La seguridad del cordobesismo

La seguridad del cordobesismo

El autoacuartelamiento de fines del año pasado obliga a reseñar el modelo policial de gestión de la seguridad pública provincial y sus consecuencias. Sin embargo, esta descripción no es suficiente. Es necesario reflexionar sobre los saqueos y linchamientos posteriores en un contexto más complejo de crisis de seguridad ontológica.

| Por Valeria Plaza Schaefer, Susana Morales y Magdalena Brocca |

La ciudad de “ellos”: la agencia policial como actor central de la política de seguridad

La fuerza policial ha demostrado en estos días su enorme poder. Han dado cuenta de que la policía es una institución del Estado –quizá la única– que tiene un enorme poder territorial y que se ha constituido en la única presencia del Estado que media en los conflictos sociales. Al sacar esa especie de malla de contención constituida por la presencia territorial de la fuerza, los conflictos afloran sin posibilidad de articular mediación alguna. “Vamos, la ciudad es nuestra”, vociferó a los gritos un uniformado ante las cámaras de televisión cuando se anunciaron los acuerdos de la mesa de negociación policía-representantes del Ejecutivo provincial. Y en esa frase se condensaban dos de los pilares fundamentales de la política de seguridad cordobesa: que “ellos”, los policías, son el actor central excluyente de esta política, y en segundo lugar, que el manejo territorial de la ciudad les pertenece.

El autoacuartelamiento cordobés que vivimos a fines del año pasado no puede analizarse como hecho aislado, sino que obliga a reseñar brevemente lo acontecido en los últimos meses en los que la fuerza policial provincial profundizó el proceso de deslegitimación social iniciado con la puesta en escena de investigaciones periodísticas y judiciales sobre la complicidad de los altos mandos policiales con el narcotráfico. De manera ejemplificativa podemos mencionar una serie de dudosos “suicidios” de algunos de sus miembros con supuesta información relevante en las causas judiciales; la cantidad de suicidios anuales de miembros del ETER –la fuerza especial y supuestamente más formada de creación reciente por el saliente ministro Paredes–, y los reclamos sociales por el accionar del personal policial al cuidado del joven de Capilla del Monte, Jorge Daniel Reyna, supuestamente “suicidado” durante su detención.

Además, la mirada social sobre el rol de la policía comenzó a hacerse más visible, y como prueba de esto podemos citar los masivos reclamos cuestionando la aplicación del Código de Faltas (CF) que tuvieron su punto culminante en una multitudinaria Marcha de la Gorra que tuvo sede en noviembre en nuestra ciudad La cuestionada herramienta legal constituye en la práctica el ejercicio de una política de control, selectiva y arbitraria en manos de la agencia policial.

Por otro lado, es necesario reconocer que en nuestro contexto provincial desde hace 14 años se sostiene la continuidad de las políticas de seguridad basadas en la doctrina de seguridad nacional, caracterizadas por el populismo punitivo y el despliegue de la fuerza represiva del Estado en términos de defensa social. Por eso consideramos que en primer lugar se puede intentar explicar lo sucedido los últimos días analizando lo ocurrido los últimos meses, pero reconociendo que se trata de un modelo “viejo” implementado desde hace tiempo en nuestro contexto provincial, como en la mayoría de los centros urbanos nacionales con características similares.

Este modelo se denomina Modelo Policial de gestión de la seguridad pública, cuyo primer elemento a considerar es la estructura piramidal de base ancha, con muchos efectivos “rasos” y pocos “jefes”, precarizados y mal formados, y que frecuentemente son obligados a realizar adicionales para completar el salario. Esta situación laboral está también atravesada por la estructura vertical y jerárquica de la institución ya que los adicionales son asignados por los superiores en función de la obediencia y la disciplina. Esto tiene como consecuencia un personal armado, poco profesionalizado y en condiciones psicofísicas poco adecuadas para tomar decisiones. Esto es muy grave si tenemos en cuenta que son estos mismos agentes los que todos los días y en cada momento deciden la oportunidad e intensidad del uso de la fuerza por parte del Estado.

En el capítulo de nuestra autoría “Policía, Seguridad y Código de Faltas” del Informe Provincial 2013 “Mirar tras los Muros: Situación de los Derechos Humanos de las personas privadas de libertad en Córdoba” que elaboramos para la Comisión Provincial de la Memoria en el presente año, se encuentran reseñadas más detalladamente las características de este modelo. Cabe destacar las reiteradas denuncias hechas ante diferentes medios de prensa contra un jefe del Comando de Acción Preventiva (CAP) que ordenaba un número mínimo de detenidos por patrulla bajo la amenaza de suspensión de francos y recargos de servicio para ejemplificar lo antes expuesto.

Cabe mencionar además que es el área del Estado que más ha crecido en los últimos años (de 13.000 efectivos en 2007, en 2011 contaba con 20.200 y en la actualidad ronda los 22.000). La consecuencia de esto es que contamos con una fuerza muy joven con escasa formación profesional y con un fuerte componente de formación callejera. Esta formación está ligada a una especie de subcultura policial vinculada a la jerarquía, la obediencia, la disciplina y la integración en una organización corporativa con lógicas verticalistas y violentas operando un distanciamiento y diferenciación de la vida civil.

El distanciamiento y diferenciación social de la fuerza policial se refuerza normativamente por el mantenimiento del “estado policial” y la obligación de portar armas las 24 horas. La frase que escuchamos estos últimos días, “Ellos son policías, no trabajan de policías”, da cuenta de esta situación que define el accionar cotidiano de la policía: una pertenencia diferenciada de otros cuerpos profesionales del Estado y refuerza su carácter de corporación separada del resto de la comunidad combinada con la posibilidad de una reacción violenta armada frente a conflictos cotidianos.

Además, otro elemento característico que mencionamos arriba de este modelo policial es la presencia territorial del Estado. El CAP es el cuerpo que más claramente expresa esta estrategia de gestión territorial de la policía y que constituye el contacto del Estado con grandes sectores de la población. Este cuerpo funciona con una estrategia territorial que no responde a la estructura de las comisarías sino que cuenta con un mando propio centralizado cuya estructura puede verse como herencia del Comando Radioeléctrico. El CAP es el que más frecuentemente realiza las detenciones por Código de Faltas en la ciudad y por ello es el cuerpo que más claramente define las formas de habitar el territorio de la ciudad, al habilitar o restringir la circulación de determinados sectores por determinados espacios.

En tal sentido es importante destacar el aumento exponencial de las detenciones de los últimos años. Entre 2005 y 2011 la tasa de detenidos por CF cada 100 mil habitantes creció un 715% en la provincia, pasando de 8.968 detenidos a 73.100 en todo el territorio (en la ciudad de Córdoba el aumento es proporcionalmente mayor, la tasa creció un 722% en el mismo período). Esta estrategia sólo ha servido para definir los modos de circulación y apropiación de los espacios por parte de determinados sectores, ya que no ha tenido un impacto en la disminución de la tasa de delitos (la tasa en 2006 era de 4.054,4 delitos cada 100 mil habitantes, mientras que en 2008 había crecido a 4.307,7).

Todo esto se da en un contexto de autonomización de la policía en la definición de las políticas de seguridad operada a través de la delegación por parte del poder político de la resolución de los conflictos en la fuerza y la falta de un control judicial efectivo sobre las prácticas y el accionar policial. Esta suerte de policiación de la política de seguridad supone no sólo el abandono de la preocupación por la violencia estatal y el uso de la fuerza por parte del poder político, y la autonomización de la institución, sino que constituye una forma de legitimación de la política y las prácticas de la propia fuerza de seguridad, inhabilitando a otros actores para intervenir en la temática.

Un particular elemento vinculado a este modelo policial tiene que ver con un ejercicio de distintas violencias hacia los jóvenes. El despliegue contravencional y las detenciones arbitrarias son sólo una de sus facetas. Existe otro conjunto de prácticas en las que la violencia define el accionar policial y de las que sólo recuperamos algunas que consideramos especialmente complejas de abordar. Los controles y demoras en la vía pública aparecen para los jóvenes como una práctica violenta, no sólo por la violencia verbal y física con la que se realizan, así como la sustracción de pertenencias, sino también porque es esta una práctica policial que en algunos casos ha terminado en situaciones de violencia extrema. De los hechos sucedidos recientemente cabe citar el caso del joven de 20 años del barrio Ciudad Evita (uno de los barrios del programa de traslado de villas de la gestión anterior del actual gobernador). Javier Rodríguez fue muerto en uno de los saqueos y un testigo central (un amigo que iba con él) afirma que las balas provinieron de los policías.

Además existen prácticas vinculadas al uso de armas fuera de horario de trabajo; violencia policial vinculada a prácticas culturales que se despliega tanto en los bailes de cuarteto como en las canchas de fútbol; violencia de género vinculada a las prácticas policiales (es también una constante en el relato de las jóvenes de sectores populares la mención de la solicitud de favores sexuales para no detenerlas); la represión violenta de la protesta social (como por ejemplo contra los vecinos que protestaban contra la instalación de un basural a cielo abierto en el sur de la ciudad o a los estudiantes secundarios que manifestaban en contra de la sanción de la ley de educación provincial); la participación de la policía de Córdoba en el reclutamiento de jóvenes para el delito; los allanamientos masivos que se han multiplicado a partir de la creación del DOT (Departamento de Ocupación Territorial) que trabaja sobre algunas zonas de la ciudad de Córdoba en las cuales hay redes bastante superficiales de delito.

Estos allanamientos se incrementaron en cantidad e intensidad en el uso de la violencia los días posteriores a los saqueos y a través del Ministerio Público Fiscal se recurrió a la denuncia entre vecinos (a través de un 0800 y de un correo electrónico) como fuente de conocimiento para estos procedimientos.

La seguridad como una guerra de “unos” contra “otros”

La irresponsabilidad política trajo aparejada la vuelta a métodos preestatales de resolución de conflictos entre ciudadanos, de no respeto de los derechos y garantías constitucionales y evidenció las peores consecuencias de la aplicación de una política de seguridad represiva, ineficiente y corrupta. La vuelta al estado de naturaleza de la guerra de todos contra todos no es una arista diferente vinculada con el acceso o no a derechos sociales por un lado y a conocimientos legales por el otro, sino que la violencia con la que se produjeron algunos saqueos que terminaron con incendios y tiroteos, y la violencia con la que se produjeron linchamientos y barricadas, las ejecuciones sin sentencia y las demandas de “mano dura” constituyen claros exponentes del caos social que vivimos en estos días, que no es otra cosa que una consecuencia directa de la política de seguridad implementada en este tiempo.

Consideramos que no es suficiente para aportar a la reflexión sobre lo sucedido remitirse sólo a la institución policial cordobesa o compararla con otras policías nacionales o de contextos urbanos similares. El denominado efecto “contagio” en otras provincias y las características de violencia de los sucesos recientes obligan a un debate más profundo.

En ese sentido sostenemos que aunque los saqueos puedan haber sido “orquestados”, es decir, que respondan a disputas internas de la policía y aunque haya habido un mal manejo político del conflicto, la situación parece ser propicia para otras reflexiones. Para preguntarnos una vez más por las consecuencias sociales de este modelo de seguridad que vivimos y que nos muestra de manera despiadada la gran deuda de esta joven y valiosa democracia: la recomposición de los lazos sociales y el rol del Estado en ello.

Consideramos necesario situar esa violencia en un contexto de crisis ontológica de la seguridad que atravesamos. A partir de ciertas rupturas sociales se fue generando en nuestra identidad colectiva una crisis fuerte sobre nuestras propias representaciones, y eso se fortalece a través de la construcción de enemigos. Entonces, el “linchador de Nueva Córdoba” visualiza al saqueador (o al supuesto saqueador) como el capaz de atentar contra todo lo que lo hace sentir seguro. En este marco es importante también situar estas explosiones que hemos visto a principios de este año de linchamientos a supuestos delincuentes en diferentes centros urbanos del país. El Estado también juega un rol fundamental en esa construcción. Para construir un “cordobesismo” es necesario también construir una lógica de un saqueador violento capaz de todo. Es necesario construir a la otredad como lo más monstruoso y diferente a lo nuestro, otredad que es necesario marginar, excluir, castigar, linchar, allanar masivamente, porque atentaron contra nuestros bienes más preciados.

Por otro lado, los sucesos nos invitan también a una reflexión sobre nuestros “bienes preciados”. En los Estados actuales aceptamos y priorizamos de otro modo los bienes. Por eso mismo, el “plasma” para muchos de los ciudadanos que habitamos esta sociedad cordobesa y argentina tiene un valor fundamental, donde la transgresión debe ser castigada, donde la reacción social frente a una persona que se apropia de un plasma de manera ilegítima tiene una fuerza en nuestra sociedad que quizás pese más que otro bien, incluso, que la libertad o la vida misma que se ve afectada por las torturas o las detenciones arbitrarias.

Los crímenes o delitos no pueden entenderse como una mera imposición legal (hay hechos que son delitos y no se persiguen) sino que se tratan de fenómenos sociales cuya construcción depende de varios factores además del proceso de definición legal, como la reacción social (el escándalo que producen) y la consecuente demanda de castigo que ellos generan. En estas sociedades “posmodernas” capitalistas se castiga con más fuerza lo que uno también desea. Se demanda más punición a aquellos que se apropian “indebidamente” de lo que nos define la identidad (tener, consumir el bien definido por las sociedades capitalistas como el más necesario: el celular, las zapatillas, el plasma). “Si ese sujeto se está apropiando de un bien de una forma mucho más sencilla y yo tengo que pagar 24 cuotas y trabajar 10 horas diarias para conseguirlo, necesito que lo castiguen rigurosamente para no tentarme de obtenerlo por el mismo método”.

En algún punto esta explosión de violencia se puede entender también no sólo como la consecuencia de la definición del otro como en enemigo al que hay que eliminar (“negros de mierda, hay que matarlos a todos”) sino también como una explosión de deseo (“tienen lo que yo tengo pero no hacen lo que yo hago para conseguirlo”). La violencia de los saqueadores y de los linchadores se enmarca en procesos de construcción sociales de identidad, que socialmente aceptamos o al menos toleramos. Si no, no podría explicarse la tolerancia social generalizada de la fuerza policial previa, posterior y seguramente a futuro contra determinados sectores sociales. Y al menos que eso puede intentar ser puesto en debate en la escena social, es posible que sea ese el lenguaje que sigamos hablando por un tiempo más, con niveles tolerados de violencia cotidiana y con exabruptos o desbordes (provocados o no) eventuales. Al menos hasta que decidamos socialmente hacer algo con eso para intentar modificarlo.

Los desafíos pendientes a 30 años de democracia

Entendemos que es importante recuperar otro tipo de intervención estatal que la puramente represiva. El Estado nacional, con la creación del Ministerio de Seguridad luego de la crisis del Parque Indoamericano en Capital Federal, expresó una estrategia de tipo territorial para el abordaje complejo de los conflictos, en el que avanzó más allá de su comprensión como puro delito.

En este marco, entendemos que es una tarea urgente del Estado nacional avanzar en iniciativas que comprendan e intervengan sobre la complejidad de los territorios más complejos de nuestra ciudad: mesas de gestión con los vecinos y referentes territoriales. Entendemos que el envío de gendarmes puede aportar, pero sólo en el nivel represivo y en el corto plazo.

No es posible dejar –otra vez− en manos policiales la recomposición de la vida cotidiana de esos sectores de la población cordobesa: es necesario construir herramientas para el control civil de las fuerzas de seguridad, definir con los vecinos las situaciones más conflictivas y buscar alternativas de abordaje a las puramente represivas. Sabemos que si bien no vamos a tener ninguna incidencia sobre las políticas de seguridad provinciales, sí es posible intervenir para construir en el territorio otras lecturas sobre lo sucedido y avanzar en reconstruir en otra clave los vínculos en esa zona, con un conocimiento específico de la conflictividad que ahí se desarrolla.

Como señalamos antes, uno de los mayores motivos de preocupación en términos de derechos humanos es el que surge de reconocer el enorme campo de discrecionalidad que tiene la policía en relación con su capacidad administrativa para detener personas sin ningún tipo de orden ni control judicial, expresada tanto en el Código de Faltas como en otro tipo de prácticas y normativas. En este sentido es urgente tomar decisiones legislativas y administrativas que garanticen que las prácticas policiales se desarrollen de manera tal que sean respetuosas de los derechos y garantías consagrados en la Constitución nacional y los pactos y tratados internacionales de derechos humanos.

Por otro lado también es un motivo de preocupación creciente el impacto que la lógica vertical, corporativa y militarizada de la institución tiene en la práctica cotidiana de los agentes de policía en el territorio provincial. El estado policial y la obligación legal de portar el arma reglamentaria de modo permanente son cuestiones que deben ser revisadas ya que constituyen la razón del aumento significativo de muertos y heridos por balas policiales (accidentes y/o ejecuciones extrajudiciales) así como de muertos y heridos en las filas de la institución.

La selección y formación de los agentes, oficiales y suboficiales también es un elemento que debe pasar por un proceso de transformación significativa que permita aportar a la profesionalización y la democratización de la fuerza a fin de avanzar en la integración de la misma a la comunidad.

El control judicial es otro de los aspectos que la provincia de Córdoba debiera poder afrontar a fin de acercarnos a los estándares propios de un Estado respetuoso de los derechos de todos en materia de uso de la fuerza y accionar policial.

Recuperar la dimensión política de la seguridad así como el control y gobierno civil de las fuerzas de seguridad provincial, es sin duda uno de los grandes desafíos que tenemos por delante los cordobeses. Para esto es necesario poder conocer, controlar y gobernar a la policía de la provincia, dirigiéndola a un punto de mayor democratización y respeto de los derechos y garantías de todos los ciudadanos.

Autorxs


Valeria Plaza Schaefer:

Abogada. Becaria del CONICET. Doctoranda en Ciencias Sociales de la UBA. Docente de la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano (UNC).

Susana Morales:
Lic. en Comunicación Social. Mag. en Comunicación y Cultura Contemporánea. Docente investigadora del Programa de Estudios sobre Comunicación y Ciudadanía del CEA-UNC.

Magdalena Brocca:
Lic. en Filosofía. Coordinadora del Programa Universidad, Sociedad y Cárcel de la SEU-UNC.