Políticas exteriores alternativas

Políticas exteriores alternativas

A lo largo de la historia argentina, las iniciativas de política exterior siguieron diversas orientaciones, en buena medida a tono con los proyectos de país en disputa. Desde un rol más subordinado a las potencias occidentales, hasta proyectos más vinculados con la integración sudamericana y la cooperación Sur-Sur. Tras el surgimiento de la Unasur y el fracaso del ALCA, en 2005, los actuales gobiernos retoman la posición supeditada a las metrópolis imperiales.

| Por Enrique J. M. Manson |

Un experiodista, dedicado luego al stand up, imaginó una grieta que dividiría a los argentinos. Se olvida de los innumerables enfrentamientos, no pocos armados, las trampas y las proscripciones electorales, desde Dorrego, hasta la reciente tiranía criminal de 1976. Se remontaban a lo más lejano de nuestra historia, y no se debían a cuestiones emotivas, sino a intereses materiales y diferencias culturales.
Hubo quienes creían que nuestro país era un apéndice del viejo mundo y otros que prefirieron mirar al mundo desde aquí. Los que creían en la soberanía popular, y los que prefirieron un país gobernado por quienes nacieron para gobernar. Los que nos creían un desprendimiento de Europa y los que nos consideraron parte de una Patria Grande desde el río Bravo hasta el Cabo de Hornos.
La política exterior no fue ajena a este conflicto. Sin irnos a tiempos remotos, un punto de partida puede ser la república liberal y mercantil, como la llamara Ernesto Palacio.
Por eso, nuestra política exterior fue cambiante. Durante los siglos XX y XXI pueden localizarse varias orientaciones. El período nace con la integración, al Imperio Británico, que se opacó durante los años de Yrigoyen, pero resurgió en plenitud durante la Década Infame.

I. La colonia feliz

La República de Mitre y de Roca se tenía por apéndice de Europa, en particular, del Imperio Británico. Este anglicismo, sumado a pretensiones de liderazgo de los países hispanoamericanos, causó los primeros conflictos con los Estados Unidos. Cuando las trece colonias habían incorporado los territorios que las llevaron al Pacífico, y habían puesto el pie en el Caribe, creyeron llegado el momento de concretar lo predicho por James Monroe: América sería para los americanos. Así se reunió en Washington en 1899 la Primera Conferencia Continental.

La delegación argentina complicó el proyecto. Integrada por Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña, se opuso a aislar al continente. Nuestros vínculos con Europa eran prioritarios. Sáenz Peña respondería a Monroe: “América para la humanidad”.

Se adelantaba una política de enfrentamiento argentino a los norteamericanos, fundamentada en la vocación de liderazgo latinoamericano de nuestro país, y en la “asociación particular” con el Imperio Británico.

La “década infame”

Retomado en 1932 el gobierno por los conservadores, la relación con Washington reasumió los parámetros anteriores a Yrigoyen. El pacto Roca-Runciman ha quedado como símbolo de la restauración que volvía a la Argentina a la condición de joya destacada de la corona. No obstante, una parte de la clase gobernante olfateó los nuevos vientos, que desplazaban al viejo imperio. Sería el general Justo, el abanderado de la restauración de la condición de sexto dominio para la Argentina, el mejor lector del nuevo tiempo, hasta el punto de insistir en que nuestro país entrara en la Segunda Guerra Mundial al lado de los hermanos del norte, lo que no interesaba al león británico.

En el enfrentamiento de amigos de los yanquis y anglófilos, terció la aparición de una corriente nacionalista, no exenta de admiradores del ejército alemán, que, a través de sus más lúcidas cabezas, dejó en claro la condición dependiente en que vivía nuestro país y se puso a la tarea de concretar el lema de la agrupación FORJA: Somos una Argentina colonial. Queremos ser una Argentina libre.

El neutralismo se impuso como política durante la guerra. La revolución de 1943 y, sobre todo, el peronismo, produjeron cambios de orientación que serían reemplazados en 1955.

En la Conferencia de Yalta, Washington y Moscú se repartieron el planeta. Muerto Stalin en 1953, la URSS moderó sus relaciones con Occidente: sería la coexistencia pacífica. A partir de la posesión de la bomba atómica por parte del gobierno soviético, la posibilidad de una tercera guerra mundial se hacía cada vez más irracional. La balística ponía al alcance del enemigo las principales ciudades de las dos superpotencias.

En el plano económico, superada la hambruna en Europa, se fue profundizando la tendencia que reducía la participación de las materias primas -excepto el petróleo- en el comercio mundial. Esto perjudicó a la economía latinoamericana, cuya participación cayó del 11% al 5% entre 1948 y 1975.

La Revolución Cubana

El continente americano estuvo fuera del conflicto bipolar hasta 1959. Los revolucionarios cubanos habían abrevado en las fuentes del marxismo y la presión de los Estados Unidos fue acercándolos con la URSS.

Desde mayo de 1958, Arturo Frondizi presidía la Argentina en un contexto de proscripción del peronismo, y se manejó en la debilidad que le provocaban la resistencia peronista y el chantaje militar. En la diplomacia, intentó retomar el protagonismo argentino de tiempos de Yrigoyen y de Perón. Su aliado fue el brasileño Janio Quadros. Sin embargo, este era tan débil como él y también sufría la permanente presión de los uniformados.

Los centuriones trogloditas, obsesionados por el peligro comunista, creyeron ver complicidad entre el castrismo y la resistencia obrera peronista. Cuando el presidente intentó mediar entre Cuba y Estados Unidos, confirmaron sus sospechas. Frondizi era rojo.

En enero de 1962 se reunieron los cancilleres americanos en Punta del Este, Uruguay. La intención norteamericana era expulsar a Cuba del sistema americano. Frondizi, que pensaba que una expulsión arrojaría la isla a los brazos de la URSS, proponía una reunión entre Kennedy, Quadros, él mismo y el mexicano López Mateos, que obtuviera de Cuba un compromiso de no exportar su revolución. Había que mantener la cuestión dentro del ámbito hemisférico y evitar tratarla como un problema del enfrentamiento bipolar.

El canciller Cárcano, veterano conservador, manejó la posición argentina. Por el balneario circulaba un sinnúmero de agentes de servicios de inteligencia. El canciller atacó al comunismo, pero sostuvo principios de no intervención y de autodeterminación. La votación dio la mayoría necesaria para expulsar a La Habana, pese a seis abstenciones, entre ellas la de la Argentina.

La noticia enervó a los uniformados. El canciller soportó un verdadero juicio militar en presencia de Frondizi: “Cumplí las instrucciones del presidente; pero si ellas hubieran sido opuestas… habría renunciado… Yo no podría ser ministro de un país que acepte órdenes de una potencia extranjera”.

Frondizi se vio obligado a romper relaciones con Cuba. Había comenzado la cuenta regresiva de su gobierno. Poco después, los militares lo derrocaron.

Las fronteras ideológicas

Todos los gobiernos del período iniciado en 1955, los dictatoriales y los constitucionales, tuvieron sobre sus cabezas la tutela de las Fuerzas Armadas.

En las relaciones exteriores, todos –salvo las excepciones de Frondizi con Cuba y de Illia con Santo Domingo– alinearon a la Argentina en el Occidente Cristiano.

Con Guido e Illia se consolidó el concepto de las fronteras ideológicas. Se miró con simpatía la posición norteamericana en la crisis de los misiles soviéticos en Cuba. Onganía, comandante en jefe del Ejército y más adelante dictador, expresó el alineamiento anticomunista argentino. Con Illia en la presidencia, Onganía declaró que Brasil, gobernado por una dictadura militar, y la Argentina debían consolidar una alianza para combatir al comunismo.

Durante la V Conferencia de Ejércitos Americanos desarrolló un discurso amenazante en West Point: “Si se produce al amparo de ideologías exóticas un desborde de autoridad” y perdía vigencia el deber de obediencia al poder civil, el gobierno radical sufría la amenaza de la espada.

Retirado del servicio activo, lo reemplazó el general Pistarini, quien anunció el golpe en presencia del propio presidente: “En un Estado cualquiera no existe libertad cuando no se proporciona a los hombres las posibilidades mínimas de lograr su destino trascendente… El Ejército tiene un deber irrenunciable de expresar con claridad su pensamiento respecto de este tan preciado bien para los argentinos”. En junio de 1966 se inició la nueva dictadura, con Onganía a la cabeza. Su política exterior siguió estrictamente los principios anunciados.

Onganía intentó ser más papista que el Papa en la XII Reunión del Órgano de Consulta, en 1967. Su canciller, Nicanor Costa Méndez, alentó una intervención militar para terminar con el gobierno de Castro. Los norteamericanos no querían llegar tan lejos porque estaban comprometidos en la guerra del Sudeste Asiático.

Las guerras de la tiranía criminal

En 1976 se inició el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Los nuevos centuriones creían estar librando la Tercera Guerra Mundial. En cooperación con dictaduras vecinas, se concretó el llamado Plan Cóndor, la internacionalización de la cacería de adversarios. No obstante, los poderes económicos en que se sustentaba la dictadura tenían intereses concretos. Eso llevó a la contradicción de que los fieros combatientes que luchaban picana en mano contra el comunismo, abastecían al mismo tiempo a las proletarias mesas soviéticas con los granos criollos.

Con la presidencia de Carter, se sumó un tema ético: el de los derechos humanos. Mal se combatiría al demonio soviético acompañando a dictaduras que aplicaban una represión aberrante.

En 1977 se conoció el fallo de la Corte Arbitral sobre las islas del canal Beagle. Estas serían chilenas, y se compensaría a la Argentina con “aguas propias navegables”. Alejandro Lanusse había solicitado un laudo de la Corona Británica. 1978 transcurrió entre encuentros intrascendentes. En febrero, los presidentes se reunieron en Puerto Montt. Pinochet sorprendió a Videla con la firmeza de su posición.

En la Argentina, los belicistas preparaban planes de invasión. Suponían que Chile haría una resistencia simbólica, pero los chilenos también se alistaban. Apostaban a la globalización del conflicto. Perú, Bolivia y Ecuador tenían intereses y revanchas pendientes. Brasil no miraría con indiferencia una invasión argentina a Chile. Con la guerra inminente, Videla apeló al nuncio Pío Laghi sobre la disposición del Papa a mediar y este le respondió que Juan Pablo II no se quedaría “de brazos cruzados”. La gestión tomó cuerpo con la llegada del cardenal Antonio Samoré, quien, como representante del Papa, logró detener la guerra, cuando las avanzadas estaban a punto de abrir el fuego.

Las relaciones con Washington mejoraron con la llegada de Reagan a la presidencia. Sin embargo, el 2 de abril de 1982, la Junta presidida por Galtieri ocupó las islas Malvinas. Era una vieja aspiración nacional que databa de 1833, año en que las islas fueron usurpadas por el Imperio Británico. Era esperable la alegría que hizo que se llenara la plaza de donde la dictadura nos había echado a palos y gases lacrimógenos dos días antes.

La dictadura afrontaba una guerra con inferioridad de recursos materiales respecto de los ingleses. La Marina no tenía submarinos nucleares, los aviones de la Fuerza Aérea eran obsoletos frente a la ultramodernidad de los británicos, y los conscriptos de 18 años no tenían la instrucción necesaria para enfrentarse con un ejército profesional de la OTAN. Pero, sobre todo, era imposible que unas fuerzas armadas formadas en la doctrina militar de la “guerra sucia”, de la patota, el secuestro y la tortura, y conducidas por los Señores de la Guerra, afrontaran el conflicto. Además, una guerra de liberación supone como condición principal contar con la adhesión popular y apoyarse en ella, y mal podía buscarla la dictadura que durante seis años había martirizado al pueblo argentino.

Claro que, si bien el gobierno dictatorial estuvo lejos de encabezar una guerra de liberación, y muchos jefes de las Fuerzas Armadas no estuvieron a la altura de las circunstancias, hubo también aviadores cuyo heroísmo y destreza asombraron a los propios enemigos, oficiales que estuvieron al frente de sus tropas y soldados que, con más coraje y patriotismo que pericia, superaron las limitaciones de su escasa instrucción, de sus limitados medios y de conductores incapaces. Detrás de ellos hubo también el compromiso y el esfuerzo de quienes, desde el continente, entregaron su tiempo y sus bienes a lo que creían una gesta liberadora, pese a la absurda propaganda engañosa de los medios oficiales que hasta horas antes de la rendición bramaban “¡Estamos ganando!”. El clarín de la Patria sonaba desafinado al ser tocado por los lacayos del Imperio.

Las “relaciones carnales”

Después de los resentimientos provocados por la guerra de las Malvinas, el gobierno de Alfonsín llegó a establecer una relación civilizada con Washington.

En 1989, Menem, urgido por hacer olvidar sus amenazas apocalípticas de la época en que los B-52 bombardearon Trípoli, y por demostrar que su conversión iba más allá del corte de sus patillas, inició una firma alianza. Firme, aunque desigual. Sobre todo, porque seguía al pie de la letra los dichos de su canciller, Guido Di Tella, que había definido como carnales las nuevas relaciones entre Buenos Aires y Washington.

II. Las políticas independientes

Yrigoyen desarrolló un nacionalismo frente a hechos que afectaban la independencia y el honor de la Argentina. De ahí las diferencias con los Estados Unidos acerca de la política del garrote, que se expresaba con agresiones armadas a diversos países.

Nuestro país no estaba en condiciones de enfrentar a Washington, pero apoyó moralmente a los agredidos. Lo resumen las palabras que el presidente pronunció en la conversación telefónica con su colega Hoover: “Los hombres deben ser sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos”.

La Primera Guerra Mundial fue un desafío. La opinión pública respetable tomó partido por los aliados y contra Alemania. Yrigoyen priorizó su amor a la paz y la falta de intereses argentinos en juego para mantener la neutralidad. El hundimiento de dos barcos por submarinos alemanes y la conducta ofensiva del embajador de Berlín dificultaron la tarea, pero, pese a la presión, mantuvo la neutralidad. El embajador fue expulsado y Alemania no repitió las agresiones, indemnizó las pérdidas y desagravió a la bandera argentina.

Invitada la Argentina a integrar la naciente Sociedad de Naciones, al comprobar la discriminación que existía respecto de los países derrotados, Yrigoyen puso como condición una total igualdad. Esto contrariaba a los vencedores, pero el Peludo se mantuvo firme y la Argentina se retiró.

El nacionalismo y la Segunda Guerra Mundial

Al estallar la Segunda Guerra, Londres, en riesgo de sufrir una derrota frente a la Alemania nazi, sometió su política a los Estados Unidos. En la Argentina, parte de la clase dirigente comenzó a identificarse con el nuevo imperio. Esto coincidió con la aparición de un protagonista inesperado, el peronismo, que levantó la bandera de la soberanía nacional en momentos en que el mundo había quedado dividido en dos hemisferios antagónicos. Coincidentemente con esta política soberana, el peronismo dio un paso más allá de la relación amistosa y el apoyo moral a los países latinoamericanos.

La revolución de 1943 inició un gobierno que se definía como nacionalista y hacía un culto del mantenimiento de la neutralidad en la guerra. A esa altura del conflicto, era inimaginable un triunfo de las potencias totalitarias. Sería el coronel Juan Perón el que asumió esta realidad. La Argentina debía sobrevivir a la conflagración: había que avanzar con la marea, mientras la presión de Estados Unidos se incrementaba.

Buenos Aires rompió relaciones con Berlín y sus aliados, lo que no significó ganar la confianza de Washington. Sin embargo, el Departamento de Estado procuró mejorar las relaciones con Buenos Aires. La guerra terminaba y, en el futuro, el enemigo estaría en Moscú y había que arreglar los conflictos continentales.

Mientras en Yalta, Roosevelt y Stalin dibujaban el mapa de posguerra, en Chapultepec se reunieron los países del hemisferio, sin la presencia argentina. Sin embargo, fueron los buenos vecinos amigos del Departamento de Estado los más interesados en el regreso argentino. Su presencia aumentaba la cotización de los amigos de Washington. Estados Unidos, a su vez, tenía una mejor disposición hacia la reconciliación con la Argentina.

Así llegó a Buenos Aires una misión destinada a acordar la readmisión argentina en el hemisferio. Se trataba de consolidar los arreglos mediante una mejora de las relaciones comerciales –Estados Unidos había levantado el boicot de 1941– y la incorporación de Buenos Aires. Habría una tardía y formal declaración de guerra. Perón se jugaba una carta brava. Si Estados Unidos no cumplía, quedaría como traidor a la Patria y a la logia que lo había elevado al poder. Los vaivenes del Departamento de Estado amenazaron con convertir la victoria en derrota. El nuevo embajador, Braden, se pondría a la cabeza de la oposición al coronel.

La Tercera Posición en el mundo bipolar

Hacia 1944, Estados Unidos hegemonizaba el poder económico y militar del planeta, aunque corría el riesgo de que el fin de la guerra llegara con una recesión similar a la de 1918. Así, en Bretton Woods, intentó de dejar armado el mundo que vendría.

Los países de la periferia –y el bloque latinoamericano, entre ellos– sufrirían por la caída de los términos del intercambio. Los precios de las materias primas aumentaron, pero los de las manufacturas aumentaron mucho más. La necesidad de sumar una voz potente a sus reclamos los había llevado a apoyar la vuelta de la Argentina, con el objetivo de sumar más fuerza al reclamo de un plan de ayuda. Pero las prioridades estaban en Europa, y Washington sólo reservaba buenas palabras a sus vecinos.

Estados Unidos y la URSS constituyeron alianzas militares: la OTAN en Occidente, y el Pacto de Varsovia, enfrente. Parecía llegar una tercera guerra mundial. Occidente era militarmente superior, pero en Europa las sociedades se veían amenazadas por el hambre y la miseria, por lo que empezó a crecer la adhesión al comunismo. El secretario de Estado, general Marshall, presentó un plan para ayudar económicamente a los europeos y frenar el comunismo, al mismo tiempo que descomprimía la economía norteamericana. Esto perjudicó sensiblemente a los exportadores de alimentos.

Hacia la unidad latinoamericana

El peronismo buscó la integración latinoamericana, sin mucho éxito al principio. Los Estados Unidos difundieron la teoría de un imperialismo argentino, que los dóciles gobiernos aceptaron. Se trabajó por otras líneas. Se crearon agregados obreros, que difundían la doctrina justicialista en los trabajadores de los países hermanos, lo que culminó con la creación de una central obrera latinoamericana, ATLAS, que competía con las que respondían a Washington, a Moscú y a la Iglesia de Roma.

También se trabajó sobre las juventudes antiimperialistas latinoamericanas. Así se reclutó a un grupo de jóvenes cubanos, entre los que se destacaba el abogado Fidel Castro Ruz, a quien los espías del norte catalogaban como un joven agitador peronista nacido en Cuba.

En 1947 y 1948 hubo dos reuniones panamericanas. La primera, en Río de Janeiro, fue el origen del TIAR, para la defensa de las Américas, en realidad un instrumento para la Guerra Fría. En Bogotá, 1948, se fundó la Organización de Estados Americanos. En ambos casos, la Argentina puso algunos límites a la hegemonía norteamericana.

En la década de 1950, los logros fueron mayores. El gobierno argentino apoyó a dos candidatos populares en Chile y Brasil: Carlos Ibáñez del Campo y Getulio Vargas, respectivamente. Con Chile, Perón cruzó la cordillera y firmó el Acta de Santiago y fue recibido apasionadamente por el pueblo chileno. Más difícil sería convencer a la cancillería brasileña.

“Nosotros con ellos –decía Perón– no tenemos ningún problema… estamos prontos a decirles: son ustedes más grandes, más lindos y mejores que nosotros… Pienso yo que el año 2000 nos va a sorprender unidos o dominados… Yo no querría pasar a la historia sin haber demostrado que ponemos toda nuestra voluntad para que esta unión pueda realizarse”.

Pero no se pudo. Los norteamericanos estaban más fuertes que nunca. Después de Chile, se firmaron acuerdos con Paraguay, Bolivia y Ecuador. El Departamento de Estado se puso nervioso y buscó acuerdos mínimos con la Argentina que, para peor, estaba negociando también con la URSS y con países del Este. Pero en 1955 cayó Perón sin haber alcanzado sus objetivos.

El retorno peronista

En 1973, Perón inició su tercera presidencia en una Argentina rodeada por gobiernos dóciles al Norte. Dos años antes gobernaban en Perú militares nacionalistas; en 1969, el demócrata cristiano Frei, en Chile, había nacionalizado propiedades de empresas norteamericanas. En Bolivia se expropiaron explotaciones petroleras de la Bolivian Gulf. Tras Frei, Allende inauguró el camino chileno al socialismo. En Bolivia, el proceso se radicalizó con el general Torres. ¿Qué ocurría en el patio trasero?

Perón había iniciado contactos con áreas económicas alternativas a la influencia los Estados Unidos. Del Mercado Común Europeo se buscaban inversiones. También Europa Oriental interesaba. La designación de José Gelbard como ministro de Economía, entre otras causas, obedecía al interés por contar con alguien que ayudara en la apertura al Este.

El General apostaba a la integración. A los vínculos con el Pacífico se agregaba su amistad con el paraguayo Stroessner y las buenas relaciones que se esperaban con el gobierno uruguayo. De esta manera, el propio Brasil, pese a su dictadura militar, y su alianza con Estados Unidos, terminaría “pidiendo permiso para entrar, con el sombrero en la mano”.

Pero la ofensiva del Vietcong, en 1972, y la derrota en esa guerra pondrían de manifiesto el fracaso yanqui en el Sudeste Asiático. Era hora de acordarse del patio trasero. Con la ayuda del ultraizquierdismo boliviano, Torres fue derrocado por el bien pensante Hugo Banzer. En tanto, Velazco Alvarado, enfermo, cedió el protagonismo a militares moderados y Allende moriría durante el golpe de Pinochet.

En Medio Oriente, una nueva guerra cuadruplicó el precio mundial del petróleo, poniendo en crisis la economía europea. No llegarían capitales de ese origen. Estos cambios de los panoramas geopolítico y económico convencerían a Perón de que había que moderar los “apresuramientos” juveniles.

III. La batalla por la integración latinoamericana

Después del confuso alineamiento de los dictadores y de las relaciones carnales de Menem, De la Rúa se ganó el calificativo de lamebotas de los yanquis, lanzado por Fidel Castro. La Argentina que heredó Néstor Kirchner, en 2003, estaba lejos de la Tercera Posición. Ni siquiera el Mercosur era más que un mero acuerdo comercial, tal vez conveniente para los grandes grupos económicos.

Antes de asumir, el presidente electo visitó a sus pares de Brasil y Chile. En su asunción, estuvieron presentes casi todos los presidentes del subcontinente, incluido el venezolano Hugo Chávez y, sorprendentemente, el legendario Fidel Castro.

Las relaciones con Washington fueron correctas, pero la prioridad fue la política sudamericana. Kirchner asistió a la asunción de Evo Morales en Bolivia, el primer presidente descendiente de los primeros pobladores, y apoyó el triunfo del uruguayo Tabaré Vázquez.

América latina parecía haber consolidado sistemas democráticos y populares. No obstante, en abril de 2002, Venezuela sufrió un intento golpista. Kirchner activó la integración de la Argentina al Mercosur, pero también estrechó relaciones con los restantes países sudamericanos, especialmente con Caracas, lo que se puso en evidencia en la Cumbre continental de Mar del Plata en noviembre de 2005.

Estados Unidos intentaba integrar el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA). La eliminación de barreras aduaneras permitiría la libre circulación de mercaderías en el clásico estilo del zorro y las gallinas. Los países del Mercosur, más Venezuela, enfrentaron al proyecto. Paralelamente, y con fuerte colaboración cubana, se realizó una anticumbre paralela, con presencias del premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, las Madres de Plaza de Mayo y hasta Diego Maradona. En la anticumbre, Chávez se encargó de sintetizar el destino del ALCA: ¡Al carajo!

No hubo consenso, 29 países votaron a favor, pero otros 5 lo hicieron en contra. Sin unanimidad, el proyecto tuvo el destino que le daba Chávez.

Mientras el ALCA fracasaba, comenzó a consolidarse la propuesta de unidad sudamericana, la Unasur. El día antes de que Cristina Fernández de Kirchner asumiera la presidencia sucediendo a su marido –diciembre de 2007– se lanzó el proyecto del Banco del Sur, entidad financiera libre de ataduras con los grandes poderes mundiales. La nueva presidenta aprovechó la oportunidad para pedir disculpas al Paraguay por la lejana deuda de la Guerra de la Triple Alianza. Completaba así lo iniciado por Yrigoyen, cuando condonó la deuda de guerra con que se había castigado al pueblo guaraní, y continuado por Perón, cuando devolvió los trofeos obtenidos en la sangrienta contienda. En la misma línea de reparación, durante su visita de marzo de 2010 al Perú, pidió formalmente disculpas en nombre de la Argentina por la infame venta de armas a Ecuador durante la guerra de 1995.

En los años siguientes, Néstor Kirchner como mediador evitó una guerra entre Colombia y Venezuela, se frenó un frustrado golpe antiindigenista y separatista en Bolivia, y otro intento contra Correa en Ecuador. No pudieron evitarse los desplazamientos los presidentes Zelaya en Honduras y Lugo en Paraguay.

El 3 de mayo de ese mismo año, los presidentes de la Unasur eligieron por unanimidad a Néstor Kirchner como secretario general de la entidad, y Evo Morales llegó a llamarlo, con entusiasmo, “primer presidente de Suramérica”. Las relaciones con Europa, el comercio con China, los vínculos con el mundo árabe, impulsaron a que nuestro país fuera promovido a papeles relevantes en ámbitos como el Grupo de los 20, o el de 77 más China.

Desde 2015, la marea mostró un reflujo que se manifestaría, sobre todo, con el arbitrario desplazamiento de la presidenta Dilma Rousseff en Brasilia y, mediante elecciones, la derrota de los candidatos de Cristina Kirchner en Buenos Aires. Las dos primeras potencias del subcontinente quedaron en manos conservadoras.

El imperio no podía quedar indiferente y, después de una década, volvió y renovó la batalla por el dominio de su patio trasero. En eso estamos, en 2018.

Autorxs


Enrique J. M. Manson:

Profesor de Historia (Universidad del Salvador). Investigador (Universidad nacional de Lomas de Zamora). Fue funcionario del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires y del Ministerio de Educación de la Nación, con categoría de director nacional. Entre sus publicaciones figuran: “Argentina en el mundo del siglo XX” y, conjuntamente con Fermín Chávez, Juan Carlos Cantoni y Jorge Sulé, los tomos 14 a 17 (1946/1976) de la “Historia Argentina” iniciada por José María Rosa. Galardonado con el premio Arturo Jauretche 1977. Fue vocal de la comisión directiva del Instituto Nacional e Iberoamericano de Revisionismo Histórico “Manuel Dorrego”. Codirector del periódico digital de Historia y Política “Pepe Rosa”.