¿Nuevas miradas a viejos problemas? El protagonismo del enfoque de derechos y el enfoque de género en las discusiones sobre pobreza y los programas sociales
Tras más de veinte años de hegemonía es hora de terminar con los paradigmas de la década de los noventa y empezar a implementar políticas sociales que tengan como elemento central la equidad de género y el acceso a la Justicia y que conciban a los destinatarios de las mismas como sujetos de derecho.
| Por Pilar Arcidiácono y Carla Zibecchi |
El protagonismo de los derechos en la agenda de América latina
Durante los últimos años, en diversos países de América latina, los derechos fueron adquiriendo cada vez más protagonismo en la escena pública. No sólo porque algunas clásicas peticiones ciudadanas se reconfiguraron en clave de derechos, sino por otras dos cuestiones centrales. En primer lugar, se observa el incremento de la participación del poder judicial como ámbito posible para dirimir diferentes situaciones vinculadas con vulneraciones y manifestaciones de la pobreza (reclamos por vivienda, alimentación, acceso a medicamentos y prestaciones médicas, acceso a vacantes escolares, planes sociales, entre otros). En segundo lugar, el comúnmente denominado “enfoque de derechos humanos” comenzó a resonar en el campo académico, en los organismos internacionales y en los decisores políticos, como una guía para el diseño de las políticas públicas y sociales.
Detengámonos un momento en el primero de estos elementos: los procesos de participación judicial en el campo de la defensa de derechos sociales. Entre otro orden de cosas, fueron posibilitados por reformas constitucionales que recogieron los instrumentos internacionales de derechos humanos y por las debilidades –o incapacidades– de los poderes legislativos y ejecutivos para hacer frente a los reclamos insatisfechos de diversos sectores de la población.
Si ponemos atención en el acceso a la Justicia, no es un dato menor que en la mayoría de estos casos los sujetos que reclaman se encuentran atravesados por situaciones de pobreza que implican mayores dificultades de acceso a las redes de defensa y que, en muchos casos, cuentan con niveles limitados de alfabetización jurídica (es decir, de conocimiento sobre los instrumentos jurídicos, del abanico de estrategias judiciales disponibles, de sus derechos como ciudadanos). El acceso a la Justicia y/o a mecanismos administrativos de reclamo de derechos resultan centrales a la hora de pensar políticas en clave de derechos, ya que las necesidades reconocidas socialmente como derechos son las que operan como “permisos” para reclamar en los casos que no se hayan proporcionado una satisfacción de las mismas. De no cumplirse con estas condiciones, la idea misma de derecho pierde sentido.
Como bien ha destacado la literatura específica del tema, las personas que ven restringido su acceso a la Justicia se encuentran, generalmente, en una situación de vulnerabilidad que excede ampliamente la falta de acceso a tribunales (por ejemplo, pueden temer que su reclamo al Estado comprometa otras prestaciones sociales de las que gozan), al mismo tiempo que difícilmente piensen su realidad cotidiana en términos de violación de derechos. Esas dificultades se agravan cuando se trata de individuos no organizados colectivamente, que no poseen información jurídica y/o que no pertenecen a organizaciones con capacidad de movilización social, en muchos casos. En tales contextos, las mujeres en condiciones de pobreza están más desprotegidas a la hora de requerir asistencia legal, al mismo tiempo que están más expuestas que los varones a sufrir violaciones de derechos en tanto poseen –por razones estructurales– menor autonomía económica, falta de tiempo y capacidad de decisión.
El segundo de los elementos anteriormente mencionado, esto es, el “enfoque de derechos”, surge como nexo entre las perspectivas de análisis de las políticas públicas y el andamiaje jurídico de los derechos humanos. En rigor, puede decirse que constituye un marco conceptual teórico y analítico para fundar normativamente el proceso de desarrollo humano en principios y estándares internacionales, operacionalmente dirigido a respetarlos, protegerlos y satisfacerlos. Contar con políticas acordes con principios de derechos implicaría un conjunto de transformaciones sustantivas en la forma de concebir los destinatarios de las políticas públicas como sujetos de derechos, en el contenido mínimo de los derechos sociales, el principio de igualdad y no discriminación, el acceso a mecanismos de reclamos, la producción y acceso a la información pública o, sin ir más lejos, la obligación de la progresividad y la no regresividad en el reconocimiento de los derechos.
Sin embargo, la evidencia empírica y la experiencia de los últimos años en América latina dan cuenta de que, en muchos casos, se incorporó cierto discurso de derechos en las viejas intervenciones sociales. En consecuencia, los cambios se concentraron en pequeñas modificaciones que más bien implicaron la instalación de una cierta retórica de los derechos, más que cambios sustantivos en el diseño de los programas sociales. Esto puede observarse para el caso argentino, si se consideran los programas implementados de “combate” de la pobreza y el conjunto de medidas destinadas a los sectores que quedaron al margen del empleo formal asalariado. En general, se observa que durante años prevaleció un esquema caracterizado por una oferta de medidas asistenciales, soluciones basadas en el supuesto de la “responsabilización individual” por parte de los receptores de las políticas, falta de participación de los receptores de estos programas en la construcción de la política, permanente re-denominación de viejos programas, etc. Sólo a modo de ejemplo cabe mencionarse los casos de los programas de transferencias condicionadas de ingresos (PTC), destinados a las familias pobres e indigentes que tuvieron como titulares del beneficio a las mujeres madres pero que no han considerado, ni en su diseño ni en la modalidad de gestión, que la pobreza no es neutra desde el “enfoque de género”. Tampoco se ha considerado que estos programas tienen un fuerte impacto en las dinámicas familiares, la subjetividad, las oportunidades –desiguales y diferentes– de varones y mujeres, el reparto de las responsabilidades de cuidado, entre otros aspectos.
La pobreza desde un enfoque de género
¿Cuáles son las razones por las cuales las mujeres “caen” en la pobreza? ¿Por qué son distintas a la de los varones? La multicausalidad del fenómeno de la pobreza femenina se puede explicar a través de una serie de factores de diverso tipo.
(i) Familiares: relacionados con el incremento de separaciones y divorcios (en menor medida, de la viudez), los embarazos adolescentes. Estos fenómenos, entre otros, explican la creciente proporción de hogares monomaternales (en general, los hogares en los que falta un progenitor son monomaternales porque los hijos quedan a cargo de la madre) y/o con jefatura femenina. En este sentido, se ha constatado la fuerte asociación de jefatura femenina y pobreza sobre todo cuando hay hijos pequeños en el hogar. La mayor incidencia de la indigencia y la pobreza en los hogares con jefatura femenina se explica tanto por el menor número de proveedores económicos de la familia como por los ingresos menores que, en promedio, reciben las mujeres que trabajan en el mercado laboral y que son, a su vez, jefas de familia. En consecuencia, puede decirse que la misma dinámica de las relaciones familiares puede contribuir a procesos de empobrecimiento de las mujeres.
(ii) Económicos: vinculados a las dificultades que enfrentan las mujeres para acceder a un empleo remunerado, su alta participación en el mercado informal y precarizado, los bajos salarios que obtienen (producto de la discriminación salarial), entre otras cuestiones. En América latina, el mercado laboral es uno de los espacios donde más se manifiestan las inequidades por género, en tanto existe un acceso desigual a los puestos de trabajo y una alta proporción de “inactividad económica” en la que permanecen las mujeres, precisamente por ser las principales responsables –frecuentemente, las únicas– del cuidado de los hijos y del trabajo reproductivo en el interior del hogar.
(iii) Desigualdad de acceso a recursos sociales y políticos: por ejemplo, el menor acceso al crédito económico, la lejanía de los espacios de toma de decisiones, la baja presencia de las mujeres en instituciones y organizaciones que inciden en diversos aspectos de sus vidas, conforman un escenario que, en parte, explica las dificultades que enfrentan las mujeres para “salir” de la pobreza.
(iv) Demográficos: las mujeres son más longevas que los varones, esto implica que las mujeres pasan más años de su vida dependiendo de un ingreso. En consecuencia, todas las medidas que se tomen, en materia de política pública, en relación con el sistema de jubilaciones y pensiones tiene una incidencia inmediata en el grupo poblacional de las adultas mayores.
Ahora bien, ninguno de estos factores puede comprenderse por fuera del análisis de la pobreza desde una perspectiva de género. Es decir, todo análisis que trate el tema de la pobreza de las mujeres debe partir de la premisa de que el género opera en distintos niveles, en los que se producen y reproducen relaciones sociales y se generan los famosos “círculos viciosos de la pobreza”. En otros términos, las relaciones entre pobreza y género hay que identificarlas en las configuraciones –genérico específicas– vinculadas con el mercado de trabajo, las políticas públicas, las familias.
En este contexto, es primordial preguntarse cómo las políticas públicas –en sus diversos niveles– afectan las condiciones de vida de las mujeres. Para nombrar sólo un ejemplo: en América latina las enormes desigualdades sociales están estrechamente vinculadas con la limitada oferta pública de infraestructura y servicios de cuidado para los hogares. Es decir, cada familia según su nivel socioeconómico tiene distintas y desiguales posibilidades para satisfacer las necesidades de cuidado y reproductivas del grupo familiar. De modo que las familias que cuentan con recursos económicos podrán satisfacer estas necesidades a través del mercado (por ejemplo, enviando a sus hijos a jardines privados o contratando especialmente personas dedicadas a efectuar estas tareas). En cambio, las familias más pobres dependen exclusivamente de la infraestructura de cuidado existente que provee el Estado, de allí que para gran parte de América latina la educación pública de gestión estatal es la principal institución que colabora con el cuidado de los miembros de la familia.
Madres pobres receptoras de PTC, ¿sujeto de derechos?
Como ya se destacó, durante los últimos años la principal respuesta por parte de los gobiernos de América latina para el “combate” de la pobreza ha sido la implementación de una serie de PTC. Más allá de los matices de diferencias que presentaron los PTC en cada país, suelen caracterizarse por otorgar transferencias a hogares pobres y por establecer condicionalidades vinculadas con el control de la asistencia escolar y de salud de los niños/as y adolescentes integrantes de los hogares. En general, entre sus objetivos se proponen aumentar el número de niños que asisten a la escuela y/o mejorar las condiciones de salud con la intención de reducir la pobreza y el trabajo infantil y, fundamentalmente, evitar que familias caigan en condiciones de pobreza aún más extremas, colocando a las mujeres como las principales responsables del cumplimiento de las condicionalidades.
Si bien es cierto que estos programas han tenido efecto en reducir niveles de pobreza y, en especial, de indigencia en varios países de la región, no debe perderse de vista el hecho de que este “combate” de la pobreza se ha producido en base al trabajo no remunerado y no reconocido socialmente que efectúan las mujeres pobres. Estamos hablando del trabajo de cuidado de los hijos, el trabajo comunitario –que muchas veces los mismos PTC presentan como condicionalidades y/o contraprestaciones laborales– y el trabajo administrativo que la burocracia asistencial impone a las mujeres de bajos recursos –cumplimiento de las condicionalidades, cobro del subsidio, etc.–.
Además, no sólo se trata del no reconocimiento de todo este trabajo que efectúan las mujeres pobres de la región, sino también que los PTC frecuentemente refuerzan estos estereotipos femeninos al punto tal de catalogar a las mujeres pobres con responsabilidades familiares como “vulnerables” y/o “inempleables”, paradigma que da cuenta de cómo se refuerza la histórica distinción entre áreas específicas –con nula interrelación entre ellas– que separa a un sector de la población “asistencial, vulnerable y con altas responsabilidades familiares” y otro que se caracteriza por ser “productivo y empleable”. Asimismo, cabe alertar que la participación efectuada por las mujeres a través de los PTC implica un costo de tiempo y esfuerzo que puede devenir en un obstáculo más para el acceso al mercado de empleo.
Estas cuestiones llevan a replantear un tema central: no puede mantenerse una estructura de cuidado de los miembros dependientes del hogar (niños, niñas y adultos mayores) y de responsabilidades comunitarias en base al esfuerzo de innumerables estrategias (de supervivencia, de cuidado, alimentarias) de las mujeres en situación de pobreza, con precarias inserciones económicas y para las cuales la principal respuesta por parte de los gobiernos de la región han sido políticas públicas de corte compensatorio y asistencialistas.
Ciertamente, un aspecto positivo que ha dejado la experiencia acumulada en materia de PTC –ante sus inciertos resultados– reside, precisamente, en el debate que se ha abierto a la región, pues, entra en cuestión –y en duda– si la estrategia a futuro reside en continuar agregando componentes a los PTC o replantear todo su diseño original. De hecho, algunos países de América latina –por caso, la Argentina y Uruguay– han implementado otro tipo de medidas que presentan puntos de ruptura interesantes con los PTC.
En el caso argentino, se implementó la Asignación Universal por Hijo para la Inclusión Social (AUH). Más allá de los importantes cambios que presenta la AUH en relación con los PTC que la precedieron –vinculados a una mayor cobertura, una profusa normativa que lo reglamenta, mayor monto en la transferencia, apertura permanente de la política, entre otras cuestiones–, las concepciones en torno al cuidado y al lugar de la mujer son controvertidas. Ciertamente, habrá que esperar un lapso considerable para poder indagar qué cambios ocasionó en la organización familiar del cuidado en la primera infancia.
Más “enfoque de derechos” y “enfoque de género”: ¿menos pobreza?
A primera vista puede resultar paradójico que el creciente protagonismo que fue adquiriendo el enfoque de derechos y de género conviva con altos niveles de pobreza en la región que impactan diferencialmente a varones y mujeres. Sin embargo, el protagonismo de estos enfoques no puede comprenderse sin tener en cuenta el contexto de surgimiento y sus implicancias.
En rigor, el “enfoque de derechos” debe comprenderse como una guía de las políticas sociales. Sin embargo, su basamento ético y su potencial instrumental supone una confrontación con otros paradigmas tecnocráticos o economicistas sostenidos, especialmente, durante la década de los noventa. En dicho contexto, los derechos pueden ser pura retórica y no implicar cambios sustantivos en la política pública. De manera similar, todo intento de generalización o simplificación en referencia a los procesos de reclamo judicial de los derechos sociales está condenado al fracaso. La acción de los tribunales se presenta como una estrategia política abierta, compleja, ambivalente y controvertida, en pleno desarrollo, enmarcada en una transformación de la esfera pública donde el discurso de los derechos se torna protagónico. Más allá de los problemas mencionados de la desigual distribución del acceso a la Justicia, los litigios pueden acarrear consecuencias indirectas o no deseadas. En algunos casos, en lugar de influir virtuosamente en las decisiones de diseño, promovieron la adopción de actitudes conservadoras por parte de los hacedores de la política que desconocieron, incluso discursivamente, el “enfoque de derechos” y establecieron soluciones programáticas que evitaron las posibilidades de otorgar poderes a sus receptores.
Algo parecido ocurre con la retórica del “enfoque de género” instalada. Como ha sido ampliamente documentado, el “género” se ha convertido en un término más de la jerga de la política pública asistencial y, no obstante ello, siguen sin visualizarse las condiciones estructurales en las cuales se encuentran las mujeres pobres. Tampoco el “enfoque de género” es considerado como un instrumento analítico que permite dar cuenta de una estructura de desiguales oportunidades genéricas y sociales. Por caso, en la Argentina durante la década de los noventa, la mirada de las instancias gubernamentales se mantuvo en una sobreactuada atención en el cupo femenino –impuesto por organismos internacionales–, con una visión instrumentalista acerca del lugar de la mujer, circunscribiendo su rol al desarrollo de servicios comunitarios –principal mecanismo de contención para hacer frente a los efectos “no deseados” del ajuste social–. En rigor, las medidas se limitaron, la mayoría de las veces, a incorporar simplemente un cupo de beneficiarias en los programas de empleo transitorio, asimilando “género” a “participación de mujeres”. Los PTC, como hemos ya desarrollado, han reforzado estereotipos existentes a través de las condicionalidades y otros aspectos del propio diseño de los programas.
Luego de más de veinte años de implementación sistemática de PTC en la región, se plantea la necesidad de implementar políticas activas vinculadas con la promoción de una inserción económica productiva, que no descuiden las políticas que permitan compatibilizar dichas actividades con el trabajo de cuidado de los integrantes del hogar y las responsabilidades familiares, así como también el reconocimiento del trabajo de cuidado y de las personas que quieran dedicarse a efectuar este trabajo, sin necesidad de incorporarse precariamente y/o prematuramente en el mercado laboral. Es decir, se presenta la urgencia de políticas que apunten a garantizar el derecho al cuidado de los miembros dependientes del hogar. Tales políticas también deben instalar la idea que el cuidado de los niños y adultos mayores es una responsabilidad social –no individual de cada familia– y de las cuales tanto varones y mujeres son corresponsables.
Ahora bien, estas medidas positivas en materia de cuidado no deben implicar la marginación de quienes decidan dedicarse a ellas. Las mujeres que decidan dedicase al trabajo de cuidado en el hogar -en calidad de madres, abuelas- como aquellas que efectúen este trabajo de manera remunerada en el mercado laboral -empleadas de servicio doméstico- no deben ser segregadas no sólo del reconocimiento social y económico sino también en materia de cobertura de seguridad social. Un claro ejemplo de esto ha sido el estatus laboral que ha ocupado históricamente en la Argentina el servicio doméstico. Dicho sector hasta el 2013 se encontraba regulado por medio de un Estatuto Especial de 1956 por fuera del alcance de la ley de Contrato de Trabajo (LCT). Las disposiciones del decreto Nº 326 –en comparación con aquellas de la LCT– contenían un fuerte componente discriminatorio basado en diversos aspectos: requisitos para gozar de la protección de la ley, sistema de preaviso, de indemnización por extinción del vínculo, tampoco gozaba de protección y licencia por maternidad ni de permiso de lactancia. En este sentido, la reciente ley 26.844 –sancionada en marzo de 2013– incluye importantes reformas dirigidas a saldar una deuda histórica de discriminación explícita a las trabajadoras de dicho sector.
Como vimos, la problemática de la distribución social del cuidado tiene relaciones directas con los “círculos viciosos de la pobreza”. Los hogares que pueden afrontar el costo de contratar servicios de cuidado privados tienen más posibilidades a la hora de elegir la combinación de trabajos y responsabilidades entre sus integrantes. Por el contrario, los hogares de bajos ingresos –que además tienen un mayor número de integrantes dependientes– no pueden contratar estos servicios privados, lo cual produce frecuentemente que la mujer de escasos recursos no se inserte en el mercado laboral o tenga una trayectoria laboral intermitente y precaria, contribuyendo a la perpetuación de los “círculos viciosos de la pobreza”.
En definitiva, sólo podrán obtenerse buenos resultados en materia de objetivos vinculados con el famoso “combate” de la pobreza y la garantía de derechos en la medida que se consideren, al menos, dos cuestiones neurálgicas. En primer lugar, debe alertarse respecto del uso desvirtuado de conceptos, principios y mecanismos de intervención para justificar políticas que en lo sustantivo no tienen una lógica de derechos, sino solamente evidencian la intencionalidad de hacerlo funcional, capitalizando sus “virtudes estratégicas” en el plano discursivo y adaptándose a la “corrección política” de la tendencia internacional. En segundo término, que se reconozca que las acciones dirigidas para el logro de la equidad de género son centrales y están estrechamente vinculadas con el “enfoque de derechos”. En este sentido, el desafío para la región sigue siendo superar otro falso dilema: que con la urgencia de atender “crisis económicas”, “combatir la pobreza”, “combatir el hambre”, “lograr hambre cero”, la igualdad de género se siga pensando como un tema menor, residual o sólo posible de aplicarse en contextos promisorios o de bonanza económica.
Autorxs
Pilar Arcidiácono:
Politóloga, Magíster en Políticas Sociales y Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Becaria Posdoctoral CONICET. Investigadora del Instituto Ambrosio L. Gioja y del Grupo Interdisciplinario “Derechos Sociales y Políticas Públicas” de la Facultad de Derecho (UBA).
Carla Zibecchi:
Socióloga, Magíster en Políticas Sociales y Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Investigadora Asistente del CONICET, del Instituto Ambrosio L. Gioja y del Grupo Interdisciplinario de Trabajo “Derechos Sociales y Políticas Públicas” de la Facultad de Derecho (UBA).