Más allá o más acá del golpe contra Lugo Progresismo paraguayo en la Argentina
Desde la Guerra de la Triple Alianza, las clases dominantes de Paraguay invocan la figura de los “malos paraguayos” como un peligro de introducción de ideas foráneas y de intereses amenazantes contra el país. El golpe de Estado de 2012 como freno a un cambio incipiente de paradigma.
En un reciente y más que interesante artículo, el historiador Ignacio Telesca ha destacado las continuidades discursivas con las que, entre otros el hoy más influyente medio de comunicación del Paraguay, el diario ABC Color, codifica los sucesos locales y regionales inscribiéndolos dentro de una matriz propia de la Guerra de la Triple Alianza y de la Guerra Fría. Relata el presente en una clave similar a la de fines del siglo XIX o, más acá, como si el Muro de Berlín y la KGB estuvieran erguidos y conquistando las voluntades de los apátridas contemporáneos. Esa matriz es la misma con la que las clases dominantes paraguayas han sostenido simbólicamente su lugar de privilegio en la división de clases a lo largo del siglo XX y lo que va del presente.
El derrocamiento del presidente Fernando Lugo el 22 de junio de 2012 y la disputa en torno a si el golpe fue o no un golpe de Estado fueron inscriptos dentro de esta línea de codificación, lo cual muestra la específica densidad cultural que atraviesa las formas del poder en Paraguay.
Chauvinismo y antiizquierdismo, sea lo que fuere esto último, han sido modos estructurantes de división social en Paraguay (como dijo Ticio Escobar de manera inmejorable, se acusaba al gobierno de izquierdista para impedir que lo fuera). No menos importante, aquellas formas del poder han sido claves en el señalamiento (y desprecio) hacia determinados sujetos que fueron marcados bajo los mismos significantes que hace más de cien años. Ese desprecio no habla de un anacronismo categorial. En todo caso, exhibe la efectividad social y política de ciertas nomenclaturas. No se trata, entonces, de arcaicos usos en desuso sino de útiles instituciones y discursividades que refuerzan y naturalizan estigmas y condenas sobre determinados grupos, entre los cuales referiré a los paraguayos en la Argentina que se organizan como militantes progresistas.
En ese plano (y quizás en varios otros), Paraguay navega en una permanencia histórica inamovible. Todo lo que ocurre es vinculado (de manera determinante y quieta) con la Guerra de la Triple Alianza. Incluso, ciento cuarenta años después, la misma clase beneficiaria de aquella contienda (o, más aún, la beneficiaria de la dictadura stronista y su anterior y posterior continuismo colorado), insiste en que las crisis de uno de los países más desiguales del mundo se deben a la alianza que en 1865 hicieron la Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay. Y con esa estructuración significan –de modo irreversible– el conjunto de relaciones sociales.
Relaciones que hoy se expresan, entre otros, en que:
a. El 2,5% de la población concentre la riqueza del 80% de las tierras productivas.
b. Para el 2010, el quinto exportador de soja –y posiblemente el mayor productor por habitante en el mundo– no posea impuestos progresivos sobre la riqueza ni retenciones a las exportaciones.
c. La descampesinización es el resultado de la apropiación ilegal de tierras por parte de los terratenientes vinculados a los partidos políticos tradicionales, a los medios de comunicación, a las grandes empresas locales y transnacionales y a la dictadura de Stroessner.
d. Narcotráfico, corrupción y política estén entrelazados, como muestra la “interna” del Partido Colorado, donde los grupos de cada precandidato presidencial acusan de “narcotraficante” o de “dueño del mercado clandestino de Ciudad del Este” a su rival.
e. La ausencia de salud pública y de establecimientos educativos sean moneda corriente al punto de invalidar el concepto de “ciudadanía” (o, parafraseando a Milda Rivarola, el de contrato social democrático).
f. La prebenda del poder judicial lo asemeje al ejercicio del poder del más fuerte más que a una concepción de igualdad ante la ley y protección del estado de derecho.
g. Paraguay sea el país de mayor expulsión poblacional de la región cuyas remesas constituyen la segunda o tercera fuente de ingresos nacionales.
La utilización sobredeterminante de la Guerra de la Triple Alianza ha permitido, a lo largo de décadas, el borramiento de cualquier interpelación a las clases dominantes locales y su papel en esta dramática caracterización. O bien se recurre al “nacionalismo berreta” de las clases dominantes o bien se elimina al cuestionador bajo la demonización del “comunista”.
Así, des-historización y despolitización constituyen elementos cruciales del ejercicio y legitimación de la dominación. Por ello, las formas específicas en que se recurre a los fantasmas del pasado obligan a entender, como afirma Telesca, que “la lucha por la historia es la lucha por el presente; o dicho de otra manera: el presente también se lucha en la historia”.
Si bien este texto no es sobre “Paraguay”, sino sobre derechos políticos y paraguayos que se organizan en la Argentina como militantes progresistas, cierro la introducción planteando que, dentro del relato hegemónico de la historiografía paraguaya, existe una mirada sobre estos migrantes. Y que, en consonancia con lo dicho hasta acá, se trata de una mirada que remite a la Guerra de la Triple Alianza y a la Guerra Fría, previsiblemente, desde los estigmas que el nacionalismo y el anticomunismo les han reservado a quienes han salido y salen del país como estrategia de supervivencia.
Legionarios de ayer a hoy
Aquella des-historización impone una simplificación de los procesos migratorios que folkloriza y condena –simultáneamente– el desplazamiento territorial de una importante porción de la población paraguaya. Esa mirada forma parte estructural y estructurante de la configuración del Paraguay como Estado nacional y de las formas clasificatorias de sus nacionales. Ahora bien, si la formación del Estado moderno se imagina, entre otras, con la producción de la “nación” dentro de ciertos límites territoriales, la excepcionalidad paraguaya se destaca por la permanente expulsión de población como parte de la administración de su cosa pública (hoy, el 8% de los paraguayos vive en la Argentina). Esto, además de verificarse desde el mismo nacimiento del país, se expresa en el sistema categorial del campo político paraguayo.
Tropos como malos paraguayos o legionarios evidencian la persistencia sistemática no sólo de la salida de población, sino también de los estigmas que se le adjudica a parte de los migrantes.
Ya en el inicio de la Guerra de la Triple Alianza se registra un importante contingente de paraguayos radicados en la Argentina que se autopercibía como exiliado del régimen de los López. Estos se sumarán a la aventura invasora contra Paraguay, constituyendo luego el sector que se hará del poder del país (política, jurídica y económicamente) al cerrar, cinco años después, la contienda más trágica del subcontinente.
Este grupo, bautizado como “Legión Paraguaya”, no sólo remite a la complicidad invasora de parte de la población del Paraguay –aquellos que gobernarán el país tras su destrucción y en función de los intereses del poder extranjero– sino que también constituirá una referencia política acerca de la amenaza imperial de la Argentina en el imaginario y en el relato local.
Es decir, legionario es un signo con una fuerte carga negativa sobre aquel que lo porta. Es una categoría que remite indefectiblemente a la guerra contra el Paraguay, a la traición a la patria. Y es una categoría cuya invocación implicará, progresivamente, la deslegitimación de la militancia progresista paraguaya en la Argentina, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX.
A lo largo de esa centuria –fundamentalmente durante la dictadura de Stroessner (1954-1989), y esta como parte de la hegemonía del Partido Colorado (que se extiende entre 1947 y 2008)–, se produce una utilización de legionario como forma de estereotipación e invocación amenazante respecto de un sector de la migración paraguaya de forma condenatoria, completando la marca de “comunistas” que se les adjudica para ser expulsados, explícitamente o no, del país.
Bajo el régimen de Stroessner, “comunista” implicaba no necesariamente el señalamiento de una adscripción ideológica y política acerca de la propiedad de los medios de producción ni sobre la liberación de las clases oprimidas o su emancipación. Más bien “comunista” significaba contrera, legionario, mal paraguayo. Por ello, dirigentes de diversas facciones e ideologías fueron perseguidos por ser “comunistas”.
El arraigo de dicha clasificación sobre el antagonista político habilitó una forma particular de administración de la cosa pública, en donde, por ejemplo, su editó un pequeño libro redactado por la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana – Partido Colorado con los Principios y métodos para combatir al comunismo internacional (1976), como parte de las elaboraciones de la Comisión Permanente Especial Encargada de Llevar a la Práctica la Lucha Contra el Comunismo (sic).
Acompañada por la férrea lucha anticomunista que el régimen reivindicaba (“democracia sin comunismo” era el modo que la dictadura denominaba su ejercicio del poder), la invocación a los legionarios y a los malos paraguayos contribuyó a conformar una discursividad de desprecio sobre los paraguayos que se iban del país, fundamentalmente los que militaban allende las fronteras.
En ese plano, el poder articuló un doble anclaje: el enemigo del XIX reconvertido al marxismo del siglo XX. Ese enemigo debía ser desterrado, denunciado y vigilado allí afuera. De hecho, el Plan Cóndor, para el caso de los paraguayos residentes fuera del país, no fue tan novedoso: la persecución de sus actividades se venía realizando desde tiempo antes.
La caracterización de los migrantes progresistas desde Paraguay no es un dato menor acerca de la producción de imaginarios sociales: el migrante organizado y militante expresó el peligro de las ideas foráneas y representó los intereses amenazantes contra la hermandad nacional. Fue esa invocada amenaza la que justificaba el estado de sitio que asoló al Paraguay durante 35 años y que Stroessner legitimaba en 1961 al decir que se trababa de una medida de “salvaguardia de los intereses morales y materiales de la República, frente a la empecinada actitud de maleantes internacionales que han contratado los servicios de algunos malos paraguayos afectos a la línea política de Moscú, hoy trazada sobre el Caribe, para lanzarlos en una inútil tentativa de sangre contra nuestras poblaciones fronterizas, con la pretensión de interferir nuestra obra de progreso y anular los beneficios de nuestra paz (…) La opinión pública interna y americana está perfectamente informada del descubrimiento en la ciudad argentina de Corrientes de una escuela de bandoleros, con programas, reglamentos y técnica, netamente comunistas, en la cual seguían sus cursos forajidos de varias nacionalidades”.
Como muestra Telesca, en 1981 el dictador afirmaba en su discurso al Congreso Nacional: “Es indigna y vergonzosa la conducta de ciertos malos paraguayos que, sabedores de que jamás lograrán el voto de la ciudadanía porque persiguen planes antinacionales y antipopulares, van al exterior a buscar apoyo con difamaciones a su propia Patria. Así fueron, así son y así serán los legionarios: siempre en conjura contra los superiores intereses del pueblo paraguayo” (en ambas citas, el destacado es mío).
Esta construcción del migrante progresista como legionario, comunista y antipatria volvería a plantearse en 1992, ya caído el régimen, durante la Reforma de la Constitución Nacional. Entonces, el constituyente representante de la mayoría colorada en la Convención refirió a la traición a la patria de los exiliados que se armaron contra la dictadura de Stroessner. Estos eran expresión de las amenazas actuales del Paraguay y frente a las cuales se debía generar el cuerpo normativo que los excluyera de la ciudadanía. Así, la Constitución explicitó que quienes vivían fuera del país no debían acceder a los derechos electorales, a los derechos políticos.
Sin embargo, contra esa caracterización, muchas organizaciones de paraguayos en la Argentina –varias de las cuales se habían movilizado contra la dictadura durante los ’80 y habían sido centrales en las redes sociales de contención de los nuevos exiliados y en la denuncia acerca de la violación de los derechos humanos en Paraguay– denunciaron la producción de un nuevo exilio. Ahora, constitucional.
La demanda de acceso igualitario a derechos por parte de estos migrantes resultaba inaceptable para una construcción que los ha ubicado –si no a todos, a buena parte de ellos– como el antagonista de “los buenos paraguayos”.
Así como la dictadura stronista había sido sistemática en esa elaboración, la permanencia de su retórica en el campo político exhibe una de las tantas transiciones malogradas del sistema político paraguayo. Quizá parte de la historia de estos migrantes, desde la caída de la dictadura hasta 2008, sea la de su búsqueda frustrada por un tipo de institucionalidad y relacionamiento diferente al que históricamente el Estado les impuso.
Sobre democracia y migración paraguaya
Desde que se tiene registro de la presencia de paraguayos en la Argentina, se pueden encontrar organizaciones. Lamentablemente, la historiografía migratoria de este país ha sido monocorde o ha estado escasamente atenta a las dinámicas sociopolíticas y culturales de los inmigrantes regionales. Ello ha implicado un fuerte desconocimiento respecto de las heterogéneas prácticas y representaciones (culturales, políticas) que muchos paraguayos desarrollaron a lo largo de su derrotero en este país.
Aquí me detendré sólo en un aspecto de estos silencios: las disputas con el gobierno de origen como parte de la construcción de “comunidad” y de la politicidad inherente a ese colectivo.
Tras la guerra civil de 1947, que determinó el flujo poblacional más elevado de la historia del Paraguay hacia la Argentina, nacieron varios espacios de encuentro de paraguayos en nuestro país, no sólo “étnicos” sino también “políticos”. Su militancia contra las formas de desigualdad y persecución en el país de origen fueron centrales en la organización de sedes partidarias, en las vinculaciones con organismos de derechos humanos y con diversas organizaciones civiles y políticas del lugar de destino. Desde entonces, pero sobre todo después del golpe de Stroessner (1954), muchos paraguayos que viven fuera del país han militado no sólo contra el poder en Paraguay sino, simultáneamente, contra las formas de construcción que ese poder produjo sobre estos migrantes. Luchar contra los estigmas desde fuera del país –incluso tras la caída del dictador– ha sido un condicionante central de las luchas que estos espacios llevaron y llevan a cabo. De hecho, la Comisión de Verdad y Justicia del Paraguay, además de describir el exilio como una de las características emblemáticas de la dictadura stronista, ha referido a Buenos Aires como “la capital del exilio paraguayo” y ha resaltado su relevancia en la producción de discursividades antagónicas a las del poder paraguayo.
Recién con Fernando Lugo, en 2008, estas organizaciones lograron un tipo de relación con el Estado de origen diferente al que habían tenido a lo largo de toda su historia. Ya no eran malos paraguayos ni legionarios. Eran la consecuencia –denunciaba el entonces candidato Lugo– de la desigualdad y la violencia del Paraguay. Eran un drenaje causado por injusticias que el Estado debía reparar. Y este giro discursivo implicó un reconocimiento de una politicidad legítima que chocaba con la historia dominante del país.
Ello permite comprender una importante adhesión de muchos paraguayos migrantes (progresistas y no progresistas) con el depuesto presidente. Adhesión que se funda no tanto en la inventiva de Lugo sino en las históricas luchas que estos paraguayos llevaron a cabo como parte de su pelea contra la dominación oligárquica y chauvinista del Partido Colorado (lucha desconocida en la Argentina y lucha repudiada en Paraguay) y por su acceso a derechos.
En cierto modo, Lugo reivindicó aquello que la historia denostaba. Y ese giro es fundamental para analizar la implicación del planteo de Telesca acerca de la lucha por y en la historia.
Parte de ese giro fue el compromiso de Lugo por la enmienda del artículo de la Constitución que limitaba los derechos políticos de los paraguayos a la radicación dentro del territorio. La organización desde fuera del país y en redes sociales digitales, el limitado pero consecuente acompañamiento presidencial a favor de la enmienda, la militancia de los grupos de derechos humanos en Paraguay y fuera del país permitió que, en octubre de 2011, el referéndum modificatorio aprobara la enmienda constitucional.
La relación de Lugo con el Mercosur y con Unasur (aun con sus limitaciones), la firma de acuerdos y la promoción de políticas de vinculación entre el Estado y los migrantes, etc., constituyeron simbólicos e importantes pasos en el giro político del Estado para con sus migrantes. La designación del embajador paraguayo en la Argentina a propuesta de un conjunto de organizaciones progresistas de migrantes paraguayos es emblemática de una forma de relación que trastocó la historia del Paraguay y su caracterización de los que viven fuera del país. No es casual que la mayoría parlamentaria colorada y el sector conservador del Partido Liberal hayan sido refractarios a cada uno de estos cambios.
Cierre
La historia de los paraguayos en la Argentina no es la historia del exilio paraguayo, ni del progresismo paraguayo en dicho país. Pero exilio y progresismo forman parte de la historia de los paraguayos en la Argentina. Y sus identidades emergentes hablan de una relación antagónica respecto de las formas de estereotipación y deslegitimación que el Estado paraguayo ha producido desde el siglo XIX y, sobre todo, desde la dictadura de Stroessner. Ahí donde el Estado los caracterizó como “legionarios y comunistas”, estos se construyeron como “exiliados y democráticos”.
Desconsiderar esta tensión reduce el alcance de qué significa “ser paraguayo” para muchos de los que residen en la Argentina. Y limita la posibilidad de comprender por qué muchos paraguayos se manifestaron en las calles porteñas –y en otros lugares– contra el golpe de 2012.
La dimensión de sus movilizaciones (no por la cantidad de asistentes, sino más bien por su peso simbólico y las solidaridades que los acompañaron) permite identificar una politicidad que el campo de estudios en migraciones muchas veces ha desestimado en su caracterización de “los grupos migrantes”.
Además, permite reconocer el marco ideológico (en el) que los medios de comunicación y referentes conservadores del campo político local vuelven a instalar la figura de legionarios en sus discursos, portadas y editoriales. Un marco que regresa a cierta historia del Paraguay, a sus formas condenatorias sobre los migrantes, a su deslegitimación del sujeto político migrante y sus derechos.
Por otro lado, sería erróneo creer que las movilizaciones que se dieron en las calles porteñas (como en otros lugares) fueron expresión del tan mentado espontaneísmo contemporáneo. Más bien esas marchas se inscriben dentro del proceso de movilización que muchos paraguayos fueron produciendo como parte de su resistencia contra el régimen stronista y el coloradismo que pretendían naturalizar la expulsión de población como forma legítima de administración social.
Fueron esas históricas movilizaciones las que reivindicaron el acceso a derechos políticos de los migrantes, en 1992, mientras buscaban horadar la inercia de la des-ciudadanización histórica.
Pero ese reclamo era expresión de la construcción del sujeto político de esos derechos. Es decir, la reivindicación que estos paraguayos produjeron a lo largo de su lucha contra las formas excluyentes del Estado devienen, en el marco de la institucionalidad, demandas específicas por “derechos”. La historia de estos paraguayos es la historia del sujeto político. La demanda por derechos, una manifestación en ese proceso. La presidencia de Fernando Lugo, en esa dimensión, fue depositaria y vehículo de un momento histórico y político en la construcción del sujeto político.
Así como la historia del Paraguay fue la negación (o estigmatización) de la politicidad legítima de este sujeto, este no dejó de irrumpir en la esfera pública (incluso desde fuera del país). Se constituyó en una clave diferente a la que el poder le asignó.
En ese sentido, nada nuevo hubo bajo el sol de esas marchas. En todo caso, estas –en las calles, en las redes sociales, en los medios alternativos– expresan una historia que ha sido silenciada y que atraviesa el conjunto de resistencias que muchos paraguayos han desarrollado contra la violencia y el cercenamiento de derechos por parte del país de origen.
Esa historia sigue esperando, junto con otros textos, ser escrita como parte de la disputa contra el monocorde chauvinismo y anticomunismo que los nuevos usurpadores del poder en Paraguay han vuelto a imponer desde el 22 de junio de 2012.
Autorxs
Gerardo Halpern:
Investigador Adjunto del CONICET. Doctor de la UBA en Antropología y Lic. en Ciencias de la Comunicación – UBA. Investigador y miembro del Comité Académico del IIGG – FSOC – UBA. Docente universitario en grado y posgrado.