Industrias culturales en la Argentina: conflictos pasados y presentes

Industrias culturales en la Argentina: conflictos pasados y presentes

Las industrias culturales atravesaron etapas muy distintas en nuestro país, con momentos de mayor autonomía y otros de sujeción al estamento político y al financiamiento estatal. Un recorrido por esta historia, desde sus orígenes hasta el presente, teniendo en cuenta las distintas aristas que forman parte de este fenómeno.

| Por Martín Becerra |

Las industrias culturales son uno de los nervios centrales por los que circula la vitalidad y en los que se gestan prácticas, usos y costumbres de las sociedades. En la Argentina, estas actividades cuentan con una tradición fértil y, en términos comparativos con el resto de América latina, con un desarrollo vigoroso a partir de las últimas décadas del siglo XIX. Desde entonces y hasta el presente, sin embargo, ha habido etapas muy distintas en el desarrollo de las industrias culturales que acompañaron las transformaciones del espacio público.

Durante cien años, aproximadamente entre 1870 y mediados de la década de 1970, las industrias culturales del país protagonizaron un ciclo expansivo que repercutió en audiencias masivas, en la construcción de mercados amplios con capacidades productivas y renovación tecnológica, en una convivencia que presentó momentos de mayor autonomía y otros de sujeción al estamento político y al financiamiento estatal, en la innovación de contenidos, formatos y estilos en las diferentes ramas de las industrias del sector, y en la profesionalización de los procesos de creación y trabajo cultural.

Desde mediados de la década de 1970 hasta la actualidad las industrias culturales argentinas sufrieron una gran metamorfosis: su concentración, su funcionamiento crecientemente convergente fruto de la digitalización de sus procesos de producción, distribución y consumo, su parcial extranjerización y, más recientemente, las nuevas regulaciones en algunos sectores de la cultura industrializada produjeron la metamorfosis. El objeto del presente artículo es explorar esos cambios desde un enfoque propio del campo de la economía política de la comunicación y la cultura, que atiende principalmente al circuito productivo y a la regulación social y política de los recursos de la cultura y la comunicación.

La Argentina de 1895, cuando vivían 4 millones de habitantes, registraba la edición de 345 periódicos en diferentes idiomas. En 2008, con cerca de 40 millones de habitantes, en la Argentina circulaban diariamente casi 2 millones ejemplares de los 182 periódicos existentes. En 1930 el diario más leído por los sectores populares, Crítica, de Natalio Botana, tenía un tiraje de 350.000 ejemplares, cifra hoy sólo alcanzada los domingos por el matutino Clarín. La retracción del mercado de la prensa diaria argentina también se advierte al destacar que de tres ediciones diarias, actualmente sobreviven las ediciones matutinas. De edición vespertina sólo existen en la actualidad diarios de distribución gratuita. Sin embargo, la citada retracción del mercado editorial, que impactó sobre diarios, revistas y libros, comenzó en el país hace 35 años, período en que se masificó el acceso a noticias y entretenimientos a través de otros canales que operaron –con prácticas bien diferentes a las de la industria editorial– como relevo en algunos sectores sociales o como complemento en otros. Tales los casos de la televisión abierta (hasta fines de la década de 1980), de la televisión por cable (desde 1990) y, en el último lustro, a través de la extensión de las conexiones a Internet (proceso en el que se destaca la función de la telefonía móvil).

La evolución de las industrias culturales en el país atraviesa tres grandes etapas: la primera, de los orígenes de los medios escritos, expresión de una cultura “facciosa” y de opinión, abarca desde las vísperas de la Revolución de Mayo hasta la creación de los diarios La Prensa, La Nación y La Capital, sesenta años después (1870); la segunda etapa ocupa el siglo que se extiende entre la organización nacional de los años ochenta en el siglo XIX hasta mediados de la década del setenta del siglo XX, es decir, desde la emergencia de otras industrias culturales (libros, cine, radio, televisión) que a su vez estimuló el profesionalismo en los desempeños productivos, hasta 1975, época en que se abre una tercera etapa cuyos rasgos más definidos se generan a partir de 1989 y que puede reseñarse como multimedial, convergente, financierizada y de alta penetración de capital externo, vigente hasta hoy.

Las mencionadas etapas muestran períodos de primacía de lo político, como durante la primera etapa formativa (1801-1870) y una relativa autonomía en los primeros 30 años de funcionamiento masivo del cine, que llegó en 1910; de la radio, que nació en 1920, y de la televisión, que comenzó a emitir en 1951.

Las relaciones tormentosas entre los propietarios privados de industrias que operaron casi desde su origen con lógica comercial y los gobiernos con fuerte legitimidad electoral, como los encabezados por Hipólito Yrigoyen (en sus dos mandatos), Juan Perón (en sus tres presidencias), Raúl Alfonsín, Carlos Menem o Cristina Fernández de Kirchner indican que la convivencia entre la democracia política e industrias de la cultura en la Argentina fue, cuanto menos, complicada. Sin resolver de raíz este vínculo inestable, a partir de 1989 se produjo un giro con la asunción de Menem, quien inició su mandato constitucional disponiendo de reglas de juego muy novedosas, en lo regulatorio, e inauguró una etapa que se extiende hasta el presente, en la que sobresale la conexión orgánica entre el Estado y un sistema privado (privatizado) de medios de comunicación e industrias culturales, con reglas de juego que potencian la concentración de la propiedad, la centralización de las producciones, la financierización de las sociedades y la periódica asistencia del erario público para sostener el funcionamiento económico del sistema, junto con la vigencia –constante en la historia argentina– de organismos reguladores subordinados al Poder Ejecutivo y funcional a sus lineamientos. Si bien esta caracterización generaliza industrias que son diversas y presentan especificidades como la edición de libros o la televisión por cable, es en el cine donde se presentan mayores singularidades por la intensiva regulación de la actividad desde 1994.

Para enfocar la reciente metamorfosis del sector es preciso aludir a la potente herencia del mercado cultural que exhibe la década de 1960. El llamado boom de la literatura latinoamericana de los años previos, además de la consolidación de un espacio autóctono de circulación de distintos géneros musicales, acompaña una tendencia de ensanchamiento de las fronteras de las industrias culturales en el país. En el caso de la televisión y radio, también ellas son robustecidas gracias a la expansión del universo de lectores y a la generalización del acceso a los receptores del audiovisual. Los dueños de los medios eran empresarios nacionales en su mayoría que ofrecían contenidos producidos en el país con búsquedas narrativas y estéticas propias. La gestión de estos empresarios nacionales tuvo una impronta ligada al florecimiento del mercado interno y, sobre esta fortaleza, en algunos casos se logró consolidar la exportación de productos, fundamentalmente en el mercado editorial, discográfico y cinematográfico. Su orientación política era diversa: programas audiovisuales, diarios y revistas daban testimonio de un abanico amplio de opciones a disposición de lectores y audiencias. Lo mismo sucedió en el campo cinematográfico y literario. La vitalidad de las industrias culturales al iniciarse la década de los ’70 era tributaria de las condiciones de vida que experimentaban en términos económicos varios ciclos de crecimiento, de la universalización de la escolaridad, de la movilidad social ascendente basada en la construcción de capital cultural y de la alta capacidad adquisitiva que en términos relativos con el resto de América latina tenían los argentinos.

El sector fue uno de los más afectados por el ciclo de censura que se reinstaura a partir de la ley 20.840 de 1974, que preveía penas de dos a seis años de prisión “a quien divulgara, propagandizara o difundiera noticias que alteren o supriman el orden institucional y la paz social de la Nación”. La represión a distintas manifestaciones políticas y culturales de la vida pública que se desplegó con fuerza inusitada desde el aparato del Estado a partir de 1974 marca una bisagra para el diagnóstico sobre la evolución de los medios del resto de las industrias culturales en el país.

El cambio de ciclo económico a partir del “Rodrigazo” de 1975, que arremete económicamente contra los asalariados y dinamita el modelo del “empate hegemónico” entre capital y trabajo instituido en las relaciones sociales y productivas durante tres décadas, constituye la apertura de una fase cuyas consecuencias se extienden hasta la presente configuración de las industrias culturales en el país. La combinación entre represión en el plano político, cultural e intelectual por un lado, y retracción significativa de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, que constituyen el mercado de las audiencias de las industrias culturales por el otro lado, reestructuraron radicalmente el sistema de medios y de actividades colindantes vigente hasta ese momento.

La retracción del consumo editorial (libros, diarios y revistas periódicas) fue paulatinamente compensado por el aumento del consumo de radio y televisión, dos medios que se presume de acceso gratuito. Entre 1970 y 1980 dejaron de editarse más de 250 diarios, con el consecuente horadamiento de la diversidad de versiones sobre la realidad que ello representa.

Desde la recuperación del sistema constitucional en diciembre de 1983, tras el colapso de la dictadura luego de la expedición guerrera de Malvinas (1982), cuatro procesos caracterizan a las industrias culturales: primero, el destierro de la censura directa; segundo, la concentración de la propiedad de las empresas en pocos pero grandes grupos, varios de ellos con presencia de capitales extranjeros; tercero, la convergencia tecnológica (audiovisual, informática y telecomunicaciones), y por último, la centralización geográfica de la producción de contenidos.

Aunque los soportes de producción, distribución y consumo de la cultura industrializada se multiplicaron por la convergencia tecnológica desde el fin de la dictadura, con el desarrollo de las radios de frecuencia modulada, la masificación de la televisión por cable, el acercamiento productivo entre cine y televisión, y la expansión del acceso a Internet, la propiedad de las industrias culturales evidencia una concentración marcada.

A partir de 1989, en el contexto del proceso de reforma del Estado y de reestructuración económica, se produjo la transferencia de activos estatales a las fuerzas de mercado en todos los sectores incluidos medios audiovisuales y telecomunicaciones, con el argumento de conjurar una crisis económica que adelantó el final del mandato de Raúl Alfonsín y el traspaso del Poder Ejecutivo al triunfante candidato peronista, Carlos Menem.

Desde 1989 los sucesivos gobiernos constitucionales habilitaron legalmente la propiedad cruzada de medios de comunicación (empresas gráficas se insertaron en el mercado audiovisual), permitieron el ingreso de capitales extranjeros en todas las industrias culturales, accedieron a la posibilidad de conformación de sociedades anónimas y de inclusión de capitales financieros en el sector, incrementaron exponencialmente la cantidad de medios audiovisuales que puede gestionar una misma sociedad (de 4 a 24), autorizaron el funcionamiento de redes y cadenas con cabeceras emplazadas en el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA), concedieron la extensión de licencias y derechos (que no siempre fueron previamente acreditados por la autoridad competente) a los ya entonces consolidados grupos de medios, auxiliaron económicamente a las corporaciones de las industrias de la cultura a través de cláusulas que impidieron declarar su quebranto y otorgaron una serie de beneficios impositivos que son excepcionales en otras actividades y emprendimientos económicos.

El proceso de concentración de las industrias culturales como instancia de intermediación masiva de lo público se desarrolló en la Argentina modernizando tecnológicamente las infraestructuras del área central del país, donde se localizan los centros urbanos más poblados y, consecuentemente, los principales mercados. Por el contrario, el resto del territorio no fue destinatario de inversiones comparables, lo que condujo a la cristalización de una brecha tecnológica de carácter geográfico que en el sector cultural se suma a las brechas socioeconómicas preexistentes.

Si a comienzos del siglo XX el dispositivo por excelencia de integración, de alfabetización ciudadana y también de normalización y homologación cultural era la escuela, para lo cual el Estado reclamaba el monopolio de su gestión, desde mediados del siglo XX las industrias culturales y más adelante los medios audiovisuales conformaron un sistema educativo informal, paralelo, que complementa en algunos casos pero que reemplaza en los sectores más desprotegidos a otras instituciones interviniendo en la construcción de ciudadanías y en la elaboración de nociones acerca de la realidad no inmediata.

La crisis de 2001 causó una importante retracción de los mercados pagos (cayeron los abonos a la televisión por cable, la compra de diarios, revistas, libros y discos y las entradas de cine), redujo dramáticamente la inversión publicitaria y, en consecuencia, alteró todo el sistema. La televisión exhibió en sus pantallas envíos de bajo costo, talk-shows y programación de formato periodístico que a su vez comulgaba con la necesidad social de reflexionar acerca de las causas y las consecuencias del colapso socioeconómico. La institución mediática se interrogaba acerca de la crisis de legitimidad de las formas de institucionalidad política (partidos, Estado) y económicas (bancos), sin comprender todavía que la extensión de esa crisis alcanzaba, también, a los propios medios de comunicación.

El examen detallado de las políticas de industrias culturales del kirchnerismo arroja un panorama que dista de ser homogéneo, a menos que se parta del juicio de que todo lo actuado en el período debe reivindicarse o repudiarse a libro cerrado y que, en consecuencia, se elimine la complejidad y el conflicto inherente al objeto de estudio. Cuando Kirchner llegó a la presidencia en 2003, las industrias culturales habían sufrido una importante transformación y modernización, pero estaban en quiebra.

El sector se había concentrado en pocos grupos, nacionales y extranjeros, algunos de ellos asociados a capitales financieros; la concentración era de carácter conglomeral, es decir que los grupos desbordaban en muchos casos su actividad inicial y se habían expandido a otros negocios y también a otras áreas de la economía, lo que en varios mercados se traducía en actores dominantes; se había remozado tecnológicamente el parque productivo; la organización de los procesos de creación y edición había mutado por la tercerización de la producción, lo que, a su vez, había estimulado una dinámica base de productoras y empresas de diferente tamaño; se forjaron nuevos patrones estéticos tanto en el cine, en la ficción televisiva como en los géneros periodísticos; había resucitado la industria cinematográfica por la Ley del Cine de 1994 y se había incrementado la centralización de la producción en Buenos Aires.

La presidencia de Kirchner respaldó la estructura heredada, estimulando en especial la concentración. Evitó en los hechos habilitar el acceso a los medios por parte de sectores sociales no lucrativos, concibió un esquema de ayuda estatal a cambio de apoyo editorial, incentivó la mejora en la programación de Canal 7, creó la señal Encuentro. El sector se recompuso económicamente y experimentó una primavera exportadora de contenidos y formatos facilitada por la competitividad del tipo de cambio.

A partir de la llamada “crisis del campo” de marzo de 2008 la entonces flamante presidenta Cristina Fernández de Kirchner se enfrentó con el grupo Clarín que sigue siendo, junto a Telefónica, el más poderoso conglomerado comunicacional en el país. El caso Papel Prensa, el cuestionamiento a la firma Fibertel, la gestación del Programa FPT, la adopción de la norma japonesa-brasileña de televisión digital terrestre en un plan que aspiraba inicialmente a restar abonados a la televisión por cable y luego la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual son manifestaciones de la nueva política de medios. Este listado sería incompleto si no mencionara el incremento de la financiación de medios afines al gobierno con recursos públicos a través de la publicidad oficial cuyo manejo discrecional fue condenado por la Corte Suprema de Justicia, o si omitiera medidas que protegen el derecho a la libertad de expresión, como la despenalización de las figuras de calumnias e injurias en casos de interés público o la abolición del desacato.

Otras industrias culturales no acusaron tanto el impacto de la ruptura entre kirchnerismo y Clarín aunque las ventajas comparativas basadas en la competitividad del tipo de cambio se diluyeron y se aceleró la penetración social de dispositivos de consumo que alternativizan el control de la distribución de flujos por parte de los actores tradicionales. Los próximos años atestiguarán el formato en que el estamento político gestione la regulación audiovisual y, a la vez, acuse el impacto del conflicto entre actores tradicionales de las industrias culturales y nuevos intermediarios propios de las redes digitales, que pujan por capturar la renta que, aun tras su metamorfosis, sigue generando el sector.

Autorxs


Martín Becerra:

Doctor en Ciencias de la Información (U. Autónoma de Barcelona). Profesor Titular Universidad Nacional de Quilmes y UBA. Investigador Independiente CONICET.