Pactos sociales para distribuir y crecer

Pactos sociales para distribuir y crecer

El artículo busca enmarcar la necesidad de construir un nuevo pacto social en la Argentina dado el contexto internacional y su relevancia histórica. Concluye con una serie de recomendaciones.

| Por María Delfina Rossi |

El presente artículo busca enmarcar la necesidad de construir un nuevo pacto social en la Argentina dado el contexto internacional y su relevancia histórica. Sugiere que un acuerdo tripartito entre el gobierno, sindicatos y organizaciones empresariales permitiría canalizar una mejora en la distribución funcional del ingreso necesaria para reactivar la economía, dado el escenario de caída del comercio mundial, y niveles elevados de inflación, desempleo y pobreza en el país.

1. Un mundo (y una Argentina) en redefinición

Cerrando el 2019, podemos afirmar que todavía vivimos las consecuencias de la última crisis financiera internacional. El informe anual del FMI, el World Economic Outlook, indica que el crecimiento global este año será solo de 3%, y en el 2020 de 3,4%, los niveles más bajo desde 2008. Por supuesto, la crisis argentina aportó a que los países emergentes tengan una mala performance, pero la inestabilidad mundial es más compleja, y no deja de ser dialéctica con la realidad nacional.

Podemos mencionar algunos elementos. Primero, la inestabilidad generada por la guerra comercial entre China y Estados Unidos vaticina una caída en el comercio y la producción industrial mundial. Segundo, el efecto de la salida del Reino Unido de la Unión Europea (Brexit), que conlleva diálogos sobre una posible desglobalización. Tercero, el límite de la política monetaria marcada por bancos centrales de las economías avanzadas que mantienen tasas de interés real negativa de manera sostenida sin conseguir reactivar la economía definitivamente. Cuarto, los países emergentes, ahogados nuevamente con deuda externa, parecen atados nuevamente a esquemas de austeridad, como sucede en Ecuador, Chile, Argentina y la misma Turquía. A este panorama hay que sumarle las continuas guerras en Medio Oriente, afectando, entre otras cosas, el precio del petróleo.

Cinco elementos que se conjugan en la era post-2008, una nueva etapa del capitalismo global que surge como correlato de la crisis del 2001, cuando el estallido de la burbuja de las puntocom (las nuevas empresas de internet) fue disimulado bajo las guerras de Afganistán y de Irak. Pero más que de una desglobalización, podríamos hablar de redefinición de la globalización financiera.

En este mundo, América latina atraviesa un proceso de neoliberalismo tardío o restauración neoconservadora. A partir de 2015 fueron electas coaliciones de derecha en Argentina, Brasil, Colombia, Perú, Chile, Ecuador. Estos gobiernos estaban y están dispuestos a realizar ajustes y recortes en el estado de bienestar (y hasta manipular la Justicia) a cambio de eliminar el “fantasma” del populismo, a quien se le adjunta entre otras cosas la etiqueta de la corrupción.

A nivel nacional, es importante entender este período a partir de dos elementos centrales de nuestra historia. Por un lado, tal y como sugieren también autores como Diamand, Portantiero u O’Donnell, las alianzas políticas en los países latinoamericanos fluctúan según del momento del modelo de industrialización, desarrollo o crisis económica. Parte de la burguesía nacional dependiente del mercado interno y parte de las clases medias cambian las preferencias de régimen popular a uno pro-mercado en función del ciclo. En segundo lugar, desde los inicios existe en nuestros países una oligarquía dispuesta a pactar con capitales transnacionales. Por tanto, la nueva etapa de globalización financiera se extiende en nuestro país ya con una correa de transmisión establecida.

Como consecuencia de este neoliberalismo tardío en la nueva globalización financiera, la Argentina atraviesa hoy una profunda crisis financiera, económica y social, que estalló mucho más rápido de lo esperado. Haber desregulado la cuenta de capitales y jugado al endeudamiento externo acelerado en un mundo inestable deja al país con el derrumbe de la inversión y de la producción industrial (-15,5% y -6,4% agosto 2019 interanual, según INDEC) y un serio problema de escasez de dólares. Así, el gobierno de Cambiemos dejará un país más pobre, el PBI per cápita se contrajo un 6%, y más desigual, con ingresos reales cayendo más del 20% y la participación del salario en el producto en 5pp. Como consecuencia, en estos cuatro años (2015-2019), cerca de cinco millones de personas han caído debajo de la línea de la pobreza.

En definitiva, la crisis económica argentina tiene raíces propias, dadas sus debilidades estructurales y sistema de coaliciones de poder, pero en un mundo cambiante que agranda los desafíos que tiene por delante. En este contexto, de cuestionamiento de las relaciones industriales de producción a nivel mundial, se ha propuesto relanzar un pacto social como herramienta clave para buscar la salida de la crisis nacional.

Me atrevo a afirmar que la necesidad de discutir nuevos pactos distributivos se ha vuelto central no solo para nuestro país y para América latina, sino también para las economías avanzadas. Para restablecer la estabilidad y avanzar en un camino de crecimiento económico dada la caída del comercio global, la política económica probablemente tendrá que permitir una distribución más equitativa de los ingresos tanto funcionales como personales, que reactiven la demanda agregada vía consumo y compensen las defunciones del mercado global.

Aparece la necesidad de pensar en esquemas de diálogo social que garanticen la traducción fluida de las ganancias de productividad en salarios reales y crecimiento del consumo, manteniendo simultáneamente la estabilidad salarial y de precios. De esta manera, distribuyendo se puede reactivar la economía. En otras palabras, la redefinición de la globalización financiera puede ser vista como una ventana de oportunidad para replantear esquemas de coordinación de precios y salarios que fomenten el crecimiento, especialmente en economías cuyo crecimiento depende del consumo.

2. Distribuir para crecer

La opinión pública en nuestro país está dividida entre aquellos que piensan que es necesario crecer para distribuir y los que remarcan una causalidad inversa. El debate está anclado principalmente en la desigualdad funcional del ingreso.

En este marco, cabe remarcar un hecho estilizado a nivel global: la caída tendencial en la participación de los salarios en el producto, es decir, un aumento de la desigualdad funcional, que en la mayoría de los casos se extendió además al plano personal. Entre los factores asociados al aumento de la desigualdad de ingresos cabe destacar la preponderancia que fueron mostrando las finanzas por sobre la economía real. James K. Galbraith sostiene que “la causa del aumento de la desigualdad de los ingresos en el capitalismo financiero avanzado es en gran parte el aumento de los ingresos derivados de bienes de capital, y está estrechamente relacionado con los precios de activos de capital”. Desde entonces, las crisis se tornaron más periódicas y los procesos de crecimiento económico mayormente desbalanceados, degradando el rol del salario como eje del proceso de crecimiento.

En este contexto, “agrandar la torta antes de repartir las porciones” no parece responder a las leyes que gobiernan la etapa actual del capitalismo. Por lo que parece indispensable pensar un patrón de políticas y de crecimiento alternativo, sobre la base de políticas que recuperen el salario y mejoren la distribución del ingreso. Distribuir para crecer.

Bajo esta óptica, la desigualdad es un factor clave para determinar la fortaleza o debilidad de la demanda doméstica y, por lo tanto, del crecimiento. En otras palabras, en economías que siguen un proceso de crecimiento wage led (anclado en salario, al menos cuando no está operativa la restricción externa), reducir la desigualdad es clave para el crecimiento. Por lo que la acumulación de capital y la productividad laboral siguen un proceso endógeno que condiciona el crecimiento.

Así, un debate sustantivo sobre desigualdad requiere cuestionar el régimen macroeconómico, poniendo en el centro la participación de los salarios en el producto. Varias investigaciones de la CEPAL sugieren que la demanda efectiva y el cambio estructural son dos caras de una misma moneda orientada a la reducción de la heterogeneidad estructural típica de las economías como la argentina.

Ahora bien, ¿cómo hacer para distribuir para crecer? Aparece aquí la necesidad entonces de hablar de pactos sociales. Así, estos procesos tienen como objetivo disminuir la desigualdad y garantizar derechos económicos, sociales y culturales a mediano y largo plazo, trascendiendo los ciclos electorales. Son de alguna manera los inicios de los Estados de bienestar, de la creación (o refundación) de los Estados corporativos, con acuerdos entre actores concentrados.

3. No todos los pactos son distributivos

Cuando decimos “pacto o acuerdo social” solemos relacionarlos con otros conceptos tales como igualdad, justicia social, democracia, control de precios y salarios, empleo, bienestar. Podemos interpretar el pacto social como cualquier acuerdo entre partes sobre puntos de conflicto. Es decir, no necesariamente se refiere a un megaacuerdo con una dimensión social, otra económica, otra política, etc. Sin embargo, es común pensarlos como respuesta a un momento histórico determinado, generalmente signado por crisis económica.

Los pactos sociales, o acuerdos nacionales tripartitos, son resultados del diálogo social. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) los define como acuerdos de alto nivel entre el gobierno, sindicatos y organizaciones empresarias, y actores de la sociedad civil, en los cuales se canaliza el conflicto entre partes. Estos definen de manera conjunta y coordinada políticas públicas sobre temas específicos y diversos, incluidos política de control de precios, empleo, reformas laborales, seguridad social u otras políticas de bienestar.

El origen se remonta a principios del siglo XX en Europa, donde, junto al auge del sindicalismo, se consolidan modelos corporativos de Estado. Pero de manera más reciente han constituido instrumentos válidos para enfrentar retos como la globalización financiera, la reestructuración económica y las transiciones democráticas.

Haciendo una revisión histórica de los acuerdos sociales, podemos advertir que el contexto económico internacional influye en el contenido de estos, hecho que refuerza el punto planteado con anterioridad. En este sentido, podemos hacer una primera clasificación de dos tipos de pactos: aquellos firmados en los ’70 y ’80 como respuesta a la alta inflación y el creciente desempleo, y los firmados en los ’90, en donde hubo una profundización de los modelos neoliberales. Los primeros son llamados keynesianos o distributivos, y los segundos, defensivos o productivos.

Los primeros surgen después de la caída del sistema de Bretton Woods y las dos crisis del petróleo a principio de los ’70 y se firman principalmente en Europa. En estos, los sindicatos intercambiaron su compromiso de moderación salarial a cambio de reducciones del tiempo de trabajo o expansión del sistema de protección social, mientras que los empleadores promovieron la formación profesional. Son los famosos acuerdos neocorporativistas de la década de los sesenta y setenta de Europa fruto de una alta institucionalización del diálogo social y la fortaleza sindical que permiten cierta redistribución de los ingresos.

En los segundos, los pactos sociales se convirtieron en mecanismos de adaptación a la economía global. Estos pactos no fueron acuerdos sobre precios y salarios. En cambio, legitimaron reformas impopulares ya que encontraron gobiernos dispuestos a imponer la flexibilización laboral, o liberalización del mercado de trabajo, y recortes en el Estado de bienestar, con sindicatos debilitados que consiguieron a cambio alguna reducción de impuestos sobre ingresos laborales (en algunos casos). El diálogo social y los sindicatos se encontraban debilitados y se acepta la reforma laboral y la flexibilización con la amenaza de la apertura de mercados y en un contexto de crisis económica.

Muchos de estos pactos los podemos incluir en un conjunto de acuerdos que los países europeos fueron tomando para garantizar su entrada a la Unión Económica y Monetaria, marcados por la necesidad de cumplir con los criterios de Maastricht, de convergencia para la entrada al euro, sobre inflación, ratio de deuda sobre producto, nivel de déficit fiscal y tasa de interés.

Para ver estas diferencias tomemos por ejemplo el caso de España. En el marco de los acuerdos sociales neocorporativos, se firma en 1977 el Pacto de la Moncloa. Este pacto, producto también de la transición a la democracia, permitió controlar la inflación, que alcanzaba el 42%, y dar cierta respuesta frente a la inestabilidad económica. A su vez, sentó las bases para que posteriormente la socialdemocracia de Felipe González pudiera expandir las políticas de protección social. Fue un pacto abarcativo, con múltiples aristas, que le permitió a una monarquía parlamentaria legitimarse a partir del reconocimiento de derechos y actores que representaban grupos hasta el momento perseguidos, como los mismos sindicatos UGT y Comisiones Obreras.

Posteriormente, y ya en el marco de la consolidación de los acuerdos de la comunidad europea, se firmó el Pacto de Toledo (1995), el cual abordó los mecanismos de reforma y actualización del sistema de pensiones. Es decir, un pacto defensivo de flexibilización de ciertos mecanismos de protección social.
Habiendo estas dos grandes familias de pactos, la pregunta es: ¿puede la Argentina enfrentar un pacto que mejore las condiciones salariales de manera sostenida, dado el contexto internacional?

4. Los pactos sociales en la Argentina

Hay una condición sine qua non para hablar de pacto social, asumida implícitamente hasta ahora: disponer de cierta institucionalidad de diálogo social. En ese sentido, en América latina solo Argentina y Uruguay disponen de mecanismos de negociación colectiva por rama a nivel nacional con sindicatos más o menos fuertes. Esta característica, forjada en nuestro país de la mano del peronismo, nos permite hacer una reseña de diferentes intentos históricos de firmar un acuerdo social.

En la Argentina en el siglo XX hubo nueve esquemas de diálogo social que buscaron llegar a un pacto social, de los cuales cuatro efectivamente consiguieron ser firmados. Entre los que no llegaron a un acuerdo, cabe nombrar al Consejo Nacional de Posguerra, que funcionó desde 1944 hasta 1946 pero cuya configuración era inorgánica y funcionaba a título informativo. Posteriormente, el Congreso Nacional de Productividad y Bienestar Social, que duró solo dos meses en 1955. Luego, con el regreso a la democracia, encontramos la Mesa de Concertación entre 1984 y 1985, y la Conferencia Económica y Social vigente solo por un mes en 1985.

Después del 2001, Duhalde convocó un esquema multisectorial para enfrentar la profunda crisis económica, social, política e institucional, a una mesa llamada Diálogo Social. Dicha mesa disponía de un carácter consultivo y congregaba representantes de los distintos sectores de la sociedad con el apoyo estratégico de la Iglesia Católica y de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Funcionaba de manera inorgánica, y reunió a más de mil personas, representantes de un centenar de organizaciones políticas, sindicales, empresariales, financieras, de la educación, de la cultura, de la salud y de otros ámbitos.

Podríamos analizar estos cinco intentos fallidos de pacto social dadas las debilidades institucionales, sindicales, irrupciones militares, o la falta de un programa económico a la altura que sostenga macroeconómicamente los acuerdos alcanzados. Pero miremos los pactos efectivamente firmados.

En primer lugar, cabe mencionar el Acuerdo Nacional de la Productividad (1955), firmado bajo el gobierno de Perón por la Confederación General del Trabajo (CGT) y la Confederación General Económica (CGE). En este, los sindicatos consiguieron aumentos salariales en función de la productividad a cambio de mayor regulación de comisión gremial interna, mecanismos de disciplina en el lugar de trabajo, y flexibilización del traslado del personal según necesidades de producción. Sin embargo, la falta de implementación efectiva suele relacionarse con el elevado grado de polarización política que dificultó a ambas partes cumplir lo pactado.

Con la vuelta del peronismo, se insiste en la necesidad de construir un pacto social. El peronismo entendía que necesitaba articular su alianza de clases entre movimiento obrero y burguesía nacional para revertir el proceso de acumulación y renovar las bases políticas. En este sentido, el 8 de junio de 1973, el presidente Héctor J. Cámpora firma junto a la CGT y la CGE el Acta de Compromiso Nacional (1973-1975). El acuerdo consiguió moderar la inflación de un 8% interanual en 1973 a menos del 4% por un año y medio. Su éxito en parte se explica por haber sido acompañado por el ambicioso programa de planificación económica conocido como Plan Trienal. De hecho, el prólogo del mismo pone en el centro el acuerdo social:

“El presente documento es consecuencia y síntesis de una etapa esencial en el proceso de planificación. El Gobierno del Pueblo ha concertado con las organizaciones sociales representativas los instrumentos que hacen al cumplimiento de los objetivos de la Reconstrucción y Liberación Nacional. Los instrumentos para la redistribución de ingresos, la reforma tributaria, las normas para la promoción de las actividades productivas, de las regiones, y para la expansión agropecuaria y forestal así́ como aquellas que hacen a la reorganización de las empresas del Estado, del desarrollo de la pequeña y mediana empresa, de la organización del comercio de carnes y granos y del capital extranjero, son hoy –en su gran mayoría– leyes de la Nación” (Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional, 1974-1977).

Este párrafo muestra la relevancia de acompañar el acuerdo social con una política de planificación económica para dar cumplimiento a los objetivos de redistribución de ingresos y crecimiento. Aquí el rol del ministro de Economía José Gelbard fue central para sumar a la burguesía nacional al proyecto. Sin embargo, el pacto se rompió en 1974 con la salida del propio Gelbard del gobierno y la consecuente crisis.

Tras la dictadura cívico militar de 1976 y el plan económico neoliberal aplicado por Martínez de Hoz, el proyecto nacional de concertación económica había quedado altamente dañado. A su vez, ingresa nuestro país a la globalización financiera, donde los pactos sociales fueron caracterizados por su carácter defensivo, no por conseguir mejoras distributivas sustantivas. En este sentido, encontramos en la Argentina dos pactos sociales defensivos. Por un lado, el Plan Primavera (1988), y seis años después el Acuerdo Marco/Acta de Coincidencias (1994-1998).

El Plan Primavera fue firmado por el gobierno de Alfonsín en julio de 1988 con niveles de inflación de 27%. El plan consiguió moderar la inflación casi a la mitad hasta febrero de 1989, donde comenzó el período de hiperinflación. El plan original buscaba el congelamiento e indexación parcial de precios de 400 empresas líderes por 180 días para paliar la inflación y reducir así también las expectativas de aumento de salario nominal. También incorporaba una rebaja en el Impuesto al Valor Agregado del 18 al 15%, y reducción de la tasa de interés, congelamiento de tarifas públicas. A su vez, incorporaba un plan de reducción de 30.000 empleados del sector público y desdoblamiento del tipo de cambio entre uno financiero y otro comercial.

Por último, bajo la presidencia de Carlos Menem, en julio de 1994 se firmó el Acuerdo Marco para el Empleo, la Productividad y la Equidad Social (AMEPES), con la CGT y una entidad empresaria de cuarto grado compuesta por la Unión Industrial Argentina (UIA), la Cámara Argentina de Comercio (CAC), la Bolsa de Comercio de Buenos Aires (BCBA), la Asociación de Bancos Argentinos (ADEBA), la Asociación de Bancos de la República Argentina (ABRA), la Sociedad Rural Argentina (SRA), la Cámara Argentina de la Construcción (CAC) y la Unión Argentina de la Construcción (UAC).

Este acuerdo buscaba principalmente mejorar los niveles de empleo, supuestamente a través de una mayor flexibilización del mercado laboral. La CGT se sumaba al acuerdo creyendo que era la mejor reforma posible, dado que el gobierno podía aplicar otras reformas de forma unilateral mucho peores. No pudo ser sostenido el acuerdo en el tiempo por la conflictividad entre partes, ya que el empresariado insistía en obtener mayores reformas en cuanto al derecho laboral.

En definitiva, ninguno de los cuatro pactos sociales firmados en nuestro país obtuvo resultados esperados y solo dos fueron implementados en su totalidad. La debilidad parece ser la incapacidad de sostener los acuerdos debido a mecanismos de control institucional y la falta de poder efectivo de la CGT y las cámaras empresariales de hacer que sus miembros cumplan los acuerdos.

Por otro lado, pareciera que un elemento central para llevar adelante acuerdos sociales es una macroeconomía que acompañe a los mismos. Salvo el caso del Plan Trienal, los otros acuerdos carecieron de programas de planificación para el desarrollo.

5. Recomendaciones para un nuevo pacto social en la Argentina

Cabe destacar tres elementos que existen hoy en nuestro país, pero que no necesariamente suponen condiciones suficientes para que exista un pacto social hoy:

1) La emergencia social. De hecho, la salida a la crisis del 2001 no se realizó a partir de un pacto, sino que simplemente hubo un esquema consultivo alrededor del Diálogo Social. Para que el pacto sea necesario, el gobierno debe encontrar en esta herramienta una mejor estrategia que su acción unilateral.

2) La alta inflación. Cabe aquí hacer una salvedad: suele pensarse que en un contexto de estanflación (inflación con recesión económica), un pacto social exclusivamente sobre precios y salarios es la respuesta adecuada. Bajo esta idea aparece la relación entre inflación y desempleo expresada por la curva de Phillips, quien identificó en los años ’50 en Gran Bretaña que una tasa de desempleo alta implicaba salarios decrecientes. Sin embargo, pensar la inflación como un fenómeno unicausal y el desempleo exclusivamente como consecuencia de la puja distributiva sería obtuso –principalmente para los países latinoamericanos– ya que justamente la heterogeneidad estructural hace que los desafíos sean mucho mayores. Es decir, puede haber pacto y continuar sufriendo una alta inflación o controlarla con otro tipo de elementos, como fue la convertibilidad.

3) La desigualdad y la pobreza. Los pactos sociales canalizan parte del conflicto distributivo a corto plazo, pero este choque de intereses tiene un correlato con el modelo de desarrollo del país. La desigualdad, la pobreza en sí misma, no justifica que exista un pacto, si no hay actores organizados dispuestos a cuestionar la pauta distributiva de forma agregada como son los sindicatos.

La Argentina vive una profunda crisis social, con elevada inflación y crecientes números de desempleo y pobreza, pero estas condiciones marco no garantizan que haya un pacto social. En cambio, podemos destacar cuatro elementos por los cuales sí sería factible el acuerdo:

1) El gobierno de Fernández fue electo por una amplia mayoría y debe consolidar la coalición electoral que lo llevó a la victoria, canalizando en el pacto muchos intereses contrapuestos de actores que dieron su apoyo a la fórmula electoral del Frente de Todos.

2) La unidad de la CGT con la CTA supone una mayor consolidación de los interlocutores del movimiento obrero.

3) El préstamo otorgado por el FMI obliga el nuevo ejecutivo nacional a mostrar una amplia coalición interna para llevar a cabo medidas redistributivas al mismo tiempo que mantenga los indicadores de sustentabilidad de deuda externa.

4) El contexto internacional de guerra comercial y caída del comercio internacional obliga a los países a mirar sus estructuras internas a la hora de buscar herramientas de reactivación económica.

Ahora bien, dicho esto, la gran pregunta es qué tipo de pacto social se dará la Argentina, uno que distribuya efectivamente los recursos a favor de las mayorías para conseguir así impulsar el mercado interno, o no.

A mi entender, la discusión quedará trunca si un acuerdo sobre precios y salarios no se acompaña con la necesidad de repensar el proyecto de desarrollo nacional. Aquí debemos resaltar la importancia de trabajos como el Plan Fénix, presentado en septiembre de 2001 y abril de 2002, que otorgaba un conjunto de propuestas económicas coherentes y calibradas para pensar el crecimiento con el objetivo de reducir la pobreza y la desigualdad. Ese plan influía las conversaciones también del Diálogo Social y de la administración nacional, más allá de que no se haya visto plasmado en un pacto social con un programa económico como fue el Plan Trienal.

En definitiva, la Argentina está frente a una ventana de oportunidad para intentar cambiar los destinos de su historia. En este sentido el próximo gobierno debe promover un pacto social, con características federales y con el fin de salvaguardar el empleo y la producción nacional. Para ello, debe acompañar el pacto social con una política monetaria y cambiaria adecuada. Aquí, la gestión del tipo de cambio para estabilizarlo se vuelve central, más en un escenario de restricción externa. Por eso, para los países latinoamericanos es casi imposible sostener en el tiempo una pauta distributiva pactada en un acuerdo social si no se enfrenta el problema de fondo, a saber, cómo superar la heterogeneidad estructural en términos de producción y mercado de trabajo. Si no se aborda este eje sustantivo, difícil será sostener el pacto en el tiempo.

Autorxs


María Delfina Rossi:

Economista. Máster en Economía por el Instituto Europeo Universitario y Máster en Políticas Públicas por la Universidad de Texas. Becaria doctoral de CONICET en CITRA-UMET. Doctorando en UTDT. Docente UNDAV.