Deudas de nuestra democracia con las políticas de ciencia y tecnología

Deudas de nuestra democracia con las políticas de ciencia y tecnología

La Argentina se encuentra en una encrucijada. El nuevo gobierno niega el papel protagónico del Estado y se ocupa de desmontar los logros alcanzados en el campo de la ciencia y la tecnología. Contrariamente a ello, lo que necesitamos es un Estado inteligente, robusto y con la legitimidad política para disciplinar a los poderes fácticos, un empresariado convencido de que hay que diversificar la estructura productiva y una política exterior consistente con el proyecto de desarrollo económico. Solo con ello podremos pensarnos nuevamente como un país soberano y liberado del colonialismo corporativo.

| Por Diego Hurtado |

Es enorme lo realizado en el período 2003-2015 en ciencia y tecnología. El proceso político de impulso incremental al sector fue capaz de producir transformaciones estructurales. Hubo éxitos, hubo fracasos y hubo resultados híbridos. Pero en todos los casos hubo procesos de aprendizaje institucional acumulativo, construcción de capacidades organizacionales, recuperación de la autoestima de científicos y tecnólogos y de su valorización social, despliegue de proyectos estratégicos y la aparición incipiente en escena de empresarios locales que se interesan por incorporar tecnología y conocimiento a los procesos de producción y gestión.

Y, sin embargo, siguen siendo enormes las deudas de nuestra democracia con las políticas de ciencia y tecnología (PCyTs). Exasperantemente enormes. La razón de base es la persistencia de una economía transnacionalizada. Con la estructura económica vigente, reforzada con la quita de las retenciones al agro y a la minería, el inicio de un nuevo ciclo de endeudamiento y el creciente impacto negativo de la política económica sobre las pymes, pierde relevancia, por ejemplo, el incentivo a la formación de ingenieros y científicos, o que lleguemos a una inversión pública del 1,5% del PBI en CyT, como promete la alianza Cambiemos. Si los sectores más dinámicos de la economía están en manos de empresas transnacionales y se favorece a los sectores primarios y financieros, inexorablemente nuestros científicos e ingenieros migrarán o manejarán taxis.

Si asumimos la improbable hipótesis de que se evaluará la decisión de avanzar sobre la nacionalización de los sectores dinámicos de la economía –aquellos que necesitan de tecnología y conocimiento–, pensemos entonces en las deudas de nuestra democracia con las PCyTs desde el punto de vista de los dos paradigmas económicos excluyentes que confrontan en la Argentina: (i) el proyecto de país de servicios, producción primaria y economía financiarizada sostenido por los neoliberales del sur representados por el macrismo; y (ii) el proyecto de país industrial con justicia social del kirchnerismo.

“El modelo de Macri es India”

Las dos definiciones más claras del macrismo para las PCyTs fueron: (i) que se iban a continuar con las mismas PCyTs, porque los gobiernos kirchneristas habían hecho bien las cosas en CyT; y (ii)“Basta, basta, basta, el modelo de Macri es India. La Argentina es un país de servicios, basta de industrias, vamos hacia un modelo agroexportador y de servicios”, según la afirmación de la vicepresidenta de la Nación. Como observarán los lectores, (i) y (ii) se excluyen. Por eso los analizamos por separado.

Con referencia a (i), lo que explica el éxito de las PCyTs del kirchnerismo –aquello que se supone que el macrismo dice que quiere sostener– fueron la definición del papel protagónico del Estado en el impulso de líneas estratégicas con resultados disímiles –nuclear, espacial, telecomunicaciones, algunas líneas de biotecnología, automotriz, electrónica de consumo, producción pública de medicamentos– y la inversión pública en CyT de manera incremental a lo largo de los años.

Es decir, el argumento (i) del macrismo en los hechos es una falacia. Los hechos son elocuentes. Es imposible copiar las PCyTs del kirchnerismo despidiendo personal en ARSAT, Fabricaciones Militares y FAdeA. El rumbo actual deriva en un ministerio de ciencia (sin tecnología ni innovación productiva) preocupado en promover una ciencia –de calidad en el mejor de los casos– desconectada de la realidad socioeconómica. Es decir, por un lado, política científica y, por otro lado, política tecnológica. En lugar de inversión para promover procesos de cambio tecnológico y producción de conocimiento útil que impulsen el desarrollo, la política científica se concentraría en gasto público para promover ciencia ornamental de calidad para la vidriera. Nada nuevo. Se trata de un rasgo estructural de la ciencia argentina y latinoamericana que la gestión kirchnerista había comenzado a transformar. En cuanto a la política tecnológica del macrismo, los indicios hasta la fecha indican que tiende a una frase: “La tecnología se compra en el Norte”.

Si nos olvidamos de (i) y creemos que el macrismo se orienta hacia (ii) –el modelo a seguir es India–, también colisionamos con serias inconsistencias. En un artículo titulado “¿Es India el modelo para la Argentina?”, Loizou y De la Vega analizan la afirmación de la vicepresidenta. Los autores explican que India, como caso exitoso basado en servicios, oculta rasgos nada atractivos: “Allí viven casi 1.300 millones de personas, el 53% es pobre (viven con menos de 3,10 dólares por día), mientras que en la Argentina, en el primer semestre de 2015, la pobreza era del 19,7% (CIFRA-CTA). En 2014, el ingreso per cápita en la India fue de 1.570 dólares, y en la Argentina, de 13.480 dólares (en moneda corriente, según el Banco Mundial)”.

Y agregan Loizou y De la Vega que, “si se considerase con seriedad lo de ‘ser un país de servicios’, no se aclara si lo que se desea es una plataforma de call centers, con salarios bajos y precarización laboral; o vender al mundo servicios de alto valor agregado al modo de lo que hace una empresa de ingeniería como la española SENER”. La última variante supone un país con una robusta plataforma de CyT, algo que, según nuestro análisis, parece estar fuera del alcance ideológico del macrismo. Lo que concluyen estos autores es que, detrás del eslogan “país de servicios”, lo que se está promoviendo sin decirlo es “que la Argentina se concentre en tareas que se deslocalizan en el mundo desarrollado para que sean llevadas a cabo en países con bajos salarios y a condición de que permanezcan así”.

Tanto la falacia sostenida en el punto (i) como el proyecto de país con exclusión implícito en el punto (ii) convergen en una estructura productiva que no necesita conocimiento ni tecnología para la resolución de problemas locales. Por eso el macrismo solo habla de ciencia (sin tecnología) y alude a una supuesta “comunidad científica” desvinculada de problemáticas nacionales. Citemos, como ejemplo, al ministro Barañao en una entrevista radial: “En general, no se han notado demasiados cambios acá [el MINCyT], lo cual es celebrado por la comunidad científica, que tenía miedo de que hubiera justamente una de las tantas discontinuidades que han afectado a la ciencia en su historia”. Este ministro parece considerar que un proyecto neoliberal refundacional no significa una discontinuidad para la ciencia, ni tampoco se considera interpelado por los despidos y el desmantelamiento de proyectos tecnológicos paradigmáticos del período político anterior.

¿Qué cosa es un Estado neoliberal en el sur?

La consolidación de lo que podríamos llamar una “democracia neoliberal del sur” niega el papel protagónico del Estado en general y, en particular, también niega el papel del Estado como motor de la “sociedad del conocimiento”, expresión utilizada durante la campaña electoral por la alianza Cambiemos. Por eso hablamos de “neoliberales del sur”. Porque los neoliberales del norte, aun para diseñar políticas que dan prioridad a la economía financiera, no dejan de aceptar la inversión pública en tecnologías de punta. En las economías avanzadas, Estado y corporaciones económicas son aliados, como lo demuestran autores como Fred Block, Mariana Mazzucato y Robert Wade, entre otros.

Este no es un aspecto marginal, sino un objetivo prioritario de los países centrales, dado que los mercados de tecnología son la condición de posibilidad para los flujos financieros. Como explica David Harvey en un libro de 2014, “la cultura capitalista se obsesionó con el poder de la innovación. La innovación tecnológica se transformó en un objeto fetiche del deseo capitalista”. Este fantástico negocio de las economías industriales avanzadas, respaldado en ocasiones por la regulación de sus Estados, “tiende a favorecer a las grandes empresas, porque los costos para cumplir con las regulaciones generalmente disminuyen con la escala de operación”.

Se puede innovar para crear empleo, calificación y equidad, o se puede innovar para disciplinar a la clase trabajadora y producir concentración de la riqueza; los “vendavales de destrucción creativa” –según la famosa expresión de Schumpeter– que desencadenan las dinámicas de innovación pueden ser fuente de nuevas oportunidades y de desarrollo social, pero también pueden ser causa de descalificación laboral y de creación de valor espurio. El redimensionamiento de oportunidades que hizo posible la revolución de las TICs, por ejemplo, es funcional a esta segunda opción. Este es el grado cero del neoliberalismo del norte: para que sea posible el juego de la especulación financiera y se puedan fabricar grandes burbujas de valor ficticio es necesario que haya mercados dinámicos y verosímiles y fronteras tecnológicas en expansión.

En este sentido, los neoliberales del sur no juegan en las grandes ligas. La tecnología ocurre en otra parte. Al contrario, reciben órdenes de jueces distritales como Griesa, que a su vez reciben órdenes de los neoliberales del norte. Y un postulado de los neoliberales del norte –compartido con las políticas exteriores de sus países– es que hay que desalentar por todos los medios, a través de la diplomacia formal e informal o las presiones que pueden ejercer los organismos de gobernanza global –FMI, OMC, ONU, OIEA, etc.–, que los países de las periferias aspiren a acumular capacidades científico-tecnológicas, porque entonces dejarían de comprar valor agregado a los países centrales y sus territorios serían refractarios a la inversión extranjera directa, que complementa y abre numerosas puertas a los flujos de especulación financiera.

Un indicio elocuente es el hecho de que el Estado argentino se haya puesto en manos de CEOs de subsidiarias de empresas transnacionales –lo que Raúl Zaffaroni caracterizó como “colonialismo corporativo”–, es decir que se haya transformado el sector público en una extensión administrativa de la inversión extranjera, abrumadoramente extractiva, financiera y ensambladora, modelo que está en las antípodas de la sociedad del conocimiento.

Salto cualitativo del proyecto de industrialización

Entre las limitaciones de las PCyTs del período 2003-2015 resultó evidente la consolidación de un desdoblamiento. Por un lado, un ministerio de ciencia –el MINCyT, creado a finales de 2007– que se esforzó por incorporar la variable tecnológica y la vinculación público-privada. Por otro lado, un ministerio de tecnología –el MINPLAN–, que albergó las políticas nuclear, de telecomunicaciones y, sobre el final, la política espacial. Y también hubo iniciativas de PCyTs total o parcialmente desconectadas en otros ministerios: producción pública de medicamentos en el Ministerio de Salud; el desarrollo de aviones, vagones y barcos en el Ministerio de Defensa; o algunas iniciativas en biotecnología en el Ministerio de Agricultura. Este desdoblamiento es el que hace posible que hoy el MINCyT se desentienda, sin consecuencias aparentes, de los proyectos tecnológicos dependientes de otros organismos públicos.

Es decir, a medida que el gobierno kirchnerista apoyó a las actividades de CyT, se lograron resultados y se consolidaron tendencias, también se comenzó a poner de manifiesto la falta de coordinación de las PCyTs a escala nacional. El MINCyT fue incapaz de activar mecanismos institucionales disponibles o diseñar otros nuevos para acompañar el crecimiento del sector con la construcción de conexiones y sinergias interministeriales. Por el contrario, este ministerio fue consolidando una dinámica de relativo aislamiento.

Citemos un ejemplo. Cuando en el plan presentado en 2012 por el MINCyT se afirma que se apuntará al “desarrollo de autopartes en base a materiales nanocompuestos de menor peso y mejores características mecánicas” y, simultáneamente, una mirada al texto dedicado al sector automotriz y autopartista presentado por el Plan Estratégico Industrial 2020, también en 2012, muestra que la única mención a la nanotecnología se reduce a un programa del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) –“Programa INTI Micro y Nanotecnología del Bicentenario para el Desarrollo de la Industria Microelectrónica”–, aclarando que se centrará en “el diseño de circuitos de alta complejidad”, resulta manifiesta la ausencia de coordinación de ambos planes estratégicos.

Estas limitaciones en el desempeño del MINCyT durante los últimos años del período kirchnerista es una de las razones que explican por qué el proyecto presidencial de Daniel Scioli aceptaba que era necesario reformular el papel estratégico del MINCyT para que lograra concretar un salto cualitativo en la PCyT de escala nacional, tanto en las capacidades de coordinación como en la orientación productivista. Y la persona elegida para esta transformación era Daniel Filmus, no Lino Barañao. Un político en lugar de un científico. Desde la perspectiva del Frente para la Victoria, el ciclo político de Barañao al frente del MINCyT estaba concluido. Para muchos con balance positivo, pero concluido.

Para los próximos cuatro años se proyectaba consolidar la coordinación con otros ministerios, profundizar el apoyo a las pymes, impulsar las ciencias sociales para hacer el balance de lo aprendido en los 12 años anteriores y producir diagnósticos de la realidad socioeconómica, continuar con las líneas de desarrollo de tecnologías estratégicas y otras nuevas, diversificar los programas para promover emprendimientos público-privados, crear un “Banco de Desarrollo” que tomara como modelo el BANDES brasileño, etcétera.

Keynesianismo para ricos, monetarismo para pobres

El grupo selecto de países centrales utiliza su influencia sobre las reglas de juego de la economía global para sostener economías diversificadas, tejidos organizacionales densos y diseños institucionales y regulatorios que facilitan la circulación de información, los procesos de aprendizaje y el impulso de dinámicas de innovación y cambio tecnológico. El resultado final son actividades económicas de competencia imperfecta, propias de los mercados oligopólicos, retornos crecientes y salarios altos. Y cuando estas economías instalan subsidiarias o favorecen operaciones financieras en las periferias, responden a su propia estrategia de negocios, nunca a las lógicas de acumulación de los países receptores.

El economista coreano Ha-Joon Chang muestra que, desde el llamado Consenso de Washington, los marcos regulatorios globales se han orientado a dificultar que los países de las periferias utilicen las medidas de políticas industriales y tecnológicas –protección de sectores nacientes, regulación laxa sobre la protección de la propiedad intelectual, fomento de la ingeniería inversa– que hicieron posible desarrollarse a los países que hoy presentan economías avanzadas. Para Chang la política macroeconómica global tiende al “keynesianismo para los países ricos y monetarismo para los pobres”.

En el mismo sentido, el economista noruego Erik Reinert lo pone en estos términos: “Los retornos crecientes producen poder sobre el mercado: en gran medida pueden influenciar el precio de lo que se vende”. Esto es lo que se llama “competencia imperfecta”, que caracteriza a los mercados oligopólicos. Por estas razones, desde el siglo XVII por lo menos, el concepto de “manufactura” estuvo asociado a cambio tecnológico, retornos crecientes y competencia imperfecta.

En el otro extremo están las actividades que producen “retornos decrecientes”, asociadas al tipo de producción que, después de un cierto umbral de expansión, no logra que más unidades del mismo insumo –capital o trabajo– aumenten los volúmenes de producción. Las actividades de retornos decrecientes vienen combinadas con la dificultad de diferenciación del producto: la soja, el petróleo o el litio no tienen marca, mientras que, en el caso de un auto o de un teléfono celular, la marca es decisiva. Retorno decreciente y no diferenciación del producto explican lo que los economistas llaman “competencia perfecta” o “competencia de commodities”.

Es decir, los retornos decrecientes están asociados a la competencia perfecta, que ocurre cuando el productor no puede influir en el precio de lo que produce. “Enfrenta un mercado ‘perfecto’ y literalmente lee en el diario lo que el mercado está dispuesto a pagar”, explica Reinert. Esta es la situación típica en los mercados de productos agropecuarios o mineros. Reinert concluye que “los mercados perfectos son para los pobres”.

Por esta razón, desde la perspectiva de las economías semiperiféricas que buscan industrializarse, como la argentina, son imprescindibles tres condiciones. La primera, un Estado inteligente, robusto y con la legitimidad política para disciplinar a los poderes fácticos –los que nadie vota– que sea capaz de construir entornos institucionales y regulatorios sistémicos –como contención a los procesos de desorden inducido por la inversión extranjera directa y los flujos financieros–, que invierta en sectores estratégicos y, a falta de una burguesía nacional, que lidere la creación de espacios de rentabilidad para las empresas nacionales a cambio del cumplimiento de metas.

La segunda condición, un empresariado convencido de que hay que diversificar la estructura productiva. Como explica Reinert, “las actitudes humanas y las instituciones son más el producto de los modos de producción que a la inversa”. Esta observación está en la base de un aprendizaje clave de las potencias económicas: que “la industrialización cambia actitudes e instituciones”. Aldo Ferrer aborda esta misma cuestión cuando explica que “el empresariado es una construcción política”. Como finalmente el desarrollo económico significa el acceso y dominio de las tecnologías necesarias, la demanda de tecnología y conocimiento de la industria es la que estructura la conformación de un sistema nacional de desarrollo e innovación.

Finalmente, frente al amplio repertorio de presiones que enfrenta un país semiperiférico que se propone alterar el lugar que se le asignó en la rígida jerarquía de la división internacional del trabajo, la tercera condición es una política exterior consistente con el proyecto de desarrollo económico, con la búsqueda de socios confiables y con intereses comunes. Para un país semiperiférico, este objetivo codifica la noción de soberanía como una medida de la capacidad negociadora que puede construir un Estado semiperiférico para favorecer sus políticas de desarrollo. Y la soberanía tecnológica es un componente crucial.

Por eso, cuando hablamos de la empresa ARSAT, para poner un ejemplo hoy cuestionado, no estamos hablando únicamente de la construcción de satélites, sino que nos referimos a un nodo de una red tecnoeconómica mayor, en la que debe considerarse: (i) la apertura de carreras de ingeniería en electrónica y telecomunicaciones en muchas universidades públicas; (ii) muchas pymes nacionales que, como proveedoras del proyecto ARSAT, aprenden a incorporar tecnologías avanzadas para mejorar su desempeño, crecer y generar puestos de trabajo calificado y diversificarse con este nuevo conocimiento a otras ramas de la producción; (iii) la disposición de una plataforma de telecomunicaciones para que empresas nacionales puedan prestar servicios a otros países de la región; (iv) la posibilidad, a mediano plazo, de exportar satélites a países en desarrollo; (v) el avance en la equidad en los servicios de telefonía o Internet, para ayudar a mejorar, por ejemplo, las economías regionales o la calidad educativa, y (vi) una mayor influencia regional y una posición negociadora más sólida –en autonomía y prestigio– en los foros internacionales de telecomunicaciones.

Por todas estas razones, los países ricos fabrican sus satélites y no los compran. Porque es más barato: permite ahorrar divisas, crear fuentes de trabajo calificado, diversificar la estructura productiva, desarrollar capacidades organizacionales, incrementar la autonomía tecnológica, exportar valor agregado y, en conjunto, fortalecer la influencia regional y global para ganar acceso a segmentos de mercados de alto valor agregado. Un kilo de soja ronda los 50 centavos de dólar y un kilo de satélite podríamos estimarlo en 10 mil dólares. Es irrefutable que no es lo mismo vender soja que satélites.

La Argentina se encuentra en una encrucijada. El gobierno actual, con un proyecto económico refundacional no explicitado, se concentra en clausurar políticas públicas –lo que suponen dilapidar cuantiosas inversiones ya financiadas por la sociedad argentina– y fomentar la inversión extranjera –mayormente financiera y extractiva–, hasta la fecha se ha orientado a medidas que favorecen al campo y asfixian a la industria, especialmente a las pymes, que representan hoy el 44% del producto bruto de la Argentina y son la principal fuente de trabajo formal y genuino, según el ex ministro de Economía Axel Kicillof. Hasta la fecha, desconociendo los postulados más elementales que justifican nociones como la de “sociedad del conocimiento”, no parece hacerle falta a este proyecto de país ni tecnología ni conocimiento.

Autorxs


Diego Hurtado:

Doctor en Física y profesor de Historia de la Ciencia y la Tecnología en la Escuela de Humanidades de UNSAM. Ex secretario de Innovación y Transferencia en UNSAM y presidente de la Autoridad Regulatoria Nuclear. Integra el Directorio de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica del MINCyT.