Pro-Derechos Humanos. Apuntes sobre un cambio de paradigma

Pro-Derechos Humanos. Apuntes sobre un cambio de paradigma

Al igual que otras expresiones de la derecha política en el mundo, el principal partido de Cambiemos se propuso construir una retórica propia de derechos humanos. En función de su diagnóstico, pretende corregir el sesgo orientado al pasado de esta agenda y desalinear la política estatal de la alianza estratégica con los organismos que históricamente han movilizado esta cuestión.

| Por Verónica Torras |

Ninguna política se articula en el vacío. Hay condiciones preexistentes, actores políticos y sociales involucrados, perspectivas o lógicas en tensión, expectativas puestas en juego. El Pro, triunfante en las elecciones de 2015, definió su política de derechos humanos en un escenario delimitado por un conjunto de variables: 1) una sociedad civil muy activa, en la que los organismos históricos de derechos humanos mantienen un lugar de referencia ética; 2) un proceso consolidado de juzgamiento a los responsables de los crímenes de la dictadura y el compromiso de la mayoría de los actores políticos y judiciales con su continuidad; 3) un socio electoral, la UCR, ligado a antecedentes emblemáticos de este proceso: la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y el Juicio a las Juntas; 4) un acompañamiento social masivo a la política de memoria, verdad y justicia; 5) un reconocimiento internacional muy sólido al lugar de nuestro país como referente en el mundo en materia de derechos humanos; 6) el precedente de un gobierno que había colocado los derechos humanos en un lugar central de la agenda política nacional entre 2003 y 2015.

La atmósfera cultural que rodeó la conformación del Pro y su ascensión a la presidencia estuvo marcada también por el realineamiento de ciertas voces contrarias al proceso de juzgamiento y proclives a instalar una agenda de memoria, verdad, justicia y reparación completa, con el diario La Nación como aglutinante, y grupos ligados a miembros retirados de las Fuerzas Armadas y de seguridad funcionando como voceros.

En otro andarivel, es importante mencionar la aparición de un discurso crítico por parte de ciertos sectores intelectuales, ubicados en el espectro liberal, que planteó objeciones al modo en que el kirchnerismo se posicionó e intervino en esta agenda y al tipo de vínculo que estableció con los organismos. En gran medida el nuevo gobierno se inscribió en esta perspectiva.

Por su condición de partido recién nacido a la vida política nacional, sus definiciones en esta materia impactaban además sobre la obtención de sus credenciales democráticas. Aunque la mayoría de sus cuadros no ha estado directamente involucrada con las luchas políticas de los años ’70 ni tampoco con la defensa orgánica de los sectores militares o policiales comprometidos con las violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura, el Pro representa los intereses de una clase social históricamente asociada a los golpes de Estado y principal beneficiaria de sus políticas. Construir una genealogía distante de cualquier forma de autoritarismo resultaba crucial para su apuesta de convertirse en el primer partido abiertamente promercado triunfante en elecciones libres en casi un siglo.

En los años previos a 2015, el Pro había participado en debates parlamentarios expresando posiciones de consenso con la política de juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad y anticipado su interés por intervenir en las discusiones sobre el pasado reciente, marcando diferencias con la interpretación por entonces imperante. Su posición había oscilado entre dos polos: condenar la violencia y proponer la superación del conflicto, en una suerte de combinación de las narrativas oficiales de los ’80 y los ’90.

Restaba saber qué iba a hacer una vez llegado al gobierno nacional. ¿De qué modo iba a integrar y/o reorientar todos estos elementos en el contexto que le tocaba asumir? A diferencia de lo que muchos suponían, y siguiendo el derrotero de otras expresiones de la derecha política en el mundo, se propuso construir una retórica propia de derechos humanos y ofreció, como parte de su promesa de renovación, un cambio de paradigma en esta materia. Optó por los derechos humanos como un campo de afirmación y de disputa que no sólo le permitía legitimarse en el frente interno e internacional, sino además diferenciarse del gobierno anterior.

“Deskirchnerizar” los derechos humanos

Integrándose a una perspectiva acuñada por sectores intelectuales y políticos del espectro liberal, tanto progresista como conservador, el Pro sostuvo que el gobierno que lo precedió llevó adelante un proceso de cooptación de los organismos y de la agenda de derechos humanos que resultó tóxico para estos y para la sociedad en su conjunto. Las organizaciones habrían desvirtuado su rol social originario para funcionar como brazo político-ideológico del kirchnerismo, y este les habría correspondido, transformando sus reclamos en agenda prioritaria de gobierno. De este modo se habría configurado lo que el Pro denominó “falso paradigma de los derechos humanos” caracterizado por el uso partidario y sectario de una doctrina de carácter universalista.

“Deskirchnerizar” alude en un sentido lato a despolitizar e implica en términos efectivos: 1) corregir el sesgo orientado al pasado de la política de derechos humanos; 2) desalinear la política estatal de la alianza estratégica con los organismos de derechos humanos.

El actual gobierno entiende que el kirchnerismo cerró la agenda de derechos humanos a los años ’70 haciendo un tipo de ponderación que no correspondía, fomentando el revanchismo y ahondando las diferencias al interior de la sociedad. El Pro se plantea desactivar este sesgo con una apertura hacia aquellos sectores que resultaron marginados de la atención oficial durante el período anterior de gobierno (por ejemplo, familiares de militares procesados y condenados por delitos de lesa humanidad y organizaciones implicadas en su defensa legal) y mediante una impronta ecuménica. De allí el énfasis colocado en el fomento de la diversidad, el pluralismo cultural, la no discriminación, el diálogo entre culturas y el encuentro interreligioso. Este cambio modal se acompaña de la insistencia en la construcción de una agenda orientada a los problemas del presente y el futuro que incluye, entre sus prioridades enunciadas: Pueblos Originarios, Migrantes, Diversidad Sexual, Género e Identidad Biológica.

Por otro lado, el Pro se mostró interesado en reemplazar la base social con la que el kirchnerismo construyó su política en esta materia. Los organismos de derechos humanos ya no son los actores centrales del campo sino un componente más del mismo, con el que el gobierno nacional mantiene una actitud oscilante de confrontación, denuncia y contención (vale aclarar que no sucede lo mismo en otras jurisdicciones gobernadas por el mismo partido, como la provincia de Buenos Aires y la Ciudad Autónoma, donde las relaciones han sido más fluidas y las respectivas gestiones han mostrado una mayor apertura e interés por sostener en el nivel de las políticas públicas las demandas históricas de los organismos). En el ámbito nacional, nuevas organizaciones de la sociedad civil, instituciones religiosas y culturales, y algunos organismos internacionales de derechos humanos empiezan a conformar el entramado de interlocutores privilegiados del nuevo paradigma.

Sostener y debilitar

Advertido de los riesgos de atender las demandas de los sectores adversos a la política de Memoria, Verdad y Justicia (un editorial del diario La Nación que exigió su revisión fue publicado al día siguiente de ser electo Mauricio Macri, cosechando un súbito y extendido rechazo social), consciente de que se trata de un proceso consolidado institucionalmente y valorado tanto a nivel nacional como internacional, el Pro optó por neutralizar a quienes al interior de su partido hubieran preferido dar vuelta la página y mirar hacia adelante, y se alineó con el concepto de “política de Estado”.

Acorde con esta decisión, prolongó el rol de la Secretaría de Derechos Humanos como querellante en los juicios por delitos de lesa humanidad, mantuvo la institucionalidad organizada en torno de la búsqueda de nietas y nietos apropiados, la restitución de restos, las reparaciones económicas, las señalizaciones y proyectos en sitios de memoria, y los espacios de cogobierno en instituciones como la ex ESMA. Sin embargo, las marchas y contramarchas que se sucedieron en estos años (cuyo mayor exponente ha sido el fallo del 2×1 de la Corte Suprema con la conformidad inicial del secretario de Derechos Humanos de la Nación) ponen en evidencia que se trata de una decisión en tensión al interior de la alianza de gobierno.

El vaciamiento o desfinanciamiento de las áreas y programas de apoyo con que contaba esta política en el Poder Ejecutivo; la habilitación de actores refractarios al proceso (familiares de militares procesados o condenados por crímenes de lesa humanidad y de víctimas civiles de las organizaciones político-militares), a quienes el gobierno recibió en reuniones oficiales y oficiosas; el patrocinio de debates que desafían los consensos alcanzados en la sociedad en torno del rechazo al terrorismo de Estado y la empatía con sus víctimas son algunas de las formas en que se ha expresado esa tensión.

Podríamos afirmar que el desafío que moviliza al Pro es doble: sostener una política asociada al proceso de Memoria, Verdad y Justicia, pero debilitar su centralidad y proyección, al mismo tiempo que su peso relativo en la agenda global de derechos humanos.

Neutralizar las inferencias asociadas al mandato de no repetición

Conectado al mundo de las fundaciones, donde tuvo su origen, el Pro se organiza en torno de una cosmovisión más cercana a la percepción de la sociedad civil como versión expandida de la esfera privada. Las organizaciones de derechos humanos de la Argentina no encuadran en esa matriz. Atravesadas desde su origen por la historia política nacional, son indisociables de la experiencia que tiene como epicentro la lucha contra la dictadura y su acción colectiva se orientó contra la represión criminal organizada desde el Estado.

Desanclar la agenda de derechos humanos de la historia en la que se arraiga en nuestro país, implica neutralizar también sus principales inferencias críticas: 1) la demarcación entre defensa nacional y seguridad interior; 2) el control civil sobre las Fuerzas Armadas y de seguridad.

En los últimos dos años, el Pro ha habilitado discursos que, de manera explícita o ambigua, desdibujan las responsabilidades de las Fuerzas Armadas en el terrorismo de Estado. Al mismo tiempo, ha planteado que los militares fueron excesivamente castigados tanto por la sociedad argentina como por el gobierno anterior y ha reivindicado la necesidad de que vuelvan a ocupar un lugar preponderante en la agenda política nacional. Desde su perspectiva, estas políticas o medidas de no repetición, que forman parte de la agenda constitutiva de los organismos y han sido fundantes para la democracia argentina, se confunden con el revanchismo y el prejuicio.

Epílogo: maniqueísmo invertido

Los casos “Maldonado” y “Chocobar” han servido para proyectar esta doctrina sobre el revanchismo al accionar presente de las fuerzas de seguridad (“no son desaparecedores”, aseveró la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, respecto de los miembros de Gendarmería). Al mismo tiempo, el discurso del control y la sospecha se direccionó sobre los organismos de derechos humanos y la sociedad movilizada, quienes desde el retorno de la democracia fueron garantes fundamentales del Estado de derecho (así sucedió en las movilizaciones masivas de Semana Santa, los cacerolazos del 2001, la marcha del 2×1, por nombrar solo algunos sucesos emblemáticos).

El caso Maldonado operó, sobre todo luego de ser encontrado el cuerpo de Santiago, como una advertencia a los organismos de derechos humanos y un acto de escarmiento colectivo por lo que se consideró como un movimiento de denuncia y movilización “excesivo”. Así, resultaron primero amonestadas las comunidades mapuches, luego los familiares de la víctima, más tarde los organismos que acompañaron el reclamo de aparición con vida, y finalmente la sociedad en su conjunto que masivamente se plegó a la pregunta sobre su paradero y la exigencia de búsqueda. Hallado el cuerpo, el gobierno entendió que debía redoblar su hostigamiento. Pretendió utilizar el caso como mecanismo de exclusión de la escena política de los organismos, a quienes presentó como parte de una cultura facciosa, dando a entender que actúan bajo lógicas de intervención opacas, que no pueden ser explicadas a la sociedad, e ignorando las desigualdades de poder y recursos en que realizan sus intervenciones.

A lo largo de su trayectoria, los organismos de derechos humanos argentinos denunciaron y contribuyeron a probar los crímenes aberrantes cometidos en el marco del terrorismo de Estado, pero nunca dejaron de recordar que esa violencia estatal, ilegal y clandestina, se orientó a sofocar un proceso de radicalización política y a imponer un nuevo orden económico y social. Además, mantuvieron vigente la vocación militante de las víctimas, a quienes prefieren recordar en esta doble condición. Aquí yace la reserva de politización de los organismos, su punto resistente, que el Pro prefiere denunciar como trasfondo oscuro.

Maldonado se perfeccionó en Chocobar. Mientras los organismos y la sociedad civil movilizada quedaban expuestos por haber actuado frente a la desaparición de Santiago en un contexto de represión de modo supuestamente insidioso o apresurado, el Presidente desembargaba a las fuerzas de seguridad de las sospechas, e incluso de las imputaciones, en la figura de Chocobar. La misma operación absolutoria pero dirigida hacia al pasado había pronunciado la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, sentada a la mesa de la conductora televisiva Mirtha Legrand, cuando razonó del siguiente modo: “Nos creímos que los militantes eran buenos y los militares eran malos. Pero… ni los militantes eran tan buenos ni los militares tan malos…”. En línea con este maniqueísmo invertido, el gobierno realizó una defensa cerrada del accionar represivo de las fuerzas de seguridad y justificó los abusos.

Los organismos de derechos humanos y las organizaciones de la sociedad comprometidos con la construcción de políticas de defensa y seguridad democráticas han mantenido durante años una línea muy clara: deslindar, mediante el proceso de justicia, las responsabilidades por las violaciones del pasado y sostener el control civil de las fuerzas armadas y de seguridad en el presente, entendiendo que su autogobierno sólo ha conducido a la repetición de graves violaciones y al debilitamiento institucional. Ambas posiciones no son excluyentes sino complementarias e inescindibles.

El actual gobierno, por el contrario, intenta confrontarlas y denuncia la caza de brujas de la sociedad sobre quienes detentan el monopolio de la violencia, planteando la discusión sobre el control civil en términos morales: tenemos que cuidar a quienes nos cuidan, debemos confiar en ellos, no podemos prejuzgar ni acusar a priori por lo que otros hicieron en el pasado. La desconfianza hacia las Fuerzas Armadas y de seguridad por su actuación durante el terrorismo de Estado habría hecho caer a la sociedad en un estado de prejuzgamiento y sospecha que debe ser superado, ¿La memoria, verdad y justicia sobre los crímenes del pasado, ya difícilmente reversible, podría estar siendo manipulada para garantizar inmunidad en el tiempo presente?

Autorxs


Verónica Torras:

Licenciada en Filosofía por la UBA. Fue directora del Área de Comunicación del CELS entre 2005 y 2010 y coordinadora del Programa Memoria en Movimiento de la Secretaría de Comunicación Pública de la Nación entre 2011 y 2015. Actualmente es directora ejecutiva de Memoria Abierta.