Migraciones y derechos políticos: un debate actual

Migraciones y derechos políticos: un debate actual

Millones de personas se desplazan a través del planeta sin obtener los derechos de ciudadanía en su nuevo lugar de residencia. Ser ciudadano o extranjero marca un adentro y un afuera en el campo para la acción política y jurídica. El debate sigue abierto y tiene más actualidad que nunca.

| Por Ana Paula Penchaszadeh |

El movimiento acelerado y desesperado de millones de personas a lo largo del planeta, los procesos de regionalización y las nuevas estructuras societales multiculturales suponen un desafío para la tradicional configuración nacional de la ciudadanía. La ciudadanía, en este contexto, se ve especialmente interrogada y puesta en cuestión (en muchos de sus puntos de anclaje, al parecer, indiscutibles) por los extranjeros. Se abre entonces la pregunta: ¿otra ciudadanía es posible?

La ciudadanía posee una dimensión excluyente central que determina, en muchos aspectos, su efectividad: es decir, se es ciudadano o extranjero, marcando con ello un adentro y un afuera fundamental y, por lo tanto, la posibilidad de marcar y delimitar un campo para la acción política y jurídica de los Estados. Sólo puede haber derecho a tener derechos en el marco de Estados nacionales cuya particularidad cristaliza y efectiviza la universalidad de la ley y el devenir sujetos (de derecho) de los individuos. La hospitalidad, entonces, sólo es posible como derecho en el marco de ciertas regulaciones e instituciones que cada Estado unilateralmente, en tanto cuerpo político diferenciado y autónomo, establece, entre otras cosas, para la entrada y la salida de las personas en su territorio.

Pero, al depender de los Estados particulares, la hospitalidad hacia los extranjeros se ve constantemente aplazada y pervertida. Es preciso seguir hablando de extranjeros, pues suponer que esta figura está en proceso de desaparición (por los múltiples procesos de puesta en cuestión de las fronteras políticas de los Estados-nación y también por la gran relevancia que han cobrado los desplazados internos o las migraciones intranacionales) supone un gesto de represión de los procesos de extranjerización que necesariamente marcan el pulso de nuestras democracias tardo-capitalistas.

El fantasma de la xenofobia no abandona jamás los discursos y las prácticas políticas, pues el extranjero permite la construcción de una frontera que no preexiste a su llegada. Creer que es posible erradicar los procesos de extranjerización (es decir, de exclusión) del extranjero al interior de las democracias (aun de las más progresivas y consolidadas) es una forma de negar que la exclusión de los extranjeros cumple una función “productiva” para la comunidad que lo acoge. La inexistencia de un fundamento último sobre el cual erigir una frontera tranquilizadora entre “nosotros” y los “otros” (pues, como todos sabemos esa frontera es histórica, política y variable) se manifiesta claramente tanto en la dimensión espacial como en la definición temporal de la condición de extranjería. En este contexto se inserta de forma estratégica el debate sobre la extensión de los derechos políticos de los extranjeros; pues si se asume que la xenofobia es un mal endémico de nuestras comunidades, la extensión de los derechos políticos tiene un carácter paliativo: de esta forma, una sociedad democrática se obliga a sí misma a establecer mecanismos para que las voces de los extranjeros tengan un peso y un valor en la esfera pública. Es preciso contar para contar: contar con voz y voto para contar políticamente, para ser tomado en cuenta por los políticos, tanto en sus discursos como en sus políticas efectivas. Aquí, el lector puede hacer un ejercicio mental y preguntarse: ¿un candidato a jefe de gobierno, de un distrito electoral en el que la población extranjera representa el 13,2% de la población total, podría darse el lujo de sostener un discurso xenófobo en un contexto electoral de difícil agregación de mayorías y de ballottage seguro? Dejemos simplemente posada la pregunta.

La cuestión de la diferencia espacio-temporal que supone la condición de extranjería, “condición” que implica la posibilidad de marcar un adentro y un afuera de la comunidad, es central en el marco de nuestras sociedades. La dimensión espacial de la política permite interrogar las definiciones más conservadoras (los supuestos “núcleos” duros de la pertenencia, el carácter más regresivo/intemporal de la nación constituida sobre lazos de sangre) pues implica la posibilidad infinita de deslocalización: ya sea por externalización de la pertenencia (“acá vivo, allá voto”), así como por una territorialización de la pertenencia e internalización de las políticas de residencia (“aquí vivo, aquí voto”). Esto quiere decir que no hay a priori un criterio espacial certero de determinación de la pertenencia y que este se encuentra supeditado a los vaivenes políticos y a una historicidad de la frontera: el “nosotros” podría estar “allá”, deslocalizado, fuera del territorio (un claro ejemplo es el derecho a votar que muchos Estados reconocen a sus emigrantes y que se ejerce desde “afuera” y a través de los consulados); así como los “otros” podrían estar desde siempre “aquí”, “adentro” claramente en el territorio (este es el caso de muchos extranjeros que viven hace muchos años en un determinado país y, por el principio de derecho de sangre, están excluidos sistemáticamente de la comunidad política). Si se toma en cuenta el carácter móvil de la comunidad humana se impone, entonces, un reconocimiento político del hecho de la presencia “sostenida” de los extranjeros en determinados países.

Por otro lado, hay una dimensión temporal de la política que se hace manifiesta a partir de la figura del extranjero. Los Estados definen y regulan, arbitrariamente, los tiempos que deben cumplir los extranjeros para poder adquirir una ciudadanía (plena o no); no hay un fundamento sobre el cual se pueda determinar una “regla objetiva” para determinar los tiempos que debe cumplir un extranjero para “acreditar su pertenencia”; esto es definido por cada Estado, según criterios políticos e históricos y en función de la idiosincrasia de cada país. Es decir, en esta dimensión se ponen en juego los términos que impone el anfitrión, es decir, lo que este está en condiciones de dar. Asimismo, es posible identificar otra dimensión temporal que interroga al anfitrión y se vincula con la política democrática en sentido amplio: la llegada del extranjero es siempre un acontecimiento incalculable, la emergencia de un nuevo actor que hace más acusada la incertidumbre y que puede contradecir el cálculo anfitrión –no se trata (nunca) solamente de lo que un Estado está en condiciones de dar, sino también de lo que se está (en este caso, de lo que los extranjeros están) en condiciones de exigir–. Es decir, la constitución de un sujeto político y nuevas formas de subjetivación no pueden ser “obra” del Estado, aunque este puede facilitar su emergencia a través de la apertura de nuevos ámbitos de acción legítimos.

Actualmente, en la Argentina se están debatiendo estas cuestiones y puede reconocerse la emergencia de una nueva forma de concebir la ciudadanía también a partir del criterio de la residencia (y no sólo a partir del criterio de la nacionalidad). Nuestro país se democratizó claramente con el conjunto de reformas promovidas en materia migratoria desde 2004. En especial, con la sanción de la Ley de Migraciones 25.871, toma forma un nuevo paradigma garantista que reconoce inéditamente, entre otras cosas, el derecho humano a migrar. Sin embargo, esta misma ley que consagra derechos civiles, económicos y sociales fundamentales, borrando la diferencia entre habitantes, residentes y ciudadanos, pareciera tener uno de sus talones de Aquiles en el tipo de derechos políticos que otorga (pues sólo promueve la participación política de los extranjeros en el ámbito “local”) y en la (in)determinación de las condiciones para su efectivo ejercicio (ha dejado librado a la libre interpretación de cada distrito electoral qué debe entenderse por “participación política a nivel local”).

En el mes de septiembre del corriente año se presentó en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado de la Nación un proyecto de ley para extender el voto de los jóvenes (de 16 y 17 años) y el voto de los extranjeros a nivel nacional. Mientras que el proyecto de extensión del voto de los jóvenes avanzó claramente, consiguiendo la sanción de ambas cámaras en pocas semanas, la suerte de la otra pata del proyecto, el voto de los extranjeros, no fue la misma. Esta fue desdoblada para su debate y, por el momento, no pareciera haber un interés por debatirla en el Congreso. Sin embargo, más allá de cuál sea el destino de este proyecto en el corto y mediano plazo, resulta esclarecedor reflexionar acerca de algunos argumentos esgrimidos tibiamente en las audiencias de la Comisión de Asuntos Constitucionales (entre septiembre y octubre de este año) en torno de la extensión del voto de los extranjeros a nivel nacional.

La iniciativa en cuestión promueve la extensión del sufragio “activo” (el derecho a votar) a nivel nacional para aquellos extranjeros que acrediten más de dos años de residencia permanente. Uno de los puntos que más resistencia generaron, tanto entre los legisladores que se opusieron al proyecto como en los pocos que expresaron su opinión en los medios de comunicación, es que dos años parecía “muy poco tiempo” para acceder al voto. Aquí, la desinformación respecto de las condiciones que deben cumplir efectivamente los extranjeros para acceder a una residencia permanente resultó clave para entender parte del rechazo a la iniciativa. Según los términos que impone la Ley de Migraciones, en realidad, la gran mayoría de los extranjeros sólo podría votar (en el mejor de los casos) entre los 4 y los 5 años de residir en el país; pues un extranjero del Mercosur debe acreditar 2 años de residencia transitoria para poder acceder a la residencia permanente, mientras que un extranjero extra-Mercosur debe acreditar tres años.

Otro argumento, aún más difícil de rebatir, pero por esta misma razón más interesante para la cuestión que nos convoca aquí, es el que sostiene que el extranjero debe “demostrar su arraigo” nacionalizándose, para acceder a los derechos políticos, es decir, a una ciudadanía plena. En las audiencias públicas que tuvieron lugar en la Comisión de Asuntos Constitucionales (a fines de septiembre y comienzos de octubre del corriente año) apareció en reiteradas oportunidades este argumento que vuelve a ligar nacionalización y ciudadanía para explicar el carácter “desatinado” del proyecto de extensión del voto de los extranjeros con residencia permanente en el país. Para rebatirlo es preciso remarcar que este pasa por alto un conjunto de cuestiones centrales: en primer lugar, que nacionalizarse no es un trámite sencillo; en segundo lugar, que muchos países no reconocen la doble nacionalidad y, por lo tanto, el extranjero estaría obligado a renunciar a su nacionalidad de origen, lo que representa un costo demasiado alto y poco razonable, y en tercer lugar, que la ciudadanía que el extranjero obtendría por residir de forma permanente se funda en un criterio diferente (que no se superpone) al de la nacionalidad. Esta última cuestión es central para correr el eje del debate y ampliarlo. Justamente, en respuesta a aquellos que sostienen que de esta forma se estaría “bastardeando la democracia”, se trata de establecer un criterio diferente (no perenne como el de la nacionalidad) para que aquellas personas que viven, trabajan, pagan impuestos y, en muchos casos, se establecen con su familia en nuestro país, no sean ciudadanos de segunda, sin voz ni voto en nuestra comunidad mientras permanezcan en ella.

Si esta iniciativa tiene un valor es que permite una ampliación de la ciudadanía a partir de un criterio situacional y concreto que se suma al de nacionalidad: prefigura dos tipos de ciudadanía, una plena e incondicional asociada a la nacionalidad, y otra limitada y condicional asociada a la residencia permanente. El proyecto de ley establece que el derecho de voto de los extranjeros se encuentra supeditado a la residencia permanente; de esta forma, quien pierde tal condición pierde al mismo tiempo el derecho de incidir en la política nacional. Según el artículo 62 de la Ley de Migraciones 25.871, la Dirección Nacional de Migraciones puede cancelar la residencia que hubiese otorgado, con efecto suspensivo, cualquiera fuese su antigüedad, categoría o causa de la admisión cuando, entre otras cosas, el beneficiario de una radicación permanente hubiese permanecido fuera del territorio nacional por un período superior a los dos años. La ciudadanía se hace así más flexible y se amplía la pertenencia en función de la presencia efectiva y sostenida de los extranjeros en el país.

La ciudadanía democrática supone formas históricas variables de inclusión y reconocimiento de derechos y obligaciones, así como una interrogación constante acerca de los sectores que han quedado excluidos. Entonces, cabe preguntarse: ¿por qué si una persona “cuenta” en términos sociales, civiles y económicos, se naturaliza su exclusión a nivel político? La Argentina se encuentra encaminada hacia una definición cada vez más abierta y plural de la ciudadanía, en función del reconocimiento de las distintas minorías que constituyen el “afuera de su interior”. Extender los derechos políticos de los extranjeros debe verse como una forma de ampliar y mantener vivo este proceso.

Autorxs


Ana Paula Penchaszadeh:

Investigadora del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani – FSOC – UBA. Investigadora consulta del Centro de Derechos Humanos de la UNLa.