Organizaciones populares en la Argentina: derechos, democratización social y represión

Organizaciones populares en la Argentina: derechos, democratización social y represión

Nacidos a partir de las ocupaciones de tierras y la movilización en la década de los ’80, estos movimientos se han centrado en la reivindicación de derechos por medio de la lucha colectiva. Algunos de ellos, como la Tupac Amaru de Jujuy, constituyeron un verdadero desafío a las jerarquías sociales y hoy son objeto de una fuerte represión por parte del poder provincial, con la anuencia del gobierno nacional.

| Por Virginia Manzano |

Presentación

Las ocupaciones colectivas de tierras y los procesos de urbanización popular se generalizaron desde la década de los ’80 en distintas partes del país cuando la Argentina dejaba atrás la última dictadura cívico-militar. Algunas de esas ocupaciones fueron emblemáticas, como las de San Francisco Solano –Quilmes– en 1981, donde los pobladores con apoyo de Comunidades Eclesiales de Base resistieron durante cuatro meses un cerco militar. Quienes ocuparon tierras en algún momento de sus vidas se vieron como parte de redes de reciprocidad comunal y de asociaciones colectivas para demandar al Estado la regularización dominial y la expansión de servicios públicos, como delimitación de calles, luz eléctrica, agua potable, escuelas y centros de salud. En ese sentido, las ocupaciones crearon urbanización, sociabilidad comunitaria y al propio Estado a escala local.

Durante la década de los ’90, muchas de las asociaciones barriales conformadas mediante ocupaciones de tierras se convirtieron en protagonistas de protestas públicas contra los efectos de programas neoliberales de ajuste estructural, a la vez que trabajaron para la reconstitución del tejido comunitario amenazado por la fragmentación y fragilidad de los lazos sociales debido al aumento de los niveles de pobreza, desempleo y precarización ocupacional. En ese nuevo marco, miles de personas ocuparon puentes, rutas, plazas y oficinas públicas para demandar trabajo y alimentos. Ese tipo de protestas se asoció gradualmente con la violencia, el peligro y el caos por parte de un sector social enrolado en el clamor de orden y comprometido con el ejercicio de derechos individuales. Sin embargo, se trata de protestas fundadas en el lenguaje de derechos heredado del movimiento de derechos humanos y cimentado en negociaciones cotidianas con el Estado durante los años de democracia. De ese modo, la lucha colectiva como valor social forjado en experiencias urbanas, sindicales y del movimiento de desocupados representa una posibilidad, entre los sectores populares, para crear derechos, producir transformaciones sociales y mejorar la vida.

Las organizaciones populares no solo han incorporado la reivindicación de derechos a través de la lucha colectiva; también han contribuido a modificar prácticas económicas, sociales y culturales de la sociedad en su conjunto, desafiando rígidas jerarquías sociales estructuradas en torno a las clases sociales, la etnia y la sexualidad. En este sentido, la Organización Barrial Tupac Amaru, en la provincia de Jujuy, representa un caso paradigmático; por eso mismo, considerar brevemente su trayectoria nos ayudará a comprender los peligros potenciales que enfrentan los sectores populares al desafiar órdenes de dominación, así como el despliegue represivo para apropiarse de lugares clave en los cuales se gesta la vida colectiva desde la década de los ’80.

Lucha colectiva y la creación de derechos: entre el neoliberalismo y el kirchnerismo

El movimiento de desocupados se convirtió en uno de los actores más incisivos en las protestas y movilizaciones populares que se opusieron al neoliberalismo. En el Gran Buenos Aires, su formación indica la consolidación de una forma de sindicalismo de movimiento social que encarnó la Central de los Trabajadores de la Argentina, así como la Corriente Clasista y Combativa. Este sindicalismo se nutrió de trabajadores del sector público afectados por reformas neoliberales quienes, conjuntamente con líderes de ocupaciones de tierras urbanas, se entregaron a la organización de los desocupados, extendiendo la acción sindical de los lugares de trabajo a los de residencia. Mujeres y jóvenes se incorporaron masivamente a una membresía sindical distinta de la clásica del sindicalismo argentino, basada en la figura del trabajador masculino afiliado a un único sindicato por rama de actividad con legitimidad estatal.

El gobierno argentino, en diferentes escalas, respondió al crecimiento del desempleo con políticas denominadas workfare, o de transferencia condicionada de ingresos. Estas políticas eran financiadas por el Banco Mundial y ofrecían a familias desempleadas (con niños en edad escolar, quienes debían someterse a controles sanitarios) 50 dólares mensuales a cambio de tareas cotidianas en proyectos productivos o comunitarios (comedores comunitarios, construcción de infraestructura urbana y huertas, solo por nombrar unos pocos). Estos programas se implementaron por primera vez en 1996, alcanzando a 2 millones de “beneficiarios” en el año 2002. El movimiento de desocupados tornó esas políticas en objeto de demanda colectiva y las utilizó para organizar la vida cotidiana en los barrios populares.

En una forma contradictoria, las políticas neoliberales fueron expandidas como resultado de la lucha colectiva pero el movimiento de desocupados también se expandió a través de la administración colectiva de esas políticas. De esa manera, contribuyó, como sucedió con otros movimientos populares en América latina, a socavar las premisas sobre las que se habían erigido los gobiernos neoliberales en la región, abriendo el terreno para la emergencia de los llamados “gobiernos progresistas”. En el caso de la Argentina, los gobiernos kirchneristas (2003-2015) convirtieron a una parte del movimiento de desocupados en objeto de políticas públicas que promovían la asociación cooperativa para la construcción de viviendas y mejoramientos urbanos, como el Programa Federal de Emergencia Habitacional, dependiente del Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, lanzado en el año 2003. Más adelante, en 2009, cuando se estancó la tendencia a la creación de empleo formal, se puso en marcha el Programa Ingreso Social con Trabajo “Argentina Trabaja”.

En ese nuevo contexto, las organizaciones sociales intensificaron sus esfuerzos para crear y mantener puestos de trabajo a lo largo del tiempo, centralmente puestos en cooperativas en una gama sumamente diversa de labores. Entre una época y otra, pervivió entre los miembros de las organizaciones sociales la creencia compartida acerca de que la principal demanda colectiva era el “trabajo genuino”, el cual se imaginaba en conexión con la producción, el desarrollo del mercado interno, el establecimiento de salarios justos, y la prevalencia de un conjunto de derechos relacionados con el trabajo formal en la Argentina, tales como protección social, educación, salud, vivienda y ocio.

Se exploraron, asimismo, nuevos lenguajes para demandar mejoras en la calidad de vida, indicando fundamentalmente el deterioro y la precarización urbana, como problemas medioambientales, falta de entubamiento de arroyos e inundaciones, inseguridad de la tenencia de la tierra, y deficiencia del transporte público. Los procesos de urbanización popular de la década de los ’80 en el Gran Buenos Aires habían dejado como legado el lenguaje de la lucha, que se amplificó notoriamente con la experiencia del movimiento de desocupados; es decir, la ecuación entre lucha-conquista-derechos. Sin embargo, en la etapa de gobiernos kirchneristas, las disconformidades respecto de ciertas políticas se hilvanaban en ambientes domésticos y barriales, y menos en el espacio púbico central, debido a que numerosos dirigentes acompañaban con su militancia al gobierno. Por ello, talleres comunitarios, actos de homenaje, pedidos de audiencia con funcionarios, charlas con integrantes de movimientos sociales que se habían incorporado a la función pública se habían convertido en oportunidades para reclamar lo que “faltaba”.

A diferencia de lo que ocurría con organizaciones del Gran Buenos Aires durante los gobiernos kirchneristas, el movimiento Tupac Amaru se destacaba por inscribir los puestos de trabajo en una trama robusta de bienestar social asociada al ejercicio de derechos. A la vez, se movilizaba permanentemente en el espacio público central para ampliar los márgenes de ciudadanía social. Es esa experiencia, entonces, la que repasaremos en el siguiente apartado.

La Organización Barrial Tupac Amaru: desafío al orden social y represión

La Organización Barrial Tupac Amaru se conformó en el mes de octubre de 1999, en la provincia de Jujuy, también como parte de la estrategia gremial de la Central de los Trabajadores de la Argentina tendiente a organizar a personas desempleadas a partir de sus lugares de residencia. Milagro Sala, en su carácter de secretaria gremial de la Asociación de Trabajadores del Estado, se abocó a la tarea de organizar a los desocupados en distintos barrios de la capital jujeña mediante la provisión de copas de leche. Entre los años 2004 y 2014, mediante el Programa de Emergencia Habitacional, esta organización construyó 8.000 viviendas en la provincia, creando y regulando un número estimado en 5.000 puestos laborales, ubicándose de ese modo como tercera empleadora de la provincia detrás del empleo público y de la agroindustria azucarera. A su vez, esos puestos laborales se inscribieron en una trama de bienestar construida gradualmente, compuesta de servicios en salud, escuelas, asistencia legal, centros culturales y deportivos, piletas de natación, y mutualismo ante la muerte.

Una de las consignas más populares de la Organización Barrial Tupac Amaru vociferaba: “¿Quiénes somos? Tupac Amaru. ¿Qué queremos? Trabajo, educación y salud. ¡Vamos por más!”. Esta consigna actualiza una larga tradición de movimientos sociales y políticos provinciales que demanda mayor inclusión en el sistema social mediante la ampliación de márgenes de ciudadanía social, reconfiguración de la distribución de la riqueza, y reclamo de interlocución política con poderes nacionales. Sin embargo, este tipo de reclamos y, más aún, la creación y el ejercicio de derechos habilitan procesos sumamente complejos y potencialmente cargados de peligro en tanto desafían órdenes de relaciones sociales constituidos histórica y hegemónicamente, haciendo irrumpir como fuerza colectiva a sujetos marcados en términos de clase social, etnia y sexualidad en el escenario provincial.

El 14 de diciembre de 2015, la Organización Barrial Tupac Amaru, junto a otros miembros de la Red de Organizaciones Sociales de Jujuy, protagonizó una movilización hacia la Casa de Gobierno de la provincia para solicitar la reactivación de las obras en construcción mediante las cuales se habían creado puestos de trabajo. A esa movilización le siguió el establecimiento de un acampe en la plaza General Belgrano, que se extendió durante 51 días. En esa oportunidad, la Organización Barrial Tupac Amaru no cometía ningún hecho sorpresivo para la historia de las protestas públicas del período democrático en nuestro país, es decir, actualizaba el lenguaje de la ocupación corporal de espacios públicos como un modo de producir vínculos con el Estado. Sin embargo, las respuestas gubernamentales alteraron profundamente el terreno histórico de relaciones sociales y de garantías para el ejercicio de derechos. El 16 de enero de 2016, Milagro Sala fue detenida, acusada de instigación al delito y tumulto por motivo del acampe, en tanto que el 29 de enero de ese mismo año se concedió el cese de la detención, pero, hasta el momento, no recuperó la libertad por nuevas causas judiciales en su contra, entre ellas la de asociación ilícita, extorsión y fraude a la administración pública. En la actualidad también permanecen en prisión Mirta Aizama, Gladys Díaz, Mirta Guerrero, Graciela López, Alberto Cardozo y Javier Nieva.

Si bien la historia de Jujuy está jalonada de eventos traumáticos asociados con la represión del terrorismo de Estado y la violencia estatal cotidiana, los miembros de la Organización Barrial Tupac Amaru se convirtieron en el blanco predilecto del ejercicio represivo desde diciembre de 2015. Las estrategias represivas atentaron contra dos espacios clave a través de los cuales se producía la vida colectiva: la plaza y los equipamientos comunitarios. El 12 de enero de 2016, el gobernador de Jujuy firmó dos decretos que, por vías complementarias, apuntaban al desalojo de la plaza Belgrano, la criminalización de la protesta social y la desarticulación de la Organización Barrial Tupac Amaru. Puntualmente, el decreto 403, publicado en el Boletín Oficial de la provincia el 13 de enero, afirma el fracaso de la metodología de asistencia y ayuda estatal debido a la falta de control y a grupos extorsivos y paraestatales que habrían tomado como botín y rehén a los pobres y necesitados. Por ello, el gobernador se atribuía la misión de establecer la vigencia de la ley en la provincia, rechazando métodos violentos de reclamo tales como acampes y cortes de ruta. Para ello ratificaba la continuidad de los programas sociales, e instruía, sin mediar prueba alguna, a la Fiscalía de Estado de la provincia a iniciar el proceso tendiente a retirar la personería jurídica de las asociaciones civiles, entre ellas la Organización Barrial Tupac Amaru, con motivo del o los delitos cometidos en oportunidad de la toma y acampe de la plaza Belgrano. Además, dispuso que aquellas personas y organizaciones que a partir de la 0 hora del día 14 de enero de 2016 siguieran realizando la toma y acampe estarían excluidos de la aplicación de los planes y programas que se aprobaban y ratificaban en ese decreto.

Estos decretos, al igual que otras prácticas gubernamentales, se basaron sobre prejuicios sociales en circulación en la sociedad jujeña que asociaban a la Tupac Amaru con distintos males sociales (vagancia, prepotencia, violencia, etc.), pero los cristalizaron debido a la fuerza instituyente que poseen los actos de Estado. Con la Tupac Amaru también perdían la plaza como lugar para expresar descontentos los distintos movimientos populares de la provincia. Al mismo tiempo, los espacios donde se gestaba la vida colectiva de la Tupac Amaru se fueron vaciando y destruyendo, excepto las escuelas. Los edificios eran custodiados por miembros del movimiento dispuestos a defender los bienes producidos colectivamente durante quince años. Tras el acampe, sucedieron enfrentamientos entre distintos grupos, muchos de ellos alentados por sectores gubernamentales, en torno al destino de esos bienes colectivos; algunos se apropiaron individualmente de objetos, aduciendo que los mismos les correspondían como parte de la indemnización que la Tupac Amaru debía otorgarles debido al fin del trabajo en las cooperativas. De ese modo, el movimiento Tupac Amaru se fue debilitando aceleradamente: por un lado, las relaciones sociales entre sus miembros estaban atravesadas por la duda y la desconfianza; por otro, una amplia mayoría salió en busca de formas de ganarse la vida, como changas y la venta de ropa o comida en la calle.

Por otra parte, la Tupac Amaru era fácilmente distinguible en la geografía de la ciudad porque sus miembros vestían prendas con el logo de la organización, señalando el lugar que ocupaban en la misma (ambos, guardapolvos, ropa de trabajo color caqui, viseras, remeras, camperas, buzos). A través de las personas, la Tupac Amaru se movía intensamente a lo largo de Jujuy. Sin embargo, desde el verano de 2016, como me comentaban y pude comprobar, ya no era prudente vestir ropa de la organización debido a castigos, hostigamientos sociales o porque la Gendarmería, en el caso del traslado desde otras localidades hacia la capital provincial, los detenía en la ruta. De este modo, se controlaba la plaza, se destruían equipamientos comunitarios, y se atentaba contra la Tupac Amaru como hecho estético; es decir, en tanto fuerza social que, al mostrarse con una estética particular, anunciaba el trastrocamiento del orden social y jerárquico también en el campo de lo sensible.

Me interesa concluir este escrito, por razones de espacio, señalando el carácter democrático de las protestas y las prácticas cotidianas de las organizaciones de los sectores populares. Desde la década de los ’80, los movimientos populares se inscribieron en un horizonte de derechos para formular sus demandas: derecho a la vida digna, al trabajo, la vivienda, la educación, la tierra, o la salud, entre otros. Además, contuvieron en la vida cotidiana a poblaciones profundamente afectadas por la intensidad de los procesos de desigualdad social e intentaron imaginar y modificar prácticas económicas, culturales y políticas. Recuperar este aspecto de los movimientos populares es todo un desafío en momentos presentes puesto que construcciones jurídicas, mediáticas y sociales han convertido a la organización popular en sinónimo de asociación ilícita y delictiva. Acentuar el papel que han desempeñado los movimientos populares en la democratización de las relaciones sociales no solamente tiene efectos para proteger a sus miembros de la represión sino también para resguardar los proyectos y las prácticas democráticas de toda la sociedad.

Autorxs


Virginia Manzano:

Dra. de la Universidad de Buenos Aires, área Antropología Social. Directora de la Sección de Antropología Social del Instituto de Ciencias Antropológicas de la UBA. Profesora Adjunta Regular de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, e Investigadora Adjunta del CONICET. Se especializa en temas de movimientos sociales y política popular en contextos urbanos.