El periodismo porteño y los grandes multimedios argentinos

El periodismo porteño y los grandes multimedios argentinos

Centrada en Buenos Aires, una supuesta “prensa nacional” argentina establece tanto agendas como puntos de vista hegemónicos y determinadas formas de nombrar y decir. Se corresponde así con un fenómeno mundial, por el cual los medios de comunicación se han vuelto más poderosos que los gobiernos y los Estados.

| Por Miguel Russo |

La mañana del pasado jueves 6 de abril, fecha del primer paro convocado por la CGT y la CTA en protesta por las políticas socioeconómicas tomadas por el gobierno de Mauricio Macri, la carnicería del barrio era el punto de encuentro de cinco o seis hombres y mujeres que, luego de las consabidas bromas sobre el carácter carnero del carnicero que había abierto (festejadas y hasta prohijadas por el mismo carnicero), celebraban la respuesta masiva de la sociedad –siempre se habla en nombre de la sociedad toda en cualquier pequeño negocio de barrio– ante el embate neoliberal. Claro que con términos tales como “le rompimos el que te jedi”, “a ver qué hace ahora este gorila” y otras metáforas al uso.

Dos días después, la mañana del sábado 8 de abril, en la misma carnicería, un número de personas similar al del jueves coincidía –con la anuencia del carnicero– en que la medida había tenido un alto acatamiento porque los medios de transporte habían decidido no funcionar. Las metáforas habían cedido y los comentarios adquirían giros inesperados para la hora y el lugar con profusión de “en consecuencia”, “no obstante”, “indudablemente”.

¿Qué notable operación había transmutado formas y procedimientos, razones y sinrazones, de sonrisas cómplices a soberbias individuales? 48 horas eran solo 48 horas y el universo de la carnicería –a fin de cuentas, como se dijo, el universo entero– era otro. El “todos juntos” había dado paso a “estos zurditos que hacen quilombo”. De “respuesta popular” se había derivado a “los llevan de las narices” (se sabe, el que habla siempre está fuera del nosotros, absolutamente creído de ser observador autónomo e imparcial escudado en el “a mí no, ¿eh?” o el más legendario “yo no fui”). De un lado de la grieta se saltaba al otro lado de la grieta con el mismo frenesí.

Simplificando la pregunta: ¿qué había pasado entre uno y otro día? Los zócalos de los programas noticiosos de televisión y los radiales análisis chirriantes repetidos hasta el cansancio por decenas y decenas de periodistas y locutores. Pero, sobre todo, las tapas de los diarios. Clarín: “El paro se sintió fuerte, pero el Gobierno controló los piquetes”. La Nación: “El paro de la CGT se hizo sentir, pero tuvo un acatamiento dispar”. La Prensa: “¿Y ahora, qué?”. Diario Popular: “Sin transporte y con piquetes, el paro se sintió con fuerza”. Peros, preguntas, transporte y piquetes como causas. Agendas.

Decíamos ayer

En un país como la Argentina, que sigue escondiendo bajo su conformación federal un absoluto unitarismo, no es ilógico confirmar que la prensa nacional tuvo y tiene su epicentro en la ciudad de Buenos Aires. Desde aquella Gazeta de Buenos Ayres fundada por Mariano Moreno cinco días antes de su primera aparición el 7 de junio de 1810, hasta los actuales multimedios generalistas para todo el país, las sedes se conglomeran en la porteñidad. Una porteñidad que insiste en hacerle creer a un ciudadano jujeño o fueguino, por ejemplo, que su vida se modifica según funcione o no con total normalidad la red de subterráneos.

De manera apresurada y haciendo total abstracción de los ideales de unos y otros, se podría afirmar, también, que las razones de aquella y estas publicaciones siguen siendo las mismas. “El pueblo tiene derecho a saber la conducta de sus representantes, y el honor de éstos se interesa en que todos conozcan la execración con que miran aquellas reservas y misterios inventados por el poder para cubrir sus delitos. El pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien, debe aspirar a que nunca puedan obrar mal. Para logro de tan justos deseos ha resuelto la Primera Junta de Gobierno que salga a la luz un nuevo periódico semanal con el título de Gazeta de Buenos Ayres”, escribía Moreno en la tapa del número inaugural.

Pero la cosa cambia si uno no se apresura ni se abstrae de las ideologías y, fundamentalmente, lee los lemas que cuelgan debajo de los nombres de los periódicos. ¿Cómo? Simple: mientras Mariano Moreno en junio de 1810 había recurrido a la frase del historiador romano Tácito “Tiempos de rara felicidad, son aquellos en los cuales se puede sentir lo que se desea y es lícito decirlo”, Roberto Noble se parapetó, en agosto de 1945, en “Un toque de atención para la solución argentina de los problemas argentinos”. El lema de Clarín, no es ocioso decirlo, sigue hasta la actualidad, bajo el reinado de Héctor Magnetto, como una forma de anunciar una triple sentencia que nadie debe desoír: 1) es el encargado de señalar “qué” hay que observar y “cuándo”, 2) el que determina el “cómo” y el “dónde” obrar, y 3) el que indica a “quién” y “por qué”.

Bajo ese mismo lema publicó dos tapas memorables: la del 23 de marzo de 1976, “Inminencia de cambios en el país”; la del 27 de junio de 2002, “La crisis causó 2 nuevas muertes”.

Si a eso se suma que de los poco más de 600.000 habitantes del país, un bajo porcentaje sabía leer (los primeros datos oficiales remiten a 1869 y hablan de un 77% de analfabetos), y se lo contrasta con el 1,9% de analfabetismo de los casi 44 millones y medio de habitantes en la actualidad, la incidencia de los medios se torna feroz.

Siguen diciendo

Gran parte de los argentinos vivimos embotados en una prédica mediática que multiplicó su ferocidad durante cuatro meses de 2008.

Fue, recordamos todos, durante el lockout agropecuario entre el 11 de marzo y el 18 de julio de aquel año, cuando cuatro organizaciones de la producción agroganadera (la Sociedad Rural, las Confederaciones Rurales, la Federación Agraria y Coninagro) embistieron contra la propuesta de un sistema móvil para las retenciones a la soja, el trigo y el maíz –la conocida Resolución 125– durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner.

La prensa hegemónica llamó al conflicto “crisis del campo”, otorgando a la palabra “campo”, y por ello al entramado cultural de toda la sociedad, una característica absurda. De pronto, la entelequia “campo” era el país, la vida, nuestros más profundos valores, nuestro pasado, nuestro presente, nuestro futuro. El “campo” (desde la más rancia aristocracia, los latifundistas y los monopolios hasta los pequeñísimos chacareros y los peones rurales explotados a destajo) pasaba a ser un lugar paradisíaco, generoso y desinteresado que un grupo de inescrupulosos –verbigracia, el gobierno– quería borrar del mapa.

Cuando el 17 de julio ocurrió el fatídico voto no positivo del vicepresidente Julio Cobos desempatando en el Congreso a favor del “campo”, la prensa hegemónica volvió a la carga: “Heroico”. De allí en adelante, se produjo el cisma. Y con él, la precaria ilusión de que el país entero había comenzado a leer la prensa con objeciones, con dudas sobre lo que informaban y, sobre todo, con certezas sobre lo que mentían.

El “¿qué te pasa, Clarín, estás nervioso?” de Néstor Kirchner el 9 de marzo de 2009, el anuncio del anteproyecto de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual nueve días después y su implementación el 21 de octubre parecieron cerrar para siempre la posibilidad de los engaños. Pero desde el otro lado respondieron con más tapas, más imposición de agendas, más y más toques de atención. Y hasta la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) salió a batir el parche: “Adjudicarle inspiración golpista a la labor de algunos colegas constituye una muestra de intolerancia que urge superar”.

Las posibilidades, entonces, se fueron diluyendo a la par de la concentración despiadada de voces ante un mismo argumento, aquel que, según trascendidos, el propio Magnetto le descerrajó al por entonces presidente Carlos Menem cuando, ante la cantidad de exigencias del Grupo Clarín, este le preguntó si quería quedarse con su cargo: “Puesto menor”.

Ese “puesto menor”, cierto o no, habla a las claras del enorme poder que los medios de comunicación fueron logrando a lo largo del tiempo. Un poder económico mucho mayor que el de los gobiernos y mucho mayor que el de los Estados. Un poder de conformación de la realidad mucho más despiadado que el de la realidad misma. Un poder que determina y dictamina. Que crea y hace creer. Un poder que define y no trepida en usar las armas que sean necesarias para esa definición.

Las palabras

Allá a finales de 1998, cuando el siglo XX daba las hurras, el crítico inglés John Berger escribía en el españolísimo diario El País: “El futuro se encogió, al menos por el momento, y el pasado parece ser redundante. Mientras tanto, los medios de comunicación inundan a la gente con un número de imágenes sin precedentes, muchas de las cuales son caras humanas. Estas caras están continuamente perorando a todo el mundo, provocando la envidia, nuevos apetitos, nuevas ambiciones o, de vez en cuando, una pasión combinada con la sensación de impotencia. Además, las imágenes de todas estas caras son procesadas y seleccionadas a fin de que su perorata sea lo más ruidosa posible, de tal forma que los llamamientos, las súplicas, se eliminan unas a otras. ¡Y la gente llega a depender de este ruido impersonal como prueba de que está viva!”.

Pequeñas licencias que, de tanto en tanto, se permite un medio que sabe –como lo sabe la prensa hegemónica argentina– que desde el mismo diario pueden fijarse prioridades en los contenidos. Opiniones imprescindibles que, inmersas en el brutal follaje de la “información”, quedan para una segunda lectura, o una tercera, o una que nunca llega debido al tiempo que cada lector debe empeñar en indignarse o cubrirse ante la cantidad de “realidades”.

Más cerca, otro crítico, argentino, Horacio González, anteponía el valor de la conciencia por sobre el de las instituciones. “Las instituciones públicas no intervienen en los lenguajes ni en ninguna pauta de trabajo en los medios de comunicación, pero sí debe haber una autoconciencia sobre el uso de los lenguajes públicos, en el modo que no puedan degradarse, que no puedan generar la caída de pedazos enteros de la cultura heredada y que esto sea simultáneo a la necesidad de que se tenga conciencia de los derechos que se vean afectados”.

Tanto uno como otro discurso significaban, lisa y llanamente, la posibilidad de ver el país (su entramado social, sus posibilidades económicas, su problemática) como una gran discusión sin temor a las grietas, que siempre las hubo y siempre las habrá, pero llevada a cabo mediante un lenguaje más elaborado, mediante un pensamiento puesto en acción sin necesidad de órdenes fluctuantes ni construcciones espurias de la realidad.

Pese a lo que se dictaminó durante tanto tiempo, la globalización, ese terreno en el cual los medios de comunicación monopólicos hicieron su agosto, no llegó para quedarse. Ese fresco manantial señalado como destino donde hacer realidad todos los sueños de bienestar general, como todo espejismo, estalló al acercarse.
Y así como hubo en América latina una sana reacción ante los dictados de acatar a pie juntillas el Fin de la Historia, también habrá un momento en el cual se comenzará a hacer la realidad en lugar de leerla en los diarios.

Autorxs


Miguel Russo:

Buenos Aires, 1956. Escritor y periodista. Su último libro publicado es Doce miradas para entender un país (Edicol, 2017).