena parte de los bienes manufacturados, la redistribución progresiva de los recursos asume una especial gravitación en todo proceso de industrialización. Mucho se ha insistido sobre las restricciones que impone al desarrollo fabril el limitado tamaño de los mercados domésticos, en especial para aquellas actividades productivas con exigencias de escala. El que se adjudique al reducido tamaño del mercado interno la principal restricción a la incorporación de economías de escala y de tecnologías de avanzada, solo puede ser interpretado como consecuencia directa de la existencia de profundas desigualdades de ingreso que no solo limitan las potencialidades globales de la demanda interna sino también las que podrían surgir de su ampliación y diversificación. Bajo dicho marco, la incorporación de nuevos estratos de la población al consumo de manufacturas a raíz de la redistribución progresiva del ingreso constituye un fuerte impulso a todo proceso de industrialización y desarrollo en su sentido más abarcativo. La misma posibilitaría el acceso a superiores escalas de producción en muchos rubros fabriles y también tendería a dinamizar al conjunto de las industrias tradicionales, generando a la vez una expansión de la demanda de productos intermedios y de bienes de capital, cuya producción pasaría a resultar factible y rentable ante la ampliación de los mercados.

Así, la reducción de consumos suntuarios y la generalizada difusión de otros requerimientos de consumo, o sea la conformación de una nueva estructura de la demanda interna, junto con diversos mecanismos que compatibilicen la redistribución del ingreso con el crecimiento económico, coadyuvarían a impulsar modificaciones en el perfil y la capacidad productiva de la industria argentina. En tal sentido, esa redistribución progresiva sentaría las bases necesarias (aunque no suficientes) para que se afirme un proceso de industrialización más equilibrado; más integrado verticalmente; con un mayor y mejor aprovechamiento de las economías de escala; con sólidos entramados intra e interindustriales; con adecuados acoples entre las dimensiones macro, meso y microeconómicas; con la generación de nuevas cadenas de valor, y con la potenciación del papel de las pymes.

La redistribución del ingreso no sólo resulta central por las razones expuestas, sino también porque posibilitaría incrementar las exportaciones fabriles. En muchos casos, solo a partir de una recuperación de la demanda interna se alcanzarían escalas que tornen viable el surgimiento o la recuperación y/o la maduración de procesos sustitutivos de bienes finales, intermedios y de capital, y por esa vía el avance paulatino hacia un diferente perfil de las exportaciones.

En palabras de uno de los principales referentes del análisis industrial en la Argentina, Adolfo Dorfman: “Aunque parezca obvio, hay que volver a insistir en que la despreocupación por el fortalecimiento del mercado interno es una posición suicida, tanto en términos económicos como morales. Sin ese requisito previo, aumentando la demanda interna a través de mejores niveles de vida de la población en un marco de atenuada desigualdad distributiva, no puede pensarse en una industria competitiva hacia fuera y con los productos de la importación… La estrechez de los mercados, de la demanda, clama por urgente solución. En ese sentido el mercado interno para los bienes de consumo masivo… debe desempeñar un papel crucial, sin descuidar las posibilidades que se abren a las exportaciones manufactureras. Téngase bien presente que, en último análisis, esas demandas finales serán las que han de proporcionar el elemento dinamizador para una mayor producción de materiales intermedios y la maquinaria y equipos. Es menester mantener siempre el conveniente equilibrio intraindustrial, sin perder de vista las prioridades en cada nivel”.

De lo expuesto surge que para que un país tenga ganancias de competitividad genuinas (y no espurias vinculadas, por ejemplo, con la caída de los salarios, la proliferación de prebendas estatales de diversa índole, la aplicación de prácticas de dumping comercial, social, ecológico, etc.), es necesario que cuente con una intervención estatal planificada, sostenida y dinámica que promueva y asegure en el mediano y largo plazo un reparto equitativo de la renta nacional y la conformación de un sistema industrial integrado (que en la actual fase del capitalismo a escala global no requiere ser plenamente autosuficiente, ni es deseable que lo sea). En otros términos: que procure la generación de ventajas competitivas dinámicas con eje en una mayor competitividad nacional (reconociendo las dos dimensiones del concepto: la externa y la interna).

Por ello no resulta casual que en los países industrializados (y en muchos de los que están en vías de convertirse en potencias industriales), en pos del objetivo de acrecentar la competitividad por la vía de la potenciación de las ventajas comparativas no dadas por la simple dotación de factores, los gobiernos impulsaron y sostuvieron con criterio flexible programas de apoyo a sectores de alto contenido tecnológico definidos como prioridades estratégicas; promovieron a compañías de capital nacional; readecuaron y vigorizaron el sistema educativo y el de investigación y desarrollo; llevaron a cabo esquemas de apoyo selectivo a firmas de los rubros escogidos con un claro y respetado sistema de “premios y castigos” y un componente explícito de reciprocidad; las medidas de asistencia implementadas en los niveles micro y mesoeconómico se complementaron con el esquema macroeconómico adoptado; crearon condiciones propicias para la cooperación entre las empresas y el sector público, y diseñaron sistemas crediticios para tales fines, entre otras acciones estatales articuladas que se emprendieron.

De lo antedicho surge una conclusión de lo más relevante de cara a la necesaria confrontación político-ideológica con el amplio abanico de sectores que plantean que el destino manifiesto de la Argentina está necesariamente asociado al aprovechamiento de sus ventajas comparativas estáticas.

Cuando, como es habitual, los debates sobre una cuestión tan compleja como la de la competitividad nacional termina girando casi exclusivamente alrededor de la “competitividad-costo” (es decir, del nivel de los salarios), los planteos no pueden ser otros que la devaluación monetaria o de los costos salariales (o ambas). Así, se pierde de vista que tales acciones no generan ganancias a mediano y largo plazo en términos del país, aunque sí, a corto plazo, en los beneficios empresariales (sobre todo para los capitales oligopólicos). Desde la perspectiva nacional, la asunción de esta conceptualización acotada de la competitividad acarrea serios problemas, máxime si se considera que la vigencia de salarios reducidos y un patrón regresivo de distribución del ingreso juegan en contra de que un país sea más competitivo tanto en el plano local como en el internacional.

Como se planteó, el concepto reconoce múltiples dimensiones (productivas, tecnológicas, distributivas, etc.), con lo cual una política que promueva una mayor competitividad nacional no puede carecer de propuestas articuladas referidas al desarrollo industrial y la redistribución progresiva del ingreso.

De ello se sigue la necesidad imperiosa de recentrar el debate acerca de las características y los alcances de una política industrial y de desarrollo para la Argentina. Asimismo, se vuelve necesario pensar las alianzas sociales requeridas para la consecución exitosa de tales propósitos, identificando las responsabilidades de cada actor. Este debate siempre requiere visión de futuro y no perderse en las ganancias a corto plazo.

He ahí una de las grandes deudas de la democracia, a saber: la necesidad de revisar críticamente y repensar los marcos conceptuales que ordenan la mirada sobre la industria y la naturaleza de las políticas de fomento. De lo contrario, como sociedad seguiremos haciendo propias las palabras de Julio Olivera en su libro Economía clásica actual: “Resulta evidente que quienes juzgan sobre la ineficiencia de nuestras industrias comparando simplemente sus costos reales con los que prevalecen en otros países aplican, seguramente sin proponérselo, principios de comercio colonial y no comercio internacional”.

Autorxs


Martín Schorr:

CONICET. Docente en UBA y UNSAM.