Poder Judicial y democracia

Poder Judicial y democracia

Frente a la destrucción institucional perpetrada por el actual gobierno –por caso, el uso de los decretos ejecutivos para designar jueces o derogar leyes; el fallo de la Corte que concedía el beneficio del 2×1 a un condenado por delitos de lesa humanidad o la detención ilegal de Milagro Sala–, es necesario insistir en la necesidad de modificar el sistema judicial argentino, a fin de garantizar valores esenciales como el federalismo, la participación ciudadana o una verdadera independencia en las decisiones.

| Por Julio B.J. Maier |

I

Quiero ser sincero. Confieso que partiré de cero, como si fundara una nueva nación a la faz de la tierra, un nuevo país, un nuevo Estado y sus instituciones, situación ideal que nunca antes imaginé, ni en mis mejores épocas, por ejemplo en la Argentina de “Hacia una nueva justicia penal” (1986/1988) o en la Guatemala del cambio judicial (1989/1990). Y agregaré que no lo hago por soberbia ni petulancia, sino porque, como dijo un ex ministro de Trabajo hace tiempo –en una mesa de debate que compartió conmigo–, el gobierno actual nos ha puesto, ¡otra vez!, en la necesidad de comenzar desde cero. Yo diría, en verdad, desde antes de cero, porque cargaremos con una historia ridícula de destrucción. Nunca imaginé una destrucción tan enorme de las instituciones de un país –políticas, económicas y culturales– como la llevada a cabo por el gobierno actual en escaso tiempo, para colmo de males, bajo título democrático originario, con comienzo por la vía electoral, y por esa vía con una ventaja mínima tan sólo en la ocupación de la administración nacional, de su Poder Ejecutivo, que no se reproduce en el Legislativo. Precisamente por ello, formo parte de dos grupos ciudadanos que pretenden, con razones ciertas y expuestas, pensar ese nuevo Estado mediante la creación de un programa constitucional nuevo, ya no de reformas parciales, acorde con el siglo en el cual vivimos y con nuestras experiencias históricas. Ello significa, además, la crítica a la reforma constitucional parcial de 1994 y el recuerdo de la opción del primer gobierno del general Perón en 1949, comandada por el Dr. Arturo Sampay, sin necesidad de seguir sus pasos o, al menos, todas sus propuestas. Cualquier destrucción, tanto la física como la institucional o la personal (psíquica), conduce siempre a eso, a la necesidad de comenzar desde debajo de cero, pues resulta necesario, antes de edificar, limpiar los escombros, la basura acumulada.

A pesar de mi ancestral oposición a la costumbre general de los países de América latina, la de cambiar sus constituciones nacionales y sus instituciones, aun parcialmente, al salir de los múltiples golpes de Estado sufridos, de reconocer como un logro la situación jurídica argentina que ha permitido conservar su Constitución originaria contra viento y marea –con reformas menores y parciales si excluimos los períodos de gobiernos de facto, sobre todo durante el siglo XX–, creo que existen razones para pensar ahora de diferente manera. Nunca antes se llevó a cabo una destrucción tal de nuestras instituciones de gobierno, económicas y culturales en función de una ideología, de una ideología dominante universalmente pero en crisis, que otra vez pretende y logra sojuzgarnos, colonizarnos, en escaso margen de tiempo. Ni siquiera los gobiernos militares, surgidos de un golpe de Estado de ese tipo, osaron perpetrar una destrucción institucional real como la llevada a cabo por el gobierno actual en su primer año de existencia, y aún más, con un éxito inimaginable por anticipado, dada su debilidad en el Poder Legislativo. Los gobiernos militares no mataban a ciudadanos y habitantes de nuestro país, al menos públicamente, sino que los desaparecían, esto es, ocultaban la suerte fatal de esas personas y a los muertos mismos, y cuando las mataban a pleno día, ocultaban el fusilamiento tras enfrentamientos con la fuerza pública (fuerzas armadas, policía); no entregaban los niños nacidos en cautiverio sin más, sino que oficializaban su ocultamiento tras su pertenencia a una nueva familia; no ocupaban propiedades de otro, sino que las hacían suyas bajo coacción por contratos formales y ante escribanos; no contraían deudas para favorecer abiertamente a algunos, sino que ocultaban la satisfacción de sus apetencias económicas de clase bajo fórmulas complicadas. Con todo lo de trágico y sádico que este proceder representa, en la ocultación de la maldad real reside, precisamente, el conocimiento claro de la bajeza ética del acontecimiento decidido. Por lo contrario, el gobierno actual carece de esos frenos inhibitorios éticos, aun cuando no se vea –todavía– precisado a tomar decisiones tan inhumanas y trágicas, al menos en su ejecución, o no lo pueda hacer por su carácter civil.

Nombraré como ejemplos solo acontecimientos del año de gobierno actual, con alguna referencia al Poder Judicial, y, seguramente, dejaré varios sucesos en el camino porque no pretendo hacer de la crítica del pasado y del presente el núcleo de esta colaboración, sino elaborar en este primer capítulo una introducción al tema. Dejo de lado, por ello, las variadas formas del llamado “apriete” de jueces, entre ellos el más temido y molesto, el pedido de su destitución por juicio político y la variante delictiva de la amenaza para el juez y su familia, precisamente porque no me interesa aquí el problema personal, sino el valor institucional respecto del Poder Judicial. Dejo de lado, también, las variadas formas de elección del juez competente conforme a fines presupuestos, mecanismo conocido en la organización judicial como forum shopping.

Los jueces se designan para los tribunales en los cuales operarán por decreto ejecutivo, haciendo, en principio, caso omiso de las normas constitucionales y administrativas que rigen para juzgar la validez de esta decisión. Quizás el gobierno fue obligado a dar parcialmente marcha atrás y a cumplir con cierto mínimo protocolo jurídico en el caso de las designaciones en la Corte Suprema, pero no sucedió lo mismo en el tribunal federal de casación, ocupado por un juez “decretado”, a pesar de las reglas que preveían un concurso de idoneidad, ya en marcha, más formalidades obligatorias para el Poder Ejecutivo y las constitucionales que requieren el acuerdo del Senado para la función específica a cumplir por el juez designado. Y convengamos que esas reglas no fueron escritas en vano; resulta sencillo imaginar las razones republicanas de la existencia de esas normas.

Las leyes no parecen estar decididas para ser cumplidas, al menos hasta que otra ley del Congreso las derogue. La ley de medios audiovisuales –espejo de una democracia–, sin embargo, meditada durante mucho tiempo por todos los grupos sociales interesados y sancionada por el Congreso con mayoría absoluta, fue cercenada o, más bien, derogada en su aplicación por decreto del gobierno, a pesar de que un fallo judicial de la Corte Suprema, elaborado con base en un juicio público, la afirmara como constitucional después de un proceso iniciado por el mayor grupo mediático concentrado y monopólico, que los diversos tribunales, hasta la Corte Suprema, hicieran durar más de un lustro con una medida de no innovar, esto es, de no ser aplicada la ley hasta su total afirmación como válida y vigente; no solo ello sucedió sino que el grupo promotor de la desobediencia a la ley y, sin duda, influyente para que la decisión legal y sus consecuencias administrativas no tuvieran efecto alguno, consiguió posteriormente mayores licencias estatales, que generaron mayor concentración económica e informativa, por decisión del gobierno. Más aún, los funcionarios administrativos que, luego de la declaración de intachable de la ley por el fallo de la Corte Suprema, intentaron ejecutarla –según es su obligación– son hoy objeto de persecución penal ante la justicia penal estatal, casi risiblemente, por abuso de su función pública; parece como si aquello que aprendimos como jóvenes en la facultad –el Poder Legislativo decide mediante leyes las políticas públicas y el Poder Ejecutivo es quien debe cumplirlas, esto es, ejecutarlas– fuera una falsedad y la verdad estuviera escondida en el “reino del revés”, como inmortalizara María Elena Walsh. Después de este primer paso de prueba, se desencadenaron acontecimientos similares: la ley que admitía un blanqueo de capitales ocultos, pero que prohibía el procedimiento para familiares de los funcionarios gubernamentales, fue reglamentada en sentido contrario, derogando la prohibición. A todo esto, el Poder Judicial, sus jueces y funcionarios no se dan por enterados. Para colmo de males, cuando alguien los informa y los jueces reaccionan con una medida cautelar, por definición de cumplimiento inmediato ad referendum de la decisión final y contra cuya corrección los recursos ante tribunales superiores no tienen carácter suspensivo de su ejecución, como sucedió en el caso del convenio colectivo bancario, cuya homologación rechazó el Ejecutivo por intermedio de su cartera específica, y de la omisión de llevar a cabo el procedimiento para el convenio colectivo nacional de los docentes, el poder del Estado contra el cual se dirigía la resolución, esto es, el gobierno, no cumple la medida y los jueces, cuyas resoluciones son solo ejecutables por la administración estatal, siguen mirando al costado o hacia arriba. Siguiendo estas visiones del orden jurídico judicial vamos a llegar a incumplir órdenes de detención o de prisión preventiva porque la policía o el servicio penitenciario se oponen a ellas, pues los jueces, en general, carecen de organismos detentadores de la fuerza pública, necesarios para cumplir sus decisiones, carecen de armas o de cárceles para ser más directos.

La Corte Suprema, integrada supuestamente por nuestros mejores juristas prácticos, ordena multiplicar en lugar de contar como operación penal de cómputo de la pena; quiere que, por tratarse de la imputación de delitos “permanentes” –distinta sería la solución, según los fundamentos de la decisión, si se tratara de delitos “instantáneos”–, cuya consumación se extiende en el tiempo, un día de detención equivalga a dos días de condena a privación de libertad (prisión) del condenado. No interesa que la ley indicada como autorizante no está vigente –fue derogada hace años–, ni que el interesado en la multiplicación no haya sido prisionero en su tiempo de vigencia, ni que resulta evidente que, en la realidad, el delito dejó de cometerse hace tiempo, ni siquiera que el condenado no estuviera procesado durante la vigencia de la ley, ni que, en verdad, el proceso judicial no existiera en esos momentos. Por supuesto, tampoco le importó a la mayoría decisora que se tratara de delitos para los cuales el derecho internacional, incorporado a nuestro orden jurídico interno como constitutivo de la base jurídica estatal (Constitución), impidiera estos beneficios para los reos de delitos de lesa humanidad contemplados en sus normas, proscribiera los indultos o las conmutaciones de la pena ya decidida. Me pregunto: si en el caso de delitos “instantáneos” –de consumación inmediata– cometidos durante la vigencia de la regla que ordenaba multiplicar en lugar de contar, el condenado como autor de un homicidio o de un hurto, por ejemplo (conste que yo tengo dudas acerca del valor de estas clasificaciones académicas del derecho penal), nunca hubiera sido privado de libertad hasta la sentencia definitiva, situación similar a la de la sentencia criticada pero sin el carácter de delito “permanente”, también habría que contar doble y ¿qué es aquello que se debería contar así en ese caso? Cabe aclarar aquí, en homenaje a la verdad, que los jueces o, al menos, varios de ellos, según ha sido publicado por los medios de prensa, fijaron un límite de validez del principio vertical en la organización judicial: no toleraron la decisión de la Corte Suprema por una o por otra razón. También en honor a la verdad se debe decir que la concentración popular en contra del 2×1 alcanzó ribetes extraordinarios de presencia voluntaria, y que esa presencia multitudinaria obliga a cualquiera a revisar su pertenencia ideológica y política, con mucha más razón a los jueces, en general siempre atentos y afectos al poder de turno.

Guardo para el final el caso de la Túpac Amaru y de Milagro Sala y sus colaboradores, originario de la provincia de Jujuy y hoy extendido a la de Mendoza, inconcebible para cualquier Estado que se precie de respetar mínimamente los derechos humanos y de integrar como país el orden jurídico internacional. Ya ni siquiera la decisión de múltiples organismos internacionales competentes, ante los cuales el caso fue presentado, que manda a liberar a la imputada, a reparar el daño causado y a establecer quiénes decidieron su ejecución y la llevaron a cabo, interesa a un gobierno que dice procurar integrarnos al mundo –por decir a la civilización occidental– como base de su política. ¿La afirmación tiene solo valor en la economía o rige también en el orden cultural, político y ético? Es preciso definirlo. Dejando de lado la verdadera asociación ilícita en torno a este problema entre funcionarios administrativos, legislativos y judiciales de la provincia de Jujuy, no es cierto que el gobierno nacional carezca de medios para hacer cumplir las decisiones internacionales y terminar con la verdadera tropelía que implica la privación de libertad de ciertos ciudadanos por su sexo, su clase, su raza, sus ideas o su pertenencia política. Las provincias tienen gobierno autónomo, siempre que garanticen la administración de justicia (Constitución nacional, 5 y 6). Si alguna de ellas no garantiza este mínimo, o la educación primaria, debe ser intervenida por el gobierno central, lo que implica y compete no solo al Ejecutivo sino también al Legislativo federal. El país es miembro de la comunidad internacional como tal; no lo son, en cambio, sus divisiones internas –en cualquiera de las formas de organización conocidas–, que no han sido reconocidas como Estados nacionales miembros, razón por la cual el Estado nacional debe apelar al orden jurídico interno para ejecutar la decisión de la comunidad internacional, cualquiera que sea el valor que le adjudique su gobierno a la decisión, aun cuando estime que ella es incorrecta. Nada de esto ha sucedido y, peor aún, la Corte Suprema, valida de su poder omnímodo para decidir cuando le venga en ganas sin responsabilidad alguna, retrasa su decisión cuando el caso ya ha pasado todas sus instancias y todo el procedimiento interno de los recursos, y solo resta su resolución. Tamaña ruindad no es solo éticamente reprobable, sino que genera, además, responsabilidad política y jurídica. Pero el poder estatal, tanto el Ejecutivo, como el Legislativo y el Judicial, permanecen inconmovibles frente al caso, casi inimaginable abstractamente como ejemplo símbolo de ausencia de democracia republicana.

Lo expresado hasta aquí resulta suficiente a manera de introducción a mi postulación de reformas o correcciones reales del sistema judicial argentino. Como se observa, no tengo una buena impresión del Poder Judicial, a pesar de haber trascurrido allí gran parte del ejercicio práctico de mi profesión, ejercicio que, con cierto orgullo, defino de manera diferente a la gran mayoría de mis entonces colegas. No se trata de un hacer majestuoso, munido de una dignidad especial, la de la justicia, como se acostumbra a adjetivar incluso en las resoluciones judiciales, pues ni de justicia se trata –un valor también a definir–, sino de un poder del Estado diseñado solo para evitar la violencia en nuestra convivencia, dando solución conforme a reglas a los conflictos entre nosotros o entre nosotros y el Estado; se trata tan solo de un trabajo como cualquier otro –ni más ni menos–, que hay que sobrellevar con acierto y dignidad, labor que reconoce errores y fracasos, propios de cualquier hacer humano, pero que, si no se aparta groseramente de su carril, contribuye a la paz social. Por lamentable que sea, hoy es opinión común, unánime, con la que concuerdo por lo ya dicho, que el Poder Judicial, por intermedio de la mayoría de sus jueces y tribunales, ha descarrilado, se ha salido de madre, ha perdido la brújula que señala su labor, ya no cumple su función específica, sino que es aprovechado para fines político-partidarios que sus integrantes consienten al actuar, cualquiera que sea el motivo que tienen para ello. No se puede conocer de otra manera el encarcelamiento de opositores del gobierno por el mero hecho de la protesta social en lugares públicos; el sometimiento a proceso penal de funcionarios públicos de la oposición política bajo la imputación del delito de traición a la patria o de encubrimiento de terroristas homicidas por haber decidido, dentro de la órbita de su competencia establecida por ley, un tratado con un país extranjero, sometido a la aprobación legislativa con éxito, cualquiera que sea la valoración del tratado, que, para más, nunca fue ejecutado por falta de ratificación del país cocontratante; la decisión de comprar divisas para responder a las necesidades estatales o del comercio con países con quienes intercambiamos bienes, moneda extranjera a devolver en moneda nacional en el futuro, conforme a su valor en el momento de finalización del plazo establecido en el contrato, en fin, al ejecutor competente de una decisión política tomada por ley del Congreso de la Nación y según las reglas allí fijadas o fijadas en su consecuencia. Sin perjuicio de que un Estado como el descripto anteriormente por referencia a su Poder Judicial no pueda presumir de democrático, no me cabe duda acerca de que es preciso procurar una nueva y distinta organización judicial que, en lo posible, intente evitar estos descarrilamientos, por difícil que tal operación aparezca. No es posible conducir por la misma vía que produjo el descarrilamiento al mismo tren descarrilado, ni a un nuevo tren con la esperanza de que no descarrile. Estos descarrilamientos generan, si no se corrigen, nuevos descarrilamientos, bien para el mismo lado del anterior o bien para el opuesto. Creo que el Poder Judicial en su conjunto, sus tribunales y los jueces que lo integran, en general, ha llegado a los límites de lo tolerable por la necesidad de interpretación de las reglas jurídicas, al punto de que uno de nuestros juristas reconocido universalmente ha dicho, con razón, que algunas de sus decisiones carecen de pudor, como sucede claramente con la imputación del crimen de traición a la patria.

II

No es fácil corregir estas realidades, solo es posible intentarlo con la esperanza razonable de salud institucional y ética. Seamos sinceros por segunda vez. No podemos asegurar el éxito, aun con las mejores intenciones de nuestra propuesta, pues ese éxito, revelado por la racionalidad de las decisiones judiciales, que conduzca a una nueva apreciación pública de la labor de los tribunales y de sus jueces, depende de muchos factores y algunos de esos factores residen en la misma organización del poder político, jurídico y real, esto es, la modificación está situada estrictamente antes del llamado Poder Judicial, pues la corrección del ejercicio del poder respectivo conforma el presupuesto de la existencia saludable de los tribunales. Ni Hitler ni Stalin, ni nadie que ejerza el poder como ellos, pudieron garantizar un ejercicio saludable del Poder Judicial, aun cuando, teóricamente, su propio poder provenga, aparentemente, de métodos democráticos.

Un primer factor se corresponde con una nueva organización del poder político que supone la existencia de tribunales “sólo sometidos a la ley”, según reza, universalmente, la cláusula de la llamada independencia judicial, incluso desde textos constitucionales. Atajo críticas de entrada: no soy un fanático del parlamentarismo; entiendo y he leído que gobiernos parlamentarios han tenido tantos y tan grandes fracasos como los presidenciales. Más aún, acudiendo a ejemplos prácticos remanidos, tanto Hitler como Mussolini surgieron de “gobiernos parlamentarios”, y en países de tradición parlamentaria. Pero, como pongo en duda que el llamado Poder Judicial conforme un poder político, dado el “sometimiento a la ley” de sus tribunales y jueces, y la pluralidad extrema de su ejercicio –miles y miles de “independientes” de una organización regida por el principio vertical–, creo también que el Parlamento decide las políticas públicas del Estado y que el Ejecutivo, la administración, en cuyo seno se desarrolla la fuerza pública, debe ejecutar esas políticas, tornarlas realidad. Los jueces, en cambio, utilizan las decisiones del Poder Legislativo, las leyes, para decidir conflictos de diferente clase y naturaleza, entre ciudadanos, entre estos y el Estado, entre Estados federados en los países de organización política federal y aún entre Estados nacionales en la confederación universal. Por lo tanto, estimo razonable que el Ejecutivo surja del Parlamento de una nación, sea una delegación del Legislativo compuesta por acuerdos políticos para cumplir las políticas públicas decididas parlamentariamente mediante diálogos y alianzas de las tendencias políticas expresadas por el voto de los ciudadanos en comicios populares, administración que, por supuesto, es controlada y juzgada en su éxito o fracaso por el Parlamento y dura todo el tiempo en que subsista la unidad política que la fundó para obtener la mayoría parlamentaria. No pretendo aquí extenderme más sobre las reglas básicas que dominan esta forma de organización del poder republicano. Solo quiero recordar que el poder de los poderes en la República moderna residió históricamente en la Asamblea nacional e incluso allí tuvieron nacimiento los principales –luego tribunales judiciales– intérpretes finales de la ley (el pouvoir en casation), ante cuya sección solucionaban sus dudas los tribunales judiciales o recurrían quienes no estaban de acuerdo con la solución del caso según interpretación de un tribunal judicial, en busca de la interpretación auténtica. Pero también quiero recordar que esta organización no nos garantiza éxito ni remiendo duradero: solo nos da una oportunidad racional que, no obstante, puede fracasar si fracasa la elección parlamentaria, tanto en los comicios como en su ejecución por el Legislativo.

¡Esto último merece nuestra atención! La escasez de regulación del principio representativo en nuestra organización parlamentaria ha terminado por transferir el dominio de las bancas, esto es, de los votos para decidir en el Parlamento, de los partidos políticos votados en los comicios, bases de nuestra organización social, a los diputados como personas individuales, cual si las bancas fueran propiedad de los diputados individualmente –a similitud del sistema económico de la propiedad privada–, de modo que ellos cambian de escudo, bandera y banda hacia otro partido o hacia otra proposición de otro partido, contraria a la propuesta que ellos representaban en los comicios, con toda normalidad, sin siquiera tomar en cuenta ya no la representación que ostentan, sino, incluso, el valor moral del cambio. ¡Las bancas pertenecerían, según esta visión, a los diputados como individuos; por lo contrario, no responden al proyecto, la idea o la asociación que representaron en las elecciones! Esto significa algo así como si estuviera permitido transferir jugadores de un equipo a otro durante el transcurso de un partido de fútbol o quizá, más específicamente para nuestra historia, al retiro como derrotado del ejército vencedor después de haber ganado la batalla (Urquiza, Pavón). Varios políticos nuestros nacen en la izquierda más extrema, incluso violenta, y terminan en la derecha extremista, también violenta pero en sentido contrario; otros varios formaron parte de un gobierno al que dejaron de apoyar para autotransferirse a otro que festejó ganador en los últimos comicios. Estimo que esa manera de proceder merece una corrección: las bancas pertenecen, en principio, a los partidos políticos o alianzas que han tomado parte en los comicios, bases de la organización democrática y de las proclamas electorales. Si alguien desea apartarse de su bloque partidario debe procurar, en primer lugar, debatir la cuestión internamente y, en todo caso, que el bloque deje en libertad de decisión a sus integrantes; si no logra éxito debe, necesariamente, tener la valentía ética de renunciar a su banca para ser reemplazado. Mucha mayor razón para procurar esta solución existe cuando, como sucede entre nosotros, se vota por listas inmodificables (“sábana”). Y, seamos nuevamente sinceros, la organización de masas de los Estados modernos no permite demasiado espacio para una elección individual del diputado representante por parte del representado, fundada en conocimientos personales.

Unido a este problema aparece el de la competencia legislativa de la Cámara de Senadores. Verdaderos representantes del pueblo son los diputados de la Cámara baja, elegidos uno por cierta cantidad de habitantes. Ellos son los “hacedores” de la ley común. Los senadores, en cambio, representan a las provincias federadas. Si allí reside la razón de ser de la segunda cámara legislativa, ellos deberían limitar su competencia a aquellos temas de interés para los Estados federados, temas vinculados, por ejemplo, a la coparticipación en impuestos cobrados por la Nación en su nombre, a las riquezas de su subsuelo, a cuestiones de límites territoriales entre ellos, al cuidado de su medio ambiente, a la regulación de los ríos que atraviesan varias provincias, quizás a la educación trasladada a la competencia provincial, en fin, a toda cuestión de interés para los Estados federados que el legislador constitucional mencione expresamente como condición de su vigencia normativa. Pero carece de sentido, si esa es la representación que ejercen, el intervenir en la sanción de la ley común, entendiendo por ella la que rige el comportamiento cotidiano de los habitantes del país en general.

Por lo demás, según veremos, el Senado de la Nación debería tener una activa participación en el nombramiento de jueces federales, básicamente, de los jueces que integran la Corte Suprema de Justicia y, eventualmente, los tribunales de casación.

III

Hemos llegado, por fin, a la administración de justicia. Intentaré designar sintéticamente, a manera de propuestas, los principales rubros de interés para el llamado Poder Judicial. La finalidad de la existencia y función de los jueces no reside en ser representantes de la divinidad en la sociedad de los humanos para transmitirnos los mensajes que los dioses nos envían a través de ellos, sino y hasta donde pueden, en el intento de conservar la paz e impedir la violencia, el combate, entre los protagonistas de un conflicto social para solucionarlo sin guerra, sea que él se presente entre personas físicas o jurídicas, ya entre el Estado y las personas o entre Estados. Precisamente, los tribunales administran hoy la violencia monopolizada por el Estado desde su creación como Estado/nación. Es por ello que el método para hallar la solución, el procedimiento judicial, no reside, como en la antigüedad, en un combate –por diferentes medios– entre partes e intereses enfrentados, sino en el conocimiento de la verdad empírica y de la solución que ofrecen las reglas jurídicas, marco de sometimiento de las soluciones para los jueces. Esas, las leyes parlamentarias, trazan el límite de legalidad de las decisiones judiciales y el límite, arraigado en todas las definiciones de la independencia judicial, impide conocer la tarea de los jueces como un poder político, a semejanza del Ejecutivo y del Legislativo; estos últimos deciden –sobre todo el Legislativo–, por referencia a sus ideas políticas, entre lo malo y lo bueno para el bien común; los jueces deciden atados a aquello que como “bueno” ya ha sido aceptado por las normas sancionadas por aquellos. Por lo tanto, independencia judicial no quiere significar que una multitud de jueces conforme un poder del Estado al mismo nivel que el Ejecutivo y el Legislativo, algo imposible dado su composición plural extrema –que responde a la enorme cantidad de asuntos a resolver–, sino que tan solo indica la necesidad de libertad de decisión de los integrantes de los tribunales en las cuestiones que deben resolver y dentro de los parámetros que la ley les fija. A esa libertad, caratulada como independencia, se la ha dividido en externa e interna. La externa llama a evitar toda intromisión, toda presión de los poderes políticos o reales sobre la decisión de los jueces que integran los tribunales. Se logra también por mecanismos procesales tendentes a asegurar la imparcialidad de quienes integran el tribunal decisor. La interna, en cambio, reconoce que esa libertad no puede ser clausurada por la misma organización judicial, dominada por el principio de verticalidad de superiores sobre inferiores, sino que, por lo contrario, la organización de los tribunales reclama la mayor horizontalidad posible, índice de un mejor ajuste a la democracia. Por ello es que creemos que ningún juez o tribunal, por importante que sea, puede presidir con autoridad el llamado Poder Judicial y, menos aún, administrarlo. Para esta función han fracasado ya históricamente tanto las cortes supremas o tribunales superiores como quienes reemplazan a esos órganos, los consejos de la magistratura, no solo nuestro Consejo nacional, sino incluso el de la CABA, y los extranjeros introductores del sistema, según mi apreciación. A estos últimos se los pensó como custodios de la independencia judicial y, por lamentable que sea, han terminado por cumplir otra función, por diversas razones que sería extenso desarrollar aquí, en especial por su alineación con los poderes políticos. Yo estimo que, básicamente, esas funciones deben ser devueltas a los respectivos parlamentos y al Ministerio de Justicia como órgano delegado de aquel en funciones ejecutivas, con lo cual manifiesto mi creencia de que no solo abogados y juristas prácticos pueden ocuparse de esta tarea y la necesidad de que el principio democrático de la mayoría y la elección popular tengan valor en ella.

A continuación, las propuestas a debatir:
1. Es preciso refundar el federalismo en la administración de justicia. Para resignificarlo, estimo necesario un único Poder Judicial, territorializado, en toda la Nación; las provincias argentinas o los Estados federados designarán, de la manera indicada por sus propias constituciones, los jueces profesionales que ejercen su función en los tribunales radicados en sus territorios, tribunales cuya competencia establecerá también una ley local y ante los cuales se llevará a cabo el litigio verdadero, el proceso judicial. Esos tribunales serán los “dueños” de la competencia común, esto es, de los juicios sobre los conflictos que se desarrollen en cada Estado federado o entre ciudadanos residentes en uno de ellos. La misma Constitución o una ley federal deberá determinar la competencia para las causas que se susciten entre dos o más provincias, entre una provincia y los vecinos de otra, entre los vecinos de diferentes provincias y entre una provincia o sus vecinos, contra un Estado o ciudadano extranjero, según expresa ya nuestra Constitución actual.

En cambio, el Estado federal, por intermedio del Congreso de la Nación, creará tan solo los tribunales extraordinarios por su competencia y designará los jueces profesionales que deberán ocuparlos: un tribunal de casación nacional, cuya competencia básica sea la de interpretar finalmente las leyes nacionales, materiales y procesales, y una Corte Suprema de Justicia nacional que cumpla tan solo la función de decidir casos constitucionales, impugnaciones de la ley aplicada y, eventualmente, la acción abstracta de validez constitucional. Estos tribunales no son tribunales que juzgan sobre los hechos del respectivo conflicto. Sobre el primer tribunal debo decir que él es un imperativo, al menos, de la regla que impone sobre ciertas materias el dominio único de la legislación federal, competencia del Congreso de la Nación (actual 75, inc. 12); por razones que no explicaré, puede estar dividido en salas e, incluso, disponer la ley sesiones conjuntas según el punto a decidir. Sobre la Corte Suprema, se deberá decidir si ella interviene después de resuelto el pleito por los tribunales comunes, a modo de recurso sobre la ley aplicada en la sentencia, o antes de ello, durante su trámite, sobre la ley invocada por las partes o por el mismo tribunal, por requerimiento del mismo tribunal, del funcionario público competente o de las partes; aquí también es posible la división en salas y las sesiones conjuntas.

Como puede observarse, estos tribunales, estaduales y federales, están insertos e imbricados en una única organización judicial, ya no por un orden vertical sino, por lo contrario, cada uno según su competencia, por la vigencia del principio de horizontalidad que deja a salvo la libertad de decisión de los jueces. Las sentencias de los tribunales federales extraordinarios –casación y corte constitucional– sólo rigen para el asunto tratado o, en caso de admitirse la acción de inconstitucionalidad abstracta, por el efecto consiguiente de la sentencia, la invalidez de la disposición legal declarada inconstitucional. Por fin, debo aclarar que ya desde la Constitución vigente (texto 1853/60 y sus reformas) he sostenido que la legislación procesal, básicamente, es competencia del Poder Legislativo federal.

2. La remoción de los jueces profesionales, el control de su desempeño y el Derecho disciplinario corresponde también al Estado, local o federal, de cuya soberanía emana la función y el poder de decisión de los jueces, ejercido conforme a su propia Constitución vigente. En el orden federal, creo que el experimento de la reforma constitucional de 1994 con el Consejo de la Magistratura ha fracasado. El Senado de la Nación, por la implicancia que la administración de justicia tiene en las provincias o Estados federados, debe tomar a su cargo las funciones que le fueron propias en el texto originario de nuestra Constitución: control de idoneidad, nombramiento y remoción de magistrados federales, Derecho disciplinario, ya por el pleno del Senado o por una comisión de él integrada proporcionalmente, según su propia composición.

Desde el punto de vista de la administración regular, yo he abogado, desde antaño, por la autogestión de tribunales compuestos por los jueces permanentes que los integran –se comprende por tribunal a todos los jueces de la misma competencia territorial y, eventualmente, material–, quienes deben elevar periódicamente los presupuestos requeridos para el próximo ejercicio al órgano de administración general, con una memoria y balance del presupuesto anterior realizado, aprobado o desaprobado por la asamblea plena de los jueces que los integran. A mi juicio, en el Estado federal es el Senado de la Nación quien debe cumplir la función de aprobar definitivamente la realización del presupuesto vencido, en su caso ordenar las medidas disciplinarias correspondientes y disponer sobre el nuevo presupuesto requerido. El Ministerio de Justicia es el órgano competente del Poder Ejecutivo para la realización de los concursos de los jueces profesionales ordenados por el Senado, según sus reglas, y el administrador nato para las operaciones de ese tipo que ordene el Senado. Por supuesto que lo que es recomendable para el Estado federal es también recomendable para los Estados federados. Empero, institucionalmente, ellos deberán obedecer a sus propias constituciones locales.

3. La organización judicial horizontal implica que los juicios, en principio, terminan en las jurisdicciones locales, salvo los casos excepcionales en los cuales intervienen los tribunales federales –casación o Corte Suprema–, por imperio de la propia Constitución o de la ley federal delegada (ver 1). Pero ello implica, también, la supresión racional de recursos en el procedimiento judicial y el juego de la ley de competencia, según la importancia de los asuntos, con tribunales de mayor y menor cantidad de jueces, integrados solo por jueces profesionales o también por jueces accidentales (ciudadanos comunes). El tiempo de duración de los procesos judiciales obliga a ello, pues carece de sentido que una generación resuelva los conflictos de la que la precede, por una parte, y, por la otra, la abolición necesaria de las categorías jerárquicas de superiores e inferiores en la administración de justicia, para la realización efectiva de la llamada independencia judicial –libertad de decisión–. Sin embargo, en materia penal impera el deber de conceder una segunda oportunidad amplia al condenado, conforme al derecho internacional de los derechos humanos, si él la provoca denunciando el error del primer fallo y ofreciendo demostrarlo. La autogestión del presupuesto establecido para cada tribunal completa su independencia.

4. También es recomendable, a mi juicio –y a contrario del texto de la Constitución de 1949, que suprimió el reclamo que rige desde nuestro primer gobierno patrio–, el establecimiento del juicio por jurados, al menos en materia criminal. Ello supone un debate sobre la mejor forma de participación ciudadana en la administración de justicia. Nótese que, ya en nuestra Constitución de 1853, esta integración de los tribunales de juicio debía prevalecer sobre las integraciones profesionales por “ley general para toda la Nación”, lo que sugiere que las reglas del procedimiento judicial, básicamente, deben ser también federales, como aquí se propugna. La actuación de jueces accidentales –jurados– contribuye también, decididamente, a la horizontalización del Poder Judicial y, al menos en materia penal, a la supresión del recurso acusatorio.

5. De frente a una nueva institucionalidad judicial, es preciso también debatir acerca de la extensión temporal del mandato de los jueces profesionales, hoy vitalicio en todos los casos menos uno, e incluso en este con excepciones. Otros han sostenido que los cargos vitalicios no son patrimonio de una república y que la verdadera libertad de decisión se alcanza sometiendo el poder de decisión de los jueces a plazos relativamente estrictos. Es más raro, y mucho más entre nosotros, la afirmación del sometimiento de algún cargo judicial a la aprobación popular.

Autorxs


Julio B.J. Maier:

Abogado (UNC). Posgrado en Filosofía jurídica, Derecho penal y Derecho procesal penal en la Universidad de Munich (R.F. de A.). Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (UNC). Profesor titular emérito de Derecho penal y Derecho procesal penal (UBA). Juez del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (1998-2009). Escribió, entre otros: “Derecho Procesal Penal, tomo I, Fundamentos” (1996); “tomo II, Parte General. Sujetos Procesales” (2003); “t. III, Parte general. Actos procesales” (2011); “Crítica de la razón impura o Crónica de la sinrazón pura” (2010).