Realismo social: una política exterior al servicio del pueblo

Realismo social: una política exterior al servicio del pueblo

En un orden interestatal intrínsecamente jerárquico, se hace necesario evitar las confrontaciones que no tienen rédito tangible, lo que no excluye discrepancias con los centros de poder en los casos en que sí lo tienen. Así y todo, el realismo periférico solo podrá apuntalar el desarrollo de un país en tanto se complemente con políticas internas progresistas.

| Por Carlos Escudé |

Occidentales con disimulo

Cuando, en 2011, tres miembros del Congreso de los Estados Unidos enviaron una carta a la secretaria de Estado Hillary Clinton, aduciendo que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner podía estar suministrando tecnología a Irán –agradezco a Verónica Salatino de Tolone por haberme hecho presente este dato–, muchos miembros de la oposición argentina, junto a otros “gusanos” latinoamericanos y mundiales, saltaron de contentos pensando en los fuertes costos que esa imprudencia representaría para el gobierno progresista de la Argentina.

Sin embargo, a los pocos días se decepcionaron, cuando el Departamento de Estado contestó: “We have no reason to believe that Venezuela serves as an interlocutor between Iran and Argentina on nuclear issues, nor that Argentina is granting access to its nuclear technology”. Contundente: el Departamento de Estado no tenía razones para tomar en serio las fakenews de los gusanos de Miami.

Por cierto, desde que en 1994 el gobierno de Menem accedió al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), los sucesivos gobiernos argentinos han sido cuidadosos de no apartarse del principal mandamiento del orden internacional: “No difundirás tecnología nuclear”. Este precepto emerge de un consenso entre los poderosos del mundo al que ni Néstor ni Cristina Kirchner desafiaron. Tampoco violaron el Régimen de Control de Tecnologías Misilísticas, al que accedimos en 1993.

Por eso pudimos seguir exportando reactores nucleares a un país avanzado como Australia, que, no siendo uno de los poderosos, es respetuoso de las reglas de juego. Y también por estos motivos, en un emblemático Día de la Lealtad, el 17 de octubre de 2007, el diario La Nación me publicó una nota de opinión que, en referencia al gobierno Kirchner, se tituló “Occidentales con disimulo”. Los Kirchner se pelearon con los yanquis, sí, pero no tanto como la gente cree.

Por cierto, aunque la suya fue una retórica opuesta a la de Menem, las políticas exteriores de ambos Kirchner se parecieron más a las de Menem que a las de Alfonsín. Este rehusó firmar el TNP; desarrollaba el misil Cóndor II en sociedad con el Irak de Saddam Hussein, y en sus cinco años y medio de gobierno se negó a restablecer relaciones con Gran Bretaña (interrumpidas en 1982 por la guerra de Malvinas).

Este era el perfil de un desestabilizador al que los poderosos buscarían desestabilizar. Frente a un país que NO se comprometía a no desarrollar bombas atómicas; que amenazaba con desestabilizar el Medio Oriente con un misil balístico de alcance intermedio, y que mantenía vigente un conflicto territorial que había conducido a una guerra pocos años antes, librada contra el mejor aliado histórico de los Estados Unidos, la política esperable por parte del Departamento de Estado era hacer todo lo necesario para que ese país periférico NO se desarrollara y no se convirtiera en una amenaza importante.
Tal era la Argentina de Alfonsín. Menem eliminó estas peligrosas confrontaciones y los Kirchner estuvieron muy lejos de regresar a estas políticas.

La puta jerarquía

Esta continuidad no fue por capricho ni por amor a Menem. Aunque en muchos sentidos los gobiernos Kirchner no acertaron con una buena política exterior, intuyeron límites al poder argentino que ni Alfonsín (un demócrata) ni Galtieri (un dictador alcohólico) comprendieron.

Los Kirchner intuyeron que el orden mundial está regido por una pequeña oligarquía de Estados que tienen el poder de destruir el mundo. Son las potencias nucleares. Estas establecen las reglas de juego básicas, especialmente en lo que refiere a la paz y seguridad mundial. A la vez, ellas son las primeras en violar sus propias reglas. Tienen un poder de veto de facto que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas reconoce como de jure. Nadie puede imponerles nada. Su vigencia como oligopolio revela la naturaleza jerárquica del orden mundial.

Todos sabemos que el orden interestatal no es democrático. Pero no todos comprenden que NO PUEDE serlo. Este es un teorema que procederemos a demostrar, comenzando con el siguiente razonamiento:

1) Cuanto más débil es un país, mayor es su vulnerabilidad frente a las consecuencias de violar las reglas de juego establecidas por la jerarquía (o por un miembro de la jerarquía que tiene hegemonía en la parte del mundo donde habita dicho país).

2) Los costos del desafío a las reglas impuestas por la jerarquía (o por alguno de sus miembros clave) recaen, principalmente, sobre la ciudadanía del país más débil. Generalmente, los pueblos sufren más que las elites las sanciones impuestas por los Estados poderosos frente a las violaciones de las reglas perpetradas por Estados débiles. Este sufrimiento es económico y muchas veces redunda en el plano de las libertades cívicas, que el Estado débil debe recortar para imponer políticas que empobrecen y ocasionan sufrimiento. Es lo que está ocurriendo en Venezuela.

3) Por lo tanto, cuanto más débil es un país, más bajo es el umbral de autonomía externa a partir del cual la libertad y el bienestar de los ciudadanos debe forzosamente disminuir.

Este teorema vale incluso para miembros de la misma jerarquía. Francia, por ejemplo, pudo en 2011 intervenir en Libia sin imponerles gravámenes y levas inaceptables a los galos. Pero ese es su límite. No podría tener la presencia militar que Estados Unidos habitualmente despliega en el Medio Oriente sin oprimir a su propia gente. Debido a las diferencias de poder y riqueza entre ambos, lo que la Casa Blanca puede hacer en democracia, para el Elíseo sólo sería posible en dictadura.

Bajando en la escala, es sólo porque su pueblo está amordazado que Irán tiene un programa nuclear. Su subdesarrollo es tan marcado que carece de los recursos para refinar su propio petróleo: depende (en parte) de la nafta importada. Su gente (que es moderada) jamás votaría por un programa nuclear de altísimo costo político y económico. El régimen puede darse el gusto de desafiar a Occidente porque es dictatorial.

Aún más abajo en el tótem de los Estados, Corea del Norte puede ejercer su “derecho soberano” a tener bombas atómicas porque somete a su pueblo al totalitarismo más extremo. Solo así puede un país paupérrimo concentrar sus recursos en el desarrollo y producción de un arma tan cara, afrontando sanciones internacionales durísimas. Para poder afirmar con truenos que su país es tan soberano como Estados Unidos, el régimen de Pyongyang reduce a su gente a una pobreza y autoritarismo extremos.

En suma, es un hecho que para ampliar el margen de maniobra externo de un Estado es necesario invertir grandes recursos humanos y materiales, y que cuanto más pobre sea un país, menor será ese margen de maniobra, a no ser que el Estado someta a su población a exacciones que exigen grados crecientes de autoritarismo y pobreza.

Como consecuencia, mientras esté constituido por Estados material y demográficamente desiguales, el orden internacional no podrá jamás ser democrático ni igualitario. Sólo podría serlo si hubiera un régimen mundial cosmopolita con un solo Estado supranacional, regido por un sistema de “un ciudadano, un voto”. En las circunstancias actuales de la humanidad, eso es menos que una utopía. Sin ese marco, es inevitable que el sistema-mundial sea imperfecta e incipientemente jerárquico.

Los costos y beneficios de las confrontaciones

No obstante, a pesar de la vigencia de este orden, ¡a veces hay que confrontar! Poca gente recuerda que, en la formulación original de mi libro Realismo periférico (Planeta, 1992), dije explícita y reiteradamente que esta doctrina exige que confrontemos, incluso con Estados Unidos, cuando ello es necesario para defender los intereses tangibles de la gente (p. 119, 122, etc.). Nunca propuso, por lo tanto, un alineamiento automático. Propuso evitar las confrontaciones que no tienen rédito tangible.

También dije allí que el realismo periférico es “compatible con cualquier modelo de política económica, ya sea de cuño liberal, desarrollista o incluso marxista” (p. 283). Ergo, no fue ni es una propuesta “ideológica” en el sentido vulgar de este vocablo.

Y más aún, desde el comienzo del primer capítulo se advierte que la doctrina propuesta “NO nos catapultaría al Primer Mundo”. En otras palabras, la propuesta no consiste en realismo mágico sino en control de daños. E incluso se cuestionan “algunas declaraciones de ciertos funcionarios” y “sus ingenuas expectativas” (p. 29-30 y 289). ¿Qué duda cabe de que el principal entre estos funcionarios fue el propio presidente, que se vanagloriaba de nuestra llegada al “Primer Mundo”?

Por cierto, casi todo lo que los opositores de esta doctrina han dicho sobre ella es fakenews típica de nuestra era de posverdades. Dicho esto, es necesario regresar al tema de los excesos de confrontaciones, ya que el desafío que me fue planteado por Voces en el Fénix es presentar mi opinión acerca de “cuál es el tipo de realismo que debe propulsar la Argentina”.

Para avanzar en la respuesta, es preciso aclarar que, aun sin caer en políticas autodestructivas como las de Galtieri o Saddam Hussein, existen confrontaciones que acarrean costos que, aunque no sean terminales, el realismo periférico recomienda evitar. El ejemplo que sobresale es aquel recordado episodio del 10 de febrero de 2011, cuando el canciller Héctor Timerman, seguramente con toda la razón jurídica del mundo, tomó personalmente por asalto un avión militar norteamericano y ordenó incautar material que, según se dijo, Estados Unidos había querido hacer ingresar ilegalmente al país. Según informó La Nación el 11 de marzo de ese año:

“Timerman llegó a decir en esos días que Estados Unidos no cumplía con las leyes argentinas, acusó al gobierno norteamericano de no colaborar y exigió un pedido formal de disculpas. Dijo que un tercio de la carga no estaba declarado y que había varios GPS de una ‘sofisticación reveladora’ de su potencia. ‘Dos soldados de los Estados Unidos se sentaron sobre una valija durante seis horas, y cuando se pudo abrir, adentro se encontraron morfina, códigos secretos y manual de instrucción de equipamiento para interferir comunicaciones’, dijo el canciller argentino”.

El digno canciller, que en 2018 purgó su error táctico comenzando el año como preso político, privado de la visa norteamericana que le hubiera posibilitado obtener la atención médica que deseaba para tratar su grave cáncer, luce con furia patriótica en algunas imágenes periodísticas de entonces.

Aunque se justificara desde un punto de vista jurídico, esta confrontación fue totalmente innecesaria desde el punto de vista de los intereses tangibles del pueblo argentino. El balance de costos y beneficios, aunque incuantificable, fue negativo. Entorpeció las relaciones en medida muy superior al beneficio, que sólo fue simbólico.

El caso es diametralmente opuesto al de la confrontación generada por el presidente Alfonsín cuando, en octubre de 1986, viajó a la Unión Soviética para consolidar vínculos comerciales que le hicieron ganar al país miles de millones de dólares, en tiempos en que Washington tenía vigente un embargo cerealero contra Moscú como sanción por la invasión soviética de Afganistán de 1979. En la p. 127 de Realismo periférico, esta política se valora positivamente:

“La URSS es un país cuya economía contribuye sustancialmente a la (endeble) base del poder argentino y el bienestar de sus ciudadanos. El viaje de Alfonsín a la URSS, por ende, se puede conceptualizar como un uso de autonomía que, al contrario de su escala en Cuba, no es mero consumo, sino que es inversión de autonomía, en cuanto su objetivo fue consolidar una relación materialmente importante”.

En cambio, el episodio del avión militar fue mero consumo de autonomía. Pero Timerman se dio el gusto de sentirse un par de Clinton…

En la Argentina hay algo podrido (Hamlet)

Esta es, dicha en forma resumida, la doctrina normativa y teoría explicativa del realismo periférico. Pero es importante recordar lo que se dice en aquel libro de 1992:

“Es necesario recordar que una mala política exterior, una política de confrontaciones innecesarias, puede hacerle un daño tremendo a un país como la Argentina, mientras que es muy modesto lo que la mejor de las políticas exteriores puede positivamente aportar. Este aporte se limita al (necesario) apuntalamiento de un desarrollo que principalmente sólo puede venir de adentro”.

¡Y que no vino!
Estas palabras son casi una profecía del desastre que sobrevendría en 2001-02. Como dije en 1992, la política exterior no puede construir un país. Lo que hace es lubricar las otras políticas del Estado. Si una gran política exterior lubrica una política económica de enajenamiento y concentración del ingreso, estamos en el peor de los mundos posibles. En tal caso, mejor sería repetir la guerra de Malvinas (una pésima política exterior), porque hubiera castrado políticas económicas corruptas y regresivas, como el proceso de privatizaciones de los ’90.

Es por eso que en mi libro de 2005, titulado El Estado parasitario: Argentina, ciclos de vaciamiento, clase política delictiva y colapso de la política exterior, postulé un “Teorema sobre la inconveniencia del acceso al crédito externo en un contexto de macro-delincuencia”. Una buena política exterior, como la del realismo periférico, facilita el acceso al crédito, pero en un contexto de “macro-delincuencia” es mucho peor el remedio que la enfermedad.

Las enseñanzas de Stiglitz

Quien más sabe sobre este tema, gracias no sólo a su gran talento sino también al privilegiado punto de mira de que dispuso como vicepresidente del Banco Mundial, es Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001. Testigo de varias privatizaciones, principalmente la rusa, en Globalization and its Discontents (2002) discurre:

“Quizá la preocupación más seria en torno a la privatización, tal como ha sido frecuentemente practicada, es la corrupción. La retórica del fundamentalismo de mercado afirma que la privatización reducirá lo que los economistas llaman ‘actividad de busca de renta’ (rent-seeking activity) por parte de funcionarios gubernamentales que embolsan la crema de las empresas estatales u otorgan contratos y trabajos a sus amigos. Pero al contrario de lo que se suponía que debía lograr, la privatización ha empeorado mucho la situación (…). Si un gobierno es corrupto, hay escasa evidencia de que la privatización vaya a resolver el problema. Después de todo, es el mismo gobierno corrupto que antes manejaba la empresa estatal el que administrará la privatización. En país tras país, los funcionarios del Estado comprendieron que la privatización significaba que ya no necesitarían limitarse a ordeñar la vaca una vez por año. Vendiendo empresas estatales a precios por debajo de su valor de mercado, podrían quedarse con un pedazo significativo del valor de los activos en lugar de dejárselos a funcionarios por venir. Por cierto, podrían robar hoy lo que hubiera sido apropiado por políticos del futuro. No sorprende que el tramposo proceso de privatización fuera diseñado para maximizar el monto del que se adueñarían ministros del gobierno, en vez de concebirse para canalizar al Estado la máxima cifra posible”.

Lo que vale para las privatizaciones vale para el realismo periférico, que calmó las aguas de nuestra política exterior, de manera que estas venales operaciones pudieran concretarse. Naturalmente que los extranjeros también tuvieron responsabilidad en este gran fracaso. Como lo demostrara Paul Blustein en “Argentina Didn’t Fall on Its Own – Wall Street Pushed Debt Till the Last” (Washington Post, 3 de agosto de 2003), los bancos de inversión ocultaron los informes sobre el inevitable colapso, con la intención de seguir beneficiándose de las comisiones provenientes de la colocación de bonos soberanos argentinos. No obstante, la responsabilidad principal por lo acontecido no fue de los extranjeros que se aprovecharon sino de las clases políticas delictivas que hicieron posible estos negocios.

Conclusiones: hacia un realismo social

La experiencia indica que los intereses de un Estado periférico y su ciudadanía están mejor servidos por una política exterior de bajo nivel de confrontaciones políticas. Es por ello que, hacia fines de la década del ’80 y principios de la del ’90, el modernizador de China, Deng Xiaoping, aconsejó en sus discursos un bajo perfil internacional para su país, y señaló, por añadidura, que a los países que siempre se pelean con Estados Unidos les suele ir mal. Esa fue la base de su “Principio Directriz de Veinticuatro Caracteres”, que, según el profesor Xu Shicheng (Academia China de Ciencias Sociales, 2010), tiene importantes coincidencias con el realismo periférico.

Pero con no confrontar no alcanza para que nos vaya bien. Se necesita también un sentido nacional y social como el que inspiró al realismo periférico de Deng, nuestro precursor. Para que sea válido, el realismo periférico debe complementarse con políticas progresistas. Debe convertirse en realismo social.

Autorxs


Carlos Escudé:

Doctor en Ciencia Política por Yale University, con estudios previos en Oxford y en la UCA. Es Investigador Principal (jubilado) del CONICET; director del Centro de Estudios de Religión, Estado y Sociedad del Seminario Rabínico Latinoamericano “Marshall T. Meyer”, y director del programa de investigaciones en Realismo Periférico de la UNC. Premio Konex y Guggenheim Fellow, asesoró al canciller Guido Di Tella en los ’90. Autor prolífico.