Estudios sobre la relación entre sociedad, poder y territorio

Estudios sobre la relación entre sociedad, poder y territorio

El trabajo aborda los niveles de empobrecimiento de los distintos grupos sociales que participan en el mundo del trabajo y propone pensar el fenómeno desde las múltiples dimensiones que están implicadas.

| Por Gabriela Wyczykier y Eduardo Chávez Molina |

En los cuarenta años de democracia que cumple la Argentina, una frase que se hizo célebre en el discurso público sigue replicándose una y otra vez: “Con la democracia se come, se educa y se cura”. Así, Raúl Alfonsín inauguraba su gobierno en 1983 frente a la Asamblea Legislativa en el Congreso de la Nación. Con ello, daba inicio al período de transición y consolidación de los gobiernos elegidos por el pueblo que han sucedido ininterrumpidamente hasta el presente. El sentido de aquellas palabras puede analizarse de diversas maneras, pero en especial, resonaron como una promesa que animaba un cambio de época donde la igualdad formal se tradujera en la reversión de las significativas transformaciones que la última dictadura militar, con su orientación económica, política y cultural neoliberal, había ocasionado en la estructura social, generando un aumento de la desigualdad social. El siglo XX no se despidió sin embargo con resultados alentadores en aquella dirección. El neoliberalismo continuó impregnando las medidas de gobierno que le sucedieron al primer mandatario en la recuperada democracia, y los términos pobreza, desempleo, vulnerabilidad, precariedad, flexibilización laboral, informalidad nombraron profundas tendencias que afectaron el tejido social. Diversos grupos sociales habían resultado entonces afectados en sus condiciones de vida y bienestar, algunos pocos, sin embargo, experimentaron una suerte contraria obteniendo ganancias para su costal.

La crisis de diciembre del 2001 fue en gran parte el emergente de una situación de hastío, penurias y resignación que gran parte de la sociedad había experimentado. Aquellas políticas promercado recrudecidas en los años noventa resultaron entonces cuestionadas vivamente por actores sociales movilizados que clamaban por cambios en la política y en la economía.

En consonancia con otros gobiernos de la región, el milenio actual se inauguró en nuestro país con un cambio de ciclo político. El gobierno de Néstor Kirchner y los dos mandatos de Cristina Fernández de Kirchner imprimieron a sus gestiones una dirección distinta en varios de sus modelos de intervención público estatal que se diferenciaron de los esquemas noventistas, con una orientación nacional y popular en su prédica y accionar, si bien con una estructura social afectada por los cambios que aquellas políticas neoliberales habían dejado como profundas huellas. El ascenso en 2016 de la Alianza Cambiemos implicó por el contrario una revitalización y profundización de proyectos conservadores en la gestión del Estado dejando secuelas de costosa superación para el gobierno que le sucedió en 2019. De todos modos, derechos de inclusión social y programas de transferencias de ingresos hacia los grupos más vulnerables instaurados durante el ciclo kirchnerista lograron sostenerse. El gobierno de Alberto Fernández navegó entre las correntosas aguas de una complicada herencia legada por su antecesor, la pandemia ocasionada por el Covid-19, y una dirección poco clara de sus políticas dirigidas a resolver problemas clave que afectan a los sectores más desprotegidos y empobrecidos, con un legado singular respecto de gestiones de orientación peronista en el siglo XXI: crecimiento sin distribución.

Aunque los signos políticos se han ido transformando a lo largo del milenio, la desigualdad social perdura con sistematicidad. Como proceso profundamente relacional, requiere ser observada en las diversas dimensiones y aspectos que la caracterizan. En términos más amplios, el capitalismo como modo de acumulación se sostiene en la reproducción de vínculos asimétricos. Más específicamente, las desigualdades deben ser revisadas y reflexionadas en sus múltiples maneras de reproducirse, de manifestarse, de entrelazarse en cada momento histórico y en cada geografía.

Entre los rasgos que han sido persistentes en la reproducción de las desigualdades sociales en la Argentina, los modos de vinculación de los distintos grupos sociales con el mundo del trabajo y su correlación con los procesos de empobrecimiento revisten una importancia clave en una sociedad signada por la heterogeneidad estructural, donde los niveles de productividad de los sectores y las unidades económicas, la incorporación tecnológica, los atributos de las inserciones laborales resultan disímiles y con disparidades profundas. Aspectos apuntados por la literatura tanto para nuestro país como en el resto de la región. En consecuencia, la revisión y reflexión respecto de algunas tendencias acontecidas en el actual milenio nos permitirá advertir continuidades y rupturas en estas condiciones.

La evolución de la pobreza como problema

Un debate continuo en las ciencias sociales y que remite a preocupaciones públicas de suma relevancia para analizar la desigualdad en nuestro país a lo largo de las últimas décadas se liga con la pobreza. Es importante destacar que su medición se produce a través de las Canastas Alimentarias y No Alimentarias, que data de fines de los años ochenta. A ello hay que agregarle los cambios en las metodologías y las intervenciones políticas que desacreditaron la presentación de sus datos públicos, para luego volver a actualizarse, si bien con cambios, desde el 2016 hasta el presente. Por lo tanto, medir y diagnosticar sobre la pobreza es un problema que recrea distintos debates cuando aspiramos a precisar la evolución de este proceso en la Argentina democrática.

Aunque la metodología para construir los datos no permite una comparación plausible, ya que en el período democrático no todos los aglomerados urbanos fueron relevados al mismo tiempo, es posible observar para algunos casos cómo se ha ido desarrollando la pobreza en el país. Principalmente, a partir del año 2003, corrigiendo los años 2007-2015 sobre el cálculo del Índice de Precios al Consumidor (IPC) por intervención del INDEC, y que afectó el cálculo de la Línea de Pobreza (LP).

Gráfico 1. Evolución LP y LI, 2003-2022, total 28 aglomerados.
Fuente: Elaboración propia, según datos Santiago Poy et al 1 ; y EPH-INDEC.

Como se aprecia en el cuadro, ocurrió una ostensible caída de la pobreza en el período 2003-2015, si bien algunos momentos presentan diferencias. Por un lado, luego del elevado pico en sus niveles, en los años 2001-2002 comenzó a desacelerarse el incremento de la pobreza durante el gobierno de Néstor Kirchner, continuando su descenso durante el período de Cristina Fernández de Kirchner, para desacelerarse –si bien con leve aumento– en el segundo trimestre de 2013. Estos niveles disminuyeron en los primeros años del gobierno de Mauricio Macri para comenzar una nueva escalada con los inicios de la crisis macroeconómica, y luego la pandemia del Covid-19 bajo la administración de Alberto Fernández.

Desde la restauración democrática en 1983, destacamos anteriormente, la pobreza no era medida a través de canastas como se hizo desde finales de los años ochenta. Es por esta razón que no presentamos la información para todo el período, porque las comparaciones al respecto solo pueden llevarse adelante para el aglomerado Gran Buenos Aires, si bien con estimaciones que toman en cuenta cambios metodológicos y de instrumentos de medición. Pero lo que sí resulta importante observar con respecto a la pobreza del siglo XXI son los diferentes aspectos que incidieron tanto en su reducción así como también en su ascenso.

Por un lado, la caída de la Línea de Pobreza para el período 2003-2013 fue el fruto tanto de la recomposición del salario por las mejoras expresadas en los convenios colectivos de trabajo y en las paritarias que retornaron su convocatoria año a año, así como también en el aumento de la actividad económica y productiva que impactó favorablemente en los ingresos de la población principalmente asalariada. Un rol protagónico tuvieron las regulaciones estatales, que a través del Ministerio de Trabajo intervinieron en las mejoras de salarios y el aumento del empleo asalariado formal, situación que no se advertía desde que la Encuesta Permanente de Hogares podía registrar estas condiciones en la década de los ochenta. Luego, la morigeración y aumento de la pobreza en el bienio 2013/2015 tuvieron como motivo principal la devaluación de la moneda nacional ocurrida en el 2013, y la disminución de los ingresos percibidos principalmente en la población con inserción en actividades informales y asalariados no protegidos. Para el período 2016-2017, el cambio metodológico sobre todo al aumentar el peso calórico del perceptor adulto, dificulta la comparación con el período anterior en el marco de la “normalización del INDEC”, por lo cual esa disminución relativa de la LP es compleja. El ascenso posterior de los niveles de pobreza en 2018 y 2019 afectó principalmente a los asalariados, particularmente a los no calificados. Los años de pandemia empujaron con mayor crudeza a informales, pequeños empresarios y asalariados no protegidos a esta condición.

Desigualdad y cambios en el mercado de trabajo

Los cambios tal vez más silenciosos, pero no por ello profundos y estructurales, han sido los movimientos sobre el mercado laboral, donde ha fluctuado la composición de trabajadores en aquellos puestos laborales que implican mayor nivel educativo y calificación.

Dentro de esos movimientos estructurales se aprecia en todo el período un cambio de composición laboral, continuo y tendencial. Así, al apreciar la divisoria de empleos protegidos y no protegidos, el mayor cambio se produce en el formal. Cada vez más, el reclutamiento en este tipo de empleos se produce con stock de trabajadores más educados y calificados. Obviamente, el cambio notorio ha sido también en la mayor complejidad en los puestos laborales, lo cual impacta obviamente en la estructura salarial: a mayor calificación y educación, mayores probabilidades de empleo protegido y mejores salariales. Esta situación no genera necesariamente una polarización de ingresos que tendría su fuente en una polarización de empleos, pero sí ocasiona brechas cada vez más acentuadas.

Una de las particularidades acontecidas en las últimas décadas ha sido el aumento de tareas calificadas y con ello de los procesos de automatización, implicando una complejidad en las labores que requieren mayores conocimientos para llevarlas adelante. Al mismo tiempo, se aprecia la sustitución directa del puesto de trabajo que por sus propias características de monotonía y actividad rutinaria puede ser codificado, automatizado y reemplazado directamente.

Esta situación genera en las ocupaciones de baja calificación resultados que agravan los procesos distributivos: pauperización, flexibilización y exclusión. Esta tendencia observada en el mercado laboral argentino podría generar cambios paulatinos configurando en el corto plazo un escenario laboral que obliga a adecuar las calificaciones laborales, previendo que la polarización en los niveles de formación de los trabajadores puede impactar aún más sobre la estructura de ingresos.

Desigualdad y concentración del ingreso: ¿ganadores y perdedores?

Las brechas de desigualdad económica no han sido en consecuencia las mismas a lo largo de las últimas décadas, y ello se encuentra directamente relacionado con los procesos de heterogeneidad estructural, con las orientaciones de las políticas redistributivas y de inclusión acontecidas especialmente en la primera parte del siglo actual. Efectivamente, la evolución de los ingresos generales resultó ascendente hasta el año 2012 principalmente, en consonancia con el crecimiento y las medidas económicas implementadas durante los dos primeros gobiernos kirchneristas. Sin embargo, a partir de ese momento, la tendencia en la evolución de los ingresos reales se desaceleró debido a la creciente inflación y a la devaluación de la moneda argentina en el año 2014. Con el ascenso de la Alianza Cambiemos al gobierno en el 2016 y la reorientación neoliberal de las políticas realizadas, el proceso recesivo en los ingresos se acentuó con una caída considerable en términos reales a partir de 2018.

Al interior de los grupos ocupacionales, es importante remarcar que si bien la mejora en los ingresos ocurrió de modo generalizado, resultaron las clases sociales vinculadas a la producción de bienes las que mostraron una mayor mejora en términos absolutos: los trabajadores manuales de grandes y pequeños establecimientos y los trabajadores por cuenta propia no calificados, que luego de la crisis económica de 2001 y de la salida de la convertibilidad cambiaria habían experimentado una fuerte pérdida en el poder adquisitivo. Sin embargo y en el contexto regresivo que impactó luego en todos los hogares, entre 2016 y 2020 aquellos sectores resultaron los más damnificados. Fruto de las medidas económicas, la crisis financiera y la pandemia de Covid-19, sus ingresos se redujeron en promedio un 35%. Con una virulencia mayor, los trabajadores por cuenta propia no calificados fueron aún más perjudicados al disminuir sus ingresos reales en un 55%. Por ende, si en la primera década del siglo XXI la desigualdad en los ingresos totales y laborales se redujo gradualmente hasta llegar a estancarse, luego la tendencia se revirtió y la desigualdad se profundizó.

Para algunos analistas, este proceso regresivo contribuyó a consolidar un importante proceso de transferencia de ingresos desde el trabajo hacia el capital, provocado por una caída del costo salarial (18,6% entre 2016 y 2022), en el marco de un descenso menor de la productividad que fue del -5,5%. Esta situación se complejizó aún más durante el actual gobierno, cuando el costo salarial se redujo 4,5% y la productividad creció un 0,8%. Conjuntamente, el ascenso de la inflación también condujo a esta transferencia de ingresos con ajustes de precios a favor de empresas monopólicas y oligopólicas (en alimentos por ejemplo predomina esta concentración de la producción y beneficios), reforzando un esquema de ganadores y perdedores donde los trabajadores resultaron perjudicados al sufrir pérdidas de ingresos en detrimento de importantes grupos económicos.

Por lo tanto, el ciclo económico que se inauguró en el 2016 consigna una paradoja preocupante con respecto a la desigualdad: si bien el crecimiento tuvo señales positivas, la regresividad distributiva se instaló como una tendencia problemática, aunque algunas distinciones clave entre las gestiones políticas pueden advertirse. Así, es posible distinguir, de acuerdo con un informe publicado por el CEPA a fines del 2022, la existencia de tres momentos distributivos: primeramente, los asalariados perdieron participación en la etapa de la gestión Cambiemos; luego en la pandemia mejoró aunque temporalmente su situación en el marco de un fuerte retroceso de la economía donde las políticas de protección y transferencia de ingresos instrumentadas por Alberto Fernández lograron que los trabajadores resultaran menos golpeados en relación con los empresarios; mientras en la etapa de la pospandemia el excedente de capital se expandió y mejoró con respecto a los ingresos de importantes sectores de la sociedad en un contexto de significativa reactivación económica.

La persistencia de la desigualdad de género

En el campo de las desigualdades, sostienen autores como Pérez Sainz (2016), las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo se materializan en el mercado laboral, y este proceso se expresa en la dicotomía del trabajo versus el empleo. Este último, a diferencia del primero, se caracteriza por el acceso a un estatuto de garantías no mercantiles. Por ello, cuando predomina el trabajo sin acceso a la seguridad social, y a un conjunto de bienes y servicios que la formalidad promueve, las asimetrías se profundizan.

Un aspecto que se liga con esta dicotomía y ha sido un factor clave entre las variables que suscitan la desigualdad social es el vinculado con el trabajo no remunerado que llevan adelante las mujeres en las diversas tareas del cuidado que realizan en sus vidas cotidianas. Estas actividades no perciben ningún ingreso monetario –o no monetario– como retribución, son consumadas mayormente por las mujeres, y tienen consecuencias directas en las características de la inserción laboral que logran obtener.

Si bien la problemática del género y su relación con la clase social, el trabajo remunerado sin acceso a derechos, y el no remunerado, adquirió cada vez mayor presencia como temática de tratamiento público empujada por las organizaciones y el movimiento feminista en el milenio actual, la persistencia de patrones de desigualdad resulta elocuente. Aunque algunos datos demostraron mejorías en cuanto al acceso de las mujeres al mundo del trabajo, otros tantos traducen inequidades constantes. Ciertamente, de acuerdo con un informe reciente realizado por el Ministerio de Economía de la Nación (Pietro, 2023), la tasa de empleo para las mujeres alcanzó el 47,7%, en el año 2022, resultando la más alta desde los años noventa, mientras que la de desocupación fue de 7,8%, ubicándose entre los valores más bajos desde aquellos años. Sin embargo, el porcentaje de trabajo informal resultó sensiblemente más elevado entre las mujeres asalariadas (39,3%), que entre los varones (36,6%), y solo 1 de cada 10 mujeres entre 55 y 59 años con edad de jubilarse contaba con más de 20 años de aportes, dependiendo por lo tanto de las moratorias otorgadas por el Estado para acceder al beneficio de la seguridad social.

Otras cifras contribuyen a consignar las brechas de desigualdad de género que pueden incidir de múltiples maneras en el tipo de tareas remuneradas que ellas realizan, en el tiempo dedicado a la calificación, a la formación profesional y a las actividades fuera del hogar: las mujeres realizan el 70,2% de todas las tareas de cuidados no remuneradas, mientras que los varones aportan el 29,8%. En consecuencia, ellas dedican alrededor de 6 horas y media diarias a este tipo de trabajo, contra las 3 horas y media aproximadas que dedican los hombres.

La brecha salarial también ejemplifica aspectos a destacar: las mujeres ocupadas debieron trabajar casi 9 días más que los varones para obtener igual retribución en el lapso de un mes. Ello se liga en gran medida con los sectores de actividad en los cuales se insertan con mayor frecuencia. Efectivamente, 4 de cada 10 mujeres se emplean en actividades relacionadas con los cuidados, como el trabajo doméstico (actividad con remuneraciones relativas muy bajas y en condiciones contractuales precarias), la enseñanza, los servicios sociales y de salud, al tiempo que las ramas más dinámicas de la economía se encuentran altamente masculinizadas, porque están integradas mayoritariamente por varones (industria automotriz, de energía, minería e hidrocarburos, construcción).

Es de señalar como un dato favorable en relación con la desigualdad de género en su dimensión laboral, que en la última década las mujeres de sectores sociales intermedios han aumentado su participación en actividades correspondientes a la denominada clase de servicios, a partir de la realización de tareas profesionales, técnicas, de supervisión, así como en la clase de trabajos no manuales rutinarios que se realiza en comercios, en el sector servicios, en tareas de administración. Esta tendencia muestra, en combinación con otros estudios que confirman el incremento de la participación femenina en estudios superiores y con un aumento de la proporción de egresos, movimientos que mejoran las condiciones de acceso al mercado de trabajo y de ingresos (Chávez Molina y Rodríguez de la Fuente, 2021).

Así y todo, gran parte de los análisis sobre la desigualdad consideran que las brechas persistentes en lo que refiere al género suscitan condiciones de pobreza con mayor virulencia entre las mujeres que entre los varones. Al observar la variable ingresos, por caso, ellas están sobrerrepresentadas en los deciles más bajos –6 de cada 10 se ubican entre los de 1 y 4–, mientras para los hombres dicha proporción resulta por el contrario en 4 de cada 10. Las mujeres son mayoría en consecuencia entre los sectores de ingresos más bajos, al tiempo que son minoría (36%) entre los de ingresos más elevados (Igualar, 2022).

Evidentemente, otro aspecto sobresaliente es el proceso de masculinización de la riqueza. Ello se advierte, por ejemplo, en los datos recabados con respecto a la recaudación del Aporte Solidario y Extraordinario para las grandes fortunas que instrumentó el actual gobierno durante la pandemia. De acuerdo con la información oficial de AFIP, de los 10.000 contribuyentes que pagaron al contado, o bien a través de un plan de pagos, solo el 26% eran mujeres, mientras que el 74% restante eran varones. En suma, de cada 4 aportantes, 3 eran varones. Ello confirma la tendencia anteriormente mencionada, donde se aprecia una proporción más elevada de participación de hombres con probabilidades más altas de tener acceso a actividades y bienes económicos que favorecen ingresos más altos, mientras que las mujeres se encuentran representadas en proporciones más significativas entre los grupos sociales con menores ingresos (Ministerio de Economía, s/f).

Para seguir pensando

El análisis de las desigualdades sociales, su tratamiento, acentuación y/o morigeración requiere ser considerado en las múltiples dimensiones en las cuales se presenta en distintos momentos históricos y en diversas latitudes. Las que refieren a condiciones económicas, de ingresos, de inserción ocupacional, ocupan un lugar de suma importancia porque afectan condiciones de vida y bienestar, que han resultado críticas para significativos sectores de la Argentina desde el comienzo del proceso de estabilidad democrática más largo de su historia. Como hemos notado, las tendencias no siempre fueron las mismas, y es posible consignar períodos en los cuales intervenciones públicas que propendieron a la inclusión y a la redistribución del ingreso lograron acotar distancias y brechas. Sin embargo, la oscilación y la reversión de estas tendencias también ocurrieron rápidamente y las medidas económicas y políticas de tinte neoliberal impactaron desfavorablemente en los frágiles procesos redistributivos. Al interior del mundo del trabajo, no todos los grupos ocupacionales sufrieron del mismo modo estos embates, pero los cambios en la tecnificación, la calificación y profesionalización cada vez más requerida por actividades laborales deja a muchos sectores en condición de vulnerabilidad e inequidad profunda. Ello se exacerba aún más en el caso de las mujeres, donde la persistencia de las asimetrías de género puede profundizar estos procesos.

La preocupación pública y académica sobre la pobreza desde la recuperación democrática en 1983 ha tenido varios momentos de mayor presencia en las diversas agendas, así como también etapas de menor preocupación societal. Ello no estuvo ligado a la inexistencia de condiciones de pobreza sino más bien, como ocurriera en los ochenta, a la jerarquía que adoptaron temas como la transición y la búsqueda de justicia ante la barbarie dictatorial. La preocupación pública sobre la pobreza reapareció en los años noventa, como corolario de las transformaciones sociales de carácter neoliberal acontecidas durante la gestión de gobierno de Carlos Saúl Menem, cuyo impacto principal fue la consolidación de una pobreza estructural, por un lado, y el crecimiento de la pauperización de los sectores medios por el otro, con epicentro en la flexibilización de los formatos del empleo.

En el siglo XXI, luego del fuerte impacto que implicó la salida de la convertibilidad y la crisis política derivada de la misma, la pobreza aumentó en valores inéditos, que sin embargo lograron revertirse a partir del crecimiento económico y las mejoras en los procesos distributivos sobre todo en el período 2003-2013. La desaceleración del crecimiento, el cambio de gobierno, la errática política macroeconómica, los resortes distributivos regresivos, más tarde la pandemia, forjaron un contingente de personas que se encuentra en el presente bajo situación de pobreza, con situaciones novedosas y preocupantes que acontecen en el país. Sumado a ello, la concentración de los ingresos y la modificación de los reclutamientos laborales, donde el requerimiento de mejores niveles educativos y el desarrollo de tareas calificadas transforma las condiciones de acceso al empleo formal. Con ello, la situación de la pobreza adquiere nuevas complejidades, sin avizorar claramente condiciones favorables para su disminución.

Bibliografía de referencia

CEPA (2022) “La distribución funcional del ingreso en Argentina: datos al segundo trimestre de 2022”, en https://centrocepa.com.ar/informes/361-la-distribucion-funcional-del-ingreso-en-argentina-datos-al-segundo-trimestre-de-2022
Chávez Molina, E. y Rodríguez de la Fuente, J. (2021). “Clases sociales y desigualdad en la Argentina contemporánea (2011-2019)”, Realidad Económica, Nº 339 Año 51.
Igualar (2022). “La participación de las mujeres en el trabajo, el ingreso y la producción”, segundo trimestre, en https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/2023/01/informe-desigualdad_en_el_trabajo-igualar-segundo_trimestre_2022.pdf
Manzanell, P. y Garriga, C. (2023). “Informe de coyuntura Nº 40”, CIFRA-CTA.
Ministerio de Economía (s/f). Masculinización de la riqueza: el caso del Aporte Solidario y Extraordinario, en https://www.argentina.gob.ar/economia/politicatributaria/observatorio-de-tributacion-y-genero/masculinizacion-de-la-riqueza-el
Pérez Sainz, J.P. (2016). “Globalización y relaciones asalariadas en América Latina. Entre la generalización de la precariedad y la utopía de la empleabilidad”. Trabajo global y desigualdades en el mercado laboral, CLACSO.
Pietro, Sol, et. al. (2023) “Las brechas de género en la economía argentina”, segundo trimestre 2022, en https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/2023/03/las_brechas_de_genero_2do_trimestre.pdf

Autorxs


Gabriela Wyczykier:

Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires. Magíster en Diseño y Gestión de Políticas y Programas Sociales y Doctora en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Argentina). Investigadora Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) e investigadora y docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

Eduardo Chávez Molina:

Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires e investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales. Máster en Política, Evaluación y Gerencia Social y Doctor en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Argentina) y Profesor adjunto de la Universidad de Buenos Aires y Profesor adjunto regular en la Universidad Nacional de Mar del Plata.