La cultura popular y su representación en los medios: populistas, plebeyos y democráticos

La cultura popular y su representación en los medios: populistas, plebeyos y democráticos

Pensar lo “popular” y su relación con la cultura de masas supone una pregunta por las posibilidades de democratización real de nuestras sociedades latinoamericanas. Un momento en el que los “subalternos” tomen por fin la palabra, con toda su potencia impugnadora.

| Por Pablo Alabarces |

1.

La cultura popular está en los medios de comunicación. Al menos, es el espacio que más nos importa.

Pero, en América latina, cultura popular ha significado siempre –o casi siempre: claramente, desde los años ’80 del siglo pasado hasta hoy– hablar de algo más: hablar acerca de prácticas y representaciones que están, o pueden estar, fuera de los medios, fuera de la simple referencia a una cultura de masas entendida como los múltiples modos en que los bienes simbólicos son producidos, circulan y son consumidos con la mediación de las industrias culturales –especialmente, las electrónicas–. Por ejemplo: en la Carrera de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, mi curso es catalogado como Cultura Popular y Cultura Masiva, nombrando explícitamente dos objetos de trabajo donde la academia anglosajona reconoce sólo uno. Por el contrario, los norteamericanos no encuentran en la Popular Culture prácticas o fenómenos fuera de los medios masivos de comunicación –incluyendo entre ellos a las nuevas tecnologías de circulación y consumo de imágenes y textos–.

Las razones de esta diferencia –un modo amplio de lo popular, frente a un modo amplio y a la vez restringido de lo masivo– son extendidas y complejas: rápidamente, algunas de ellas pueden hallarse tanto en tradiciones de lectura como en características particulares de las sociedades y culturas latinoamericanas que llevaron a tratamientos y categorías distintas. Entre ellas, podríamos destacar como principales las siguientes cuatro:

a. Ruralismos: ya largamente entrado el siglo XX, la importancia de las poblaciones rurales latinoamericanas era muy superior a las del mundo anglosajón. Si en la constitución misma de la categoría de cultura popular el peso de lo rural era decisivo, esto continuó así en buena parte del mundo latinoamericano. No es preciso extender aquí la disyuntiva propuesta por Sarmiento en su Civilización y Barbarie, de 1847, porque nos llevaría por pliegues mucho más intrincados del debate, como los que implican la relación con la modernidad como alfabetizada y letrada, frente a la cultura de masas capturando saberes populares marcados por lo ágrafo, pero también por lo corporal –pliegues brillantemente planteados por Aníbal Ford hace más de veinte años–. Sí debemos señalar que esa mayor ruralidad de las clases populares hasta el tercio final del siglo XX implicó una relación distinta con el mundo de la cultura de masas, largamente analizada por, entre otros, el hispano-colombiano Jesús Martín-Barbero. Los casos argentino y uruguayo fueron, en principio, distintos, constituyéndose como sociedades modernas y mayoritariamente urbanas y alfabetizadas en el primer tercio del siglo XX; esto les permitió a los inventores de la tradición populista argentina centrar sus estudios en los modos en que la cultura de masas implicaba una lectura de lo popular. En ambos casos, sin embargo, operaba otro fenómeno: las migraciones internas de masas, por lo que lo rural reaparecía nuevamente en un recodo del tratamiento de las culturas populares urbanas. En ambos casos, asimismo, la invención de una cultura popular se hallaba en la poesía gauchesca del siglo XIX y la continuidad de sus tradiciones, por ejemplo, en lo folklórico, por lo que el carácter rural reaparecía sin haberse ido nunca.

b. Indigenismos: el subcontinente mostró siempre como un rasgo central la presencia de enormes poblaciones de pueblos originarios o indígenas, lo que exigió un tratamiento particular de sus configuraciones culturales respecto de las tradiciones anglosajonas. Salvo en los países de mayor inmigración europea y sometidos a procesos de blanqueamiento, europeización y des-indigenización más duros –nuevamente, Argentina y Uruguay entre ellos–, la presencia indígena fue decisiva para la discusión de la cuestión de lo popular: es imposible construir su campo problemático siendo indiferente a la presencia cotidiana de sus hábitos, tradiciones, memorias e incluso lenguajes –varios países debieron finalmente adoptar una lengua originaria como lengua oficial junto al español de la conquista. Sumado a la aparición de corrientes intelectuales que definieron un campo del indigenismo, se volvió imposible limitar el debate sobre lo popular a las poblaciones construidas en el consumo de la cultura de masas. Lo indígena permaneció siempre como un resto, aun frente a las distintas operaciones de captura de que fue objeto –primero literarias, aunque también musicales y audiovisuales, sea a través del documental o de la world music–. Como síntesis de ambos formantes (lo rural y lo indígena), el famoso Culturas populares en el capitalismo de Néstor García Canclini, de 1982, decidió trabajar, para producir teoría sobre el campo, sobre las artesanías populares mexicanas, prácticas situadas en la clásica intersección mexicana entre indígenas y campesinos.

En este recodo de diferencias podría anotarse la cuestión de las poblaciones afroamericanas, pero su presencia en el debate sobre la cultura popular latinoamericana es distinta a la de los formantes anteriores y, a la vez, más similar al debate anglosajón. Aunque con presencia en épocas anteriores –muy especialmente, en el texto clave de Fernando Ortiz Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, de 1940, un trabajo fundacional para la teoría cultural del subcontinente–, la re-aparición del debate sobre la relación entre las culturas afroamericanas y la cultura popular es contemporánea a su tratamiento británico y norteamericano. Un pliegue particular podría constituirlo la discusión de la presencia de los afroamericanos en el deporte, fundamentalmente con el caso de los negros en el fútbol brasileño: sin embargo, volveríamos a encontrarnos en el campo de prácticas tempranamente apropiadas por la cultura de masas –el debate sobre O negro no futebol brasileiro, como titulaba su célebre libro Mario Filho, es una discusión político-cultural pero en el periodismo popular–.

c. Politizaciones: a diferencia del mapa británico y norteamericano, la cuestión de la cultura popular en el subcontinente está duramente ligada a su debate político. Inicialmente, lo fue en los procesos de formación de los Estados nacionales latinoamericanos, todos ellos construidos antes como violencias internas que posibilitaron el triunfo de las burguesías locales –generalmente terratenientes– por sobre sus clases populares, que como producto de las luchas independentistas. A partir del siglo XX, reaparece primero con el anarquismo y luego con distintos marxismos, incluso señalados como americanos –con la obra de Juan Carlos Mariátegui como clave–. Lo cierto es que la cuestión de lo popular es, hasta finales del siglo XX, inescindible de su relación con argumentos políticos, que alcanzan su clímax en la década de 1960, luego de la Revolución Cubana. Debatir la cultura popular es siempre algo más que la mera calificación de la cultura de masas como espacio de alienación –aunque también lo sea–. Sea como substrato esencial de lo patriótico, en su versión neorromántica, o como horizonte de sublevación en sus versiones más radicales, lo popular siempre excede un listado de bienes simbólicos y se vuelve –se pone en escena como– argumento político. Todo proyecto político democrático debía ser enunciado como popular; paradójicamente –o no–, varios proyectos políticos reaccionarios también lo fueron. Este debate alcanza un clímax antes de los ciclos dictatoriales; luego, la cuestión de lo popular será un eje en el debate abierto por las transiciones democráticas.

d. Populismos: habiendo ya al menos una biblioteca entera escrita sobre los populismos latinoamericanos, no vamos a sintetizarla aquí. Solo me limitaré a señalar que la presencia de los populismos en el siglo XX latinoamericano es, complementariamente, decisiva para la cuestión de la cultura popular. Los populismos –pienso especialmente en el peronismo, el populismo más exitoso del siglo XX latinoamericano– tienen en la cultura de masas su superficie predilecta: no hay populismo exitoso sin radiofonía, cine, prensa de masas (luego, sin televisión). Y sin embargo, inevitablemente precisan un exceso que se produce fuera de esa cultura de masas: en las recuperaciones folkloristas y tradicionalistas; en la escena de la movilización callejera –en el ritual celebratorio del Estado, que pertenece al campo de la cultura de masas, pero también en la protesta o en la revuelta carnavalesca, que lo exceden; o en el campo de los lenguajes y los hábitos populares que el discurso populista precisa capturar y exhibir como horizonte de posibilidad de su práctica y su “ideología”.

2.

Las preguntas, entonces: la primera, ¿por qué nos interesa discutir la cultura popular? En relación con una segunda: ¿qué tipo de sociedad y en consecuencia qué tipo de cultura y qué tipo de medios de comunicación queremos? Y desde allí: ¿qué sentido tiene estudiar lo que estudiamos, escribir y narrar lo que escribimos y narramos como intelectuales, artistas o comunicadores? ¿Una sociedad democrática? La respuesta a esa pregunta es otra pregunta: ¿es una sociedad democrática lo que tenemos como horizonte? Y entonces, ¿qué sería eso? ¿Qué es una sociedad democrática? ¿Es que acaso habíamos logrado en los ’80 una sociedad democrática y entonces podíamos cancelar esas agendas en busca de otros horizontes? ¿Qué significa sociedad democrática? ¿Significa el viejo postulado de una cultura común de la cual nos hablaba Raymond Williams a fines de los ’50 y comienzos de los ’60? ¿Qué significa una cultura democrática, y consecuentemente qué significa una sociedad democrática?

La respuesta en los ’80 fue más “formal”: se habían re-implantado las instituciones democráticas en todo el continente. Quince años después comprobábamos que nuestras sociedades no eran más democráticas por el hecho de serlo formalmente. Entonces, si la pregunta por la cultura popular nos remitía en los años ’80 a la pregunta por la desigualdad, por las diferencias de poder, por las jerarquías, por los distintos regímenes de subalternización –que ahora sabemos que era la clase y también el género, la etnia, la edad, que la subalternización era mucho más amplia que simplemente el dato económico–; esa pregunta, la pregunta por la sociedad democrática, se revela tan vigente como hace treinta años. Pero, por supuesto, atentos a todos los cambios que se han venido produciendo en este tiempo.

Porque la vigencia de esas preguntas no implica descartar, claro, esos cambios. Por ejemplo, algo que venimos describiendo en los últimos años: los fenómenos de plebeyización de la cultura. Nuestro punto de partida desde comienzos de este siglo fue la idea de que la década neoliberal había producido procesos de plebeyización; provisoriamente, lo que hallábamos era la idea de que en la cultura de masas aparecía un plebeyismo extendido, pero que no definía oposiciones entre plebeyo-no plebeyo, sino que disolvía todo conflicto en un igualitarismo falso. Todo aquello que en nuestras viejas tradiciones se revelaba como sistemas de conflicto y oposición (culto/popular, dominante/dominado) se disolvía a partir del neoliberalismo en un plebeyismo homogeneizador que disolvía falazmente las oposiciones y los conflictos. Justamente, en esos años, mientras trabajábamos con la cuestión de la cultura futbolística, encontrábamos la idea de la futbolización de las sociedades, y esa futbolización reflejaba simultáneamente esas tendencias homogeneizadoras y esas tendencias plebeyizadoras.

La idea es que esa plebeyización nos ofrecía una dificultad clave, porque simultáneamente presentaba un cuadro que simulaba la democratización, una homogeneización imaginaria, y un decrecimiento de jerarquías valorativas clásicas entre lo culto y lo popular, en el mismo momento en que la reafirmaba; ocultaba la jerarquía en el mismo momento en que en realidad la subrayaba mediante procesos de estereotipación, discriminación y racismo. Mientras la cultura y su superficie se investían de plebeyización y de ilusión de democracia semiótica, continuamente reaparecían las zonas de clivaje, las zonas en las cuales las jerarquías se revelaban minuciosamente persistentes. Porque los que hablaban siguieron siendo los mismos –volveremos sobre esto.

Y también por supuesto los cambios tecnológicos. En un libro reciente, el sociólogo norteamericano Larry Grossberg advierte que los estudios culturales deben transformarse porque los medios se han transformado tecnológicamente de tal manera que ya no podemos seguir hablando de ellos como se hacía en la modernidad. En cambio, y simultáneamente –es un texto del 2009–, la socióloga norteamericana Laura Grindstaff indica estos mismos cambios en los medios, tecnológica y económicamente, señalando sus tremendas implicancias tanto para el consumo como para la producción de la cultura popular. Ahora bien: dice Grindstaff que el hogar promedio norteamericano recibe más de 100 canales vía cable o satélite, al mismo tiempo que los públicos reciben televisión adicional vía la computadora y los sitios web stream, en reproductores de DVD manuales, en personal digital video recorders, a través de, por supuesto, internet, los teléfonos celulares, una cantidad de espacios públicos donde la televisión es usada no solo para entretenimiento sino también para vigilancia y control social (los aeropuertos, los bares, las lavanderías, los gimnasios, los hospitales, los malls, las tiendas); la televisión hoy incluye fenómenos tales como los videogames, videos producidos artesanalmente y bajados de YouTube, etc. Es decir, una cantidad de alternativas que todos conocemos aunque no necesariamente disfrutamos. Eso lleva a Grindstaff a hablar de una curaduría personal: la idea de que cada uno es un curador de sus experiencias culturales –una idea que aparecía, fantasmalmente, en la obra de García Canclini en los años ’90–.

Pero esta tendencia a la individualización frente a una cantidad de estímulos y posibilidades enorme, coincide con, sostiene Grindstaff, la convergencia y la monopolización creciente de la cultura popular, así como la continuidad de una suerte de gran división cultural (como decía Andreas Huyssen): por un lado, aquellos que por sus niveles educativos y económicos acceden a la curaduría personal, y aquellos que, en cambio, con menos educación, menos recursos, permanecen ligados a formas limitadas y homogeneizadas de cultura provistas por los grandes conglomerados mediáticos y los grandes portales.

No queremos señalar acá una mera continuidad de la vieja división. Pero las transformaciones mediáticas fenomenales, gigantescas, que las nuevas tecnologías han permitido y producido, no implican necesariamente que las sociedades se hayan democratizado en términos de consumos culturales, ni siquiera aquellas que disponen de la mayor cantidad de recursos. ¿Qué pasa en América latina y en la Argentina, entonces, con esa observación? Una primera respuesta es que, sin descuidar esas transformaciones y atentos a las posibilidades, límites y nuevos problemas que generan, no podemos dejar de lado, seducidos por un optimismo tecnológico y por la promesa anarquista-democrática de la web, a lo que sigue constituyendo hoy el espacio central de sociabilidad, consumo y prácticas culturales de las clases populares latinoamericanas, que es la vieja cultura de masas en la televisión abierta. A pesar de todas estas transformaciones, y a pesar de que podamos ver un partido de fútbol en un teléfono celular, la vieja cultura de masas, la vieja televisión abierta, sigue siendo, sigue constituyendo todavía hoy la agenda central de los consumos simbólicos de las clases populares latinoamericanas.

¿Hay cambios y tensiones? No hay la menor duda. ¿Tenemos que estar atentos a esas tensiones? Por supuesto que sí. Por ejemplo, el trabajo que la colega argentina Libertad Borda hizo sobre los foros en la web. Borda analiza los foros de fans de telenovelas latinoamericanas, mostrando cómo vuelven a narrar esas telenovelas, produciendo una narrativa personal del melodrama latinoamericano en foros en la web. Entonces, sin duda que esto nos marca tensiones y posibilidades a las que tenemos que estar atentos; pero eso no implica dejar de lado lo que sigue siendo el núcleo central de las culturas populares latinoamericanas. Es decir, tenemos que seguir viendo todo el mapa, y todo el mapa pone el énfasis también sobre lo viejo –o mejor aún, lo que funciona como residual, para usar los términos de Raymond Williams–.

3.

Las culturas populares se han transformado como también lo ha hecho el mapa de los medios, las tecnologías de comunicación y consecuentemente el mundo de la cultura de masas que, como dijimos, continúa siendo el eje donde se re-presenta lo popular. Esa combinación intrincada entre lo masivo y lo popular es el escenario –lo sigue siendo– de las disputas por la hegemonía, en la búsqueda de una cultura y una sociedad radicalmente democráticas. Lo popular permanece como una dimensión: no como un listado de contenidos o de prácticas, sino como un modo de conocer y un modo de vivir, como nos enseñaron Jesús Martín Barbero o Aníbal Ford, entre otros. Pero es una dimensión siempre en relación, y esa relación es de poder.

Entonces, estamos afirmando que lo popular sigue nombrando y señalando lo subalterno en la cultura de masas. La subalternidad es el lugar donde la hegemonía se encuentra con un límite, por lo que lo popular reaparece con la fuerza de una alteridad radical. Y por eso sigue siendo el lugar clave para pensar la democracia.
Queremos retomar, para finalizar, estos dos conceptos reiterados, las ideas de plebeyización y populismo. Ambos términos describen en el discurso conservador términos de degradación, aunque a veces ese discurso conservador pueda ser ejercido por alguna izquierda. Populismo significa, para toda la derecha latinoamericana, una mera degradación de la democracia liberal. Y plebeyización funciona en la misma dirección, apareciendo como degradación de la cultura alta. Cuando comenzamos a usar la categoría, hace más de quince años, lo hicimos seducidos por el uso de Edward P. Thompson de la idea de una cultura plebeya, es decir, como espacio con autonomía y positividad. Pero la plebeyización cultural ya había sido postulada por Bertolt Brecht en los años ’50, para ser retomada especialmente por Frederic Jameson a finales de los años ’80 en la discusión sobre posmodernidad. Jameson y Perry Anderson habían discutido este concepto como superación de la gran división: como una liberación ilusoria, porque la plebeyización aparecía como intoxicación, como engaño, como falsa liberación de la cultura culta en los públicos de masas.

En nuestro uso de la categoría, proponemos una versión según la cual la plebeyización no supondría una degradación de lo culto, sino una captura y clausura de lo popular. Significaría los modos en que repertorios, prácticas y lenguajes marcados por su condición plebeya son utilizados por sectores medios y altos, y en ese proceso clausuran la posibilidad impugnadora de lo plebeyo. Nuevamente, es un punto de vista local, influido por la presencia del peronismo. Una historia de lo plebeyo –es decir, una historia de la cultura popular en la Argentina– señala que el peronismo significa la irrupción de las masas como plebeya y, consecuentemente, disruptora, alternativa y democrática. Pero, usando un juego de palabras, ese plebeyismo exasperado del peronismo en los ’40 y los ’50 le permitió transformarse en “el hecho maldito del país burgués”; las operaciones de plebeyización neoconservadora de los noventa, realizadas por el mismo peronismo, lo transformaron en “el hecho burgués del país maldito”. La plebeyización supone una pulsión democratizadora, como señalaban Anderson y Jameson, pero también puede y suele encubrir una operación conservadora.

Entonces, unimos ambos términos, populismo y plebeyización, para proponerlos como términos invertidos. En lugar de pensarlos como degradación desde el punto de vista conservador, proponemos pensar lo que tienen de positivos como tensión democratizadora. Lo que invertimos no es una valoración, sino un punto de vista; no pensamos populismo y plebeyismo desde el punto de vista conservador, sino que lo pensamos desde un punto de vista subalterno, y nos preguntamos entonces qué es lo que tienen de ausente: hasta dónde el populismo escamotea un proceso de democratización radical del poder, hasta dónde la plebeyización obstaculiza un proceso de democratización radical de la cultura.

Las tendencias nacional-populares significaron una democratización de los mapas mediáticos frente a la concentración oligopólica de los grandes conglomerados, pero no permitieron una democratización radical de la palabra y de la imagen. Estos procesos insistieron en que hay que pluralizar las voces, pero se limitan a coquetear con la idea de dar la palabra, de representar al subalterno. Que el subalterno se represente a sí mismo, que tome por sí mismo la palabra, no está de ninguna manera dentro de esa agenda, y es ahí donde señala con claridad uno de sus límites. Las nuevas tecnologías –especialmente en lo que prometen como mayor facilidad en la producción y la puesta en circulación de todo tipo de mensajes– describen un mapa de posibilidades, pero de ninguna manera, no por ahora, al menos, un escenario democrático.

Autorxs


Pablo Alabarces:

Licenciado en Letras (UBA), Magister en Sociología de la Cultura (UNSAM) y Doctor en Sociología (University of Brighton, Inglaterra). Es Profesor Titular de Cultura Popular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, en la que dirigió su Doctorado entre 2004 y 2010, e Investigador Principal del CONICET. Ha sido profesor visitante y conferencista invitado en diversas universidades e instituciones académicas nacionales y extranjeras. Sus investigaciones incluyen estudios sobre música popular, culturas juveniles y culturas futbolísticas. Ha publicado catorce libros: el último, “Historia Mínima del Fútbol en América Latina”, editado en 2018 por El Colegio de México.