Las deudas de nuestra democracia con los pueblos indígenas

Las deudas de nuestra democracia con los pueblos indígenas

La Argentina no puede denominarse aún un Estado pluricultural, y está lejos de ser un Estado igualitario. Los pueblos indígenas siguen siendo marginales. El recurrente incumplimiento por parte del Estado de los derechos incorporados a la normativa vigente hace que el objetivo de la interculturalidad siga estando en un horizonte casi inaccesible. Es hora de abandonar las rémoras colonialistas y afianzar la autonomía y libre determinación de los pueblos.

| Por Silvina Ramírez |

Los más de treinta años de democracia ininterrumpida luego de la última dictadura militar no significaron una transformación radical de la relación traumática que se estableció –desde sus orígenes– entre el Estado y los pueblos indígenas. Contrariamente a lo que hubiera sido deseable y esperable, las estructuras coloniales, de subordinación y racismo se mantuvieron –con algunos retoques– intactas, y hasta la fecha sigue siendo muy difícil remover los obstáculos para que los pueblos indígenas se conviertan tanto en sujetos políticos como en sujetos de derechos.

Si bien recuperada la democracia, en 1985, se sanciona la ley 23.302 de Política Indígena (“Sobre Política Indígena y Apoyo a las Comunidades Aborígenes”) que tímidamente reconoce algunos derechos a los pueblos indígenas (creando una instancia estatal que se ocupa de los temas que les afecten, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas –INAI– pero colocándolo en la órbita del Ministerio de Desarrollo Social, lo que demuestra inequívocamente la concepción imperante, que en aquel entonces tenía mucho más que ver con la visión asistencialista, y de pobres carenciados de los indígenas, que como un asunto vinculado claramente con “derechos”. Visión que permanece hasta el presente, a pesar de que institucionalmente el INAI depende en el actual gobierno de la Secretaría de Derechos Humanos y pluralismo cultural bajo la órbita del Ministerio de Justicia), no es hasta la reforma constitucional de 1994 que los pueblos indígenas adquieren otra visibilidad, y que se incluye en la nueva carta constitucional un artículo que marcará todo el debate posterior, debate que sigue vigente hasta nuestros días.

Sin embargo, quiero insistir en la idea de que la política pública del Estado argentino hacia los pueblos indígenas evidencia una línea de continuidad –soslayando los avatares políticos, históricos, ideológicos– que se remonta a su nacimiento y que alcanza las acciones que despliega contemporáneamente. En otras palabras, ha existido –y existe– una política de Estado frente a las demandas de los pueblos indígenas. Con diferentes formas, ha sido refractaria al reconocimiento genuino de sus derechos, derechos no sólo expresados por la Constitución, sino receptados en instrumentos jurídicos internacionales, como el Convenio 169 de la OIT y la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los pueblos indígenas, ambos instrumentos, ratificado uno y suscripta la otra, que se encuentran vigentes en nuestro país.

Frente a este estado de situación, existe lo que ha sido dado en llamar “la brecha de implementación”. Un conjunto de derechos que se encuentran incorporados al material normativo existente y vigente en la Argentina, y un recurrente incumplimiento por parte del Estado. Este incumplimiento se traduce en ignorancia de los derechos, en desconocimiento, y llega a tornarse en un accionar violento cuando se criminaliza a los pueblos indígenas, ya sea generando enfrentamientos directos con las fuerzas de seguridad, ya sea promoviendo acciones judiciales contra miembros de las comunidades, las que generan también otro tipo de violencia.

Es difícil no abordar el tema de las deudas pendientes del Estado a la manera de un listado que atraviesa cada uno de los derechos contemplados en el material normativo señalado. No obstante, sí es posible concentrar las ausencias en las principales reivindicaciones y demandas de los pueblos indígenas hasta el presente, que son comunes en toda América latina. Estas demandas se focalizan en los derechos territoriales, lo que genera múltiples conflictos que se van agudizando con el paso del tiempo, debido a la conciencia por parte de los pueblos indígenas de los derechos incumplidos, y a la resistencia del Estado de pergeñar políticas que apunten a un horizonte de cumplimiento.

En la reforma constitucional de 1994 ya mencionada, pero a la que es menester retornar por su importancia, se incorpora el artículo 75 inc. 17, el que reconoce un conjunto de derechos. Más allá de los aspectos críticos que van desde su cuestionable ubicación en el texto constitucional, su deficiente técnica legislativa, hasta los problemas de interpretación constitucional que genera, lo cierto es que avanza sobre las anacrónicas fórmulas constitucionales existentes hasta aquel momento, empezando por reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas.

Este reconocimiento se suma a los derechos que establece, tales como contar con personería jurídica, educación bilingüe e intercultural y el respeto a su identidad. Sin embargo, es el derecho a la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan, junto con el derecho a la participación en la gestión de los recursos naturales, lo que constituye la clave para entender los fuertes reclamos indígenas y la actitud negativa del Estado de honrar esos derechos incorporados a la carta constitucional.

Frente a los derechos territoriales y los cada vez más frecuentes conflictos que se suscitan entre comunidades indígenas, particulares y el Estado, en 2006 se sancionó la ley 26.160 que declaró la Emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias del país, por el término de cuatro años, suspendiendo los desalojos por el plazo de la emergencia y disponiendo la realización de un relevamiento técnico-jurídico-catastral cuya autoridad de aplicación es el INAI. Esto se realiza a su vez en cumplimiento de lo dispuesto en los instrumentos internacionales de mención y en las sentencias que ya en ese momento habían surgido del seno de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, estableciendo la obligación del Estado de demarcar los territorios indígenas.

A pesar de la relevancia de esta ley y del impacto que hubiera tenido una pronta ejecución, y a pesar también de que la misma contaba con presupuesto asignado para realizar un trabajo complejo, que requería de personal experto y de un tiempo considerable para realizar un relevamiento con participación de los pueblos indígenas, tal como lo estableció su reglamentación, fue necesario conceder prórrogas debido al escaso avance que no permitió cumplir en los plazos establecidos con la tarea asignada.

Así, la ley 26.160 fue prorrogada a través de la ley 26.554/2009 y la ley 26.894/2013, esta última con plazo vigente hasta noviembre de 2017. Lamentablemente, el golpe de efecto que produjo en su momento no solo se diluyó por el paso del tiempo, sino que ha perdido credibilidad. La tarea desarrollada hasta el presente no satisfizo las expectativas, los resultados del relevamiento –a casi una década de su inicio– no han sido significativos, y algunas demarcaciones en casos paradigmáticos (como lo fue en la comunidad qom Potae Napocna Novogoh en la provincia de Formosa) han sido duramente cuestionadas por los mismos afectados. De esa manera, la evaluación del relevamiento es negativa, y es incierto el rol que puede jugar en el futuro para garantizar la propiedad comunitaria indígena y, en definitiva, si existe eso que llamamos “voluntad política” para llevarla adelante.

En el año 2010 se firmó el decreto 700/2010 que crea la Comisión de Análisis e instrumentación de la propiedad comunitaria indígena. Sin embargo, esta comisión no solo no avanzó en su cometido sino que perdió su horizonte cuando se introdujo en la agenda pública en 2012 la discusión sobre el proyecto de unificación del código civil y comercial, proyecto que finalmente se sancionó en 2014. El proyecto incorporaba un título sobre la propiedad comunitaria indígena que era profundamente regresivo con respecto a lo contemplado en el Convenio 169 de la OIT y la Declaración de Naciones Unidas sobre derechos de los pueblos indígenas. Pero, principalmente, demostraba hasta qué punto existe en la comunidad jurídica una falta de comprensión conceptual de lo que debe entenderse por propiedad comunitaria indígena. Partiendo de equívocos es muy difícil desarrollar una política pública que garantice el cumplimiento de derechos.

Es así que, sin lugar a dudas, la primera deuda histórica pendiente del Estado argentino frente a los pueblos indígenas es generar las herramientas para el goce efectivo de la propiedad comunitaria indígena. Asimismo, y como un complemento insoslayable de este derecho, debe garantizar también el respeto al goce de los así llamados recursos naturales. La vulneración de estos mediante las actividades extractivas está provocando en la actualidad un segundo despojo de lo que el mismo Estado les ha reconocido, comparable a aquel producido en la conquista. La tala de montes para la ampliación de la frontera agropecuaria o para otros fines como pasteras, la explotación de petróleo, la megaminería a cielo abierto, entre otras, provocan profundos cambios en el hábitat, lo que genera un alto impacto en los territorios indígenas. En muchos casos, un territorio que difícilmente pueda ser recuperado, lo que genera situaciones de indefensión, alta vulnerabilidad, y violación de sus derechos por parte del propio Estado que debiera protegerlos.

Por otra parte, de la mano del reconocimiento/desconocimiento de los derechos territoriales de los pueblos indígenas, el Estado argentino no ha arbitrado los medios para respetar un derecho medular, contemplado en el Convenio 169 de la OIT, el derecho a la consulta y el consentimiento previo, libre e informado. Este derecho tiene una característica particular, se presenta como un derecho de doble faz. Es instrumental porque permite –a través de su respeto– gozar de un abanico de derechos; es sustantivo porque su concreción posiciona a los pueblos indígenas en un estatus político importante, convirtiéndolos en interlocutores del Estado y respetando su derecho a la libre determinación y a su autonomía.

La consulta en la Argentina es prácticamente inexistente (salvo algunas experiencias interesantes que merecen la pena ser destacadas, como el protocolo de consulta elaborado por las comunidades en las Salinas Grandes sobre la explotación del litio, en las provincias de Salta y Jujuy, al que llamaron “Kachi Yupi”, huellas de sal). Ya sea argumentando dificultades en su instrumentación, ya sea alegando la inexistencia de legislación secundaria, lo cierto es que los Estados provinciales y el Estado nacional permanentemente dan la espalda a este derecho ya consagrado.

No es exagerado afirmar entonces que otra de las grandes deudas del Estado argentino es la falta de desarrollo del derecho a la consulta. La participación no se agota en la consulta, y ciertamente se han instrumentado desde el Estado algunos mecanismos, como la creación de los Consejos de Participación Indígena (CPI) para incentivar la presencia de comunidades y pueblos indígenas en diferentes instancias. No obstante, si bien los miembros de los pueblos indígenas comparten con los no indígenas los mecanismos de participación que se diseñan en democracias que pretenden ser cada vez más dialógicas e inclusivas, lo cierto es que el derecho a la consulta está pensado solo para y dirigido a comunidades y pueblos indígenas.

Existen, desde su inclusión en el Convenio 169, amplios debates en América latina alrededor del derecho a la consulta. Existe, asimismo, acuerdo acerca de los caracteres básicos que debe reunir la consulta (ser realizada de buena fe, con información suficiente, en idioma indígena, adecuándose a los tiempos de los pueblos indígenas, culturalmente adecuada, que su horizonte sea el consenso, su carácter previo a cualquier decisión que se tome, etc.). Sin embargo, falta aún un desarrollo legislativo que permita diseñar el mecanismo que impida que el derecho se vuelva abstracto o de imposible cumplimiento.

El Estado argentino es reticente a desplegar las acciones necesarias para transitar un camino que apueste por un genuino diálogo intercultural. Hace quince años que entró en vigencia en el país el Convenio 169 de la OIT y con este, la obligación del Estado de llevar adelante procesos de consulta. Hace quince años que el Estado incumple este derecho, y a pesar de que en el Parlamento existen proyectos de legislación que lo regulan, y otras experiencias como las mencionadas que intentan bajarlo a tierra, la realidad hoy es la ausencia en el escenario político de acciones tendientes a respetarlo.

Por otra parte, y entre las deudas pendientes más notables, se destaca la falta de reconocimiento de la libre determinación y autonomía, esta última como expresión de la libre determinación, tal como lo contempla la Declaración de Naciones Unidas sobre derechos de los pueblos indígenas. En su momento, y a partir del reconocimiento constitucional de la personería jurídica de sus comunidades, se abrió la puerta a que cada una de ellas pueda decidir su organización interna, encontrando un canal de comunicación con el Estado, que otorgaba la personería con carácter declarativo y no constitutivo.

En la práctica este derecho se distorsionó gravemente. No sólo que dado el carácter federal de nuestro Estado, las provincias gozan de autonomía y como tales pueden conceder (o negar) la personería, como también es facultativo del Estado nacional, lo que genera un sinnúmero de inconvenientes cuando una personería es concedida en una jurisdicción (y negada en la otra), o cuando se conceden las diferentes personerías jurídicas –provincial y nacional– a diferentes autoridades indígenas.

La personería jurídica se ha convertido en un arma para el Estado a la hora de “disciplinar” a las comunidades indígenas. Como esta es necesaria para gozar de determinados beneficios, litigar colectivamente, solicitar subsidios, etc., la no concesión significa en muchos casos la no existencia, volviendo a un aspecto que específicamente se había descartado: su carácter constitutivo. En definitiva, lo que hace posible la subordinación de las comunidades al Estado de una manera inadmisible.

Por ello, en el listado de deudas pendientes debe consignarse la tergiversación de la personería jurídica que trae aparejada falta de respeto a la autonomía y a la libre determinación. Está claro que el Estado debe contar con un registro de comunidades a la hora de poder diseñar políticas públicas tendientes a mejorar su calidad de vida, cumpliendo con los derechos reconocidos. Pero esto no debe significar imposición de formas organizativas que le son ajenas, ni utilizarla arbitrariamente. La personería jurídica, entonces, ha contribuido a gestar un relacionamiento con el Estado que dista de enmarcarse en un diálogo intercultural.

Lo que aquí señalo como “deudas” son solo ejemplificativas, y desde mi perspectiva las más significativas. No obstante, existen otras muchas ausencias, carencias y desconocimientos en el plano de las políticas públicas, relacionadas con la salud, la educación, el patrimonio cultural, el reconocimiento de la lengua, que exceden este artículo y que también deben ser tenidas en cuenta a la hora de diseñar políticas integrales, que generen situaciones de igualdad y Estados mucho más inclusivos.

En la Argentina, los avances en la protección de los derechos indígenas han sido más relevantes en el plano normativo que en el de la praxis. Con el regreso de la democracia se promulgó la ley 23.302 en 1985, y como un nodo en la matriz estatal, el reconocimiento constitucional de 1994. Si bien existe un avance del movimiento indígena y la lucha por sus derechos basado en su mayor concientización, las instancias estatales en la actualidad –en mayor medida en el INAI, por ser el órgano específico– son un símbolo de las dificultades de convivencia de los aparatos gubernamentales con los pueblos indígenas.

Respecto de los avances en estos años de consolidación democrática, los derechos indígenas están mucho más instalados en el contexto nacional, el movimiento indígena se encuentra más organizado y algunos operadores judiciales conocen los debates alrededor de los derechos colectivos de los pueblos indígenas. También las organizaciones indígenas cumplen un rol fundamental al convertirse en un interlocutor más calificado para negociar con el Estado.

Con respecto a los retrocesos, las contramarchas han sido caracterizadas por un imaginario colectivo que rechaza la misma existencia de los pueblos indígenas, y un Estado que sigue discriminando, aprobando leyes que recurrentemente desconoce. Los territorios indígenas y sus riquezas naturales se han convertido en un nuevo motivo de disputa. La “guerra silenciosa” librada desde la conquista va tomando nuevas formas. Un modelo de desarrollo basado en la renta que proporcionan estas riquezas se va afianzando en todo el continente, un modelo que es incompatible con los derechos de los pueblos indígenas.

El Estado enfrenta un dilema genuino. Abandonar las rémoras colonialistas y afianzar la autonomía y libre determinación de los pueblos, o profundizar las desigualdades, continuando con el despojo al que históricamente han sido sometidos. Es difícil predecir cuáles serán los modos de pagar estas deudas, y mucho menos aún saber si los gobiernos estarán dispuestos. Lo que queda claro, lo que al menos se pretende sostener en estas pocas páginas, es que la Argentina no puede denominarse aún un Estado pluricultural, que está lejos de ser un Estado igualitario, y que los pueblos indígenas siguen siendo marginales. Lejos están de ser considerados sujetos políticos. La interculturalidad sigue estando en el horizonte, lejana, a veces inaccesible pero no imposible.

Autorxs


Silvina Ramírez:

Doctora en Derecho de la UBA. GAJAT / CEPPAS (Grupo de Acceso Jurídico a la Tierra del Centro de Políticas Públicas para el Socialismo).