Deudas de la democracia: el sector energético
Las políticas energéticas requieren ser pensadas para el largo plazo. Sin embargo, nuestro país se caracteriza por un pendular según el humor y los ciclos de la economía global. Un sector energético que encarna una continua disrupción de las visiones acerca del rumbo que se debería emprender en aspectos tales como los institucionales, los regulatorios, los referidos a la política de precios, tarifas y subsidios, etc., necesita de manera urgente una planificación que nos permita vincular la provisión de energía al modelo de desarrollo.
Al abordar este tema se plantea una cuestión que merece ser profundizada y esta es: ¿pueden las políticas aplicadas el sector energético ser consideradas como distintas y separadas del conjunto de políticas institucionales, de desarrollo y macroeconómicas que un país diseña e intenta aplicar?
Dado el carácter estratégico que tiene el sector –y la necesidad de anticipar y concretar inversiones cuyos plazos de maduración son prolongados–, se estaría tentado a sostener que necesariamente las políticas energéticas –posiblemente al igual que otras como las educativas, industriales y sectoriales en general– requieren de acuerdos y políticas para el largo plazo. Pero lejos de haber alcanzado tal estadio de madurez, pareciera ser que estamos condenados a políticas pendulares ligadas al humor y ciclos de la economía global y a una escasa comprensión de la importancia que tienen estas verdaderas deudas de la democracia o si se quiere de la Nación, mejor dicho de la sociedad que la encarna.
Es más, podemos afirmar que en cierto modo se ha ido retrocediendo en términos conceptuales. Así, se ha establecido como costumbre confundir a las políticas energéticas con políticas petroleras, o restringidas al sector eléctrico, o vincularlas a temas específicos como el papel de las energías renovables, las políticas de precios, tarifas y subsidios, para mencionar lo que en general se configura como problema en la opinión pública (y aun en algunos especialistas en el tema).
Y si la democracia sostiene deudas en materia de energía, podría ser dicho que las mantiene también en muchos otros sectores. Lo que se desea remarcar es que lo que en la Argentina ha estado en permanente cuestionamiento es precisamente la continuidad de las políticas públicas y la definición misma de un estilo o modelo de desarrollo. Sin una definición al respecto –o mejor dicho, sin que prime una mirada de largo plazo compartida por actores públicos y privados–, el destino ha sido una suerte de péndulo entre apreciaciones contrapuestas acerca del conjunto de motores que deberían impulsar la economía, junto a profundas diferencias respecto del papel del Estado en todas las áreas.
Es que la provisión de energía no puede hallarse desvinculada del modelo de desarrollo, ni este de las posibilidades reales de dicho desarrollo, que dependen tanto de definiciones de política nacional como de nuestra actual y potencial inserción en el mundo, algo que no es por cierto una posición fija en cada momento de la evolución del sistema económico mundial.
En tal sentido, si hay algo que ha caracterizado al sector energético argentino ha sido una continua disrupción de las visiones acerca del rumbo que se debería emprender en aspectos tales como los institucionales, los regulatorios, los referidos a la política de precios, tarifas y subsidios, a los modos de financiación, a la visualización de qué recursos son escasos frente a otros considerados abundantes, al grado en que el sector debería o no ser desarrollado por empresas del Estado, empresas nacionales o transnacionales y, a su vez, si ellas deberían o no crear cadenas de valor promoviendo cierto desarrollo industrial en forma directa o indirecta.
De la simple revisión de documentos sobre el sector energético se puede observar que estas continuas disrupciones han sido la mayor y tal vez única continuidad.
Es de destacar que ello no ha sido ajeno a la profunda ruptura institucional que se produjo en la Argentina a partir de 1976, en particular por el retorno del cuestionamiento respecto de la industrialización, del nivel deseable del salario real y de la conveniencia del endeudamiento externo, algo que se había creído como superado hacía décadas, pues fueron temas propios del lapso transcurrido entre 1930 y 1943 cuando el país se debatía entre quienes consideraban al sector primario exportador como la “rueda maestra” de la economía y aquellos otros que veían el futuro en la industrialización. Sin embargo esta cuestión, lejos de haber sido dirimida, continúa a la fecha siendo eje de un debate cuyo resultado no está a la vista.
Así, las coyunturas macroeconómicas impusieron, con una democracia debilitada, determinadas lógicas de funcionamiento del sector energético, a pesar de que los planes enunciaban una visión solo consistente con un Estado con suficiente poder político y financiero. Esta particularidad generó un primer deslinde entre las políticas de precios y tarifas como instrumento para lograr el financiamiento de inversiones y fue causa de un paulatino endeudamiento que afectó el desempeño de las empresas públicas prestadoras de los servicios energéticos, ya previamente endeudadas.
Así, en una primera etapa del retorno a la democracia, la importancia que se le atribuía al sector energético se hallaba definida básicamente por la elevada proporción que los requerimientos de inversión del mismo significaban para la inversión pública nacional. Junto a ello apuntaban críticas la falta de competencia debido a la estructura monopólica u oligopólica, lo que atentaba, a juicio de sus autores, contra una adecuada asignación de recursos. Las mismas apreciaciones sobre la diversificación de la matriz energética indicaban ya la necesidad de incorporar reservas de petróleo, hacer un mayor uso de la hidroelectricidad y del gas natural, al tiempo que restricciones financieras obligaban a inducir más hacia una matriz de elevada participación de combustibles fósiles.
El valor de estas afirmaciones radica en que fueron muy tempranas y anticipadas al momento en que las ideas de desglose de cadenas energéticas, venta de activos y emulación de mercados de competencia había cobrado cuerpo a nivel de un discurso articulado desde los sectores pro mercado a nivel global, con la fuerza que tuvo esta visión años más tarde de un modo explícito en la Argentina. Así, las privatizaciones se justificaron literalmente según el criterio de que se trataba de una decisión política profundamente democrática, en la que el Estado renunciaba a tendencias hegemónicas y paternalistas, y a la convivencia y sostenimiento de los intereses minoritarios que se beneficiaban de aquella realidad, para que la iniciativa privada pudiera asumir un rol protagónico en el quehacer económico. Se confiaba en que, actuando en mercados libres y competitivos, las decisiones de millones de usuarios y consumidores –y la preocupación de los agentes que buscan obtener una lícita ganancia por el capital que arriesgan– tendrían más racionalidad que las tomadas por un puñado de burócratas.
Así, las reformas de los noventa se basaron en estos criterios para hallarse sobre el fin de la década con que esa supuesta y esperada “asignación racional de recursos” culminaría en que desde 1998 la producción petrolera comenzara a declinar, que el gas lo hiciera un poco más tarde y que las inversiones se dirigieran a monetizar y agotar reservas descubiertas, abandonándose la exploración en áreas de riesgo o previamente poco exploradas. Del mismo modo la expansión de redes troncales de transporte eléctrico y de gas resultó insuficiente para un país que podía nuevamente –y en otro contexto mundial– volver a crecer. Asimismo, las reglas de juego de mercado condujeron a una excesiva participación de la generación térmica con fuerte dependencia del suministro de gas natural, restando confiabilidad en ambas cadenas. El abandono del desarrollo nuclear fue muy contundente y los recursos hidroeléctricos incorporados devenían del pasado.
Aunque buena parte de estas consecuencias se hicieron más manifiestas entre 2004 y la fecha, no puede dejar de ser mencionado que fue en este período donde el debate sobre las falencias del Estado para resolver orgánicamente los problemas del sector energético se hicieron presentes desde distintas miradas que reeditaron un viejo enfrentamiento de visiones acerca de la naturaleza y alcance necesario y deseable de la intervención del Estado. Se puede decir, sí, que el Estado intervino más, reanudó el desarrollo nuclear, recuperó una empresa estatal ya con menos reservas y capacidades y que al mismo tiempo desarrolló importantes ampliaciones de infraestructura de transporte. En paralelo descuidó el costo total de las iniciativas y transfirió renta a los usuarios en concordancia con una mirada de favorecer el crecimiento bajo un modelo de arrastre por la demanda como modo de evitar una desaceleración económica, algo que gradualmente se podía evitar de existir una mirada sistémica producto de consensos no fáciles de lograr.
Sin embargo, en ese debate ciertos temas clave quedaron por lejos ausentes. Uno de ellos se refiere al reparto de riesgos entre el Estado, los ciudadanos y los actores privados respecto del nivel de precios de la energía compatible con el crecimiento, el desarrollo, la seguridad y calidad del suministro a corto, mediano y largo plazo; la equidad territorial y la equidad distributiva; el cómo asegurar que mayores precios se materialicen en inversiones y no en un mero traspaso de rentas; el cómo asegurar que estas inversiones confluyan en una matriz energética que sea eficiente en costos y a la vez sostenible en términos ambientales; definir qué significa esto último con precisiones; la conveniencia o no de ser un país importador o autoabastecido; las consecuencias de cada opción, etcétera.
Hubo un tiempo en que estas preguntas se suponía solo podían provenir de un proceso de planificación energética integral. Hubo otro en el que no se lo consideró necesario pues se calificó a la misma como un símil del modelo soviético o bien como una trampa burocrática innecesaria y maliciosa. Le siguió luego aun uno con un fuerte reclamo por su ausencia, y en el mientras tanto no se han conformado equipos técnicos y políticos sólidos para presentar a la sociedad una visión moderna de este proceso que no admite ya ni improvisaciones ni lobistas. El mismo supone un abordaje mínimo sobre ejes interrelacionados tales como: a) concepción sistémica del sector –es decir, para qué sectores de consumo, en qué plazos, con qué fuentes, con qué concepción acerca de la renta y destino de la explotación de recursos naturales, con cuáles propósitos y modelo de país–; b) financiamiento y costos; c) matriz posible y deseable; d) marco legal e institucional; e) equidad distributiva y territorial; f) abordaje del tema ambiental respecto de otros temas; g) conocimiento detallado de la infraestructura y de la naturaleza técnica y económica de las fuentes; h) impactos de cada alternativa integral sobre la competitividad a corto, mediano y largo plazo; i) procesos de planificación y mecanismos de articulación público-privada; j) naturaleza, modo, suficiencia y alcance de los contratos; k) otros varios vinculados con los anteriores en particular de asesorías legales; l) la integración de la actividad energética con la creación de cadenas de proveedores locales; ll) articular las actividades de ciencia y técnica para el desarrollo de cadenas de valor vinculadas a la provisión y consumo de energía.
Es de desear que esta concepción dé lugar a la conformación de equipos de trabajo con carácter permanente pues la mayor destrucción es aquella que se refiere al capital humano. Un capital que requiere de plazos tan grandes o superiores aun al de las propias inversiones del sector energético. Así, el mayor obstáculo y la mayor deuda son la pobreza y atomización de las visiones dominantes al respecto. Tal vez nos sirva pensar que el péndulo siempre oscila, gira y pasa por el centro y que, si así es, siempre estaremos en el mismo lugar, lo que en este caso –por inadecuada que sea la metáfora– sería permanecer en un mismo lugar a pesar de la ilusión del movimiento. Algo que sería similar al estancamiento eterno en el mejor de los casos, pues tal vez el péndulo se incline sobre un plano no deseable y hasta deje de funcionar.
Autorxs
Roberto Kozulj:
Licenciado en Economía experto en energía y desarrollo; Vicerrector de la Sede Andina de la Universidad Nacional de Río Negro; Profesor Adscripto a la Fundación Bariloche.