Potosí y los orígenes del extractivismo

Potosí y los orígenes del extractivismo

A partir del hallazgo del Cerro Rico a mediados del siglo XVI, durante la conquista de América por España, no solo se organizó un nuevo modo de explotación, sino que también se estructuró todo un esquema mundial de relaciones comerciales, políticas y sociales. Hasta allí puede rastrearse un principio constituyente de la Era Moderna, con sus elementos cognitivos y culturales, la centralidad asignada a “Occidente” frente a las periferias y la consolidación del capitalismo.

| Por Horacio Machado Aráoz |

En 1545, con el “descubrimiento” del Cerro Rico del Potosí, tiene lugar un suceso histórico que, por su productividad ecobiopolítica, bien cabe ser considerado como el principio estructurador del mundo moderno. En un estricto sentido histórico-geográfico y económico-político, Potosí marca la irrupción no solo de una nueva forma de minería, sino ya de una nueva era geológica en la historia de la humanidad. Su puesta en explotación emerge como el dispositivo epistémico-político constituyente del “Nuevo Mundo” –léase no solo la entidad “América”, sino también “Europa”, “Occidente”, la “Modernidad” y el Capitalismo como ecosistema-mundo hegemónico–. Volver la atención a los orígenes, advertir con mayor nitidez sus principios constituyentes, sus bases estructurales y su dinámica histórica, puede contribuir también a una comprensión más cabal y profunda sobre la naturaleza del extractivismo.

Colón: una mirada revolucionaria

“No encontrando en los países descubiertos, tanto entre animales como entre vegetales, cosa grande que pudiese justificar una pintura digna de tan admirable descubrimiento, dirigió Colón su mirada hacia la parte Mineral: y en la riqueza de este tercer reino del mundo se lisonjeó de haber hallado una completa compensación… Los pedacitos de oro puro con que sus habitantes adornaban sus vestiduras (…) fueron causa bastante para que se representara la isla de Santo Domingo como una tierra abundante en oro. (…) A consecuencia pues de las representaciones de Colón, determinaron los Reyes de Castilla tomar posesión de aquellos países, no dudando que sus habitantes no dificultarían en reconocerles por dueño, cuando, por otra parte, se hallaban incapaces de defenderse…”
(Adam Smith, La riqueza de las naciones, 1776).

Generalmente suele quedar como un simple dato anecdótico, en los márgenes de lo históricamente irrelevante, el hecho de que haya sido la sed de oro el combustible motivacional que impulsara la aventura imperial originaria desencadenada con la invasión, conquista y colonización de la entidad histórico-geopolítica nombrada “América”. Sin embargo, su relevancia política es fundamental para comprender la envergadura de los cambios que tales acontecimientos involucraban. Pues precisamente estamos hablando de la irrupción de un nuevo patrón energético en la historia de las sociedades humanas, que dislocaría por completo los regímenes de relaciones sociales hasta entonces vigentes, dando lugar así a la conformación de un orden absolutamente novedoso.

La “sed de oro” nos habla de la fuerza motriz y el principio estructurador tanto de las nuevas subjetividades como del emergente sistema de relaciones sociales, no apenas locales, sino crecientemente desplegadas como dominantes a escala mundial. El oro como afección, como fiebre, revela la naturaleza de la energía que mueve a los sujetos ya propiamente modernos; es el dato microbiopolítico clave de lo que, con gran clarividencia histórica, Karl Polanyi llamara la Gran Transformación; esto es, un cambio fundamental en el devenir de la humanidad-de-lo-humano, en el que “la motivación de la acción de los miembros de la sociedad deja de estar ordenada a asegurar la subsistencia y pasa a ser sustituida por la motivación de la ganancia” (Polanyi, La Gran Transformación, 1949).

Pues, sobre ese sustrato mineral-motivacional se erigirá todo el andamiaje institucional del Orden propiamente Moderno (-capitalista-colonial-patriarcal): la formación de los Estados territoriales y de la razón de Estado como forma de apropiación, control y gobierno de las poblaciones (humanas y extrahumanas); la constitución del valor de cambio, como modo revolucionario de concebir la riqueza social, y la correlativa acumulación de valor, como principio, fin y sentido supremo de la vida social; en fin, la estructuración de la ciencia, como práctica oficial (esto es, estatuida por el Estado y al servicio de la razón de Estado) de concebir y organizar el conocimiento en tanto régimen de verdad consagrado a “poner el mundo bajo el imperio de la voluntad humana, al efecto de lograr todas las cosas posibles e imaginables”, como señaló Francis Bacon en su Novum Organum de 1620.

Vale decir, a consecuencia de aquellas “representaciones de Colón”, la existencia humana se transformó en una carrera aparentemente infinita por la apropiación y el control del mundo. De allí en más, adelantados y bandeirantes, mercaderes y guerreros, aventureros inescrupulosos al servicio de los primeros agentes de la acumulación, sean éstos reyes o banqueros, protagonizarán una nueva era en la historia de la humanidad, ahora consistente en una continua guerra –también en principio infinita–, en la que ciertas minorías se disputarán –sea con las armas del Estado, del mercado y/o de la ciencia– el dominio y la disposición monopólica –ya “científica”, ya “legal”, ya “eficiente”– de todo el universo de lo existente.

Tal es, en esencia, la historia del mundo moderno; sus bases. Esa historia, que se nos revela como el proceso de formación geológica del suelo epistémico, político y geográfico sobre el cual hoy estamos parados, es una historia cuyos orígenes se remontan a aquella primera mirada de Colón sobre la isla de Santo Domingo. Esa mirada, sin exageración alguna, está en los orígenes. Ahora bien, los hechos y procesos desencadenados por esa mirada experimentaron en 1545 un vuelco determinante, decisivo para la configuración histórico-política de la(s) geografía(s) que hoy habitan las sociedades contemporáneas.

Potosí: la Revolución Mineral como origen de la modernidad

“Para el sabio Rey, esta alta montaña de plata podría conquistar el mundo entero”
(Lema grabado en el Escudo de Potosí por Felipe II, 1560).

“Más que el París de la Revolución Francesa o el Londres de la Revolución Industrial, el Potosí de los siglos XVI-XVIII, en su concentración de capital y en la maquinaria de producción de hegemonía, marca un paradigma de la modernidad globalizada. Un principio que permanece en marcha, en una continua reterritorialización [del capital] a lo largo de la historia”
(Alice Creischer, Andreas Siekmann, Max Hinderer, Principio Potosí, 2010).

Durante los primeros años de la empresa colonial, en la fase de invasión y conquista, la minería fue más una actividad militar que económica; fue una economía de rapiña, o sea, acumulación en estado primitivo. Por entonces, el espíritu guerrero cegado por la codicia conformaba todavía un “empresario” bastante torpe, donde los excesos de la propia violencia se tornaban el principal factor que atentaba contra la sustentabilidad de la extracción. Así, desde 1493 hasta las primeras décadas del siglo XVI, las expediciones ibéricas se fueron extendiendo desde el Caribe al continente en busca de metales preciosos fácilmente asequibles: el oro aluvional de las zonas tropicales y el saqueo sucesivo de los grandes centros ceremoniales y políticos de las culturas mayas, aztecas, incas, tupí-guaraníes. En esta fase, se trató básicamente de una política de tierra arrasada: el saqueo duraba lo que aguantaban las poblaciones indígenas. El abrupto derrumbe demográfico de los pueblos caribes, arawakos, taínos, rápidamente demandó la intensificación del tráfico de esclavos de África.

En este proceso, la actividad minera de la conquista necesitó perfeccionarse como colonización para poder sustentarse. En tal sentido, el descubrimiento del Cerro Rico del Potosí (1545) constituyó la gran bisagra histórica que marca el pasaje de la minería como botín de guerra, a la minería como actividad extractiva racional-izada. Localizado a más de 4.000 metros de altura, en condiciones climáticas extremas, una población aledaña exigua, bajos niveles de aprovisionamiento superficial de agua y de recursos energéticos, la extracción de las entrañas de plata del Cerro Rico del Potosí constituyó un desafío ecológico-político de gran envergadura para la voluntad imperial. Su puesta en explotación requirió una sustancial mudanza de la lógica conquistadora aplicada hasta entonces, para desarrollar un conjunto de tecnologías sociales y ambientales mucho más vastas y complejas. La producción de las condiciones de posibilidad de la explotación del Potosí demandó la creación de grandes obras de infraestructura (viales, energéticas, de almacenamiento y transporte); innovaciones tecnológicas y de ingeniería; sistemas de aprovisionamiento masivo, regular y eficiente de enormes cantidades de fuerza de trabajo, agua y energía; grandes burocracias administrativas, de gestión, control y disposición de cuerpos y objetos; el salto cuantitativo y cualitativo de un aparato jurídico-político y militar para hacer eficaz la voluntad de gobierno sobre vastísimas extensiones geográficas y demográficas; en fin, una nueva ingeniería simbólica lo suficientemente sólida como para producir las condiciones de legitimación moral y política de semejantes actos.

Entre 1545 y 1650, todas esas condiciones se desarrollaron y, con ellas, se fueron creando también las bases institucionales, geográficas y antropológicas del mundo moderno (-colonial-capitalista-patriarcal). Esos desarrollos hicieron de la Villa del Potosí no solo el “nervio principal del Reino [de España]”, sino el primer centro geopolítico y económico del sistema-mundo. Es que el Potosí no fue una mina más en el mundo; tampoco significó apenas el pasaje de la minería superficial a la explotación subterránea; constituyó la puesta en marcha de la primera y más grande explotación minera a escala industrial, por lejos, muy superior a todas las minas de la época. Lo principal, la captación de grandes cantidades de mano de obra, fue resuelto, primero, a través de la Encomienda (1540-1570) y luego de la Mita (1572), las dos primeras tecnologías de apropiación y gerenciamiento masivo de fuerza de trabajo. El sistema de la Mita suponía el reclutamiento obligatorio de una séptima parte de la población masculina de entre 15 y 50 años; el área geográfica de aplicación se extendía por 1.300 kilómetros de norte a sur (entre Cusco y Tarija) y 400 kilómetros de este a oeste; se reclutaban hasta a 60.000 trabajadores, de los cuales solo las operaciones en el yacimiento del Potosí demandaba entre 13.000 y 17.000 mitayos por año, estimándose en 4.600 mitayos los que diariamente permanecían bajo tierra en los socavones. La fuerza de trabajo animal multiplicaba varias veces la humana; un sistema de 13.000 carretas movidas por mulares transportaba el mineral, de las zonas de extracción a los molinos de procesamiento y de ahí, a los puertos que cargaban la plata hacia Sevilla; se estima que 350.000 llamas y entre 80.000 y 100.000 mulares ingresaban cada año a Potosí para cubrir los requerimientos de renovación del sistema extractivo montado. Por su parte, el aprovisionamiento de agua (fundamental para el consumo de semejante población humana, animal, para el lavado del mineral y como fuente de energía) demandó la construcción de lo que Peter Bakewell llamó “una infraestructura hidráulica faraónica”, con 32 lagos que comprendían una superficie de 65 km2, y toda una red de canales interconectados entre sí, y a molinos, bombas y malacates usados para el transporte y el procesamiento del mineral.

Complementando los requerimientos energéticos de la explotación, no fue menor la cantidad demandada de biomasa vegetal. En una época donde la madera y la leña eran la base de los materiales y la energía, el Potosí fue un enorme horno consumidor de bosques, no solo para los requerimientos de las fundiciones, sino incluso para la alimentación y la calefacción de la población humana, asentada en una zona que durante más de un tercio del año tiene temperaturas medias bajo cero y que requería aproximadamente 25.000 toneladas anuales de leña, solo para uso doméstico.

En fin, “de la noche a la mañana”, Potosí pasó a ser el principal centro de abastecimiento mundial de plata, la forma-valor que dinamizaba todo el sistema comercial emergente, desde el Mediterráneo y el Atlántico hasta el Índico y el Pacífico. En los siglos XVI y XVII, el 75% de la extracción mundial de plata salió de los yacimientos americanos explotados por el Reino de España, y de ellos, las siete décimas partes fueron extraídas de las “venas abiertas” del Potosí. Así describió el historiador John H. Elliot –en 1990– la centralidad determinante del Potosí en la emergente economía-mundo: “La vida económica y financiera de España y, a través de ella, de Europa, se hizo fuertemente dependiente de la llegada regular de las flotas de Indias, con sus cargamentos de plata… A través del comercio, la plata ‘española’ se dispersaba por Europa, de modo que cualquier fluctuación en las remesas de Indias tenía fuertes repercusiones internacionales… Cuando los sevillanos estornudaban, toda Europa temblaba”. Lo que fuera un páramo inhóspito, ya en 1570 era una ciudad floreciente –la primera ciudad propiamente moderna–, con 120.000 habitantes. En 1610, la Villa del Potosí (160.000 habitantes) duplicaba la población de Amsterdam (80.000) y superaba incluso a Londres (130.000), Venecia y Sevilla (150.000). Pero no solo fue la ciudad más poblada, sino que fue además la ciudad del lujo y la ostentación; fue el epicentro de la acumulación, la cuna del mundo del ahorro y la inversión; el nacimiento de la razón como cálculo, como costo/beneficio, como puro valor de cambio.

El Cerro Rico del Potosí proveyó el sustento material de la maquinaria de guerra más poderosa de la época; financió el Imperio “donde nunca se ponía el sol”. La riqueza del Potosí fue decisiva para la formación del primer Estado territorial moderno y la primera potencia hegemónica mundial. Todo el impresionante aparato burocrático militar del Reino de España se nutrió de sus socavones; la moderna tecnología de gobierno sobre las poblaciones se forjó como producto emergente de los ingentes esfuerzos de la Corona por extender el control eficiente sobre la vida en las colonias, de donde provenían los medios de su poderío.

El Estado imperial español tenía clara conciencia de su dependencia argentífera; por eso, nada de lo atinente a las actividades mineras le era ajeno: desde las concesiones de derechos de explotación, hasta la administración de los tributos, la comercialización, la provisión de insumos y de mano de obra adecuada, las innovaciones tecnológicas, el comercio y la financiación, todo, absolutamente todo lo relativo a las explotaciones mineras era, en última instancia, atributo exclusivo del poder regio.

El Estado territorial moderno nace así como un Estado minero, y correlativamente, la minería moderna nace como razón de Estado. El plomo y el hierro que permitieron la apropiación originaria de la plata se acrecentaban con cada nuevo cargamento de metales preciosos que alimentaban una maquinaria de guerra en continua expansión. La plata financiaba los ejércitos y las empresas de conquista de nuevas fuentes de tributo. Se forjaba así una extraña aleación de hierro y plomo con el oro y la plata como sólida base mineral del poder imperial moderno: el comercio y la guerra; el poder financiero y el aparato jurídico-policíaco del Soberano; Estado y Capital son, hasta hoy, dos formidables estructuras de poder sólidamente asentadas en bases mineras.

Así, antes que la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, los orígenes de la Era Moderna hay situarlos en la profunda Revolución Minera desencadenada en torno al Potosí durante el largo siglo XVI. Ahí empezó el consumo extractivo de energías vitales para el abastecimiento de un centro de poder externo, siempre lejano, siempre ajeno. Las localidades mineras y, en general, los nodos extractivos coloniales, fueron, desde entonces hasta nuestros días, el epicentro de un intercambio ecológico y político abismalmente desigual: las periferias coloniales, tanto americanas como africanas y asiáticas, sostenían con sus riquezas naturales (minerales, vegetales, animales, flora, fauna, bosques nativos, cultivos tropicales y templados, cueros, pieles y grasa, cuencas hídricas enteras y una descomunal cantidad de cuerpos humanos) el florecimiento y desarrollo “civilizatorio” de los centros imperiales.

La minería colonial gestada en Potosí produjo ambos bandos de esa abismal fractura metabólica a escala planetaria; la fractura que distingue los lugares subalternos de aprovisionamiento, de los centros imperiales de apropiación y consumo diferencial del mundo. De un lado, quedó una zona de tierra arrasada e incontables víctimas anónimas; riquezas efímeras y deshumanización y pobrezas crónicas… Del otro lado, el poder y la gloria, la gesta histórica, el lugar de realización del Espíritu Absoluto hegeliano.

Principio Potosí: naturaleza del extractivismo

“La división internacional del trabajo revela únicamente la manera de ser del modo de producción dominante”
(Milton Santos, 1978).

“La explotación de clase, el imperialismo, la guerra y la devastación ecológica no son, cada una por separado, meros accidentes de la historia, sino características intrínsecas e interrelacionadas del desarrollo capitalista”
(John Bellamy Foster, 2007).

La enorme cantidad de vida consumida en la explotación del Cerro Rico de Potosí, el impresionante ritmo y volumen de minerales movilizados, extraídos (de unos territorios), luego procesados y consumidos (en otros lejanos destinos geográficos y usos sociales), no tuvieron solo un impacto local ni temporalmente acotado. Sus efectos, desde el primer momento, transformaron drásticamente el curso dominante de la vida social, las fuerzas motrices de lo humano y sus expresiones institucionales; alteraron también la composición, morfología y dinámica de las capas geológicas y atmosféricas del planeta Tierra. La puesta en explotación del Potosí significó una profunda revolución geológica, antropológica y política. Creó un régimen de poder mundial asentado sobre un enorme trastorno ecológico global y el violentamiento sistémico de la condición humana.

Por eso, Potosí como principio está en las bases del eco-sistema-mundo; hoy diríamos, en los orígenes del Capitaloceno. Por eso precisamente nos revela la naturaleza del extractivismo. Como se intentó mostrar, no se trata apenas de un fenómeno reciente, de las últimas décadas o incluso del siglo XIX, ni es un problema que solo afecte a las economías locales, donde se radican las “actividades extractivas”. El extractivismo es un patrón de organización colonial del mundo que hunde sus raíces en los orígenes mismos de la acumulación primitiva. El extractivismo es economía de guerra hecha habitus; saqueo sistematizado racionalmente a escala mundial. Alude al histórico vínculo ecológico-geopolítico que, desde el siglo XVI, se estructura entre las economías imperiales y sus zonas coloniales. Así, el extractivismo da cuenta de un modo global de apropiación y disposición oligárquica de las energías vitales, organizado en base a la fractura colonial del metabolismo social del planeta.

La naturaleza del extractivismo se nos revela como un modo de dominación inscripto en la geografía; basado en la división jerárquica de unos territorios (concebidos como) mineros (esto es, territorios del expolio y mera extracción), al servicio de otros, concebidos como destino y centros de realización. Por eso, el extractivismo no es solo esa economía de rapiña que se practica en las zonas coloniales, sino que es la práctica económico-política, cultural y militar, que “une” ambas zonas; el modo de relacionamiento que hace posible el crecimiento insustentable de una, a costa de los subsidios ecológicos y la degradación biopolítica de la otra. En ese sentido, el extractivismo constituye una función geometabólica del capital: un efecto y una condición necesaria para la realización de la acumulación a escala global. El extractivismo, por lo tanto, es indisociable del capitalismo, así como este lo es de la organización colonial del mundo.

Autorxs


Horacio Machado Aráoz:

CONICET-CITCA – Universidad Nacional de Catamarca.