La democracia, las campañas y el retorno de la antipolítica

La democracia, las campañas y el retorno de la antipolítica

Mas ande otro criollo pasa Martín Fierro ha de pasar, Nada la hace recular Ni las fantasmas lo espantan; Y dende que todos cantan Yo también quiero cantar.

| Por Rocío Annunziata |

Este 2023 se cumplen 40 años de democracia ininterrumpida y se celebran las décimas elecciones presidenciales desde 1983. Las elecciones son el pilar de la democracia representativa y para nuestra democracia recuperada han funcionado como rituales de reafirmación. Quizá por este rol estructurante en la democracia las elecciones funcionan como un laboratorio de los fenómenos políticos: en cada proceso electoral se reordenan y recrean las identidades, se observa el peso de organizaciones partidarias y liderazgos, se ponen en juego formas de identificación y concepciones sobre lo que significa ser “un político”.

Por eso, una de las constantes pendulares en los procesos electorales de los últimos cuarenta años es la pregunta por la legitimidad de los dirigentes en función de su carácter de insiders/outsiders de la política. Salir de la dictadura implicaba repolitizar la sociedad, fundar una confianza en los políticos profesionales. Luego del estallido de 2001, los representantes tuvieron que encontrar modos de responder al “que se vayan todos”. La pregunta por el rol de la “clase política” reaparece, renovada, en la campaña actual.

“Abrazo a la distancia”

Las décadas de los ochenta y noventa estuvieron marcadas por una presencia fuerte de las identidades partidarias tradicionales. A principios de los ochenta la mayoría de los votantes se identificaba con uno de los partidos tradicionales, y sus identidades partidarias eran incluso heredadas de generación en generación. Había afiliaciones y actos partidarios masivos. Ya durante la década de los noventa se dio un proceso de “dilución de marca” en los partidos, pues el PJ y la UCR implementaron políticas inconsistentes con su marca tradicional, provocaron conflictos intrapartidarios y formaron alianzas con sus rivales históricos (Lupu, 2016). Esto hizo que los votantes se fueran distanciando de los partidos establecidos hasta que el estallido de diciembre de 2001 expresó un rechazo a la “clase política” en su conjunto. Lupu recuerda que “en 1986, el 58% de los argentinos admitieron que se identificaban con los dos partidos establecidos […], el Partido Justicialista […] y la Unión Cívica Radical (UCR). Para 2003, ese número había disminuido a 16%” (Lupu, 2016: 34). En la Argentina, al mismo tiempo que se trataba de instalar una “democracia de partidos” en los términos de Bernard Manin (1998), aparecían los signos de su transformación en una “democracia de audiencia”: los votantes depositaban su confianza en líderes más que en organizaciones y las cualidades personales de los candidatos presentadas ante la opinión pública se volvían más valiosas, en un mundo que se habituaba a la incertidumbre y la imprevisibilidad. En efecto, en los noventa surgieron nuevos partidos a partir de fragmentos de los tradicionales (el Frente Grande, el Frepaso y luego la Alianza), aparecían liderazgos “sin estructura” pero populares en los medios, como Carlos “Chacho” Álvarez, y se ponían de moda los outsiders, cuya celebridad provenía de los ámbitos del espectáculo o el deporte, como Palito Ortega, Carlos Reutemann o Daniel Scioli.

En las campañas más importantes de las primeras dos décadas democráticas se verían estos signos. Por un lado, los candidatos seguían siendo los “candidatos de la UCR o del PJ” y los sellos partidarios se enfatizaban en las estrategias de comunicación. El spot de campaña de Alfonsín en el que se sostenía “Más que una salida electoral, es una entrada a la vida”, pasaba de una habitación oscura a una puerta iluminada que conducía a la imagen de multitudes con los colores y banderas de la UCR. Por otro lado, al mismo tiempo, el liderazgo personal de los candidatos se ponía cada vez más de relieve. Raúl Alfonsín aprovechó las siglas de su nombre para identificarse con la “República Argentina” y se presentó en un spot como “El hombre que hace falta”. Menem popularizó la frase “Síganme, no los voy a defraudar”. De la Rúa se presentaba afirmando “Dicen que soy aburrido”. Existía, sin embargo, una diferencia de estilo: Alfonsín o De la Rúa marcaban su distancia frente al electorado por su rol institucional, mientras que Menem se distanciaba de la ciudadanía porque se presentaba como un salvador. El gesto de saludo con las dos manos unidas hacia adelante que se volvería distintivo de Alfonsín significaba un abrazo, pero un abrazo a la distancia, sin contacto. Menem recorría el país en su “menemóvil” mostrándose casi como una figura religiosa y repartiendo bendiciones y palabras de amor: “los bendigo”, “los amo a todos” (Palermo y Novaro, 1996). Se mostraba como un “piloto de tormentas” (Novaro, 1994) y en sus spots hacía hincapié en estas cualidades extra-ordinarias: “Menem, el que avanza. El que está en todas partes. El que conoce a su pueblo. El que reúne. El que construye. El que esperamos”. De la Rúa, como Alfonsín, aparecía como el que cumplía una función en un marco institucional: en este caso, el de representar un acuerdo histórico entre los principales partidos: “La Alianza es del tamaño de nuestra esperanza, hagámosla crecer”, rezaba uno de sus spots.

“Que se vayan todos”

La crisis de diciembre de 2001 constituyó un punto de inflexión. La desconfianza creciente hacia todo el elenco político ya se había hecho notar en las elecciones legislativas meses atrás, que se hicieron célebres por el llamado “voto bronca” (abstenciones, votos en blanco y votos nulos superaron ese año el 40% del padrón). Si bien es cierto que la crisis dio paso a un vínculo representativo restaurado, y a un reordenamiento del arco político que iría configurando un nuevo equilibrio bipolar entre dos coaliciones, lo cierto que el pedido de “que se vayan todos, que no quede ni uno solo” impactó fuertemente en la oferta política y en el modo de hacer campañas.

Uno de los fenómenos visibles fue la proliferación de nuevas fuerzas políticas que se armaban con fragmentos de las viejas y se re-armaban en cada proceso electoral en torno a líderes que sabían moverse bien en la televisión o que lograban simpatía en las encuestas. Así aparecieron Elisa Carrió, Domingo Cavallo, Ricardo López Murphy, Mauricio Macri creando sus propias fuerzas políticas. Al ARI, Acción por la República, Recrear, Compromiso para el Cambio, seguirían luego la Coalición Cívica, el Frente para la Victoria, PRO, UNA, UNEN, el Frente Progresista, el Frente Renovador, Unidad Ciudadana, el Frente de Todos, Cambiemos, Juntos por el Cambio… Cada proceso electoral vio aparecer identidades nuevas en función del modo en que se alineaban o competían los liderazgos del momento.

Pero lo que sin dudas se instaló luego de 2001 fue una dinámica que podemos entender como de “política inmediata”: los líderes buscaron un contacto directo y una identificación con el electorado, más allá de las estructuras partidarias y –sobre todo en los últimos años– más allá de los medios de comunicación establecidos. Diciembre de 2001 había expresado una forma popular de antipolítica, la ciudadanía indignada no rechazaba la democracia (durante meses hacía vivir en las asambleas la utopía de una democracia más participativa) pero sí se manifestaba activamente contra toda la clase política.

Desde los representantes surgieron dos tipos de respuesta al 2001; cada una promovió una forma de identificación entre el líder y los ciudadanos y que se plasmaría en las diversas campañas electorales del siglo XXI. Una de estas reacciones implicó que los políticos se hicieran eco del mensaje de 2001: a la crítica de la distancia entre representantes y representados, le opusieron una apelación a la cercanía, la proximidad y buscaron mostrarse como personas “comunes”, dispuestas a “escuchar”, accesibles, que poco tenían que ver con los políticos profesionales. La otra reacción implicó apostar a reencantar la política apelando a una nueva generación y a una reivindicación de la militancia. La primera reacción coincidió con la identificación anti-carismática o de proximidad. La identificación en este caso opera de modo que los líderes se presentan como personas comunes, cotidianas, humanas, naturales, ordinarias, con los atributos contrarios al carisma weberiano. Esta identificación es singuralizante, porque cada uno se identifica a su manera: el líder es una persona común porque no tiene trayectoria política, porque es posible cruzárselo haciendo las compras en el supermercado, porque sus hijos son lo más importante de su vida, porque es fan de una serie de Netflix… La identificación anti-carismática favorece vínculos uno-a-uno entre representantes y representados. La reacción repolitizadora, en cambio, coincidió con la forma de identificación carismática o populista. La identificación aquí se establece con un líder con cualidades extra-ordinarias, fuera de lo común y de lo cotidiano, se produce por admiración y en la misma operación se crea un Pueblo (por la identificación simultánea entre quienes se identifican con el líder).

“La fuerza de un Pueblo”

Néstor Kirchner participó en un primer momento de la reacción de proximidad. Se presentó como un “tipo común” que no respondía a los protocolos y las mediaciones entre él y el Pueblo. Su principal spot de campaña en 2003 advertía: “Usted no lo conoce demasiado, porque es nuevo, no pertenece a la generación política del fracaso”. Sin mostrarse como un outsider completo, la campaña enfatizó que Néstor Kirchner no era de “los de siempre”. Pero pronto se iría transformando de persona común en estadista extra-ordinario, acercándose más a la reacción repolitizadora.

Las campañas del kirchnerismo fueron, en efecto, las que mejor cristalizaron la lógica de la identificación carismática o populista. Néstor y Cristina aparecieron como líderes con cualidades excepcionales, y sostuvieron vínculos representativos instituyentes, en los que sus decisiones y discursos fueron creadores de identidades y de voluntades que no preexistían. Se organizaban actos masivos en los que Néstor y Cristina Kirchner eran los oradores y el público los apoyaba mostrando su admiración y su pertenencia a un colectivo común mediante banderas, insignias y cantos. Las campañas escenificaron y nombraron al Pueblo, no solo en los actos que las estructuraron sino también en los spots que recuperaron imágenes de movilizaciones y actos masivos de apoyo. A partir de 2011 el colectivo militante que cantaba, marchaba, se conmovía y se abrazaba emocionado apareció de manera todavía más explícita en los spots electorales.

Como parte de su este estilo instituyente, las campañas kirchneristas no estuvieron organizadas en base a las clásicas “promesas electorales”, proyectadas hacia el futuro. Si bien se elaboró una narrativa en torno al “proyecto” de país que se estaba construyendo, la misma fue más bien una elaboración retrospectiva a partir de la enumeración de una serie de decisiones-símbolo (como el pago al FMI, el Matrimonio Igualitario, la Asignación Universal por Hijo, o la Ley de Fertilización Asistida, entre varias otras). Los spots electorales enfatizaron aspectos como la fuerza (“La fuerza de un Pueblo” y “La fuerza de Cristina” en 2011), la capacidad de tomar decisiones (“En la vida hay que elegir” en 2013) y la capacidad de gestión (“Sabemos lo que falta, sabemos cómo hacerlo” en 2007). Incluso la campaña de Néstor Kirchner en 2003 apeló a las decisiones que supo tomar desde el gobierno de Santa Cruz y a su capacidad de gobernar. Pero, como dijimos arriba, en su figura de transición los elementos populistas se combinaron con elementos de proximidad.

“Votame. Votate”

El espacio que terminó por apropiarse de manera más visible de la lógica de la proximidad fue Cambiemos o Juntos por el Cambio, con el liderazgo de Mauricio Macri. Esto no implica que dirigentes de otros espacios no adoptaran también estrategias de comunicación para presentarse como “personas comunes”. Recordemos por ejemplo la campaña en espejo en la que Sergio Massa (FR) y Martín Insaurralde (FPV), principales contrincantes en las legislativas de 2013, tuvieron estrategias muy semejantes. Narraban su historia de vida (ambos difundieron videos estilo “fiesta de quince”, mostrando fotos de su infancia, de su familia, de sus amigos, de sus viajes de egresados, de su pasión por el fútbol, y de su actividad política como una más de las opciones profesionales posibles en la vida de una persona común), daban voz en varios videos a vecinos comunes que contaban también sus historias cotidianas y hacían gestos para diferenciarse de los políticos “tradicionales”. Massa, por ejemplo, se diferenciaba de “los políticos” proponiendo escuchar en lugar de hablar: “Algunos por un voto dicen lo que gente quiere escuchar, yo prefiero escuchar lo que gente quiere decir. Así conocí a Laura, una vecina como vos, que me contó que le habían robado tantas veces que ya no se animaba a caminar sola por la calle…”. También difundió en esa ocasión un spot en que comenzaba hablando detrás de un escritorio rodeado de asesores y vestuaristas y luego hacía que se esfumara la “puesta en escena” de la política, ficticia, artefactual. La crítica a “la política de escritorio” era la crítica a los políticos que no conocen ni se interesan por lo que viven las personas cotidianamente en el territorio. Martín Insaurralde, jugando con sus siglas, difundió spots en los que una sucesión de vecinos sostenía “Yo voto por MI”. Otros spots reproducían fragmentos de entrevistas en los que explicaba su vínculo con la política: “Mis viejos son docentes, dos laburantes, que siempre me decían que meterme en política… que tenía más para perder que para ganar […] y yo les decía: yo quiero hacer política, porque quiero, la verdad, quiero que las cosas cambien. […Pero] quiero vivir en el mismo lugar, ir al mismo lugar a comer, ir al mismo restaurant, vivir en la misma manzana e ir al mismo club. El día que no pueda hacer eso, no hago más política…”.

Pero el PRO-Cambiemos hizo de la proximidad su marca distintiva y le dio por primera vez tanta relevancia en una campaña presidencial. Una de las estrategias emblemáticas de este espacio político, los timbreos y desayunos con vecinos, habían comenzado en las primeras campañas del PRO en la ciudad de Buenos Aires. También se había plasmado en varias campañas previas la diferenciación entre “los políticos” y las personas comunes. En la campaña para la elección de jefe de gobierno en 2011, por ejemplo, María Eugenia Vidal afirmaba en un spot: “Creemos que la política puede ser menos de los políticos y más de los vecinos”. En 2013 se popularizaba el eslogan: “Somos un equipo de tres millones de vecinos”. Para el proceso electoral en curso, Horacio Rodríguez Larreta anunció la inclusión de vecinos no partidarios en las listas de legisladores y comuneros porteños, luego de que un año atrás empapelara la ciudad con letreros que preguntaban “¿te votarías?”. Ahora bien, la campaña emblemática de la lógica de la proximidad fue la que llevaría a Macri a la presidencia en 2015. La misma estuvo enteramente estructurada en función de timbreos y visitas a las casas de personas comunes de distintos puntos del país que lo invitaban por medio de las redes sociales. Las “escenas” que generaban estos contactos directos con los vecinos se transformaban luego en videos o spots para canales digitales, es decir, adquirían su sentido al ser difundidas y amplificadas. Para producir una imagen de autenticidad y cercanía, las escenas mostraban contactos uno a uno o mano a mano, entre Macri y las personas visitadas en la intimidad de su hogar, sin que se vieran equipos técnicos ni se enteraran los periodistas de los medios de comunicación tradicionales. Un video probablemente recordado de 2015 fue el de Macri comiendo milanesas con Silvina. Este no fue sino uno entre muchos de estos spots basados en una lógica de proximidad en los que el candidato compartía una charla, una comida, en un espacio cotidiano e íntimo con un ciudadano. La palabra estaba siempre del lado de los ciudadanos y nunca del candidato, y las personas visitadas se enfocaban mayormente en comentar el hecho mismo de la visita de Macri, sin otro contenido evidente sobre potenciales políticas públicas.

La campaña de Alberto Fernández estuvo más cerca de la lógica populista, en cuanto a varios de sus elementos performativos: las imágenes de actos masivos, la escenificación de pertenencias colectivas, el candidato como gran orador. Sin embargo, hubo en su estrategia algunos elementos similares a las campañas de Alfonsín y De la Rúa, es decir, una mayor visibilidad de las mediaciones. En particular, Fernández apostó a la promesa de unidad, mediante la construcción de una equivalencia entre la unidad de la clase política (su regreso y el de Massa a una coalición con el kirchnerismo) y la unidad de la sociedad.

El eterno retorno

En 2023 la crítica a la clase política, ahora presentada como “la casta”, se ha vuelto central en la campaña presidencial por la aparición del fenómeno de Javier Milei que ha logrado transformarse en tercera fuerza competitiva. ¿Se están agotando las respuestas que los políticos ofrecieron luego de 2001? En estos cuarenta años de democracia, la crítica a “los políticos” como una clase privilegiada, auto-centrada y auto-reproducida, se ha ido intensificando en las estrategias de los mismos dirigentes.

El primer tiempo fue el de los políticos de una nueva generación, sin los vicios de los dirigentes tradicionales. El segundo tiempo fue el de los dirigentes del mundo privado o de las ONG que decidieron “meterse en política” (Vommaro, 2017). El tercer tiempo es el del diputado nacional que sortea mes a mes su dieta para nunca ser un insider de la casta política y que amenaza, al canto de “la casta tiene miedo”, con la destrucción del Estado al que identifica con la herramienta de su reproducción.

La crítica a “los políticos” tiene una doble cara: por un lado es profundamente democrática por su carácter anti-elitista (y por eso retorna, con diferentes ropajes, una y otra vez). Pero también puede volverse contra la democracia cuando se cuestionan los mecanismos que garantizan la reposición periódica del poder.

En todo caso, estos cuarenta años, y especialmente el hito en el medio del camino que fue 2001, muestran que la dimensión no-electoral de la democracia ha marcado también el ritmo de lo políticamente aceptable. En las urnas se eligen gobernantes, pero la legitimidad producida en el acto electoral no se prolonga necesariamente para las decisiones de gobierno (Rosanvallon, 2010). Protestas, asambleas, movimientos sociales son otras tantas formas de expresión de la soberanía popular. En un mundo imprevisible, los candidatos actúan como brújulas: no pueden ofrecer programas sino solo imágenes vagas de sí mismos para convencernos de que sabrán orientarse en las situaciones cambiantes que les toque enfrentar. La consecuencia es que las elecciones no condensan la voluntad política y que la representación exige modos más dinámicos y permanentes de involucrar al pueblo soberano.

Bibliografía de referencia

Lupu, N. (2016). “La dilución de marca y el colapso de los partidos políticos en América Latina”, en Tuesta, F.: Partidos políticos y elecciones. Representación política en América Latina, PNUD.
Manin, B. (1998) [1995]. Los principios del gobierno representativo, Madrid: Alianza.
Novaro, M. (1994). Pilotos de tormentas. Crisis de representación y personalización de la política en Argentina (1989-1993), Buenos Aires: Letra Buena.
Palermo, V. y N. Marcos (1996). Política y poder en el gobierno de Menem, Buenos Aires: Norma.
Rosanvallon, P. (2010). La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad, Buenos Aires: Manantial.
Vommaro, G. (2017). “Los partidos y sus mundos sociales de pertenencia: repertorios de acción, moralidad y jerarquías culturales en la vida política”. En Vommaro G. y Gené, M.: La vida social del mundo político: investigaciones recientes en sociología política, Los Polvorines: UNGS.

Autorxs


Rocío Annunziata:
Licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires. Doctora en Estudios Políticos de la École des Hautes Études en Sciences Sociales y en Ciencias Sociales por la UBA. Investigadora Adjunta del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones Políticas (IIP) de la Universidad Nacional de San Martín. Profesora en la UBA y la UNSAM.