La Reforma de 1918: lo vigente y lo obsoleto

La Reforma de 1918: lo vigente y lo obsoleto

En esta época de agudización de las políticas represivas, sigue muy vigente la exigencia de los principios reformistas: autonomía universitaria, autogobierno, libertad de cátedra y de pensamiento. A ello se suman nuevas demandas como la reorganización en departamentos, mayor integración regional de los planes de estudio, apertura a distintas modalidades de saber y mayor inclusión social.

| Por Roberto Follari |

En tiempos en que el neoliberalismo se enseñorea a nivel mundial (y en los cuales ha retornado a su plena presencia en casi todos los gobiernos latinoamericanos), no está de más subrayar el enorme legado de la Reforma de 1918. Legado que fue mucho más allá de la Argentina, y cuyo alcance planetario no es fácil de calibrar desde este país. Muchas otras naciones adoptaron la autonomía casi como una “copia” de lo aquí sucedido, sin que hubieran mediado movimientos sociales o luchas de carácter local para conseguirla (es el caso de México) y esa Europa satisfecha de sí misma, que suele tener respecto de nuestros países una percepción secundarizada y jerárquica –por cierto en un sentido negativo para nosotros– también accedió a la Reforma a partir de lo obtenido en la Argentina, dado que previamente la autonomía no estaba planteada expresamente como una condición de las instituciones de educación superior.

El neoliberalismo no es liberalismo a secas. Si bien pretende ligar en un solo haz las dos grandes tradiciones del liberalismo (la económica y la política) formando un solo núcleo doctrinario, la clara hegemonía de lo económico –y, por ello, de la defensa absoluta del libre mercado como dogma irrenunciable– secundariza la condición de lo democrático, que es más un supuesto declarado que una realidad a sostener sustantivamente. Si para que se mantenga el libre mercado se requiere acabar abruptamente con cualquier principio democrático, como sucedió palmariamente en el Chile de Pinochet, se lo hace sin miramientos.

Por ello, en nuestros países los atropellos a las libertades públicas están a la orden del día. Si los resultados del libre mercado llevan al empobrecimiento de las mayorías sociales (y esto sucede claramente en los países del capitalismo periférico, donde el excedente se esfuma hacia los países centrales por vía del intercambio comercial y por las remesas de las compañías multinacionales), el resultado es que existen inevitables protestas y movilizaciones de resistencia a esas políticas. El corolario casi obvio –pero nunca aceptable– es la represión, por sus vías tanto abiertas como colaterales. Estas últimas implican el uso de los datos personales para hacer presión contra las personas, la amenaza del desempleo a los que militan o piensan diferente, la aparición de agentes civiles de espionaje infiltrados en las movilizaciones sociales, el uso de las denominadas “redes sociales” para atacar, humillar y escrachar a quienes no admiten las políticas privatistas, entre otros múltiples mecanismos. La represión abierta implica el ataque violento a las huelgas, reivindicaciones y movilizaciones, la amenaza de apelar a tal represión aun para los casos en que esta no llega a producirse, la cárcel para connotados dirigentes opositores, incluso la posibilidad extrema de desaparición forzosa, tal cual se ha constatado en la Argentina.

En tales tiempos, disimulados tras un manto cada vez más tenue de estilo “light” (timbreos reales o fingidos, supuestos viajes en micros de línea de parte de las autoridades, súbitos actores de la pobreza haciendo publicidad gubernista, referencias en discursos oficiales a “Cacho de Ituzaingó”, “Mercedes de Berazategui” y parecidas alusiones inverosímiles) campean los atentados a las libertades públicas, también en la universidad. De tal modo esas libertades, proclamadas y sostenidas por y desde la Reforma universitaria del año 1918, corresponde que sean defendidas a rajatabla, ya que en ese sentido es evidente que el legado de aquel movimiento democratizador de hace un siglo se encuentra plenamente vigente en tanto bandera a sostener.

La entrada de la policía jujeña al predio universitario una noche de este año 2017, cuando los estudiantes estaban realizando una fiesta, es un ejemplo de violación a la autonomía de las universidades, la cual fuera proclamada en aquella ocasión. La autonomía no es extraterritorialidad, pero sí implica que las fuerzas de seguridad pueden entrar al espacio universitario solo si media un expreso pedido de las autoridades legítimas de la institución. Si ello no se respetara, la tradición inaugurada por el dictador Onganía en 1966, de entrar con la policía a las universidades (en la tristemente célebre Noche de los Bastones Largos, dentro de la UBA) podría seguir repitiéndose, como lamentablemente ha sucedido ya en esta Argentina del 2017.

No es el único ataque fuera de los cánones institucionales que han recibido últimamente las universidades en este país. Es cierto que no existe formalmente una “autonomía respecto de lo judicial”, la autonomía se proclama respecto del Poder Ejecutivo, que es el que opera a las fuerzas de seguridad y –en caso extremo– puede pretender la intervención de las universidades y la suspensión de la vigencia de su autonomía gubernativa. Pero cuando el poder judicial muestra márgenes de porosidad en su relación con el Ejecutivo –o algunos de sus miembros parecen someterse al mismo–, la situación también pone la autonomía en cuestión. Es el caso del pintoresco fiscal que ha decidido acusar a la misma vez a 52 universidades nacionales (sí, leyó usted bien: 52) por supuestos manejos financieros indebidos. Sépase cómo podría alguien tener indicios medianamente certeros para todas y cada una de este más de medio centenar de instituciones de educación superior, diseminadas por la amplia vastedad del territorio nacional: pero es ese el insólito caso al cual nos enfrentamos, que muestra la vulneración de la autonomía por presión judicial, ya que obviamente esta acusación opera (tanto en lo institucional como en lo mediático) como espada de Damocles sobre las medidas que las autoridades universitarias tomen, lo que las lleva a tener que buscar congraciarse de alguna manera con el poder político.

Por ello, está muy vigente la exigencia de la autonomía universitaria. Asociada con ella, la de libertad de cátedra y de pensamiento para docentes y alumnos, no amenazada hoy directamente, pero sí atacada brutalmente en los medios “de información” hegemónicos (una máquina de producir falsedades e injuriar opositores, en los últimos tiempos), así como en esa cloaca moral que suelen ser las redes sociales, espacio para “trolls” pagados por el poder político, así como para el más degradado estilo de confrontación y de insulto hacia quien piense diferente. En tiempos en que se gobierna con apariencia de libertades y buenas ondas pero con políticas férreas y autoritarias –las que gustan a un sector no pequeño de la población–, se hace decisivo salvaguardar las genuinas libertades, el ejercicio democrático de la representación en los consejos universitarios, la posibilidad de que el pensamiento se exprese sin cortapisas ni coacciones.

Vemos, entonces, que la Reforma universitaria está vigente en estos aspectos centrales, pues es un legado imprescindible y asumido de la vida democrática actual.

Sin embargo, esta vigencia marca una condición necesaria pero no suficiente para una universidad que esté hoy a la altura de los tiempos. La Reforma pasó hace un siglo, y existen renovadas exigencias para las cuales no tuvo ni tiene una respuesta.

La Reforma opera hoy, se diría, por “la negativa”: señala acertadamente lo que no debiera hacerse (atentar contra la autonomía, contra el autogobierno o la libertad de cátedra), pero poco puede decir de lo que sí conviene hacer para que las universidades sean cada vez más logradas en la docencia de grado y posgrado, en la producción de investigación, en la relación con la sociedad desde lo cultural y la acción social, en las actividades de divulgación y extensión.

Esta parcial obsolescencia de la Reforma de hace un siglo se advirtió claramente durante el gobierno de Raúl Alfonsín, a través de la política universitaria que entonces se desplegara. Por una parte, hubo una impecable acción desde el punto de vista de las libertades: se reinstaló el autogobierno universitario, se garantizó la libertad de pensamiento tras la larga noche de la dictadura, se reincorporó a alumnos y docentes expulsados desde 1974 hasta 1976, y también luego de marzo de 1976. Campeó de nuevo la posibilidad de discutir y pensar, de incluir en las bibliografías a autores que habían sido exorcizados, desapareció cualquier limitación –que no fuera legal– para reincorporar a aquellos que habían sido separados de las instituciones en función de sus ideas o de su militancia. Y en ello, al margen de casos menores de favoritismo partidario, campeó un espíritu generoso, para el cual no importaba el color político al cual adhiriera cada persona, sino que se las revalorizó a todas como universitarios que habían sido perseguidos, y en atención a su singular calidad intelectual y su posibilidad de aporte a la actividad universitaria.

Pero cuando esta difícil tarea estuvo cumplida, la imaginación de la administración alfonsinista se terminó. No hubo políticas específicas para las universidades, y la autonomía se entendía como desentendimiento gubernativo por las decisiones que se tomaran en cada institución, así como también en el sentido de que no había –todavía no lo hay del todo– un sistema universitario sino un archipiélago de instituciones separadas unas de las otras, sin orientación de conjunto, ni finalidad que fuera más allá de la que fijaran separadamente las autoridades de cada una de ellas.

Es decir: la Reforma propone “libertad de”, pero en tiempos ya muy posteriores a su formulación, carece de propuesta en cuanto a “libertad para”. De tal modo su vigencia plena en tiempos de Raúl Alfonsín implicó un formidable avance hacia la reconquista de las libertades, pero a la vez una pobreza notoria, no solo de recursos (no fue buen tiempo desde el punto de vista presupuestario para las universidades), sino de políticas que pudieran, siquiera mínimamente, transformar estas instituciones y darles una gestión modernizada y eficaz.

Vayamos enumerando algunas de las cuestiones que tienen que desembarazarse del legado reformista para sostenerse. Antes de ello, una aclaración menor pero nada desdeñable: la universidad gratuita no pertenece al legado del año 1918, sino al del primer peronismo. A pesar de que en la memoria colectiva se ha condensado ambas cuestiones en una sola, la gratuidad fue legalmente establecida recién en 1949, y desde entonces está vigente. Es una posibilidad de acceso a lo universitario que nos envidian en los lugares en que lo neoliberal se ha enseñoreado plenamente, como Chile o Colombia (muchos de cuyos jóvenes vienen a estudiar a nuestro país). Y es una condición nada obvia, que tendremos que sostener cuidadosamente, dado que el neoliberalismo acaricia siempre la idea de transformar la educación superior en un negocio rentable, como sucede, por ejemplo, en los países del sudeste asiático, que ofrecen paquetes a estudiantes provenientes de Norteamérica y de Europa para que estudien allí, a cambio del cobro de muchos miles de dólares anuales por estudiante.

En relación con lo dicho se ubica la cuestión de la educación por vía de las nuevas tecnologías: sin duda que estas tienen que empezar a usarse más activamente en las universidades, y que la posibilidad de cursos y carreras a distancia puede hacer llegar contenidos y docentes de alto vuelo a los sitios más remotos del territorio. Pero la amenaza que se implica en pretender dar títulos a nivel internacional sin control del Estado local (lanzada permanentemente desde la Organización Mundial de Comercio) o la de reemplazar a los docentes por cursos filmados que se repitan en múltiples ocasiones, muestran que se requieren regulaciones locales claras y precisas, obviamente inexistentes en tiempos de la Reforma.

La cátedra, modalidad señera para aquel movimiento, es hoy una rémora a superar: divide a los académicos en múltiples espacios segmentados entre sí, es jerárquica internamente, pone severos obstáculos a la movilidad y promoción de los docentes e investigadores. El sistema departamental resulta mucho más adecuado, si bien las resistencias de los mismos académicos hacen difícil imponerlo donde el sistema de cátedras está consolidado.

La presencia de sectores populares en las universidades fue un avance del gobierno que comenzó en 2003; la Reforma se ocupó de que los sectores medios llegaran a la universidad, pero no de que lo hicieran los más desposeídos. Esta inclusión social debiera mantenerse y reforzarse, pero con las políticas neoliberales es esperable todo lo contrario, si bien en algunas universidades las autoridades resisten –como pueden y en desventaja de fuerzas– dichas políticas. Se asocia a ello los programas y acciones para evitar la deserción de alumnos de sectores populares que, con tutorías y cursos paralelos, han conseguido una mejorada tasa de retención (esto se nota singularmente en las universidades del conurbano porteño). Todo esto se asienta en la tradición peronista que se evidenciara en la creación de la Universidad Obrera (hoy Universidad Tecnológica), la cual siempre ha dictado cursos nocturnos para que puedan concurrir los trabajadores.

Se requiere mucha renovación: mantener el buen presupuesto habido hasta 2015, amenazado en el presente; agilizar el funcionamiento de los consejos, que debieran no ocuparse de las cuestiones rutinarias; incluir a los posgrados en el organigrama y en el presupuesto; diseñar los planes de estudio y las carreras a dictar dentro de planes estratégicos ligados a la cultura y la economía regionales; abrir fuertemente las instituciones a cursos y modalidades de saber que no sean solo la académica y la occidental, dando lugar a lo popular, lo indígena y los oficios.

Para todo esto que delineamos rápidamente, la Reforma no es hoja de ruta, y quedarse solo admirándola y –peor aún– cristalizando el presente en sus preceptos, puede ser una manera de no pensar lo actual, y no ponerse a su altura.

Sostengamos a fuego los principios de libertad de 1918, y estemos dispuestos a tener en el presente la audacia que tuvieron los entonces jóvenes de Córdoba, haciendo de tales principios un legado asumido, irrenunciable, para ser históricamente cumplimentado sin ambigüedad, y exigido en sus consecuencias. Pero a la vez tomemos esos principios como punto de partida y no de llegada, como inicio y no como programa completo, porque el presente nos reclama con exigencias que en 1918 eran tan inexistentes como impensables.

Autorxs


Roberto Follari:

Licenciado y doctor en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Autor de diversos artículos y libros sobre educación, epistemología y ciencias sociales. Profesor titular de Epistemología de las Ciencias. Sociales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo. Profesor de posgrado en diversas universidades de Argentina y otros países de Latinoamérica.