La Justicia y el Consejo de la Magistratura

La Justicia y el Consejo de la Magistratura

La creación del organismo, a partir de lo establecido en la reforma constitucional de 1994, representó un intento de avanzar en la democratización del Poder Judicial. Sin embargo, diversos factores obstaculizan su buen funcionamiento. Entre ellos: acuerdos políticos, debilidades institucionales, resistencias internas, compromisos personales y el espíritu corporativo de algunos involucrados.

| Por Beinusz Szmukler |

La convivencia en sociedad requiere la aceptación por la mayoría de sus miembros de valores comunes, que se encuentran consagrados en la Constitución. Su efectivización depende, en cada momento, de la correlación de fuerzas entre las clases y sectores sociales, y sus expresiones políticas, que influyen decisivamente en el dictado de las leyes, y luego en la interpretación de las mismas por los jueces, conforme al antiguo adagio según el cual “la ley es lo que los jueces dicen que es”.

La principal fuente de nuestra Constitución histórica fue la de los Estados Unidos, cuyos padres fundadores (Alexander Hamilton y James Madison), en la Convención Constituyente, definieron al Poder Judicial como “contramayoritario” para preservar los intereses de los grandes propietarios respecto de las mayorías “que podían actuar con desmesura e imprudencia”, seducidas por “demagogos y politiqueros”, instalando “la tiranía más opresiva”. Para ponerse a salvo de esos peligros, les otorgó a los jueces –“sus jueces”– carácter vitalicio y el control de constitucionalidad de las leyes y actos gubernamentales. El Poder Judicial pasaba a ser la última garantía de mantenimiento del sistema.

Nuestra Constitución de 1853/60 estructuró el Poder Judicial sobre las mismas bases, integrándolo con los parientes de buen nivel educativo, pero de menores recursos económicos, de la oligarquía y la alta burguesía, convencidos de la justicia de la elite. Recién 90 años después, con la aparición del peronismo, varió lenta y parcialmente su composición, con el ingreso de hijos de la clase media y de trabajadores, que tuvieron la posibilidad de acceder a la universidad. El juicio político de 1946/47, que removió a los miembros de la Corte Suprema, fue la respuesta del presidente Juan Domingo Perón a las trabas que oponían a una política social inclusiva, indispensable para el desarrollo económico del país. Los golpes cívico-militares posteriores removieron gran parte de los jueces del peronismo, con el retorno de los viejos apellidos. El presidente Raúl Alfonsín facilitó el acceso de un cierto número de jueces de convicciones democráticas y progresistas, pero no pudo cumplir su compromiso de depurar el Poder Judicial de jueces implicados con la dictadura cívico-militar genocida, lo cual permitió que una parte siguiera en el cargo por largo tiempo, incluso promovidos, como Lona, de Salta, y Romano, Miret, Petra Recabarren y Carrizo, de Mendoza, cuyo enjuiciamiento acaba de finalizar, con una condena a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad, en el marco de un genocidio.

Los jueces federales siempre fueron un botín reservado al acuerdo entre el Presidente de la República y los gobernadores provinciales, en gran parte verdaderos señores feudales, representados formalmente en el Senado.

La reforma constitucional de 1994, en uno de sus aspectos más positivos, creó el Consejo de la Magistratura (art. 114), al que asignó la selección de magistrados inferiores a la Corte Suprema, mediante concursos públicos de antecedentes y oposición, y la elevación al Poder Ejecutivo de ternas, de las que el Presidente elige a quienes pedirá el acuerdo del Senado. Además, le atribuyó varias competencias que estaban en cabeza de la Corte: la disciplina respecto de los jueces, la administración de los recursos del Poder Judicial, el dictado de los reglamentos para asegurar la independencia de los jueces y el funcionamiento de la administración de justicia y la acusación de jueces pasibles de remoción por juicio político ante un Jurado de Enjuiciamiento que instituyó (art. 115), prerrogativa que la Cámara de Diputados y el Senado conservan respecto de los integrantes de la Corte Suprema, que además administra su propio presupuesto y designa sus funcionarios y empleados.

El Consejo, que había comenzado a funcionar a fines de 1998, estaba dando sus primeros pasos cuando el presidente Néstor Kirchner, en respuesta a una movilización social masiva, sin precedentes, decidió promover el enjuiciamiento político de los integrantes de la mayoría automática de la Corte Suprema del menemismo y, por el decreto 222/2003, el sometimiento a la consulta pública de los nuevos candidatos a jueces de todas las instancias. Debilidades, errores y deplorables compromisos políticos posteriores explican que, habiéndose renovado durante los mandatos de Néstor y Cristina Kirchner más de la mitad de los jueces de los fueros federales en los que se suscitan los juicios de mayor significación política, nunca un gobierno tuvo tantos fallos en contra. No obstante, hubo una interesante –aunque minoritaria– incorporación de jueces, fiscales y defensores públicos comprometidos con los principios sustanciales de los derechos consagrados en la Constitución nacional y los pactos internacionales incorporados en su art. 75, inc. 22.

Uno de los objetivos de la creación del Consejo de la Magistratura fue liberar a la Corte Suprema de Justicia de la Nación (en adelante, CSJN) de tareas que la distraen de su magna función de máxima instancia jurisdiccional, teóricamente garantizadora de los derechos y garantías de todos los habitantes del país.

Sin embargo, desde el inicio la CSJN mostró resistencia a la transferencia de funciones ordenada por la reforma, especialmente en lo referente a la administración de los recursos, la designación de personal y el traspaso de dependencias. Lejos de moderarse, la preeminencia y la absorción de potestades propias del Consejo por parte de la CSJN se intensificó bajo la potente conducción del Dr. Ricardo Lorenzetti, facilitada por el desinterés de los demás miembros del Alto Tribunal en las cuestiones administrativas, protocolares y/o de relaciones externas, y por la endeblez de los integrantes del Consejo, más preocupados por mantener una buena relación con la cúpula del Poder Judicial ante el que tendrán que actuar profesionalmente al concluir su limitado mandato de cuatro años, que en resguardar las potestades del organismo que conducen.

En mayo de 2004, el presidente Kirchner envió al Parlamento un proyecto (Mensaje 646) que instituía un número menor de miembros del Consejo (doce) que el vigente, entonces de veinte, pero, respetando el equilibrio que ordena la Carta Magna, fijaba la representación paritaria de políticos, jueces y abogados (tres cada sector) e incluía un representante del Ejecutivo y dos académicos. Recogiendo la experiencia funcional, establecía la participación en el Consejo de representantes del Congreso nacional, no legisladores, elegidos por una mayoría especial entre “juristas de reconocido prestigio y con especial dedicación en la materia judicial”, sometidos previamente a la consulta “a organizaciones de relevancia en el ámbito judicial, profesional, académico y de los derechos humanos”. El proyecto, tal vez opinable en aspectos puntuales, estaba en línea con las políticas orientadas a la independencia del Poder Judicial, la transparencia en sus procedimientos y su indispensable relegitimación a los ojos de una sociedad harta de injusticia y corrupción. Ese proyecto inatacable constitucionalmente y progresista desde el punto de vista político, no fue tratado, y nadie lo recuerda.

La reforma de la ley del 2006, todavía vigente, impulsada por la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner, en lo único que se le asemeja es en el número de consejeros, reducido a 13, y en la exclusión del presidente de la Corte. En cambio, incrementó el peso en las decisiones de los legisladores, el representante del Poder Ejecutivo y de los jueces, en detrimento de la representación de la abogacía y de los académicos.

En abril de 2013, en el marco de un conjunto de seis leyes denominado de “democratización de la Justicia”, se intentó modificar el Consejo, aumentando de 13 a 19 sus miembros y estableciendo su elección popular en las elecciones generales. Más allá de la opinable inconstitucionalidad dictada por la Corte, por otras razones, entiendo que sí lo es la inclusión de los candidatos en las boletas partidarias, lo cual implica compromisos y dependencia orgánica, que podrían afectar su imparcialidad.

Si se acepta que una ley es resultado de la relación de fuerzas existente entre las clases y los grupos sociales al momento de su sanción, y que, desde ese mismo instante, la lucha entre los beneficiados y los perjudicados por la nueva norma recomienza, ya sea para lograr su efectivización o para impedirla, no es difícil concluir la enorme importancia del aparato judicial, que en última instancia decidirá sobre la interpretación y la constitucionalidad de la nueva norma.

Para superar la resistencia del “poder contramayoritario” al progreso, se requiere un sistema para la selección de jueces que se adecue al perfil que la sociedad anhela. Esa aspiración se presume, por ficción jurídica, prefigurada por la norma fundamental, la Constitución. Algunas de las pautas de ese perfil son aceptadas en cualquier sociedad moderna: la independencia, la imparcialidad, la honestidad y la idoneidad técnico-jurídica. Se trata de expresiones que es necesario llenar de contenido: ¿en qué consiste la independencia e imparcialidad de los jueces?

Preservar la independencia, externa o interna, depende en primer lugar de los propios jueces, de su indispensable fortaleza para resistir las presiones que siempre existen y pueden manifestarse de los modos más diversos, sutiles o groseros, incluso desde su propio círculo familiar y afectivo, y también de la estructura del Poder Judicial y el estatal en el que está incluido, que lo facilita o dificulta. Seguramente son más peligrosas las presiones del poder económico o de la Iglesia, que no trascienden, porque el juez se ha sometido o porque, por temor, prefiere no denunciarlas.

Es habitual que quien pierde un juicio cuestione la imparcialidad, la independencia y/o la honestidad del juez. En los últimos años se ha hecho patente el elevado y constante nivel de presión a los jueces ejercido por los medios de comunicación hegemónicos. No se trata de reclamar contra las presiones, sino denunciar y enjuiciar a los jueces que ceden ante ellas.

La imparcialidad requerida por los pactos internacionales y dogma universal impone a los jueces que sus sentencias se basen estrictamente en los hechos y estén en consonancia con el derecho, sin favoritismo hacia alguna de las partes, por cualquier razón. Pero imparcialidad no implica indiferencia frente a la situación concreta de cada una de las partes en el conflicto y los efectos que su decisión puede provocar, atendiendo a la equidad y el bien común, que, al igual que el valor justicia, no son conceptos uniformes ni inmutables. En el seno de una misma sociedad, lo que es considerado justo por una parte, clase o sector social, “dominante” o privilegiada u opresora, es injusto para otras, las “sometidas” u oprimidas.

A nuestro criterio, el o la juez debe partir del propósito preambular de “afianzar la justicia”, conjugándolo con el sistema de valores que la norma fundamental establece. Lo cual requiere capacidad para tomar decisiones, sensibilidad social y un adecuado conocimiento de la realidad política, económica, social y cultural del territorio de su jurisdicción.

Uno de los problemas más graves de la administración de justicia, amén del burocratismo y la insensibilidad, es la existencia de una crisis profunda, producto del incremento de la litigiosidad, la subsistencia de códigos procesales obsoletos, la insuficiencia de tribunales, con vacancia de jueces en más de una cuarta parte de ellos, todo lo cual incrementa enormemente la mora, o sea, la injusticia. En ello hay gran responsabilidad del Consejo de la Magistratura, cuando no convoca de inmediato a concurso, o lentifica, sin causa justificada, los que tiene en trámite. Los límites de este trabajo me impiden ejemplificar los casos más emblemáticos en que el Consejo incumplió sus deberes Se pueden consultar en la página web: www.observajusticia.org. Un dato significativo del deterioro de la actividad del Consejo, producto de la fuerte conflictividad política, se evidencia en que el promedio anual de ternas enviadas al Poder Ejecutivo fue, hasta el año 2010, de más de 50, descendió abruptamente a 10 por año, en los cuatro años siguientes (2011/2014), y no parece haber mejorado mucho en los dos años siguientes, en que el promedio es de 15.

En los 18 años del Consejo, en materia de acusación de jueces se ve que, en el primer período (1998-2002), esencialmente organizativo, promovió cuatro (4) enjuiciamientos; en el siguiente (2002/2006) alcanzó su actividad más prolífica: promovió trece (13) enjuiciamientos, además de varias renuncias de jueces durante la investigación; en el tercero (2006/2010), en coincidencia con la modificación de su integración, descendió a tres (3), para llegar a una parálisis casi total en el cuarto período (2010/2014), con solo un (1) enjuiciamiento, y ninguno en el período actual. Es erróneo suponer que se debe a la ausencia de casos serios que lo motiven. Un número significativo de acusaciones, con semiplena prueba de graves casos de mal desempeño, fueron desestimadas por la conjunción del espíritu corporativo de los representantes de los jueces, la decisión política de los legisladores y el representante del PEN, sin excluir, en más de una ocasión, el acompañamiento de abogados y académicos, no exentos de compromisos personales, intercambio de favores, influencias o convicciones de diverso tipo. Es grave para la sociedad que un juez imparta justicia mientras es cuestionado, sea inocente o culpable, ya que genera incertidumbre en los justiciables cuyas causas sigan en ese juzgado, y es un elemento de intranquilidad y cuestionamiento social para el juez. Por eso la instrucción de las causas debe tener plazos perentorios, y sanción para el consejero instructor que no los cumpla.

Conscientes de que ningún sistema es perfecto, ya que siempre sus resultados dependerán de la honestidad y capacidad de quienes lo apliquen, consideramos que es indispensable un involucramiento de las organizaciones sociales, culturales, gremiales, profesionales, vecinales, para revertir el estado del Consejo de la Magistratura, cuya existencia implica una mejora en relación con el pasado, que puede ampliarse si se logra que los resultados de los concursos no sean distorsionados, que se efectivice la función correctora agilizando el procedimiento de disciplina y acusación, y se recupere la administración de los recursos presupuestarios destinándolos adecuadamente.

Sin reforma constitucional, se podría avanzar con una nueva ley en la que: 1) respetando la composición del art. 114 de la Constitución nacional, se iguale la representación de los diversos estamentos; 2) los representantes del Congreso nacional, no legisladores, ciudadanos y ciudadanas, no necesariamente egresados en derecho, sean propuestos por organizaciones de la sociedad civil elegidos por una mayoría especial que impida el reparto entre los partidos políticos en las designaciones. La experiencia indica que los legisladores, condicionados temporalmente por la agenda parlamentaria y su actividad partidaria, traban la regularidad de las reuniones de comisiones y del Plenario. Con sus votos sometidos a la disciplina de su fuerza política, muchas veces influyen negativamente en las decisiones; 3) aunque los miembros del Senado y el Presidente de la Nación son, como lo expresa el art. 114, “órganos políticos resultantes de la voluntad popular”, su representación amerita un análisis especial. En el caso del Senado, mientras sus representantes sean “senadores” deberían estar inhabilitados para votar en la selección de jueces, atento a que después deben dar acuerdo del ternado propuesto por el Poder Ejecutivo. Y en cuanto al representante del Poder Ejecutivo, solo debería tener capacidad de opinión, ya que el Presidente de la República decide sobre la terna, puede aceptar la renuncia de cualquier juez acusado, proyecta las partidas de recursos para el Poder Judicial en el presupuesto nacional, que eleva al Congreso, su voto en el Consejo irrespeta la división de poderes; 4) hasta tanto se realicen los concursos para cubrir las vacantes, formar un listado con l@s ternad@s remitid@s por el Consejo al Poder Ejecutivo, no elegidos por este, excluyendo aquellos que hubiesen sido cuestionados por razones valederas, y requerir un acuerdo del Senado, para actuar como jueces subrogantes.

En el proceso de selección es sustancial que: 1) los temas sobre los que se examine a los concursantes sean de los más frecuentes que les competería resolver; 2) se verifique una mayor incidencia de la prueba de oposición y la entrevista personal, que deben diseñarse para valorar qué piensan los y las postulantes acerca de la justicia, la política, la moral, la sociedad, la economía y la vida, sus valores éticos, su espíritu crítico, el conocimiento de la realidad socioeconómica de la jurisdicción, la identificación con los postulados constitucionales, los derechos humanos, la sensibilidad social y la vocación democrática, así como su experiencia y capacidad organizativa; 3) se suprima el cómputo de la antigüedad en el ejercicio profesional o judicial como antecedente, porque calentar una silla durante mucho tiempo no es un mérito.

El Consejo debe recuperar las funciones administrativas y el manejo presupuestario que le son propios. Es inadmisible que, en clara violación constitucional, la Corte haya exigido esa facultad, y que el Congreso la haya concedido. Es una anomalía que hoy la Corte tenga en sus arcas 11.000 o 12.000 millones de pesos, mientras el Consejo, que debe atender las necesidades de infraestructura edilicia, tecnológica e informática de todo el Poder Judicial, carezca de recursos.

Los límites de espacio no me permiten desarrollar algunas cuestiones muy importantes, que requieren un profundo debate y una reforma constitucional, pero me permito señalarlas: el carácter vitalicio del cargo de los jueces y el control de constitucionalidad difuso.

Debemos recordar en todo momento que democracia es “poder del pueblo” y que, como dice Luigi Ferraioli, implica “igualdad de todos ante la ley, visibilidad, publicidad, control sobre –y responsabilidad de– las funciones públicas, ausencia de poderes ocultos, de dobles verdades, de Estados dobles, de dobles códigos de comportamiento, de dobles niveles de acción política y administrativa”. Y el Consejo de la Magistratura tiene la obligación de contribuir a superar la contradicción entre el derecho y la realidad.

Autorxs


Beinusz Szmukler:

Presidente Consultivo de la Asociación Americana de Juristas. Presidente del Observatorio de la Justicia. Ex Consejero de la Magistratura Nacional. Ex Presidente de la Asociación de Abogados de Buenos Aires. Ex profesor titular de Derecho Constitucional de la U.N. de Lomas de Zamora.