Las culturas populares y lo que no cambia: la confusión entre la crítica de la dominación y la dominación

Las culturas populares y lo que no cambia: la confusión entre la crítica de la dominación y la dominación

Dos miradas hegemonizan el debate sobre las culturas populares: el legitimismo y el populismo. El primero niega a las prácticas y representaciones de los sujetos populares cualquier posibilidad de sustraerse a la cultura dominante, en tanto el segundo afirma que de los sujetos populares sólo cabe esperar virtud y, a la larga, victorias. Un análisis de estas posiciones.

| Por Pablo Semán |

En los primeros años del gobierno de Néstor Kirchner un atraso de varias horas de los trenes del Ferrocarril Roca desencadenó una violenta reacción de los pasajeros que esperaban. Convertidos en una multitud hostil incendiaron y apedrearon una parte de las instalaciones de la estación Constitución. Las reacciones de analistas e intelectuales críticos de todas las layas condenaron el hecho y quedó flotando en el aire la idea de que esa reacción, más allá de sus motivos, era precaria. De hecho, “prepolítico” es uno de los adjetivos que se usaron con las voces engoladas de siempre para pasar a otro tema.

¿Cómo es posible semejante análisis para críticos a los que la siguiente frase de Thompson suele parecerles conmovedora? “Trato de rescatar al pobre tejedor de medias, al tundidor ludita, al ‘obsoleto’ tejedor manual, al artesano ‘utópico’, e incluso al iluso seguidor de Joanna Southcott, de la enorme prepotencia de la posteridad […] Sus aspiraciones eran válidas en términos de su propia experiencia; y si fueron víctimas de la historia, siguen, al condenarse sus propias vidas, siendo víctimas”. Repitamos de otra manera nuestra interrogación: ¿es que acaso se puede ser thompsoniano con los rebeldes “primitivos”, pero no se puede reconocer algo de esa rebeldía en los de nuestro propio tiempo?

En un libro caro a la sensibilidad de esos intelectuales (La Gran Matanza de Gatos), Robert Darnton narra el siguiente episodio: una matanza de gatos ejecutada por aprendices de un taller de imprenta. Nicolás Contat, uno de los aprendices, recuerda un episodio cuya estructura es, sintéticamente, la siguiente: como los gatos no dejan dormir a los aprendices, estos logran, mediante ardides, el permiso de matarlos, con la condición de que la gata gris, preferida de la esposa del dueño, sea perdonada. Decenas de gatos del barrio son muertos, pero la primera es la gata de la dueña. Darnton explica el episodio en su lógica simbólica mostrando de qué manera esa acción guarda, bajo la apariencia de la barbarie, racionalidad. Una racionalidad que tramitaba en términos de los símbolos de la época. Volvamos al episodio de Constitución: ¿acaso esa protesta “espontánea” no expresaba de forma condensada, como lo hacían los tipógrafos retratados por Darnton y glorificados por esos mismos intelectuales críticos, un reclamo que implicaba, con claridad meridiana, una agenda de políticas públicas que poco tiempo después, luego de una tragedia, sería asumida como propia por el gobierno asesorado por ese tipo de críticos? ¿Por qué a los tipógrafos de Darnton se les reconoce una racionalidad que a la multitud de Constitución no, si, vistas las cosas con el paso del tiempo, los piedrazos tenían una dirección exacta: señalaban un área de la vida cotidiana en que la vida era capitalista y burócraticamente explotada de forma indolente? Ni hablar de conciliar esa contradicción acerca del supuesto carácter prepolítico de esas manifestaciones con la “moderna” concepción poscolonial que, partiendo de y superando al admirado Thompson, asume que una categoría como “prepolítico” es sospechosa de poner como parámetro implícito de lo político la politicidad contemporánea.

Mi tesis, en este brevísimo trabajo, es que esas contradicciones, ese doble estándar, incluso la imposibilidad de advertirlos como tales, son el resultado de un hecho: el compromiso entre los horizontes normativos de los críticos y sus instrumentos de análisis y, más en el fondo, el uso perverso de premisas epistemológicas a partir de las cuales se justifica la necesidad ética y lógica de la crítica. Ese hecho determina que la mirada de los intelectuales sobre las culturas populares suele quedar atrapada en los límites del legitimismo.

El modo de vida de los sectores populares en la Argentina ha sido el objeto de procesos de transformación notables en la última década. Y también ha sido el objeto de investigaciones que intentan mostrar cambios y continuidades en la experiencia de dichos sectores sociales. Política, religión, música, trabajo, sindicalización, experiencias de género son, entre otros ítems, parte de una serie de investigaciones cuyos resultados deben capitalizarse en una lectura general para establecer un sentido históricamente más preciso a la expresión cultura popular (que a esta altura no sólo ha sido reemplazada por el plural culturas populares, sino que también debe entenderse con el requisito de que cultura no es una dimensión autónoma ni fija del modo de vida de ningún grupo social).

Sin embargo hay algo que no ha cambiado en la consideración de las culturas populares y es necesario que cambie a los fines de cualquier horizonte político que se disponga contar con apoyo popular además de certezas programáticas progresistas que, como si fuera poco, también deben dialogarse con ese “apoyo popular” para poder formularse. Lamentablemente, cada vez que surge la expresión “culturas populares” la discusión tiende a estancarse en dos lugares comunes que surgen de extremar las opciones interpretativas básicas de la experiencia de cualquier tipo de sujeto, individual o colectivo, perteneciente a las clases populares. Partiendo del hecho innegable de que la nuestra es una sociedad compleja, estratificada y políticamente articulada (esto es sujeta a vínculos de hegemonía) suele interrogarse las culturas populares en función de sus relaciones con los grupos que se conciben como hegemónicos. Una opción clásica termina negando a las prácticas y representaciones de los sujetos populares cualquier posibilidad de sustraerse a la cultura dominante y, mucho más, de contestarla en algún grado. La opción contraria parece encontrar todo lo que la anterior niega: de los sujetos populares sólo cabe esperar virtud y, a la larga, victorias. Si la primera interpretación tiende a ser dominante en los medios académicos, la segunda suele serlo en medios militantes. Y la tendencia a repetir estas formulas interpretativas enconada y sistemáticamente opuestas, parece no variar con las sucesivas reformulaciones de la teoría social. Al mismo tiempo que conocemos más de la sociedad y específicamente de la experiencia de los grupos subalternos, al mismo tiempo que refinamos las teorías sociológicas que dan cuenta de la totalidad social, lo realmente existente en el debate sobre las culturas populares oscila entre el estancamiento y la regresión: se postulan pueblos imaginarios triunfantes o capturas hegemónicas absolutas que hacen estéril cualquier gesto contestatario o alternativo porque se supone que tarde o temprano serán “absorbidos por el sistema” (términos que a esta altura solo deberían formar parte de la discusión de adolescentes).

La primera opción, a la que siguiendo la obra crucial de Grignon y Passeron llamaré legitimista, al confundir las categorías del análisis con las del orden dominante, encuentra siempre la forma de hacernos ver que el sistema de dominación social consuma sus intenciones de subordinación y acallamiento hasta sus últimas consecuencias. Grignon y Passeron afirman que el análisis cultural debe analizar la producción simbólica de cualquier grupo social, teniendo en cuenta las relaciones de conflicto y jerarquización que existen entre los distintos universos simbólicos de una sociedad compleja. Desde ese punto de vista es necesario asumir el hecho de que en una sociedad compleja la legitimidad de diversas formas simbólicas no sólo es diferencial sino resultado de disputas en las que el simbolismo dominante posiciona al subalterno. Pero esta necesidad analítica se transforma en una regresión del análisis cuando describe un simbolismo dominado con los supuestos del dominante. Esto ocurre, por ejemplo, cuando en lo que suele llamarse “alta cultura” se funde un modelo de cultura socialmente dominante, capaz de exigir asentimiento y sancionar el desvío del mismo, con las categorías de análisis más abstractas que dan cuenta de la relación de conflicto que se establecen entre la exigencia de adhesión y el rechazo a la misma. Quienes identifican el análisis con la posición simbólicamente dominante sólo pueden suponer que los dominados aceptan lo que se les propone en desigualdad de condiciones o lo rechazan pírricamente para caer más tarde, por esa misma desigualdad de condiciones, en las redes de la dominación. El error lógico del legitimista se actúa con la lógica del que, terraqueocéntricamente, se horroriza porque en la luna no hay cines. Los legitimistas no sólo confunden el análisis del proceso con el resultado, siempre parcial y transitorio, sino que deducen del cierre siempre parcial y analítico del proceso histórico las categorías de análisis y predicción de lo que sucede y sucederá. Su postura es como la del que analiza el partido por jugarse con las coordenadas del partido anterior, eternizando sus alternativas y sus resultados. Como lo señala la frase de Thompson que citamos, sólo con el progreso técnico ya establecido y socialmente ordenado de una determinada forma, pudo decirse que quienes resistían ese capitalismo, cuando su establecimiento era un proceso, eran retrógrados utopistas reaccionarios. Y aún así estarían fallando porque en vez de transparentar la relación de fuerzas sedimentada que implica toda historia, se limitan a proyectar retrospectivamente el peor resultado posible sobre un momento más abierto, contra quienes aun en derrota, mantienen la tensión en vez de declararla abolida.

La opción que suele llamarse populista se recicla de generación en generación, y encuentra su pueblo heroico en diversos sujetos según tiempo y espacio: los campesinos, la clase obrera, el frente popular en las nuevas generaciones de excluidos del capitalismo posfordista. Curiosamente, en el mundo académico la actitud populista es infrecuente y lo que suele suceder es que entre los cientistas sociales existe un patrullamiento tan intenso contra eventuales populismos que la actitud emergente es siempre algún grado de legitimismo. El legitimista, volvamos a él, tiene razón en señalar el error populista, pero subsume todas las lógicas alternativas en el grado máximo del desvío populista –sea este del “analista” o del “militante”–. Como para el empedernido reivindicador de la pena de muerte todos los delitos la merecen siempre, para el legitimista todos los proyectos alternativos contienen y desarrollan el germen autodestructivo del populismo.

Para el legitimista, en definitiva, todas las rebeldías que no se ajustan a su diseño son confirmatorias de la dominación. El legitimista, en el fondo, es el esclavo inconsciente y populista de los poderes establecidos, pero, como veremos, se enmascara como crítico objetivo. Legitima esos poderes cuando, como veremos, destituye las razones “rebeldes”, no a título de conservador, sino de inteligente profesional.

Esto se entiende, porque no está de más decir que una y otra opción pueden concebirse como extravíos contrapuestos de un mismo supuesto en el análisis: si los populistas proyectan generosamente en los excluidos sus ideales de humanidad, los legitimistas encuentran, con piedad no menos generosa, que la humanidad ha sido negada en aquellos que entonces deben ser salvados. En uno y otro caso se mantiene como término invariable una idea de humanidad verdadera, realizada, que puede responder a las más diversas aspiraciones y construcciones normativas (pero de la que es dable sospechar que esté implicada con las formas simbólicas dominantes). El populista la encuentra en el otro, el legitimista en sí mismo. El primero es generoso con los resultados del análisis, el segundo lo es con sus expectativas a futuro y con los bienes que propone donar y expandir. Para los dos la alteridad es un interlocutor mudo sobre el que se puede proferir cualquier afirmación sin que sea tenida en cuenta. El populista hace un razonamiento político, una égloga del don, sobre la base de la AUH y presupone por eso que arrastrará votos. El legitimista cree que el subsidio tiene el mismo efecto electoral que el populista, pero lo deplora y escribe la hagiografía del clientelismo. Mientras “la gente” recibe el subsidio, busca trabajo, pide en la calle, trafica lo que puede, y optimiza su grado de agencia en negociaciones en que siempre son débiles. En el populismo y el legitimismo se mantiene irreflexivamente en pie una complicidad opaca entre un pretendido espíritu de objetividad y las miradas de clase que, con diversas formas de paternalismo, se dirigen a aquellos grupos a los que se pretende salvar de su miseria o preservar en su pureza. Pero tamaña miopía no sólo se trata de una cuestión relativa a la humanidad débil del cientista que, después de todo, nunca puede obrar como si estuviese fuera de un mundo de clases.

Se trata, más gravemente, de la existencia de supuestos teóricos y epistemológicos que se movilizan como la garantía contra esta posibilidad etnocéntrica y a la que, sin embargo, reaseguran. El cientista social, no importa si antropólogo o sociólogo, justifica su necesidad histórica porque son él y su ciencia los que pueden iluminar aquello que los actores no saben de sí mismos más allá de que por un momento se aproxime a sus visiones para luego explicar a los actores mismos mejor que ellos mismos. Hay corrientes que dudan de tal posibilidad. No seamos tan radicales: asumamos que tamaña aspiración, repetida hasta perder el sentido de la enormidad que se propone, llena de orgullo, valor y prestigio a quien la enuncie como su divisa y su tarea. Supongamos que el analista, cuya tarea se define por estas necesidades, cree que por el solo hecho de enunciarlas las resuelve y confunde, como es propensión humana generalizada, la identidad personal con el rol (como si esa persona fuese analista crítica exitosa todo el tiempo sin fallas). Sin embargo no hay nada que garantice en la inteligencia, la suspicacia, la experiencia y la moral con que los analistas se autoconciben (sea como tradición o como individuos) que los vuelvan totalmente inmunes a esa debilidad específica. La confusión entre la declaración de las necesidades y los logros deriva en la creencia y en la autoconvicción de que es fácil realizar regularmente lo que más bien es excepcional, y a menudo en la convicción de que la parafernalia de reconocimientos institucionales y logros previos que hacen emerger al “intelectual crítico” obran, por sí solos, los efectos de “clarificación” que sólo pueden alcanzarse al costo de procesos de ruptura epistemológica muchísimo más exigentes de los que regularmente se hacen. No por casualidad es muy común que los juicios analíticos revelen, incluso para sus propios autores, poco después de enunciados, un compromiso etnocéntrico –como sucede por ejemplo con Bourdieu, que apenas una década después de haber enunciado su teoría concluyente sobre el campo religioso descubría que las categorías a las que atribuía objetividad eran generalizaciones del caso europeo que era implicitado como parámetro–. Sólo rara vez se conjugan en la actividad del cientista la crítica con un lenguaje que no es el de alguna de las partes del conflicto que describe permitiéndonos comprenderlo mejor. Pero en nombre de esos casos excepcionales los cientistas sociales se permiten, con la mejor de las intenciones del mundo, para salvar a los otros de las consecuencias desconocidas y negativas de sus rebeliones, descalificarlas.

Haciéndose totalmente responsables de la necesidad crítica olvidan que la misma responsabilidad se juega en la dimensión caritativa de esa acción crítica (caridad que no sólo implica las declaradas buenas intenciones a futuro en proyectos emancipadores, sino la que debe ejercerse, antes que nada, a través de interpretaciones no distorsivas del otro). Cuando por temor al espantapájaros del populismo transforman en resultado lo que es proceso y cuando confunden la incompletud del impulso del otro con su carácter negativo transforman su pasión crítica en una más de las versiones del poder del que se creen encargados de criticar, para defender a los pobres que, de ninguna manera, son pobrecitos. Los más pobres son débiles, pero no están muertos, son débiles, y aun así ejercen un mínimo de agencia que hace diferencia en la historia. Negarles ese peso, como decía Thompson, es redoblar su derrota.

Autorxs


Pablo Semán:

Investigador del Conicet. Profesor de la UNSAM. Especialista en culturas populares.