Hostilizados, sobrecontrolados y subprotegidos La interacción policía y jóvenes en el conurbano bonaerense
Humillación, discriminación y hostigamiento son moneda corriente en la relación entre policías y jóvenes de barriadas populares. La mayor presencia policial en las calles y la cobertura mediática de la inseguridad agravan el problema. Claves para entender la situación y pensar propuestas de mejora.
| Por Gabriel Kessler y Sabina Dimarco |
Esta investigación se hizo en el proyecto Violencia juvenil, relación con la policía y acceso a la Justicia en América latina, proyecto IRDC 106289 bajo dirección del Dr. Arturo Alvarado Mendoza.
Los jóvenes de sectores populares han sido y continúan siendo las víctimas más frecuentes de las distintas formas de violencia policial. Desde la reinstauración democrática organismos de derechos humanos como el CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) junto al Equipo de Antropología Jurídica de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, han trabajado activamente para documentar y luchar contra las formas más graves de violencia institucional. En este artículo queremos centrarnos en otro aspecto del problema: las relaciones cotidianas entre jóvenes de sectores populares del conurbano y la policía. Las interacciones que establecen con la policía tienen una enorme centralidad en su vida cotidiana, en su experiencia urbana y en su percepción respecto de otras instituciones estatales. Los estudios internacionales coinciden en que se trata de un vínculo altamente conflictivo, en el que el maltrato y el abuso policial suelen estar a la orden del día. La confrontación entre jóvenes y policías en el espacio urbano y en las barriadas populares ha sido un problema recurrente desde los años ’60 tanto en los países centrales como en los periféricos. Sin embargo, en nuestro país (y en nuestra región en general) adquiere un cariz particular en gran medida por una larga historia de violencia institucional y las deficiencias propias de la formación y del control civil de las fuerzas. Si bien las manifestaciones de violencia policial se nutren de una larga y trágica tradición de prácticas violentas, como se dijo, fue recién a partir de los años ’90 que el tema se instaló en la agenda pública debido a la trascendencia mediática de algunos casos puntuales de violencia policial que terminaron con la vida de jóvenes. Luego de una disminución de las muertes de civiles, en los últimos años se advierte un recrudecimiento de los casos de apremios ilegales, torturas, muertes y desapariciones de civiles a manos de las fuerzas de seguridad.
En nuestra investigación nos centramos en la multiplicidad de formas de hostilidad, humillación y maltrato cotidiano que atraviesan las interacciones entre los jóvenes y los agentes policiales. Este tipo de microviolencia no sólo no ha disminuido sino que incluso, según la experiencia de nuestros entrevistados, se ha incrementado en los últimos años, acompañando la mayor centralidad que el tema de la inseguridad ocupa en nuestra sociedad. Al mismo tiempo, esas formas de maltrato y hostilidad se vuelven cada vez más insoportables para los jóvenes dada la internalización creciente en las nuevas generaciones de la agenda de derechos humanos y de un rechazo a toda forma de discriminación. Por eso, si se quiere avanzar en iniciativas que contribuyan a intervenir efectivamente sobre la violencia policial y a mejorar la relación entre jóvenes y policías resulta imprescindible que, sin desatender la violencia extrema que produce daños irreparables, posemos también la mirada sobre esas múltiples formas de hostilidad y microviolencia reproducidas cotidianamente. Por otro lado, ambas formas de violencia están interrelacionadas: en muchas ocasiones las formas más graves de la violencia institucional son el desenlace de las violencias cotidianas que las precedieron.
Tendencias contrapuestas
En las últimas dos décadas se advierten dos tendencias contrapuestas que tienen implicancias en la relación entre jóvenes y policía. Por un lado, como dijimos, la mayor conciencia social respecto del problema de la violencia policial en su forma más extrema y las iniciativas para intervenir sobre la misma. Por el otro, el incremento de la preocupación por la seguridad que ha conducido a la demanda de mayor presencia policial y control social en las calles. Una de las consecuencias más evidentes del entrecruzamiento entre estas dos tendencias es que, mientras para la gran mayoría de la sociedad resultan inaceptables las formas de violencia extrema, se ha dado en simultáneo un aumento de la presión sobre la población más sometida a los controles de esta institución: los jóvenes de sectores populares. De este modo, las interacciones entre estos dos actores se han potenciado en los últimos tiempos y, con ellas, sus características ya previamente conflictivas.
Así, la práctica policial de “parar e investigar”, de por sí habitual en los barrios en que habitan estos jóvenes, y más aún cuando se aventuran a salir de los mismos hacia zonas de mayor poder adquisitivo, se ha intensificado. Desde muy temprana edad, tanto los varones como mujeres entrevistados (aunque especialmente los primeros) suelen ser parados y revisados insistentemente por la policía en situaciones cotidianas. Sus testimonios dan cuenta de que los han demorado de noche volviendo de divertirse, durante el día yendo o volviendo de un trabajo, o hasta camino a la escuela, con útiles y uniforme escolar. “Nos paran todos los días”, resumía un joven entrevistado. Los ejemplos mencionados no son azarosos sino que buscan subrayar la idea de que, con frecuencia, al momento de ser demorados no se encontraban haciendo nada que pudiese considerarse ni remotamente “sospechoso”.
Esa situación es vivida por los jóvenes como discriminatoria e injusta. Puesto en otros términos, los jóvenes mayoritariamente atribuyen al accionar policial lo que la literatura especializada llama “profiling”, término de difícil traducción (puede usarse perfilamiento) que remite a la idea de que al momento de intervenir se pone en práctica un sesgo discriminatorio, lo que habitualmente se conoce como “portación de cara”, basado fundamentalmente en atributos de clase. Para demostrarlo, explican que la policía detiene a quienes identifica por una determinada manera de vestir y cortarse el pelo y por sus rasgos fenotípicos, todos elementos que “delatan” una determinada posición social que los ubica en el lugar de sospechosos: “Joden más a los que van vestidos con ropa deportiva. Sí, porque si te ven vestido bien no te dicen nada… o a los que tienen un corte como él o yo. Porque hay discriminación de la policía”.
De este modo, la mayor presencia de agentes policiales en las calles, como respuesta a la demanda social de mayor seguridad, condujo a una intensificación de las sospechas y los controles sobre los jóvenes de sectores populares. Puesto en otros términos, si por un lado hay una mayor atención pública sobre el problema de la violencia policial, por el otro, la preocupación por la seguridad parecería habilitar y legitimar en nombre de la “prevención” el control sistemático de la población joven, práctica que implica en sí misma un trato hostil puesto que se apoya en una sospecha por lo general infundada.
Las formas de la microviolencia
A ello se agrega que cuando los jóvenes describen la forma en que se realizan esos controles no dudan en denunciar distintas formas de maltrato, abuso de autoridad y actitudes dirigidas a causar vergüenza y humillación. Los relatos en este sentido se multiplican: desde escenas en las que volviendo de jugar a la pelota los han hecho bajarse los pantalones en plena calle, u obligarlos a sacar todo de la mochila para luego exigirles que lo guarden e inmediatamente después que lo vuelvan a sacar, o situaciones en que “te tocan el culo o los huevos” cuando revisan; todas circunstancias en las que los jóvenes se sienten objeto de burla y humillación y que no vislumbran como acciones enmarcadas en una tarea de prevención del delito sino más bien como formas de provocarlos y poner en evidencia la asimetría de poder. Una joven entrevistada nos contaba, como algo habitual: “Yo iba sola, no iba haciendo nada malo, te paran por parar, por molestarte”, mientras que otro agregaba: “[cuando veo un policía] yo digo que están aburridos y ya van a agarrar a alguien. Están buscando a alguien o algo para hacer”. En el caso de las jóvenes se suman con frecuencias formas de acoso sexual. Cuando describen estas prácticas no encuentran demasiadas diferencias entre los policías jóvenes y los mayores, entre agentes varones y mujeres, o entre la policía bonaerense y la Federal. Y si bien la Gendarmería, que desde hace unos años patrulla distintos lugares del conurbano, por lo general goza de una evaluación algo más positiva que la policía, no se priva de recurrir a la violencia cuando tiene un papel activo en la vida local como ocurre en ciertos barrios.
Algunos estudios que se han ocupado de la relación entre policía y comunidad han dado un lugar fundamental a lo que llaman la “percepción de justicia de procedimiento”, que consiste en la evaluación por parte de la comunidad del modo en que actúa la policía; básicamente, si lo hace acorde con las reglas establecidas o no. Estos estudios mostraron que la evaluación positiva o negativa de la justicia de procedimiento tiene consecuencias concretas en la mayor o menor legitimidad policial. La conclusión lógica a la que llegan es que si se quiere mejorar la legitimidad de la institución es preciso dirigir las acciones a generar una percepción positiva de la forma en que la policía procede. En los jóvenes de los barrios bonaerenses no hay ninguna percepción de justicia de procedimiento en la actuación policial: la policía los maltrata y ejerce violencia, los detiene de acuerdo a sesgos discriminatorios y sin respetar sus derechos. Profiling y percepción de injusticia en los procedimientos se retroalimentan: cuanto mayor es la percepción de que no se ha actuado con justicia de procedimiento, más se atribuye la arbitrariedad de la acción policial a actitudes discriminatorias.
Sobrecontrolados pero subprotegidos: al fin de cuentas, mientras que se sienten acechados constantemente por parte de la policía, advierten por el contrario que no son merecedores de su protección. Consideran que la policía no interviene, o lo hace demasiado tarde y de forma ineficiente, cuando se trata de protegerlos a ellos y a su comunidad: “En La Cava no anda nadie, el otro día mataron a uno y la policía ni apareció”, nos decía un joven, mientras que agregaba que en la Capital “en cada esquina hay un policía”. En este sentido, tampoco perciben lo que la literatura llama “justicia distributiva” en el accionar policial, término que apunta a la percepción acerca de la forma en que se distribuyen los recursos de policiamiento entre la población. Los jóvenes evalúan como injusto lo que perciben como un marcado desequilibrio entre la poca presencia policial en sus lugares de residencia para protegerlos y el exceso de vigilancia en zonas de mayor nivel adquisitivo en donde ellos son objeto de control.
Así las cosas, cuando describen el tipo de relación que se establece con la policía, aparecen menciones a formas de violencia extrema (casos de “gatillo fácil” o de importante maltrato físico) pero no es la única forma de violencia que experimentan. Sus relatos se orientan más bien a esas múltiples formas de microviolencia basadas fundamentalmente en la humillación, la discriminación y el hostigamiento. Algunos estudios, en otros contextos nacionales, han interpretado estas interacciones conflictivas como parte de una “disputa por el territorio”; concretamente, como una forma de control y disciplinamiento de los jóvenes en el marco de una disputa por ciertos espacios territoriales. Según esta perspectiva, el uso intensivo que los jóvenes de sectores populares hacen del espacio público, espacio que también es percibido como propio por los policías de calle, deriva en una convivencia tensa entre ambos que se vuelca con facilidad hacia la confrontación. Nos parece que en el caso de los barrios bonaerenses es posible pensar en esta hipótesis cuando se observa el tipo de maltrato relatado por los jóvenes que poco tiene que ver con prácticas de detención efectiva de posibles sospechosos sino que parecen más bien muestras de hostilidad hacia conductas típicas de la sociabilidad juvenil. Ahora bien, lejos de generar respeto u obediencia, e incluso lejos de amedrentarlos o atemorizarlos, este tipo de prácticas policiales pareciera estar generando reacciones cada vez más desafiantes y confrontativas en los jóvenes que van complejizando más la ya de por sí tensa relación.
Como consecuencia, las interacciones entre jóvenes de sectores populares y policía sólo pueden tener ribetes negativos. Se suma a ello que son prácticamente nulos los “contactos informales” entre estos dos actores, contactos que, según algunos estudios han intentado demostrar, contribuyen a mejorar la relación e imagen de la policía. En el caso de los barrios del conurbano bonaerense, incluso si con frecuencia los policías residen también allí de modo que son vecinos o mandan a los hijos al mismo colegio, los contactos de este tipo son prácticamente nulos porque unos y otros los evitan. Desde la perspectiva de los jóvenes, no resulta sorprendente que al visualizar una policía amenazante se busque reducir al mínimo los contactos puesto que han aprendido que cualquier situación puede derivar en maltrato. De este modo, se aleja la posibilidad de forjar vínculos informales positivos que contribuyan a revertir el carácter tradicionalmente conflictivo de las interacciones entre estos dos actores.
Al incorporar al análisis la mirada de los agentes policiales bonaerenses entrevistados y comparar sus testimonios con los de los jóvenes, se observa una profunda incomprensión mutua o, más bien, una perspectiva totalmente opuesta sobre puntos clave de la relación. Mientras los jóvenes dan cuenta del maltrato, la injusticia en la relación y los abusos de autoridad, los policías sienten que los maltratados (por la sociedad y los medios de comunicación) son ellos. En efecto, consideran que ellos son estigmatizados por los medios, que sus muertos no cuentan y que hay una tendencia a criticar la violencia sólo cuando son ellos quienes la ejercen. Por otra parte, adhiere claramente a la extendida imagen estereotipada de un delito juvenil más violento que en el pasado y “sin códigos”, y parece comportarse como si gran parte de los jóvenes de sectores populares fueran sospechosos de poder ser incluidos en esa categoría. En este sentido, a pesar de los cambios que se han implementado en los últimos años en la formación policial tendientes a disminuir la violencia policial, su trabajo sigue siendo considerado una “guerra contra el delito”. Esta interpretación de su tarea en clave bélica tiene serias implicancias en su accionar puesto que permite pensar como legítima cualquier tipo de violencia que se haga recaer sobre el “enemigo” mientras que, en contrapartida, se ven como ilegítimos los intentos institucionales para ponerle freno. Consideran entonces que los cambios institucionales puestos en marcha coartan su “libertad” de acción y los “atan de pies y manos”. Todas estas cuestiones convergen en sus relatos dando lugar a la idea de que en los últimos tiempos su imagen pública se ha devaluado al tiempo que han visto disminuido su poder de acción (entiéndase, de hacer un uso indiscriminado de la fuerza), justo en el momento en el que supuestamente más violento e irracional se ha vuelto el delito.
Reflexiones finales
El incremento de la acción policial de control, promovida por la creciente demanda de seguridad, se vuelca hacia el conjunto de jóvenes de sectores populares. Concretamente, la prevención es entendida como una intensificación del “parar y controlar”, al tiempo que legitima una práctica que se sustenta en sospechas muchas veces basadas en sesgos discriminatorios. Esto tiene ya de por sí un efecto obviamente negativo en quienes sufren tales controles. Si se le suma que se realizan con distintas formas de maltrato verbal o físico y que, por otro lado, son objeto de control pero no de protección cuando sufren hechos de inseguridad, estamos frente a generaciones que están siendo socializadas con una pésima interacción y relación con la policía. A su vez, ese tipo de interacción potencia en los jóvenes la reacción desafiante dando lugar a una mayor cultura confrontadora entre policías y jóvenes, que agrava y refuerza la desconfianza e incomprensión mutuas.
No se trata, como vimos, de un hecho totalmente nuevo ni una particularidad local, aunque sí es novedosa la intensificación de los controles que se apoyan y legitiman en la creciente preocupación por la seguridad. A su vez, esa sospecha constante que recae sobre los jóvenes se vuelve más insoportable para ellos por el hecho de que en los últimos años se advierte una mayor internalización de distintos tipos de derechos (derechos humanos, de la niñez y adolescencia, a la no discriminación, entre otros). En el momento de escribir estas páginas se está llevando a cabo una iniciativa de movimientos sociales y agrupaciones políticas populares de concientización sobre este tema; sin embargo, el problema no parece todavía tener el lugar que su importancia amerita en la agenda de gobierno y de las instituciones policiales.
Autorxs
Gabriel Kessler:
Doctor en Sociología EHESS Paris. Investigador del CONICET-Profesor Universidad Nacional de La Plata.
Sabina Dimarco:
Doctora en Ciencias Sociales, UBA. Investigadora del CONICET-Universidad Nacional de La Plata.