La actualidad de la política social ¿contrarreforma de las políticas sociales o asistencialización de la protección social?

La actualidad de la política social ¿contrarreforma de las políticas sociales o asistencialización de la protección social?

En los últimos años el Estado fue asumiendo un mayor protagonismo en la resolución de la cuestión social. Así, de una intervención social de asistencia, focalizada, se pasó a una estrategia basada en el desarrollo de programas de trabajo autogestivo y economía social. Una lectura acerca de este proceso.

| Por Natalia Borghini, Clara Bressano y Ana Logiudice |

Ante las políticas sociales implementadas en los últimos años en el país se instaló un nuevo interrogante: ¿estamos ante un proceso de transformación de las modalidades de intervención social neoliberal? Responder esta pregunta nos conduce, inevitablemente, a una revisión de las características que asumió la política social en la década de los ’90 y los primeros años del nuevo siglo. Consideramos que este punto de partida es central para dimensionar en qué aspectos las últimas medidas implementadas implican una reversión de las políticas de “ataque a la pobreza” y asientan las bases de una intervención social estatal tendiente a la seguridad social.

Como es bien sabido, la profundización en la aplicación de las políticas neoliberales durante la década de los ’90 aceleró la pauperización social, alcanzándose índices de desempleo, pobreza e indigencia inauditos para la sociedad argentina. La respuesta política ante las graves consecuencias sociales que traían aparejadas las políticas de ajuste estructural y la reforma del Estado fue la implementación de una política social asistencial transitoria, organizada bajo el formato de “programas”.

En consonancia con los lineamientos de las “agencias supranacionales de desarrollo” (BID, BM), que diseñaban y contribuían a financiar los programas sociales, fue consolidándose una nueva modalidad de intervención social cada vez más alejada de la regulación del mercado de trabajo y la provisión pública de servicios sociales. De esta forma, la política social neoliberal se generalizó como una intervención social de asistencia, focalizada en aquellos sectores sociales excluidos del mercado de trabajo y sumidos en condiciones de extrema pobreza. La “ayuda” transitoria a los individuos en condiciones de riesgo y vulnerabilidad, distribuida por organizaciones no gubernamentales, instituyó la contraprestación, laboral o de otra índole, como condicionalidad de la asistencia. Así, la nueva modalidad de intervención social asumió un sesgo por demás perverso al ceñirse la política social a la provisión de bienes y/o a la transferencia de ingresos mínimos que sólo garantizaban la reproducción biológica de aquellas personas que “demostraran” su condición de pobreza.

Uno de los programas asistenciales paradigmáticos de aquellos años, financiado por el Banco Mundial, fue el Plan Trabajar, el cual fue implementado por el Ministerio de Trabajo en el año 1996. Por medio de este plan se otorgaba a los jefes de hogar, que no percibían seguro de desempleo o alguna ayuda similar, un monto no remunerativo a cambio de la realización, por parte de los “beneficiarios”, de obras de infraestructura comunitaria de baja complejidad.

Una de las respuestas políticas ante la crisis económica, política y social que estalló en el 2001 fue la puesta en marcha del Programa Nacional de Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJyJHD) a principios del año 2002. Si bien este programa tuvo características similares a su predecesor en cuanto a los montos dinerarios de la asistencia y las condiciones formales exigidas para su percepción, su particularidad radicó en la masividad que alcanzó. La aguda crisis social y la conflictividad política conllevaron la inédita participación de las organizaciones sociales en la definición del otorgamiento del plan y las zonas de su implementación. Esta activa intervención por parte de las organizaciones no sólo impulsó la masividad (el programa superó los dos millones de perceptores) horadando el criterio de focalización, sino que tornó dificultoso, si no imposible, controlar el cumplimiento de las contraprestaciones exigidas.

En sintonía con lo que se presentó como un cambio de época, con la asunción del presidente electo Néstor Kirchner, estos programas sociales fueron puestos en entredicho por su ineficacia a la hora de erradicar el desempleo y la pobreza. Como consecuencia, el nuevo gobierno ensayó una estrategia masiva de revinculación productiva y laboral de los sectores pauperizados que incluyó el desarrollo de programas de trabajo autogestivo y economía social. Por otro lado, se promovió la reforma del Programa de Jefes y Jefas de Hogar Desocupados provocando una paulatina disminución del número de receptores. Esta estrategia comenzó a mostrar importantes dificultades, lo que condujo al nuevo gobierno a impulsar, acorde con las demandas de los organismos internacionales, la clasificación de los beneficiarios según criterios de “empleabilidad”. Esto favoreció la desarticulación del plan Jefes y Jefas de Hogar y permitió implementar intervenciones públicas diferenciadas según los tipos de población a ser atendida.

Como consecuencia, hacia fines de 2004 se anunció la creación del Plan Familias, dirigido fundamentalmente a las mujeres con hijos que percibían el PJyJHD, evaluadas ahora como “inempleables”. A partir de esta reforma, a los sectores sociales beneficiarios del Plan Familias se les exigió como contraprestación los certificados de escolaridad y control de salud de sus hijos, mientras que los sectores desocupados en condiciones de reingresar al mercado de trabajo, evaluados como “empleables”, pasaron a ser asistidos por el Seguro de Empleo y Capacitación, programa que mantuvo vigente la contraprestación laboral. El programa Familias se convirtió, así, en la modalidad de intervención social dirigida a la población en condiciones de extrema pobreza más importante, no sólo por el número de perceptores que cubría sino por el volumen de recursos que demandaba al Ministerio de Desarrollo Social de la Nación.

En consonancia con los programas de transferencias monetarias vigentes desde mediados de la década de los ’90 en México y Brasil y el discurso de las agencias de desarrollo, el cumplimiento de los requisitos de escolarización y control sanitario solicitados como contraprestación del Plan Familias se presentó como la estrategia política de largo plazo “eficaz” para “quebrar la reproducción de la pobreza”, mediante el “empoderamiento de las mujeres” y la consolidación del “capital humano” de las nuevas generaciones.

La orientación de la política de asistencia al binomio madrehijo, la instalación de la lógica de la responsabilidad compartida en materia de cuidado de los niños y, finalmente, la exigencia en el compromiso de las mujeres que recibían la ayuda estatal contribuyeron a mejorar la valoración social de la asistencia social. Esta tendencia se reforzó con la entrega bancarizada de las transferencias, modalidad que se presentó como la mejor forma de transparentar y limitar las prácticas de intermediación consideradas clientelares, las cuales históricamente fueron asociadas a las políticas asistenciales. Bajo esta nueva modalidad de intervención y distribución de los programas sociales, fueron perdiendo centralidad política las instancias gubernamentales locales en la definición de la implementación de los programas, limitando la descentralización promovida por el neoliberalismo, así como también las organizaciones sociales, en especial aquellas que habían encabezado el cuestionamiento al orden neoliberal.

A fines de la década, con la creación por decreto de la Asignación Universal por Hijo, las políticas de asistencia social experimentaron una nueva transformación. Una vez más, la condición para que los niños y adolescentes menores de 18 años, miembros de las familias de los sectores desocupados y trabajadores de la economía informal, perciban el beneficio quedó sujeto a la acreditación de la escolarización y la realización periódica de controles de salud.

Sin embargo, la Asignación Universal innovó en ciertos criterios diferenciándose de los que regían al Plan Familias. Por un lado, reconoce como población beneficiaria, incluyéndola explícitamente, a los trabajadores informales con ingresos menores al salario mínimo, vital y móvil; el acceso al beneficio es permanente para todos aquellos que reúnan los requisitos y, finalmente, por un cambio institucional destacable: el traspaso de la gestión de las asignaciones a la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSeS), desplazando al Ministerio de Desarrollo Social como órgano central de las política social asistencial.

Estos elementos novedosos contribuyeron a atizar el debate en torno de los alcances de las transformaciones en curso, en especial, del “nuevo” rol del Estado en materia de protección social y la eventual emergencia de un nuevo modelo de bienestar. En este sentido, mientras que para algunos autores la falta de universalidad denotaría la persistencia del carácter neoliberal de la política social actual, otros constatan el tránsito de un modelo de protección social basado en la asistencia hacia otro fundado en principios de seguridad y derechos de ciudadanía, evidenciando un proceso de contrarreforma tendiente a sustituir la transitoriedad de las políticas sociales implementadas durante el neoliberalismo.

Adentrándonos en estos debates, el hecho de que esta nueva intervención se haya incorporado en el marco de las Asignaciones Familiares –marco regulatorio de un derecho garantido de los trabajadores formales– nos plantea como interrogante en qué grado esta política impulsa el desplazamiento, reversión y transformación de las políticas focalizadas y transitorias propias del neoliberalismo.

Si atendemos a algunas de las características de la modalidad de intervención que inaugura la Asignación Universal, podemos observar cierto distanciamiento con respecto a la política social asistencial neoliberal. Por un lado, a diferencia de los parámetros extremadamente selectivos, la definición de la población destinataria se desvincula, parcialmente, del carácter discrecional propio de la focalización basada en los “tests de pobreza” al reconocer el derecho que posee un trabajador informal a percibir una asignación familiar. La incorporación de trabajadores informales como sujetos con derecho a percibir el beneficio garantizó la expansión de la cobertura a los sectores populares. Sumado a esto, el acceso a la Asignación garantizado a toda la población que reúna los requisitos, sin limitación temporal ni numérica para la inscripción, ni restricción alguna en lo atinente a su duración, permite el acceso continuo de la población en situación de vulnerabilidad, lo que refuerza el carácter masivo de las actuales formas de asistencia, por oposición a la focalización extrema característica de los ’90. Por otro lado, la restricción de acceso recayó sólo en aquellos jefes de familia que perciben ingresos superiores al Salario Mínimo Vital y Móvil. De esta forma, sin ser universal, el programa alcanzó a incorporar, en el 2010, a más de 3 millones y medio de niños, es decir, casi el doble de los que eran abarcados por el Plan Familias. Finalmente, el incremento en el monto de las transferencias permite estimar el impacto favorable que este ingreso puede generar en la reducción de la pobreza, en especial, en aquellos sectores en condiciones de indigencia.

Sin embargo, y a pesar de los rasgos positivos enumerados, en especial el abandono de la focalización selectiva, cabe preguntarse por la persistencia de otras formas de focalización, tanto las resultantes de la exclusión de cierta población (como los trabajadores precarios con ingresos superiores al salario mínimo o los trabajadores monotributistas de las categorías más bajas) como aquella derivada del poder adquisitivo del subsidio que, aunque fue recientemente actualizado, la discrecionalidad en la disposición de los aumentos impide prever la pérdidas por efecto de la inflación, al tiempo que continúa siendo un monto que sólo garantiza mínimos biológicos de reproducción. Por otra parte nos preguntamos hasta qué punto la Asignación, más allá de su nominación como universal, se implementa bajo criterios de derechos de la ciudadanía. El hecho de que la percepción de este beneficio aún se encuentre atada a la contraprestación educativo-sanitarias, condicionalidad que no se les exige por igual a los trabajadores formales, tiende a mantener la estigmatización que las políticas asistenciales neoliberales construyeron sobre la pobreza. Asimismo, el hecho de que sean mayoritariamente las mujeres pobres las que perciben la prestación y se les exija como “deber”, casi exclusivo, el cuidado educativo-sanitario de sus hijos, tiende a reforzar el re-encierro doméstico poniendo una vez más en cuestión el alcance de esta política como un nuevo tipo de protección social, centrada en el reconocimiento de un derecho ciudadano.

Por otro lado, en cuanto al financiamiento de la Asignación Universal se presentan dos rasgos que indican un proceso de institucionalización y continuidad como política pública. En primer lugar, el presupuesto anual que insume el programa –a diferencia de los programas de la década anterior– no se financia con los créditos de los organismos financieros internacionales. Por el contrario, los fondos provienen del sistema de previsión social –el cual fue reestatizado hacia fines del año 2008– constituyéndose, nuevamente, en un sistema público y único de reparto. En segundo término, en el contexto latinoamericano la Asignación insume el mayor porcentaje de Producto Bruto Interno. Sin embargo, nos preguntamos si puede hablarse de un proceso de reversión de la protección social cuando los fondos destinados al pago de la Asignación Universal provienen de los rendimientos anuales del Fondo de Garantía y Sustentabilidad del Régimen Previsional Público de Reparto y de transferencias del Tesoro basadas en impuestos, principalmente el IVA, que se imponen al consumo popular. En este sentido, aunque la implementación de la Asignación Universal plantea una disputa posible en torno a la redistribución progresiva del ingreso, esto no ha implicado una modificación sustantiva en la redistribución de la renta social ya que, hasta ahora, no hay indicios de avanzar (pese a las distintas propuestas legislativas) en una reforma tributaria progresiva capaz de retener mayores porciones de renta de los sectores productivos más concentrados o mayores aportes patronales.

Entonces, vale la pena interrogarse hasta qué punto, en el caso específico de la asistencia social, puede hablarse de un efectivo proceso de contrarreforma o si, por el contrario, nos encontramos frente a nuevas modalidades de intervención social tendientes a “asegurar” la asistencia hacia aquellos sectores considerados “inempleables”, es decir, sujetos evaluados como imposibilitados de insertarse en el mercado de trabajo formal por cuestiones familiares, sociales o individuales.

La implementación, casi en simultaneidad a la Asignación Universal, del Programa de Ingreso Social con Trabajo (Argentina Trabaja) nos permite iluminar parte de este debate. La transferencia monetaria dada a los desocupados que deben cooperativizarse para realizar obras de infraestructura de baja complejidad para percibir el beneficio del Programa Argentina Trabaja, manifiesta una tensión entre la formalización del trabajo en términos cooperativos y las prácticas ligadas a los tradicionales programas de empleo subsidiado. Las persistentes tensiones que registra este programa nos interpelan, una vez más, acerca de la continuidad de los criterios de focalización, así como también acerca de la reedición, bajo nuevos formatos, de la contraprestación laboral.

Partiendo de la distinción entre aquellas políticas que se inscriben en las seguridades derivadas de la relación salarial formal (como las asignaciones familiares) y las asistenciales, que intervienen frente a circunstancias sociales y/o individuales derivadas de la no inserción en el mercado de trabajo, podemos aventurar que nos encontramos ante formas de intervención de carácter híbrido que, aun siendo objeto de disputas entre actores sociales, no se encuentran necesariamente en transición hacia una modalidad de intervención social prototípica de formas estatales previas.

Lo que sí es posible afirmar, más allá del debate sobre el posneoliberalismo, es que en los últimos años en nuestro país el Estado fue asumiendo un mayor protagonismo en la resolución de la cuestión social a partir de la toma de posición frente a las causas que generan la pobreza. Aunque si bien en términos del discurso público puede resultar un recurso más bien retórico, asumir que la pobreza no es resultado inevitable de las supuestas “incapacidades” individuales para adaptarse a los cambiantes requerimientos del mercado laboral sino la consecuencia social inherente a las sociedades capitalistas frente la falta de trabajo y su informalidad, indica un reposicionamiento en el tratamiento de la pobreza y el desempleo. Esta nueva posición habría permitido articular una asistencia de carácter masivo, aunque aún focalizado. Como se planteó entonces, esta focalización, menor aunque persistente y garantizada por la vía del monto de los subsidios y no ya por la exigencia de contraprestación, actuaría reimpulsando a la población considerada “empleable” a la concurrencia al mercado de trabajo y, a la vez, multiplicando protecciones y seguridades de los asistidos. Tal “aseguración de la asistencia” podría ser pensada, quizá, como un nuevo “compromiso” social con aquellos considerados “inempleables”.

Autorxs


Natalia Borghini:

Lic. Ciencia Política (IEALC/FSC/UBA), Maestría en Ciencia Política IDAES/UNSAM. Profesora UBA.

Clara Bressano:
Lic. Ciencia Política (IEALC/FSC/UBA), Doctoranda en Ciencias Sociales FSC/UBA. Profesora UBA.

Ana Logiudice:
Socióloga (IEALC/FSC/FP/UBA), Doctoranda en Ciencias Sociales (FSC/UBA), Mag. en Administración Pública FCE/UBA. Profesora UBA.