Entre la tradición y el mercado: la oferta educativa para las clases altas
La selección de escuelas y colegios constituye un elemento de reproducción de las elites. Hoy la elección se dirime entre una institución “tradicional” y otra que promete “excelencia académica”. En ambos casos, con una apuesta a la cohesión del grupo dominante y a la distinción respecto del resto de la sociedad.
El sistema educativo argentino es fuertemente desigual. Con una amplia y creciente cobertura, las escuelas ofrecen experiencias educativas disímiles a los estudiantes de nuestro país. Sin embargo, y contrariamente al sentido común instalado, la desigualdad entre instituciones no se cristaliza en una divisoria entre escuelas estatales y escuelas privadas, sino entre el conjunto –privado y público– de escuelas para los sectores más empobrecidos y las destinadas a la escueta franja del estrato superior. Ahora bien, es innegable que entre los sectores con mayores ingresos de la población la elección de la escuela privada es significativamente más elevada que la pública. ¿Por qué las clases altas eligen la escuela privada? ¿Fue siempre así? ¿Prefieren cualquier escuela privada?
Una integración segregada
Aun cuando en nuestro imaginario todavía resuena el triunfo de la educación común como uno de los medios de integración y ascenso social, todos sabemos que las escuelas ya no son el lugar de encuentro de los hijos del médico y el portero. La desigualdad del sistema tal como la conocemos hoy es producto de transformaciones que comienzan a delinearse a partir de la década de 1960 –con la expansión de la matrícula escolar, el crecimiento de los sectores medios y el desfinanciamiento del Estado al sector, entre otras– y que cristalizan hacia fines del siglo XX. Sin embargo, este proceso que es usualmente descripto a partir de la tensa relación entre la escuela pública y los sectores medios, invisibiliza que las clases altas habían abandonado ese espacio de socialización mucho antes: los sectores más acomodados de la argentina compartieron las aulas con otros grupos sociales sólo en las condiciones históricas que se desplegaron hasta 1930.
En efecto, durante la configuración del Estado nacional argentino, el discurso laico, centralista y estatal ligó las distintas voces en un sistema educativo amplio que buscó concretar una tendencia integradora articulando una trama de discursos, sentidos y prácticas heterogéneos. No obstante, la aprobación de la ley 1.420 permitió que la articulación entre educación laica y religiosa asumiera distintas formas a lo largo del territorio nacional. La documentación de esa diversidad excede los límites de este artículo. Mencionamos que, en términos generales, la normativa no frenó la creación de nuevos colegios católicos, que alcanzaron, en algunos casos, notable prestigio. El dogma liberal de la época no impidió que vastos sectores de la elite argentina enviaran a sus hijos a estudiar con los jesuitas o a otros institutos dirigidos por religiosas. Aunque algunas órdenes ampliaron su oferta educativa a sectores menos privilegiados, la Iglesia fue uno de los actores que participó, junto al Estado, de la disputa por los espacios dedicados, sobre todo, a la formación de la clase dirigente. Esto no se circunscribió a la escuela media, sino que se extendió también hacia algunos ámbitos de educación superior. La creación de escuelas durante el período y la fundación de la primera Universidad Católica Argentina en 1910 muestran que la Iglesia nunca abandonó el interés por formar una dirigencia católica.
La contundente preferencia de la clase alta por los colegios privados católicos creados en esos años muestra la gran demanda vinculada a este tipo de educación y marca los límites de las políticas públicas del período. Da cuenta, a su vez, de las apropiaciones y negociaciones que realizaron las familias más acomodadas en el marco del clima secularizador de la época. Es en estos años que se fundan los colegios que hoy continúan formando a sus hijos. Los cinco colegios más frecuentados actualmente por la clase alta de Buenos Aires fueron creados en 1858, 1868, 1889, 1891 y 1914, respectivamente.
Asimismo, las biografías que recogen las experiencias formativas de la época señalan, en su mayoría, la preferencia por los colegios abiertos por maestros y pedagogos extranjeros (franceses e ingleses en su mayoría). El aprendizaje de lenguas modernas y una socialización en el universo cultural europeo eran, seguramente, dos de los mayores atractivos de esta oferta. Si bien la oferta de escuelas vinculadas a distintas colectividades europeas se ampliará fuertemente a mitad del siglo XX, hacia fines del siglo XIX se fundan las escuelas inglesas más demandadas en la actualidad. Estas opciones permitían, incluso, que los estudiantes permanecieran pupilos, favoreciendo la mayor movilidad de sus padres que, o bien se asentaban en los campos lejos de la ciudad, o viajaban al exterior.
La configuración inicial del sistema educativo como tal posibilitó, también, que la educación domiciliaria fuera una opción atractiva para las clases altas hasta promediar el siglo XX. Asimismo, algunos de sus hijos podían ir un año a la escuela pública del pueblo si debían pasar una temporada en el campo familiar. Otra posibilidad era inscribirlos en un colegio privado lejos del hogar donde permanecían pupilos.
El Colegio Nacional de Buenos Aires fue un ámbito formador de los jóvenes de la alta sociedad muy valorado hasta 1930. El régimen relativamente flexible que tuvo El Colegio permitió que muchas familias lo eligieran para sus hijos. Los exámenes libres eran habituales y concedían a las familias la posibilidad de extender la educación domiciliaria de sus hijos durante algunos años del secundario. También era usual obtener permisos especiales para concurrir a cursos o materias dictadas en los colegios religiosos como el Salvador.
La posibilidad de realizar recorridos flexibles fue la condición necesaria para que las clases altas formaran a sus hijos en los colegios nacionales, públicos. La posibilidad de comenzar los estudios en la casa o en escuelas particulares y luego continuarlos en escuelas públicas o, simplemente, de rendir los exámenes en los colegios nacionales para obtener la certificación definió la singular integración de estos grupos en el sistema educativo moderno. Sin embargo, el carácter elitista de la educación media del período es otro rasgo insoslayable para entender estos procesos. La orientación del nivel hacia la formación de las elites políticas y la burocracia estatal signó su restringida expansión y por ello, acogió inicialmente a estos sectores. Cuando la expansión de ese nivel fue inevitable y el clima de época contradijo sus tradiciones formativas –como ocurrió a partir de 1930– estas familias abandonaron –aunque por supuesto no completamente– las ofertas que brindaba el Estado en materia de educación media. Si bien el pasaje por la universidad pública se mantendría estable hasta fines del siglo XX, se replegaron en un grupo reducido de escuelas primarias y medias, religiosas o laicas bilingües. Es decir que –como parte constitutiva de la incipiente ampliación de la cobertura– se consolidaron espacios socioeducativos ya presentes desde la conformación del sistema educativo y paralelos al sistema público de enseñanza.
En suma, hasta 1960, no fue la distinción entre escuelas públicas y privadas la que rigió las trayectorias educativas de las clases altas. Al contrario, fue la dicotomía entre catolicismo y laicismo la que se impuso como relevante en el espacio de instituciones formadoras de los sectores más privilegiados. La consolidación, en la actualidad, de los espacios religiosos y de las escuelas particulares como preferenciales para la formación de las clases altas no es una ruptura con un modelo de socialización que pasaba anteriormente por el sector público. Por el contrario, la dinámica de desfinanciamiento de la escuela estatal de los últimos cuarenta años, los procesos de individuación contemporáneos y las dinámicas de expansión y diversificación de los tipos de bienes y servicios consumidos por los distintos grupos sociales produjeron el afianzamiento de determinados espacios y no la constitución de un nuevo escenario.
Para las generaciones que hoy tienen más de cincuenta años, el paso por la escuela del Estado en la primaria –ya sea porque la familia enfrentaba problemas económicos o por la movilidad laboral de los padres (ganaderos o militares) o debido a situaciones coyunturales– era usual. La segregación urbana y la restricción de la masividad escolar funcionaban como protectores de un espacio privilegiado. Hoy, ni sus hijos ni sus nietos van a la escuela pública.
Proyectos familiares o proyectos educativos
Hasta aquí hemos señalado que la elección de la escuela privada por las clases altas es producto de un proceso complejo con raíces históricas mucho más profundas que las reseñadas habitualmente; resta describir cómo son las instituciones que han formado y forman a las clases altas en nuestro país. Las investigaciones que documentan el espacio de formación de las elites distinguen aquellas instituciones “tradicionales” y las escuelas que “apuestan al conocimiento y la excelencia”.
Las primeras son caracterizadas como “proyectos familiares” y nuclean un conjunto de instituciones privadas, católicas, centenarias, que educan a mujeres o a varones. Habitualmente son elegidas por familias acomodadas, vinculadas a sectores más tradicionales ligados a la actividad agropecuaria, que residen en la zona norte de la ciudad de Buenos Aires y cuyas elecciones suelen ser más conservadoras. Por sobre cualquier otro objetivo relacionado con intereses académicos, estas familias eligen el colegio por “la cosa social”: encuentran que las escuelas son un espacio privilegiado para la construcción de lazos de interconocimiento y reconocimiento entre las familias; brindan la posibilidad de estar en un “ambiente conocido”. “Se conocen todos” y se comparte un “estilo de vida”: las familias veranean juntas o viven en el mismo barrio (que no es donde está emplazada la escuela), van al mismo club, o generaciones previas lo hicieron. En la escuela es posible encontrar a muchos “parientes”. El colegio “se interesa por la familia”. Es decir que, por un lado, en la escuela se encuentra “gente conocida”. Por otra parte, las familias se van aglutinando en una red que favorece las relaciones entre sus miembros y se va construyendo, así, una atmósfera familiar, que crea intimidad (son frecuentes los matrimonios entre ex alumnos). Conocido y familiar son dos categorías que se enlazan constantemente en el discurso de los padres que toman esta opción.
Aun con un costo elevado (aunque promedio en relación a la cuota de otras escuelas privadas que atienden a sectores medios), las escuelas tradicionales no se destacarían a nivel académico. Muchos constatan cuando van a la universidad que sus conocimientos no son mayores a los de la media de los alumnos. Además, si bien el idioma inglés forma parte de la currícula de estas escuelas, abuelos, padres y nietos coinciden en que los colegios no se eligen en función de un supuesto nivel académico y en que no es necesario que la enseñanza del inglés que se brinda en la escuela sea excelente: las escuelas “tradicionales” son aquellas que “fundamentalmente forman en valores” y se distinguen por ello de las “escuelas de excelencia bilingües”. La calidad de la educación no se mide en términos estrictamente pedagógicos, sino que se define según ciertas cualidades asociadas a las familias que asisten a la institución y a tradiciones vinculadas a la educación católica.
Un fragmento distinto es el que nuclea a las instituciones laicas bilingües –también en su mayoría centenarias– donde el foco está puesto en la competencia construida a partir del acceso a una miríada de saberes que garantizarían la inserción presente o futura de sus alumnos en el mundo. En efecto, las escuelas que son reconocidas por su “proyecto educativo de excelencia” en oposición a las “familiares” son elegidas por quienes privilegian un tipo de formación atenta a la familiarización con una cultura cosmopolita, que reivindica criterios de evaluación asociados a la meritocracia académica, que entrena a sus estudiantes para moverse en ambientes competitivos y exigentes y donde la maestría en el manejo de idiomas es crucial. La educación “de excelencia” se delinea a partir de estándares internacionales donde el aprendizaje de los idiomas, las artes, la música y los deportes son centrales. Si bien dentro de este circuito de colegios encontramos una amplia diversidad según estemos refiriéndonos a instituciones francesas, anglosajonas, alemanas o italianas, con sus matices todas pretenden brindar a sus alumnos una experiencia formativa altamente competitiva en la sociedad capitalista contemporánea. El costo de estas instituciones –que suele rondar los mil dólares mensuales para el nivel primario– las distingue de las anteriores y reduce las posibilidades de acceso a familias con muy alto poder adquisitivo.
Sin embargo, ni todas las familias tradicionales van a las primeras escuelas ni todos los empresarios competitivos eligen las segundas. Las trayectorias internacionales se pueden dar en ambos fragmentos. Además, los sujetos a lo largo de su historia de vida pueden circular entre “instituciones tradicionales” y “escuelas de excelencia”. Los lazos y las relaciones entre los miembros de un espacio y otro son constantes y dan cuenta de la fluidez de las fronteras de estos grupos. Entre estos fragmentos de instituciones hay competencia y hay jerarquías disputadas pero, sin embargo, las redes se cruzan: los clubes, las universidades privadas, las vacaciones, los ámbitos de formación religiosa extraescolar, las fiestas, entre otros, suelen ser algunos de los espacios que frecuentan y comparten a partir de una red de conocidos que los pone en contacto. Los lazos entre los espacios de formación “más tradicionales” y los “más competitivos” son fluidos.
Asimismo, las semejanzas entre los espacios abundan: la valoración de la experiencia deportiva, la formación en determinados valores, la construcción de una disposición estética del mundo asociada en la experiencia escolar con “la opción por el verde” (muchas familias señalan la importancia dada a los amplios edificios y parques en donde se emplazan las instituciones), la disposición a trasladarse desde la zona norte de la ciudad de Buenos Aires a la zona norte del conurbano de la provincia y la inclusión en un determinado grupo de pertenencia, entre otras. Esto último es central. El proceso de admisión en todas estas escuelas es complejo y se encuentra altamente regulado por la institución y los pares. En ambos circuitos de escuelas, las cartas de recomendación como condición excluyente y necesaria para comenzar la inscripción y la prioridad dada a los hijos de los exalumnos garantizan la exclusividad de estos espacios, estableciendo una frontera social entre quienes asisten a estas escuelas y quienes no.
La distinción que recae sobre los alumnos que son aceptados en estas instituciones se extiende a sus padres. La selección de un colegio es también una apuesta por el presente de los adultos a cargo de niños. Que los hijos vayan a determinada escuela implica, para sus progenitores, comenzar a participar de una serie de relaciones que para algunos es la extensión de un mundo cotidiano y para los “recién llegados” es la posibilidad de inclusión en un “club” con un estilo de vida, que brinda accesos diferenciales.
Pero es necesario subrayar que la escuela no garantiza el acceso a una posición de elite. La posición económica de la familia es sumamente relevante para determinar las posibilidades futuras que se refuerzan a partir del capital social construido al calor de los lazos de amistad hechos en las aulas. Los sujetos parecen tener un saber práctico agudo respecto de las ventajas que garantiza el efecto pares. Es decir, la interrelación positiva entre la trayectoria escolar de un alumno y la composición social de sus pares y compañeros de escuela.
Entre la (re)creación de la tradición para acaparar oportunidades o la preparación para la competencia en el mercado protegido al calor del capital económico y social, las elecciones de la clase alta argentina consolidan un sistema educativo fuertemente desigual. Con raíces que se hunden en una trama sociohistórica de larga duración, es posible reconocer en estas elecciones educativas o bien una gestión puramente familiar de los problemas de reproducción donde no se demanda al sistema escolar más que certificaciones de buena educación moral y de distinción social; o bien una gestión familiar que introduce cierto uso de la escuela –y de su lógica meritocrática– en las estrategias de reproducción. En ambos casos, las instituciones consagran y ratifican situaciones adquiridas, contribuyendo a la legitimación de la transmisión de la herencia económica.
Autorxs
Victoria Gessaghi:
Doctora en Antropología Social, profesora de la Universidad de Buenos Aires e investigadora del CONICET. Integra el Programa de Antología y Educación (ICA-FFyL/UBA), el Núcleo de estudios sobre las elites y las desigualdades socioeducativas de la FLACSO y el Grupo de estudios sobre jerarquías sociales (IIGG-FSOC, UBA-NEEDS/FLACSO). Es autora de La educación de la clase alta argentina: entre la sangre y el mérito, Buenos Aires, Siglo XXI.