Una teoría del Estado para la democracia argentina

Una teoría del Estado para la democracia argentina

A partir de algunos de los hechos políticos y sociales más destacados de los últimos cuarenta años, el autor reflexiona sobre el desempeño de los Estados y del abordaje que este accionar ha tenido en el marco de la producción académica.

| Por Luciano Nosetto |

Más de una vez sostuvo Eduardo Rinesi que la Argentina de los años ochenta dedicó los mayores esfuerzos de su imaginación política a pensar la transición a la democracia, soslayando sin embargo la reflexión sobre el Estado. Si bien los monográficos de Guillermo O’Donnell sobre el Estado burocrático autoritario y de Oscar Oszlak sobre la formación del Estado argentino se producen entre mediados del ’70 e inicios del ’80, lo cierto es que, a poco de andar la nueva década, el desafío de transitar a la democracia termina atrayendo la mayoría de los esfuerzos intelectuales de la época. De allí que Cecilia Lesgart pueda afirmar que “la transición a la democracia sustituyó las reflexiones sobre el Estado latinoamericano” (2003: 64). Esta marca de origen explicaría en parte el hecho de que, cuarenta años después, contemos con robustas y sopesadas teorías de la democracia, pero que nos cueste todavía articular una teoría del Estado consistente.

Con esto no queremos decir que el Estado no haya sido objeto de atención. No faltará quien recuerde el contundente libro de Eduardo Luis Duhalde, escrito sobre el fin de la dictadura y publicado en 1984 bajo el título de El Estado terrorista argentino. En este libro, dedicado a describir la estatalidad emergente de la última dictadura, Duhalde indicaba que, durante el siglo XX, el Estado de derecho liberal-burgués había sido sucesivas veces desplazado por un Estado de excepción militar. La novedad de 1976 venía dada por el hecho de que ese Estado de excepción abrió paso a un Estado terrorista, basado en el despliegue sistemático de una faz clandestina y en el ejercicio del terror como método y práctica permanente (2014: 249). Con su detallado análisis, el Duhalde que décadas después ocuparía la titularidad de la Secretaría de Derechos Humanos buscaba “aportar a la lucha por el derrocamiento de la dictadura” y “evitar sus formas oscuras de supervivencia” (2014: 238). Alcanza con pensar en la violencia ejercida hoy por las fuerzas de seguridad en los barrios populares o en sus calabozos para constatar, a cuarenta años del libro de Duhalde, que el Estado argentino sigue todavía lidiando con esas oscuras formas de la clandestinidad y el terror.

Décadas después del libro de Duhalde, Silvia Schwarzböch publicaría un resonante libro, titulado Los espantos. Allí se argumenta que tan pregnante es el legado del gobierno militar en nuestro tiempo que, más que de “democracia”, convendría hablar de “posdictadura”. Si bien es difícil aplicar este diagnóstico al régimen político (pues a todas vistas hemos pasado de un régimen autoritario, de comando militar, a un régimen democrático, de elecciones libres y regulares), lo cierto es que, en relación con el Estado, no son pocas las personas que siguen reconociendo, en la sombra que proyecta, el espectro de la dictadura.

Si la década de los ochenta estuvo marcada por las reflexiones sobre la transición a la democracia, la década de los noventa fue en gran medida el tiempo de pensar la reforma del Estado. La caída del Muro de Berlín marcaba por entonces el clima de época. La crónica interesada solía insistir (y todavía lo hace) en el hecho de que, caído el muro que separaba planificación estatal de libre mercado, las masas liberadas habrían acudido en tropel a refugiarse en los brazos del mercado: nadie pareció sentir que sería en el Estado donde encontraría su liberación. En igual sentido parecía moverse un mundo que, por entonces, celebraba la internacionalización de la producción y los intercambios, y que encontraba en los Estados no más que obstáculos que trasponer.

Con esto no queremos decir que el Estado no haya contado con su debida defensa. No faltará quien señale el relevante libro de Daniel García Delgado, escrito a contracorriente en el mejor momento de la convertibilidad y publicado en 1994 bajo el título de Estado y sociedad. La nueva relación a partir del cambio estructural. Este libro ofrecía una modelística de la relación Estado-sociedad en la Argentina, que permitía sondear la hondura de las reformas en curso, describiendo en ellas una retracción estructural de la participación popular en la economía, en la vida política, en la acción social y en la producción cultural. Contra estas tendencias regresivas y antipopulares, no eran pocos los que llamaban a no tirar al Estado por la borda. Pero lo cierto es que la reivindicación finisecular del Estado de Bienestar se enfrentaba con un clima cultural que desconfiaba de todo poder estatal y con un clima de opinión que se inclinaba por las reformas neoliberales en curso.

Décadas después, Sebastián Abad y Mariana Cantarelli reflexionarían sobre el desprestigio que había alcanzado al Estado argentino hacia fines del siglo XX. Al preguntarse por la subjetividad de quienes habitaban el Estado en roles directivos o de gestión, Abad y Cantarelli identificaban en esta época la expansión de un discurso técnico, vinculado con los modos de legitimación propios del sector privado y orientado por los principios de austeridad y eficiencia. Esa subjetividad neoliberal entonces preeminente estará llamada a perdurar hasta nuestro tiempo (2013: 41-44).

En el marco de un Estado profundamente cuestionado en la legitimidad de sus intervenciones, las ciencias sociales se abocaron a los estudios de administración y políticas públicas, dando lugar a una proliferación de investigaciones sobre las diversas políticas sectoriales, sobre la especificidad de los gobiernos locales y sobre las capacidades estatales (Castellani y Sotwer, 2016). Esta especialización de la ciencia política y social en estudios sectoriales, subnacionales y técnicos no redundó en una comprensión teórica renovada sobre el sentido y rol del Estado.

Si el fin de siglo parecía coincidir con el fin de la era de la estatalidad (o, cuanto menos, con su reducción a un Estado mínimo), lo cierto es que una serie de acontecimientos globales terminaría por cuestionar las evidencias en este sentido (Actis y Creus, 2020: 39). En primer lugar, el atentado a las Torres Gemelas del 2001 tendría por respuesta una reacción norteamericana por fuera de los organismos multilaterales de la gobernanza mundial. El accionar norteamericano en Afganistán, en nombre de los Estados Unidos y por fuera del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, puso entre paréntesis el orden mundial liberal consolidado tras la caída del Muro de Berlín. En segundo lugar, la quiebra de Lehman Brothers en 2007 puso también en movimiento una respuesta estatal a la crisis financiera. El salvataje provisto por los Estados Unidos al sistema bancario y financiero norteamericanos puso en entredicho las virtudes autorregulatorias de los mercados globales. En tercer lugar, el desencadenamiento de la pandemia de Covid en 2019 encontró inermes a las estructuras regionales y multilaterales de salud, y demostró que el bienestar de las diversas poblaciones mundiales depende en gran medida de la eficacia de sus respectivos Estados en la provisión de bienes públicos.

Si, a nivel planetario, estos tres acontecimientos sistémicos pusieron en aprietos los discursos sobre el fin de la estatalidad, en los casos latinoamericanos, este clima de época estaría acompañado por una creciente protesta social antineoliberal, que preludiaría el ascenso de gobiernos de corte nacional-popular o progresistas, proclives a una revitalización del Estado. En la Argentina, el proceso de reconstrucción de lo público, como salida del estallido de diciembre de 2001, no fue acompañado por una teoría del Estado consecuente. Es que, si los actores protagónicos del cambio de ciclo argentino parecían ser los movimientos sociales, mucho más que los partidos políticos o el mundo sindical, gran parte de los esfuerzos teóricos apuntaron a preguntarse cómo preservar la inventiva y la fuerza transformadora de esos movimientos ante la amenaza de captura y neutralización de parte de las instituciones públicas. Resonaban todavía por entonces las palabras del Subcomandante Marcos y el ideario del Ejército Zapatista de Liberación Nacional de Chiapas. En este marco, parte significativa de los esfuerzos de la sociología y la teoría políticas se dedicó a problematizar la relación de los movimientos sociales con el Estado, en términos que oscilaban entre la cooptación y la represión (Svampa y Pereyra, 2004).

Esta línea de reflexiones mostró evidentes afinidades con los desarrollos contemporáneos de una filosofía europea que apuntaban a una reivindicación de lo político a distancia de las instituciones de la política. Para la época, ganó circulación todo un conjunto de pensadores identificables con las corrientes del posestructuralismo y el posfundacionalismo, que elogiaban el carácter crítico y transformador de lo político, denunciando al mismo tiempo el carácter esterilizante y conservador del Estado (Marchart, 2009). La nutrida relectura de filósofos ya consagrados, como Michel Foucault, Gilles Deleuze y Jacques Derrida, se completaba en nuestro medio con la amplia circulación de producciones recientes de pensadores como Giorgio Agamben, Toni Negri y Jacques Rancière. En todos los casos, la política transformadora era algo que parecía suceder por fuera de la lógica del Estado, que se presentaba como máquina de captura de toda innovación y de normalización de toda disidencia.

Es falso decir que estas novedades europeas hayan sido recibidas de manera acrítica. Más bien, en varios casos dieron lugar a hondas y creativas reflexiones sobre la política y el Estado argentinos. No faltará quien traiga a la memoria el volumen colectivo Estado: perspectivas posfundacionales, compilado por Roque Farrán y Emanuel Biset. En lo que constituye el ejercicio teórico más lúcido y sistemático en su género, estos autores señalan que las perspectivas posfundacionales se vuelven interesantes allí donde el Estado se corre del centro de escena y donde comienzan a pensarse los modos en que las prácticas estatales producen subjetividades, espacialidades y temporalidades diversas (2017: 22-23). Al destrabar de este modo la productividad política del pensamiento posfundacional, el Estado como objeto teórico resultaba desmultiplicado en la infinidad de sus intervenciones.

Hacia fines de la primera década del siglo XXI, un conjunto de investigadores jóvenes, provenientes de la sociología y la ciencia política, comenzaron a manifestar la insuficiencia de las nociones de represión y cooptación al momento de pensar la intervención estatal y su vínculo con la protesta social. Hasta entonces, la teoría política producida en los claustros y en los movimientos sociales insistía en la reivindicación de formas organizativas autónomas en detrimento de las instituciones estatales. Llevado a sus términos más abstractos, se trataba de contraponer dos tipos de relación social: la organización y la institución. Una rápida consulta a Max Weber permite decir que, mientras la primera supone la libertad de los individuos de afiliarse y desafiliarse, la segunda resulta imperativa para todos aquellos que habitan un determinado territorio. Contraponer entonces “organización” a “institución” implica valorar aquellas relaciones sociales que reconocen la autonomía de los sujetos organizados por fuera de todo vínculo imperativo.

Ahora bien, en un contexto marcado por la recuperación económica y social, el gobierno del Estado retoma parte de las agendas de los movimientos sociales, al tiempo que incorpora parte de sus cuadros a la gestión pública. En este marco, aquellas organizaciones que abrevaban de un ideario nacional-popular no encontraron mayores obstáculos en sumarse a un proyecto político que reconocía en el Estado un ámbito de universalización de los derechos reivindicados (Pacheco, 2019: 91). Este reencuentro de varias organizaciones sociales con el Estado fue reconocido por una serie de estudios que tomaban nota del resquebrajamiento del consenso antiestatal de las décadas precedentes. Los desarrollos de Martín Cortés sobre el vínculo movimientos-Estado acompañaron sopesados estudios de caso, como el desarrollado por Luisina Perelmiter sobre el Ministerio de Desarrollo Social, el de Agustina Gradín sobre el Movimiento Barrios de Pie o el de Francisco Longa sobre el Movimiento Evita.

El resquebrajamiento del consenso antiestatal vino también de la mano de quienes se incorporaron a la gestión del Estado, desde proveniencias académicas, intelectuales y militantes identificables con el universo de las izquierdas. Ilustrativo en este sentido es el libro Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución, de Javier Trímboli. Ya sobre el fin de los gobiernos kirchneristas, este libro reflexiona sobre el alcance de las transformaciones políticas impulsadas desde el Estado. Trímboli no tiene problemas en admitir la caracterización de Schwarzböch de un tiempo espectral, marcado por la continuidad de la dictadura por otros medios. Es cierto que, conforme este diagnóstico, el ideario revolucionario aparecería como algo de otro planeta. Sin embargo, en una metáfora astrológica, Trímboli llama a identificar que el tiempo kirchnerista estuvo marcado por el signo de aquel planeta lejano que sería la revolución. E invita entonces a pensar el asunto en términos, si no llanamente terrenales, cuanto menos sublunares. En ese registro, reflexiona sobre los modos de habitar el Estado y sobre las experiencias de innovación y transformación social que pudieron producirse desde las mismas agencias públicas.

No faltaron quienes vieron un problema en esta contaminación entre los idearios del Estado y la Revolución. La más honda de todas las intervenciones vino de parte de Jorge Dotti, quien señaló los peligros de la faccionalización del Estado, de erosión de su capacidad de garantizar la normalidad y de pérdida de la autoridad pública. Sin caer en el denuncismo hiperbólico propio de los ecosistemas opositores de la época (que reconocían por todos lados los fantasmas de la ilegalidad permanente, el autoritarismo y la violencia política), Dotti advertía sobre los efectos lesivos de la estatalidad propios del “revolucionarismo populista” (2009: 283-284).

La tercera década del siglo XXI comienza con el desafío tremendo de la pandemia de Covid-19. Si durante las primeras décadas del nuevo siglo los Estados latinoamericanos habían logrado mejoras significativas en términos de crecimiento económico e inclusión social, lo cierto es que el bienio pandémico asestó un golpe durísimo en los indicadores regionales, dejando una cicatriz que permanecerá durante un tiempo todavía indefinido (Kessler y Benza, 2021).

En este contexto tremendo, la pandemia trajo al primer plano los desempeños estatales al momento de garantizar la salud de sus respectivas comunidades, poniendo a prueba tanto la autoridad del Estado al momento de aplicar las medidas de aislamiento y prevención como sus capacidades institucionales en la atención sanitaria y en la obtención y distribución de vacunas. Testigo involuntario del desempeño argentino fue Álvaro García Linera, asilado político en nuestro país tras el golpe en Bolivia de noviembre de 2019. En el marco de su exilio porteño, García Linera impartió una serie de cursos y conferencias en los que sistematizó sus reflexiones de largo aliento en torno al Estado. Su experiencia como militante político y vicepresidente boliviano dio lugar a una producción teórica en lo relativo al Estado que produjo una auspiciosa renovación de la teoría crítica local. En este sentido, el rastreo ofrecido por Andrés Tzeiman en su libro La fobia al Estado en América Latina permite inscribir el aporte de García Linera en la genealogía del pensamiento latinoamericano sobre dependencia y desarrollo.

Yendo entonces a García Linera, su comprensión del Estado como momento de condensación del flujo político de las sociedades habilitó a pensar el pasaje de una forma estatal oligárquica y racista a una forma estatal socialista y comunitaria. Sin desconocer las tensiones entre el carácter unificador del Estado y el pluralismo de los movimientos sociales, García Linera invita a recuperar un pensamiento emancipador y estatal al mismo tiempo (2022: 409-410).

A resultas de este panorama, nuestro país inicia su quinta década democrática con una serie de hondos interrogantes epocales. A la incertidumbre respecto del ciclo político que se abra como resultado de las elecciones democráticas del 2023 se suma la incertidumbre respecto de la capacidad transformadora de un Estado cuyo deceso se proclamaba al iniciar el ciclo democrático y que, sin embargo, parece haber resucitado al tercer decenio.

A resultas de este recorrido, queda claro que la discusión sobre el Estado argentino lejos está de ser un asunto saldado. Y precisamente por esto, tras cuarenta años de discusiones sobre la democracia, la reflexión sobre el Estado resulta hoy un campo mucho más fértil de elaboración teórica y política. En este zurcido de discusiones, que Leonardo Eiff presenta magistralmente en un reciente capítulo, puede reconocerse el efecto irradiador de, cuanto menos, tres perspectivas. Por un lado, aquella que identifica al Estado como maquinaria de represión y captura, presta a vampirizar toda inventiva social. Por otro lado, aquella que comprende al Estado como escenario de disputa entre proyectos hegemónicos y como instrumento de transformación social. Finalmente, aquella que atribuye al Estado la autoridad de apaciguar el conflicto y representar lo universal. Lo más interesante de este debate no saldado es que, con seguridad, una teoría del Estado para la democracia argentina habrá de tomar nota de las verdades contenidas en cada una de estas perspectivas.

Bibliografía de referencia

Abad, Sebastián y Cantarelli, Mariana (2013), Habitar el Estado. Pensamiento estatal en tiempos a-estatales. Buenos Aires: Hydra.
Actis, Esteban y Creus, Nicolás (2020). La disputa por el poder global. Buenos Aires: CAPIN.
Castellani, Ana y Sowter, Leandro (2016). “Estudios sobre el Estado en la Argentina contemporánea”. En: Ana Castellani, Sebastián Barros y Diego Gantus (coords.). Estudios sobre Estado, gobierno y administración pública en la Argentina contemporánea. Buenos Aires: CLACSO.
Cortés, M. (2010) “Movimientos sociales y Estado en el ‘kirchnerismo’. Tradición, autonomía y conflicto”. En: Ástor Massetti y otros (comps.) Movilizaciones, protestas e identidades colectivas en la Argentina del bicentenario. Buenos Aires: Nueva Trilce.
Dotti, Jorge Eugenio (2009). Las vetas del texto. 2ª edición ampliada. Buenos Aires: Las Cuarenta.
Duhalde, Eduardo Luis (2014). El Estado terrorista argentino. Buenos Aires: Colihue.
Eiff, Leonardo (2023). “Kirchnerismo y estatalidad. Jirones, polémicas, disonancias”. En: Eduardo Rinesi y Leonardo Eiff (eds.). Los lentes de Víctor Hugo. Tomo II. Buenos Aires: UNGS.
Farrán, Roque y Biset, Emanuel (2017), Estado. Perspectivas Posfundacionales. Buenos Aires: Prometeo.
García Delgado, Daniel (1994). Estado y sociedad. Buenos Aires: Norma.
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Kessler, Gabriel y Benza, Gabriela (2021). La ¿nueva? estructura social de América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI.
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Schwarzböch, Silvia (2015). Los espantos. Estética y postdictadura. Buenos Aires: Cuarenta Ríos.
Svampa, Maristela y Pereyra, Sebastián (2004). Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras. Buenos Aires: Biblos.
Trímboli, Javier (2017). Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución. Buenos Aires: Cuarenta Ríos.
Tzeiman, Andrés (2021). La fobia al Estado en América Latina. Buenos Aires: CLACSO IIGG.

Autorxs


Luciano Nosetto:
Licenciado en Ciencia Política y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investigador independiente del CONICET y profesor adjunto de la UBA.