Métodos de arrasamiento cultural

Métodos de arrasamiento cultural

La política del actual gobierno se caracteriza por una sucesión de expropiaciones en el terreno de la producción simbólica: entre ellas, la anulación de la ley de medios audiovisuales, los embates contra las escuelas y sus docentes, y el urbanismo represivo que distingue a las iniciativas sobre la ciudad. La creación y el consumo de productos culturales quedan así subsumidos a criterios mercantilistas y de dominación social.

| Por Horacio González |

¿Qué es el financiamiento público? ¿Cómo interpretar un presupuesto nacional? Claro que esta no es una fácil cuestión. Muchas alternativas y luchas políticas se transfieren luego a la discusión presupuestaria. Como no somos especialistas en esas cuestiones –que hoy es una de las microscopías más notables de los diferendos políticos–, podemos establecer un posible criterio para analizar lo que aspira un gobierno en distintas materias sensibles.

Asumamos el caso de la esfera cultural, comunicacional y educacional. Lo primero que podríamos hacer es revisar las partidas que el Estado sostiene en cualquiera de las numerosas actividades de ese amplísimo rubro, para percibir que sobreviene un uso más estrecho, por momentos mezquino, con consecuencias que la abstracción de las cifras no deja percibir tan de inmediato. Pero de inmediato comienzan a surgir voces.

Podrá ser que en algún momento se escuche, aquí y allá, de un modo pequeño, no tan audible, la noticia respecto de que ya no asiste a una orquesta juvenil de alguna localidad cuyo nombre no retenemos bien, o de una ciudad grande que puede ser la nuestra, y alguna inquietud se produce. Es conocida la tan solicitada parábola brechtiana. Pensamos que el desabastecimiento se detiene ahí, pero de repente recordamos que el actual Presidente, cuando era jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, había preguntado “para qué sirve” un canal cultural de televisión. Estuvo a punto de cerrar el Canal Ciudad, y de algún lugar de sus agencias salió alguna voz alarmada advirtiendo sobre ese desatino. Esa pregunta, no obstante, tiene actual vigencia. Pongamos en lugar de “canal cultural” cualquier otro ente de la cultura. Sea ministerio, escuelas públicas, televisión pública, Conectar-Igualdad, cine nacional, compra masiva de libros, bibliotecas públicas, vida intelectual, vocaciones filosóficas. Sobre todos estos nombres, instituciones o disposiciones pende la pregunta: ¿esto para qué sirve?

Esta tosca instrumentalidad es lo que caracteriza la política cultural del actual gobierno. Si siguen subsistiendo museos, bibliotecas, archivos estatales, asistencias económicas ya notoriamente recortadas a cuerpos de baile o grandes centros culturales, como el CCK e incluso los que dependen de la ciudad de Buenos Aires –como el Teatro San Martín, la Usina, y otros sitios simbólicos– es porque siempre los estrangula la sigilosa duda presidencial –¿esto para qué sirve?– y siempre hay alguien que se empeña en conseguir algún mendrugo con la “educación presidencial”. Entonces, se produce una indiferencia, cierta indulgencia desinteresada, que bajo limaduras de todo tipo permiten continuar a un centro cultural de la periferia, a una casa de lectura o a una radio provincial. Pero todo está bajo amenaza, como lo demuestra, en la Biblioteca Nacional, haberse cerrado el Museo de la Lengua y la Editora de clásicos argentinos.

Aquel que suponía entonces que eran casos fuera de programa la desatención de escuelas, inventivas de grupos comunitarios, de experiencias alternativas o películas de iniciación, enseguida debía dedicarse a pensar sobre el trípode de expropiación cultural que levanta como orgullosa y destructiva bandera el propio gobierno.

La primera expropiación podemos situarla en la anulación de la ley de medios audiovisuales, que con un laborioso proceso –movilizaciones de masas, acción parlamentaria, debates públicos– fue un hecho singularmente democratizante del anterior gobierno. La revocación de la ley es la viga maestra de la uniformidad comunicacional reinante, cuyo tema mayor es una insignia narrativa que inferioriza a las audiencias, obturando los poros de la conciencia autónoma. El resultado de este guión bosquejado y diseñado mundialmente contra los “populismos”, equivale a la construcción de un lenguaje artificial como los que Borges tomó irónicamente en “El idioma analítico de John Wilkins”.

Como consecuencia de la entrega de las matrices complejas del lenguaje social a la ingeniería comunicacional se acentúan los dispositivos disciplinadores de los consumos culturales, noción que en todos los casos hay que especificar cuidadosamente. El consumo cultural es una esfera de libertad en la producción de sujetos autónomos; por lo tanto, las industrias culturales –ámbito esencial de la creación cultural en las sociedades contemporáneas– deben generar cruces entre tecnologías, difusión y estéticas que en masividad no pierdan el argumento creativo e innovador. No se avizora en las políticas culturales del actual gobierno que esos propósitos queden garantizados, comenzando con el uso brutal (una consecuencia del “para qué sirve esto”) de los medios de comunicación como espada homogenizadora. ¿Qué es lo que tornan homogéneo? El consumo en un “supermercado cultural”, la cultura como una mercancía que agrupa categorías domesticadas del gusto. El consumo implica no que las personas consumen, sino que son consumidas por el aparato central de signos con una carga pedagógica domesticadora. Se genera así una invisible policía cultural. “Sirve” al control social.

No quiere decir esto que por otros medios –lo que no excluye alguna iniciativa gubernamental– haya espacios circunscriptos a exploraciones minoritarias, que serán invocadas como pretexto de creatividad y libertades culturales, lo que en una sociedad compleja no ha de desaparecer. Aunque, por otro lado, también como consecuencia inevitable de la anulación de la ley de medios, el resurgimiento de los proyectos de mecenazgo en la vida cultural, que son una cobertura impositiva para el juego de las empresas, pero sobre todo una manera suplementaria de anexar la vida cultural a los grandes esquemas publicitarios de las empresas.

Adicionalmente, lo ocurrido en relación con las confusas acciones que el gobierno practicó en el INCAA hace que no sean infundadas las creencias de los directores, actores, actrices, trabajadores y estudiantes de cine –numerosísimos en el país– respecto de que la misma política restrictiva se aplicaría al fomento cinematográfico, que en el período anterior contó con estímulos evidentes y de frutos palpables. El modo de hacer converger la cuestión impositiva que leyes anteriores resguardaban respecto de la producción cinematográfica, según la opinión de quienes conocen muy bien el tema, puede concluir con una eximición del tributo fiscal a las grandes empresas comunicacionales, que serían las únicas que terminarían imprimiéndole su sello a esta actividad cultural y a la vez ámbito de trabajo y creatividad de miles de personas. En esta expresión artística se plantean delicadas cuestiones culturales –como en todas, pero en una escala que repercute en amplios públicos– en cuanto a las cuestiones del idioma nacional y las discusiones siempre abiertas sobre la crítica intelectual y la identidad popular.

La segunda expropiación son los planes educativos que en el aspecto salarial tienden a reproducir en el trabajo docente la tendencia a bajar los llamados “costos laborales”, expresión en sí misma inicua que considera a la escuela y a la docencia como espacios en extinción o progresivamente sujetos a una sustitución por tecnologías educacionales inspiradas en neurociencias, y otros saberes de instrucción empresarial destinados a hacer realidad el más bajo nivel de pragmatismo respecto de las conciencias en formación e inmersión en un mundo complejo de significados. Este pragmatismo no es una filosofía con ciertas exigencias, si pensamos en sus expresiones del siglo XX, como Peirce o John Dewey, sino el que hoy se propone desde la misma Casa Rosada, con las más inverosímiles ideas respecto de un pensar utilitario. Este sí que no tiene la menor intención de divulgar una filosofía, aunque sea equivocada, sino nuevas formas de servilismo colectivo. Todo ello vinculado a prometidas escenas de felicidad banales, capaces de amputar tanto la idea de felicidad –que en toda pedagogía nunca puede ser un supuesto lineal y acumulativo– y la idea de utilidad, que nada significaría al margen de una formación crítica. En suma, la propuesta educativa parte de la caducidad, arbitrariamente declarada a priori, del aparato educativo fundado en el siglo XIX, al que dejan languidecer entre injurias sin justificación. Desean reemplazarlo por mediciones mecanicistas de capacidades, bajo una ilusión empresarial y control de rendimientos que apartarían definitivamente a la escuela de la construcción de ciudadanía.

La tercera expropiación se refiere a la abolición de un derecho no escrito de este modo, pero es el constitucionalismo invisible que nos rige como ciudadanos plenos cuando hablamos del derecho a la ciudad. La ciudad capital del país está siendo objeto de políticas de urbanismo represivo que tienden cada vez más a expulsar las prácticas ciudadanas de su territorio, identidad y formas de vida. No solo a través de visibles medidas económicas que restringen el acceso a la vivienda y el tono general expulsivo de los habitantes del conurbano que tiene la gestión oficial, sino también la promoción de tácticas de cercanía que obedecen a un vecinalismo ficticio, palabras que obturan la percepción real del campo de fuerzas convivenciales y culturales que perduran en los barrios, ajenas a la homogenización de una abstracta placidez urbana.

Esta última es un habitual género publicitario que no toca ningún problema profundo, y en verdad, los encubre. Como la creciente especulación inmobiliaria, el trazado de vías de circulación que afectan la idea misma de Pólis, sustituida por un gran circulador que convierte al sujeto urbano en un símil del flujo circulante mecánico de trabajadores a los que se reconstituye con técnicas de reproducción de un acto de servidumbre. Las infraestructuras de transporte en efecto permiten ahorrar tiempo de viaje, pero eso se canjea por situaciones más soterradas de sujeción a un orden que quita derechos. La ciudad es tratada como un territorio especulativo y el horizonte de ventajas que presenta, aun si fueran aceptables en sí mismas, encubren a menudo el despojamiento de espacios verdes, bajo el pretexto de que aumentan, pero sobre superficies de cemento que no permiten considerarlos de ese modo. Espacios verdes ficticios que amparan con un lenguaje abstracto un lento y meticuloso saqueo a la ciudad. Consideramos también a esta una cuestión de esencial carácter cultural.

Por último, la cuestión cultural está relacionada íntimamente con las cuestiones científicas y tecnológicas. Y aunque ya sería extendernos mucho, con las de salud. Las restricciones a la investigación científica afectan por igual el cuerpo de ideas sobre proyectos en cuanto a lo más posible que tengan de autónomos, respecto de las grandes corrientes mundiales de dominación, que explícitamente se ejercen en este campo crucial de la contemporaneidad. La desatención presupuestaria en este caso corre pareja con el desmantelamiento parcial o total de proyectos como el Arsat, cuyo núcleo técnico central fue realizado en un ámbito muy plural de intervenciones científicas, que sin embargo se proyectaban sobre un debate capital en torno a las decisiones autónomas justo en el terreno menos ajeno a las grandes fuerzas de la universalización de la vida colectiva. Allí también, visto en su estructura cultural, el tema registra un similar acoso del desamparo consciente sobre los cimientos fundamentales de la idea de cultura nacional autónoma.

Autorxs


Horacio González:

Sociólogo (UBA), doctor en Ciencias Sociales (USP-Brasil). Investigador y profesor en distintas universidades (Buenos Aires, La Plata, Rosario). Director de la Biblioteca Nacional (2005-2015).