Los jóvenes y los dilemas culturales

Los jóvenes y los dilemas culturales

En la juventud, los seres humanos construimos nuestro proceso de autonomización. Hoy en día, esta construcción se dificulta por la juvenilización de los adultos y la necesidad de formación permanente, entre otras cosas. Una etapa plagada de desacoples y turbulencias, y con situaciones problemáticas inéditas e interrogantes a la hora de ensayar soluciones.

| Por Marcelo Urresti |

Los jóvenes, como la cultura, pueden ser entendidos de maneras muy diferentes. Proponemos para este artículo entender por jóvenes a dos grupos de edad distintos, los adolescentes y los jóvenes propiamente dichos, para aludir con ellos a la etapa completa de transición mediante la cual las sociedades organizan en la población el paso que conduce desde la niñez hasta la adultez. En este sentido, los miembros de las generaciones jóvenes viven un intervalo finito en el que tienen por misión construir su proceso de autonomización. Ese proceso supone al menos tres formas de maduración, corporal, psicológica y social, al final de las cuales se entra en el terreno de la vida adulta, una obligación que pesa de diverso modo según el sector social, con menor duración entre los sectores populares, con una postergación en el caso de los sectores medios y altos.

En esta larga transición, entonces, los sujetos tienen que resolver varias cuestiones problemáticas: al principio, hacerse cargo del cambio corporal, de la sexualización, de la necesidad de definir un objeto de deseo; en ese momento inicial, tendrán que asumir el principio de una vocación, encarar estudios medios con cierta dirección y asumir ciertas responsabilidades que exceden las que suelen pesar sobre los niños. También tendrán que ir diferenciando un proyecto identificatorio como adultos, ciertas posiciones subjetivas, juicios, estilos de acción a través de los cuales actuar autónomamente o, de otro modo, como legisladores de su propio destino. Estas cuestiones, enroladas tradicionalmente dentro del período adolescente, suponen tensiones y conflictos, tanto internos, en la medida en que cada adolescente lucha con su necesidad de orientación y libertad, como externos, cuando se entra en diferendos con la autoridad paterna, escolar o del orden social.

Una vez que estas cuestiones reciben respuesta, más o menos satisfactorias según el sujeto y su entorno inmediato, comienza la segunda fase de maduración que es la juventud propiamente dicha. En este período se transita hacia la adultez según cinco caminos o vías: del ámbito de los estudios al mundo del trabajo; de la dependencia económica de los padres a la manutención económica propia; de la dependencia habitacional hacia la conquista del techo propio; del ensayo amoroso con parejas cambiantes a un equilibrio de vínculos afectivos en forma de convivencia estable y reconocida por el entorno; finalmente, de una posición en la familia como hijos a otra como padres. Esta transición reconoce grados y tiene duraciones distintas según el sector social, el género y el hábitat: suele ser más veloz en sectores populares, en los poblados pequeños y entre las mujeres, más lenta entre los sectores medios y altos, en las grandes ciudades y entre los varones.

Ahora bien, cuando hablamos de dilemas culturales entre los jóvenes nos referimos a una serie de procesos sociales, desarrollos históricos y transformaciones en diversos órdenes de la vida social que conducen a desacoples y turbulencias en las que aparecen situaciones problemáticas inéditas que abren interrogantes a la hora de ensayar soluciones. Es decir que bajo lo forma del dilema se presentan situaciones cuya conflictividad es tan novedosa y desafiante que no se pueden anticipar las vías o los modos en los que se desplegarán los arreglos que serán comunes en el futuro.

El desanclaje generacional

Una de estas situaciones conflictivas surge de un conjunto de transformaciones sociales recientes que afectan el modo de ser de los adultos, las llamadas culturas parentales, con una incidencia directa en la articulación de la experiencia para los adolescentes. Se trata de la rearticulación de los estilos de vida de los adultos y de la extensión del proceso de juvenilización de la sociedad, transformaciones que se refuerzan entre sí y presentan para las jóvenes generaciones un nuevo espacio de conflictos, poco conocido para la sociedad en su conjunto.

Estos cambios comienzan a gestarse a finales de los años sesenta, pero se consolidan y se hacen visibles recién en los noventa. La juvenilización de la sociedad supone un cambio visible en los gustos y las preferencias de los adultos que comienzan a tomar como fuente de valor la imagen del joven y no tanto la del adulto mayor para conformar sus estilos de vida. Con un indudable anclaje en las ofertas del mercado, especialmente en las categorías de salud, cuidado personal, esparcimiento, turismo, pero con el tiempo también indumentaria, estética, tecnología, alimentación, se afianza junto con la difusión de un conjunto de bienes y servicios, un régimen de discursos, imágenes y prácticas orientadas a la preservación del cuerpo, a evitar las huellas que deja el paso de los años, un andamiaje de nuevos mandatos en principio estéticos que promueven la utopía de una conservación eterna. Con ella se erige un nuevo sistema de valores que establece a la juventud como polo positivo, con su contracara de negatividad para los que se asocie con la adultez –o la vejez, último término de la escala valorativa–.

Así, los valores anclados en la madurez, el crecimiento, la experiencia, normalmente sancionados por la tradición y el saber como los valores de la responsabilidad y la adultez, van dejando lugar a universos de significación donde se enaltece la liviandad, la frescura, la experimentación y el juego, atributos que se identificaban con la “irresponsable” juventud, a la que se le “permitía” pensar, actuar y permanecer en esas tópicas, mientras se preparaba para la ardua vida adulta, período en el que esa libertad se perdía. Hoy en día, en ámbitos como la empresa, la gestión, la comunicación y más recientemente la política, estos valores se vuelven frecuentes: la innovación, el salirse de los libretos, el ser sincero, la empatía con los demás, el juego, son algunas de las figuras en las que la juvenilización se expresa por otros medios. Así, lo que fue un modelo generacional se extiende como un nuevo mandato de creciente poder de interpelación en las sociedades contemporáneas.

Esto convive con otro proceso que lo refuerza: los cambios en los conflictos generacionales. En los años sesenta se registra con fuerza y por primera vez la llamada brecha generacional. Esa brecha consistió en el primer desencuentro fuerte entre los adolescentes y sus padres y maestros. En virtud de sus experiencias históricas, los jóvenes encontraban un mundo en el que los mandatos familiares y escolares se les presentaban como autoritarios, caprichosos y sin fundamento. Los adolescentes cuestionan la autoridad familiar en el ámbito de la sexualidad, la construcción de lazos amorosos, la forma de comunicarse y de presentarse ante los demás. Es la irrupción de los jóvenes, el teen age market y la gran industria cultural –musical, cinematográfica y televisiva– que los recibe y los alienta a la independencia de juicio, pero también al consumismo en aumento en esos años. Esa generación reclama libertades: en el goce corporal, en la afectividad, en la música, en el modo de vestir, en la elección de la vocación, tópicos que chocan con las expectativas mucho más conservadoras de sus padres. La brecha expresó el conflicto entre dos cosmovisiones generacionales opuestas.

Ahora bien, en nuestros días, las cosas han cambiado, especialmente porque la generación de los sesenta ha conquistado horizontes que son un punto de partida para los que les siguen y ante todo, para los hijos de esa generación, que son los jóvenes y los adolescentes de hoy. Los cambios ya están incorporados, los padres han pasado por la brecha generacional como hijos, han sido jóvenes modernos y son padres de un estilo muy distinto al que encarnaron sus propios padres. Estos adultos son más comprensivos, más cercanos, menos autoritarios, más afectuosos y comprensivos, y también, más juveniles. Esto conduce a un tipo de brecha generacional mucho más larvada y complicada, pues los adultos actuales son parte de una cultura juvenil generalizada y no cuentan con nuevos modelos para conducir el conflicto generacional que les plantean sus hijos. Los padres de los sesenta, equivocados y en muchos casos autoritarios, contaban con una larga tradición que los cobijaba.

Los conflictos que los adolescentes plantean hoy pasan más por la diferenciación que por la ruptura. Los chicos escapan de los gustos de padres demasiado cercanos, que corren el riesgo de la mímesis, lo cual puede implicar en casos extremos un defecto de orientación, con la consecuente pérdida y desamparo en las generaciones menores. No es casual que en estos días se lea y se escuche con tanta frecuencia el debate sobre los límites en el caso de los adultos, el problema de la motivación y el interés en el caso de los adolescentes. Son síntomas de un tiempo de desorientación. Si la brecha anterior llevaba a los gritos y las peleas sin fin, el conflicto actual corre el riesgo del silencio, de la falsa complementación y del “como sí” de padres e hijos tranquilos, más abúlicos que libres de dificultad. Si los padres son reacios a asumir su adultez o lo hacen de modo juvenilizado, no es casual que los chicos busquen salidas que abandonan la escena, radicalicen estéticamente sus expresiones o se vuelvan más conservadores que sus padres. Son las salidas que ensayan los adolescentes estimulados por padres que no quieren repetir la escena de su propia adolescencia. Un conflicto para el que faltan modelos de resolución.

La transición desordenada

El segundo conjunto dilemático surge de una serie de procesos sociales, económicos y técnicos que alteran sin retorno las transiciones a la vida adulta que definen a la juventud. En principio, desde los años ochenta en adelante las sociedades contemporáneas entran en un nuevo régimen productivo derivado de la aplicación de conocimientos científicos para la solución de los problemas que aquejan a las poblaciones. Es lo que se conoce en pocas palabras como la irrupción de la sociedad del conocimiento, expresada en términos más precisos a nivel económico como capitalismo cognitivo, clasificación con la que se alude al sistema de producción basado en la explotación de factores vinculados con la información, el conocimiento y la aplicación de saberes significativos a la producción de bienes y servicios.

En virtud de este nuevo sistema, que conserva, complementa y al mismo tiempo supera la economía industrial tradicional para colocarla en un terreno subordinado frente a las nuevas formas que se hacen dominantes, una serie de certezas tradicionales vinculadas con los puestos de trabajo y sus destrezas, pero también con las carreras de los trabajadores y su promoción, caen drásticamente.

De estas transformaciones surgen puestos de trabajo en las ramas más dinámicas de la producción que no existían hace diez años. Los puestos de investigación y desarrollo que florecen actualmente en las empresas van ganando en complejidad y se parecen cada vez más a laboratorios científicos que a puestos de trabajo en el sistema productivo. La tradicional forma de entrar, permanecer y progresar en una firma a medida que se avanza en una carrera con estaciones e hitos relativamente normalizados y conocidos va dando lugar a trayectorias mucho más breves y nerviosas, con empleados que rotan entre firmas y son requeridos desde distintos establecimientos para tareas que no están aún definidas, con escalas de progreso que pueden dar saltos o estancarse sin más. Estas transformaciones, como se podrá imaginar, son muy infrecuentes entre los adultos y conforman el terreno común en el que se mueven las jóvenes generaciones.

Si bien es cierto que las empresas y la administración pública necesitan trabajadores crecientemente calificados, pues los procesos de gestión en curso se montan sobre sistemas técnicos que se renuevan y complejizan con cierta periodicidad, también lo es que ante la competencia de los aspirantes, basada en credenciales escolares cada vez más altas, las empresas suelen elevar aún más la vara de sus pretensiones con una tendencia a la sobrecalificación de todos los puestos de trabajo. Si se puede emplear por el mismo salario a un aspirante más calificado, ¿cuál sería la razón para no hacerlo? En una situación de cambio o nuevas exigencias, ese empleado puede reutilizarse y hasta promoverse con bajo costo en capacitación, algo conveniente en relación con una nueva búsqueda.

Esta transformación productiva y laboral está en línea con el alargamiento de los estudios, tendencia que afecta especialmente a los sectores juveniles, que son los que por lo general se encuentran estudiando. En términos tradicionales, el estudio es una fase de preparación para entrar en la vida económica. Si nos movemos en la historia desde los años ochenta hacia atrás, la transición juvenil separaba notoriamente los estudios del trabajo, con una clara inactividad económica para los estudiantes: en las sociedades modernas, eso estaba garantizado hasta finalizar el primario para la mayoría de los niños; el secundario, no obligatorio, era el privilegio de las clases medias y altas; mientras que la universidad se destinaba a los que quedaban seleccionados por su rendimiento en el sistema, en general, coincidentes con los sectores medios y altos en términos estadísticos, lo que no significa que todos los pobres quedaban afuera ni todos los ricos adentro. Como vimos, la juventud se define en principio como el pasaje del ámbito del estudio al del trabajo, con todas las consecuencias que ello acarrea en términos de independencia económica, habitacional y las posibilidades que se abren o no de establecer un lugar para la familia propia.

En nuestros días, es común la circulación de conceptos imposibles de plantearse treinta o cuarenta años atrás. Uno de ellos es el de la formación permanente. Esto se debe también a las exigencias que se renuevan en las distintas áreas de actuación de las disciplinas universitarias, cada vez más dinámicas por el efecto de la innovación que se incorpora en ellas como rutina. Para dar un ejemplo: si un ingeniero no se vuelve a capacitar a cinco años de recibirse, los saberes adquiridos en el grado perderán vigencia. Es por ello que el aprendizaje continuo y la obtención de las credenciales que lo acrediten se vuelve cada vez más importante: eso es lo que explica que haya cada vez más cursos de actualización, especializaciones, maestrías y doctorados que llevan a que un número creciente de jóvenes permanezcan más tiempo en las instituciones educativas. Esto alarga la formación “de base”, prolonga las estadías en los estudios superiores, sobrecalifica a los trabajadores más calificados, combina el trabajo con la formación, cambia el modo de hacer carrera en las empresas. El trabajador joven tiende a convertirse un estudiante eterno que no termina de romper el cascarón formativo, en carrera permanente.

Si cada vez son más los que estudian, más también los que llegan a los niveles superiores y por lo tanto, más los que compiten por los puestos de mayor calificación, lo que conduce a elevar aún más las calificaciones obtenidas, se desata un proceso que por ahora no parece tener fin. Esto interviene en los ámbitos de trabajo, pero incide muy especialmente en las posibilidades de los jóvenes de independizarse definitivamente del presupuesto familiar. En el fondo, es una nueva forma de precariedad que alcanza a más jóvenes y que afecta fundamentalmente a las mujeres, pues la presión por la formación de las familias y las decisiones de filiación caen sobre ellas con una urgencia diferente a la de los varones, que pueden postergar más tiempo la paternidad. En el caso de las mujeres, la conciliación de estudios, formación, carrera profesional e hijos se vuelve dificultosa y compleja.

Dilemas culturales entre los jóvenes: un problema de tiempo

Este breve recorte nos muestra al menos dos dilemas culturales cruciales, dos conflictos de valor y representación que afectan a las generaciones menores y a la relación entre estas generaciones y el mundo adulto. En ambos casos es indudable el carácter cultural de esos conflictos pues se trata de desacuerdos entre prácticas y representaciones, entre cambios consumados y modelos de percepción y valoración que han perdido vigencia, lo que se expresa eminentemente en el terreno de los procesos sociales de construcción de sentido.

En un caso, el de la brecha generacional deslizante, se presenta el problema de una generación que tendrá que enfrentar un vacío cultural respecto de modelos de relación entre generaciones. La juvenilización de los adultos es una tendencia relativamente novedosa pero dista de ser una moda pasajera. Va a ser la tónica de los adultos futuros en un proceso general de juvenilización de la sociedad: en ese contexto, las generaciones menores tendrán que luchar por redefinir su lugar, por hacerse un espacio propio frente a padres, educadores y adultos en general que se les van a seguir “cayendo encima”, lo que en algún punto replantea las modalidades del conflicto generacional.

En el otro caso, estamos frente a otro tipo de dilema, el que pone en conflicto mandatos fundamentales de la sociedad y, por lo tanto, erosiona la construcción social del sentido para las generaciones en transición. En efecto, en nuestras sociedades tanto el estudio como el trabajo son ámbitos de realización personal y reconocimiento social. Quien rinde satisfactoriamente en uno, gana el derecho para reclamar una buena inserción en el otro y aunque no siempre ser un buen estudiante se expresa luego en un mejor trabajo, por lo general tiende a haber cierta armonía entre los resultados. Es decir que la lógica meritocrática de la educación puede sostenerse en la promesa de una inserción futura en el mundo económico, con todas las posibilidades de emancipación y autonomía que ello implica para los jóvenes en transición. El problema reside en que cuando el mandato de continuar la formación indefinidamente conduce a rituales de espera o a postergaciones sin fin para los proyectos de vivienda, afectivos o familiares, la legitimación de los esfuerzos presentes comienza a carecer de sentido, a volverlos costosos, ante la evidencia de la falta de los frutos prometidos.

Los dilemas culturales que se presentan para el futuro inmediato de los jóvenes se relacionan con una experiencia diferente sobre el tiempo, la urgencia y la incertidumbre, dos fantasmas que acechan incluso cuando la sociedad y la economía funcionan bien. Estos dilemas surgen de un desacople de los grupos de edad: van perdiendo su definición tradicional, estiran sus límites, no coinciden con sus roles habituales. Así, los grupos de edad comienzan a volverse desconocidos, con problemáticas nuevas, frente a las cuales no hay experiencia acumulada para actuar competentemente. Al mismo tiempo, los dilemas provienen de una orientación cortoplacista que surge de los ritmos acelerados pero también de las incertidumbres que se viven, donde se registran crecientes dificultades para la proyección en el mediano o largo plazo. El largo plazo casi no tiene sentido, ni en el trabajo, ni en la vocación, ni en la identificación política ni en la construcción de pareja. Todo dura poco, tiene fecha de vencimiento y se puede abandonar en cualquier momento. La sensación de liberación que esto produce a quienes lo encarnan, va siempre con la sombra de la intranquilidad que la acompaña.

Así están las jóvenes generaciones, en un espacio de crecientes libertades, pero también de incertidumbres, un precio que por ahora pagan mientras buscan y esperan alternativas más constructivas.

Autorxs


Marcelo Urresti:

Sociólogo. Profesor Titular de Sociología de la Cultura, Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.