La promoción de la lectura

La promoción de la lectura

Las dificultades económicas son la principal causa de no lectura entre los sectores de menores recursos. Para mejorar estos índices es necesario diversificar al máximo los lugares, momentos y formas del encuentro con el libro. ¿Cómo mejorar esta experiencia des-alienante, singularizante, creadora de autonomía?

| Por Florencia Abbate |

Los promotores y los discursos

Tres problemas iniciales en relación con la promoción de la lectura son la falta de estudios, la polisemia de la palabra “lectura” y la diversidad de sujetos que involucra.

La reciente publicación de Basta de anécdotas. Bases para la sistematización de políticas públicas de promoción de la lectura (una compilación de los trabajos presentados en un seminario organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación en 2012) resulta un buen termómetro de lo primero. Ya desde su título, el libro pone de relieve un problema: a menudo los textos sobre el tema se limitan al relato de “anécdotas”, permaneciendo en un nivel donde predomina la emotividad del testimonio personal. En ese sentido, sería deseable apuntar a producir un mayor caudal de conocimiento que pueda considerarse en el diseño y la implementación de futuras políticas, fomentando la investigación y la rigurosidad y profundidad de los análisis, de modo tal de generar una mayor autoconciencia de las prácticas de promoción de la lectura.

Por otra parte, una de las dificultades que encuentran los discursos en este campo es el carácter mismo que asume el término “lectura”. Generalmente, se toma como un hecho autoevidente que la lectura es en sí misma positiva, y se supone que el término designa una realidad bien definida, que ya sabemos que es “buena” y simplemente merece ser promovida. Ese valor atribuido de antemano a la lectura como tal, resulta sin embargo un obstáculo a la tarea de indagar el funcionamiento de las cosas. Por ello, merece insistirse en que la lectura no es un valor abstracto sino una práctica. No es una virtud ni un ideal sino un ejercicio y un hábito.

Por último, la noción de “promoción de la lectura” tiene la particularidad de que tiende a encuadrar las acciones de una multiplicidad de actores de diferente envergadura y con diferentes objetivos (ministerios de educación, secretarías de cultura, ONGs, cámaras del libro, editoriales, colectivos ciudadanos, docentes, bibliotecas, etc.) A la vez, las acciones se orientan hacia una multiplicidad de receptores; cada acción se realiza en un contexto específico, y ello implica el desafío de contar con diferentes estrategias de promoción de la lectura en función de la especificidad del espacio en que se apliquen. Si enfocamos la promoción de la lectura en su dimensión performativa, la diversidad de actores y receptores, y por ende de las prácticas mismas, es un rasgo constitutivo de este campo en el cual entran en juego fuertemente las políticas de organismos del Estado, pero también indispensables iniciativas de la sociedad civil y de entidades empresariales. Así, no se trataría de partir de una única concepción bien establecida de lo que es la lectura y su promoción, sino más bien de que los promotores puedan aprender unos de otros qué es lo que también podría ser la promoción de la lectura y la lectura misma, y se sientan comprometidos en una empresa de dilucidación colectiva de lo que hacen juntos, de lo que los diferencia y de lo que los une.

A veces los discursos en torno a la lectura se concentran en declaraciones lindas, políticamente correctas pero que en poco o nada inciden en la formación de lectores. Para amplios sectores de la población aún el libro es un objeto ajeno en doble sentido: primero no es un artículo de primera necesidad, nadie cree requerir un libro para sobrevivir; y segundo porque a menudo no se sabe cómo usar el libro. Parece difícil estimular a leer a esos sectores, y los estereotipos sobre el valor de la lectura tampoco ayudan a hacerlo. De los distintos lugares comunes que circulan (por ejemplo, que la lectura es una herramienta para “educarse” e insertarse satisfactoriamente en el mercado de trabajo, acceder a mejores oportunidades laborales o estatus cultural; o bien que leer nos haría mejores personas, seres más sensibles y más solidarios con el prójimo) existe uno que es aquel que defienden aquellos que se oponen a adjudicarle a la lectura de libros cualquier tipo de fin utilitario. Esta última perspectiva sostiene que la lectura es simplemente un placer, un goce, un vicio inútil, un acto de libertad irreductible. De ella se hacen eco promotores como Daniel Pennac cuando afirma que “el verbo leer no soporta el imperativo”. Frente a las otras, esta última visión tiene al menos la virtud de que capta mejor el funcionamiento de la lectura como práctica: las personas que leen libros no lo hacen pensando en el “rédito”, simplemente lo disfrutan. La segunda ventaja que presenta es que despierta más ganas de leer.

Por ello, es importante reflexionar sobre cómo formar, capacitar y seleccionar promotores de la lectura. Es claro. A los chicos no les gusta el fútbol porque les “aporta” algo. Les gusta porque han crecido en el hábito de ver los partidos los domingos, porque han jugado con sus pares, quizá porque sus padres los han llevado a la cancha o porque los han visto gritar de alegría ante un gol de su equipo o incluso llorar ante un descenso. En conclusión: los mejores promotores son aquellos que consiguen, a través de sus prácticas, transmitir y contagiar la pasión por los libros.

Los excluidos

Un gran paso adelante ha sido la realización de la Encuesta Nacional de Hábitos de Lectura 2011. Los datos nos permiten ser bastante optimistas, aunque es preciso tener en cuenta que se ha tomado el término “lectura” en un sentido amplio; no se trata únicamente de la lectura de libros sino también de diarios, revistas, textos en pantalla y mails (y no es lo mismo leer mails que leer libros). A partir de esta encuesta, resulta una conclusión inobjetable que la Argentina tiene excelentes índices de hábitos lectores en los sectores medios y altos. Sin embargo, la lectura de libros cae mucho en los sectores de menores recursos, y también en los mayores de 60 años. Las dificultades económicas son la principal respuesta que se da como causa de no lectura. La mayoría de la población que no lee aduce factores económicos, y otro porcentaje alto –tanto entre los mayores de 60 como en los sectores bajos– aduce además problemas de la vista y falta de anteojos, y responde que el hecho de que le solucionaran esos problemas sería un incentivo para leer. Esto es: los excluidos del “derecho a la lectura” aducen razones prácticas, materiales.

El sociólogo francés Michel Peroni relata un episodio acontecido en el medio carcelario en Caracas: “Desde hace muchos años se organizan talleres de lectura que les permiten a los internos, entre otras cosas, llevar consigo libros a la celda. Una noche, un joven que participaba de esos talleres se fugó y se dieron cuenta que ¡se había llevado su libro!”. En este caso, la anécdota sí puede ser la base para una reflexión fructífera. Para cada lector de libros, convertirse en lector es siempre una conquista personal. El misterio de la lectura es que pueden enseñárnosla pero en el fondo permanece un núcleo intransitivo. Por más que exista un mediador, la aventura de entregarse a un libro pertenece al sujeto y se condice con nociones como “apropiación” y “agenciamiento”.

Peroni se refiere a los posibles “efectos emancipadores” del libro. Y una auspiciosa conclusión que arrojan numerosas experiencias es que aquellos que se convierten en lectores pueden ser luego excelentes promotores de la lectura entre los suyos. Un ejemplo local es el caso de César González, quien tiene a su cargo talleres de lectura en su barrio, la villa Carlos Gardel: “En una villa un chico a los 6 o 7 años ya incorpora en su mente lo que es un arma, ya sabe lo que es la droga; uno se cría de una manera distinta”, sostiene. González descubrió la lectura en la cárcel, gracias a alguien que iba a darles un taller y les acercaba libros, se refundó a sí mismo: “Con un libro lo que cambia es el territorio imaginativo, lo que cambia es tu cabeza: entra otro plano existencial. Yo sabía que tarde o temprano la cárcel se iba a terminar. Y los libros me abrían la posibilidad de algo nuevo a futuro. Lo que los libros me dieron fue una emancipación espiritual. Cambió mi percepción de mi lugar en la sociedad, en mi familia, en el barrio, en el mundo”.

La lectura nos ayuda a ser un poco más sujetos de nuestra propia vida. Y de ahí que su promoción nunca debiera renunciar a promover también, en última instancia, este tipo de experiencia des-alienante, singularizante, creadora de autonomía (“emancipadora”, como la llama Peroni). En especial, sería deseable promoverla con mayor intensidad en contextos donde los sujetos tienden a ser concebidos más bien como objetos de discursos represivos o paternalistas. Por otra parte, González da una prueba de que una persona quizá no sea la misma si ha tenido la posibilidad de encontrarse con los libros, y desnuda la injusticia para aquellos a quienes no les ha sido dada esa posibilidad. La gratitud de los internos del módulo 3 del penal de Ezeiza frente a una donación de 200 libros que recibieron a partir de la iniciativa de los docentes del Taller de Periodismo y la colaboración material de editoriales y donantes anónimos, registrada por el periódico Tiempo Argentino el 11 de agosto pasado, es otra pequeña prueba de lo importante que es la diseminación de todo tipo de práctica que apunte a ofrecerles a los sectores excluidos accesibilidad, disponibilidad y variedad de materiales para leer.

En esa línea, sería beneficioso diversificar al máximo los lugares, momentos y formas del encuentro con el libro (salas de espera, hospitales, hospicios, prisiones, bares, villas, medios de transporte) y agudizar la creatividad para que todos los canales existentes amplíen su alcance. No se puede pensar en la democratización de la lectura sin pensar en cuáles son las formas de circulación de los libros y en quiénes quedan excluidos de su camino. Los resultados de la Encuesta Nacional de Lectura indican que la compra es la principal forma de acceso a los libros, con 46% de las respuestas; 20% fue “a través del préstamo de amigos o familiares”; 18% “regalados” y 10% “prestados de una biblioteca o sala de lectura”. A nivel de las acciones estatales, habría que aspirar a que la primera respuesta disminuya y ascienda la última.

La escuela y la biblioteca

La especialista brasileña Eliana Yunes sostiene que la práctica de leer, en términos de una comunidad o sociedad, debe ser reconocida como “una actividad que precede a la mayoría de las conquistas sociales de sus integrantes”, como el “recurso que permite obtener la información sin depender mucho de intermediarios e intérpretes, que ubica a cada uno frente a una serie de posibilidades, que ofrece opciones para hacerse un poco menos autómata y más responsable por sus deseos y actitudes”.

Esta valoración se apoya, por supuesto, en una concepción política. Después de todo, “no es autoevidente que la lectura sea un derecho. Un derecho es siempre una postulación política”, dice Eduardo Rinesi, y al igual que el derecho a la educación superior, el llamado “derecho a la lectura” formaría parte de “lo mejor de los sueños emancipatorios de lo que llamamos razón ilustrada”.

Desde esta perspectiva, el Estado democrático debería asumir un papel muy activo en el mejoramiento de la comprensión lectora. El período escolar, primario y secundario, es la etapa crucial para la adquisición de hábitos lectores y escriturarios. Si consideramos la tradición democratizadora que la escuela pública tiene en la Argentina, habría que insistir en que la formación del estudiante como lector crítico debe allí ser concebida como un objetivo institucional en sí mismo.

En esa línea está el desafío de fomentar investigaciones y relevamientos que permitan generar hipótesis orientadas a la revisión de la política educativa de los contenidos curriculares y de las estrategias y técnicas didáctico-pedagógicas utilizadas para la enseñanza de la literatura.

Una interesante investigación de Martina López Casanova, a partir de un relevamiento en secundarios de la ciudad de Buenos Aires, concluye que en la mayoría de los colegios las representaciones de la literatura y de su función educativa no pasan por el valor del trabajo con el lenguaje ni el valor estético (con la sola excepción del Colegio Nacional Buenos Aires y algún otro) y tampoco por aquellas que propiciaba el modelo educativo liberal que, desde fines del siglo XIX y hasta pasada la primera mitad del XX, apuntaba a la formación del ciudadano. Sostiene que esas representaciones parecen orientarse hoy hacia una lectura que combina rasgos residuales de una estética romántica del autor y de la obra aislada del contexto, con una suposición “de mensaje moral semejante a la que prescribe el denominado género de autoayuda”. Y agrega: “En relación con este último, no sólo se verifica la ampliación del canon escolar a autores como Paulo Coelho y Jorge Bucay, sino que parecería que el modo de abordar otros textos (incluso los del canon clásico) compartiera su esquema de lectura”. Según la autora, en el caso de los encuestados –docentes o futuros docentes de literatura– el rechazo por lo “difícil” aparece como un principio pedagógico de sus prácticas de enseñanza. El diagnóstico resulta preocupante.

El resultado de la elección de propiciar desde la escuela pública la lectura puramente temática y fácil, y el consecuente rechazo de los textos de difícil acceso por cuestiones formales, es que en su pobreza formativa la escuela, en lugar de igualar, no hará más que ahondar desigualdades (más conveniente sería pensar, como Lezama Lima, que “sólo lo difícil es estimulante”). Por ello, a nivel federal, resultaría crucial mejorar el nivel de los profesorados; concentrarse en la formación de los docentes.

Por otra parte, los estudios demuestran que a los fines de desarrollar el hábito de leer en la escuela es propicio construir un espacio dedicado a la lectura que no esté vinculado al deber ni a la calificación. En relación a los efectos en la comprensión lectora, en algunos países ha dado muy buenos resultados el llamado “Programa de Lectura Silenciosa Sostenida”, que consiste en complementar los programas de enseñanza regular de las escuelas con 20 minutos diarios donde todos se reúnen a leer en silencio. Para ese rato compartido, cada alumno y cada docente eligen libremente lo que quieren leer. El programa apunta a consolidar la alianza entre lectura y placer, y también a familiarizar a la comunidad educativa con el uso de la biblioteca. Para algunos alumnos, la biblioteca escolar es la única ocasión de encuentro con la experiencia cultural de leer en y con una biblioteca.

Dado que las bibliotecas escolares son una pieza básica en el desarrollo educativo y cultural, es preciso que su planificación, puesta en marcha y gestión estén sujetas a parámetros de tipo profesional. Una experiencia que podría convertirse en modelo es el Programa de Bibliotecas Escolares de Bogotá, orientado a generar bibliotecas escolares activas, de las que se haga un uso asiduo y cuyos programas y servicios –hechos a la medida de las necesidades de la escuela– estén articulados al quehacer pedagógico y contribuyan a su desarrollo. Desde allí se realizan procesos de articulación con las distintas áreas del conocimiento a través de propuestas para la construcción de proyectos transdisciplinarios, evidenciando la lectura crítica y la escritura argumentativa como eje de las diferentes disciplinas. Además, las bibliotecas escolares ofrecen servicios bibliotecarios y acceso a recursos bibliográficos de excelente calidad para toda la comunidad, están altamente informatizadas y funcionan en red.

Por último, cabe mencionar que en la Argentina, las compras del Estado para las bibliotecas –tanto escolares como populares– han mejorado muchísimo en los últimos años (tanto por su caudal como por los criterios implementados en las políticas para llevarlas a cabo, desde organismos como el Ministerio de Educación y CONABIP). De todos modos, falta consolidar aún más el criterio de que la selección de títulos se oriente a incentivar la transmisión de cultura y no, como a veces ocurre, conformarse con la lógica de los best-seller ofrecidos por grandes grupos editoriales. Por ello, sería deseable establecer un piso mínimo para las editoriales nacionales en todas las compras de libros realizadas con fondos públicos, dado que las mismas pueden ser un instrumento dinamizador de las buenas ediciones locales, considerando la fuerte concentración extranjera del mercado del libro de lengua española y la importancia de contar con una sólida industria nacional cuando se trata de bienes culturales.

Autorxs


Florencia Abbate:

Escritora. Doctora en Letras (UBA). Investigadora de CONICET.