Expansión y transformación del sistema universitario en la Argentina desde la recuperación de la democracia hasta el año 2015

Expansión y transformación del sistema universitario en la Argentina desde la recuperación de la democracia hasta el año 2015

Desde 1983 se duplicó la cantidad de universidades públicas y se cuadruplicó la población estudiantil. Este crecimiento se produjo por oleadas que respondieron a distintos discursos político pedagógicos. Si en los años ’90 predominó el interés por la novedad, en los 2000 primó la búsqueda por incorporar nuevos públicos, atendiendo a la educación superior como derecho.

| Por Silvia María Paredes |

El artículo recupera planteos trabajados en la tesis doctoral titulada “Las transformaciones académicas del sistema universitario en 30 años de democracia Aportes a la discusión sobre la democratización de la educación universitaria”.

La cuestión universitaria, la posición del Estado en relación con las universidades y las políticas destinadas al sector han sido y son motivo de encendidos debates. Como aporte a esas discusiones –que resurgen con particularidades en el contexto político actual–, repasaremos algunas características del proceso de expansión del sistema universitario público en nuestro país desde los años ’80 hasta el final del gobierno de Cristina Fernández.

El sistema universitario público argentino ha cambiado desde el proceso de recuperación de la democracia hasta nuestros días de manera fenomenal: hoy nos encontramos con un sistema que duplicó la cantidad de universidades públicas –de 25 que había en 1982, hoy hay 53 instituciones–; en cuanto a los estudiantes, la matrícula en 1983 era de 317.388 y en el año 2012 el total asciende a 1.442.286 estudiantes, la población estudiantil universitaria aumentó casi más de 4 veces.

Este proceso de expansión se produjo en contextos sociopolíticos diferentes y produjo también transformaciones significativas que son descriptas y valoradas de muy diversas maneras según la posición política pedagógica desde donde se lo considere; se formulan interrogantes al estilo de: ¿estamos frente a una expansión del sistema universitario que, por efecto de ese movimiento, va deteriorando el modelo institucional universitario clásico y, por ello, contradice los sentidos democratizadores a los que dice servir?, o ¿el sistema universitario está redefiniendo sus propósitos, su sentido, su intencionalidad a partir del imperativo del derecho a la educación superior y diseña modelos institucionales a favor de una genuina democratización de los estudios universitarios? La relación entre expansión y democratización queda planteada. Expondremos ahora algunas características de ese proceso de expansión.

Las características del crecimiento del sistema universitario público: exponencial, vertiginoso y por oleadas

El sistema universitario público creció en estos últimos 30 años de manera exponencial, se duplica la cantidad de instituciones universitarias, crece casi cuatro veces la matrícula estudiantil y logra una expansión territorial importante. Además, este crecimiento es vertiginoso, ya que si consideramos que en las primeras décadas del 1900 existían en nuestro territorio 5 universidades, se crean de manera muy lenta nuevas universidades hasta los años ’70, cuando se produce una primera oleada de creación de universidades nacionales. Esta política de creación de nuevas instituciones se interrumpe con la dictadura militar que se inicia en 1976 y recién en 1980 se funda –sobre la base de instituciones preexistentes– la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.

Iniciamos la década de los ’90 con 28 universidades nacionales y hoy tenemos 53 universidades. En el término de estos 17 años se crearon 25 universidades nacionales, casi el mismo número de universidades que, hasta el inicio de los ’90, integraban el sistema universitario nacional.

Por otra parte, el sistema universitario crece por oleadas –al decir de Pedro Krotsch–; ya señalamos que en los ’70 se registra la primera oleada de creación de nuevas universidades. Entre los ’80 y la actualidad se registran dos nuevas oleadas: la que se produce en los años ’90 y la que se produce en los 2000. Estas dos oleadas se dan en momentos políticos diferentes; posiciones distintas apelan a la misma estrategia de expansión del sistema: la creación de nuevas universidades. Esto nos permite interrogarnos acerca de las maneras en que –en cada escenario sociopolítico– se desplegó esta estrategia, cuáles fueron las notas distintivas del discurso político pedagógico en las que se sostuvo y qué instituciones efectivamente se crearon.

Las transformaciones más significativas: cambios discursivos, modelos organizacionales y nuevas carreras

El sistema universitario en los años ’80 era bastante pequeño, con poca expansión territorial, constituido por universidades tradicionales, organizadas por facultades, con una –relativamente– escasa variedad de carreras agrupadas en las disciplinas más clásicas. Un sistema universitario que, en este tiempo de recuperación de la democracia, puso todo el esfuerzo, institucional y de política pública, en generar la “reconstrucción” de la institución, trabajando para crear las condiciones para la normalización institucional, la recuperación de las libertades perdidas y el abrir las puertas al ingreso de estudiantes, que fue irrestricto y masivo. En un contexto de restricciones presupuestarias y conflictividad política, el sistema priorizó recuperarse de los daños de la dictadura sin producir transformaciones ni novedades tan significativas, más bien reactualizando consignas democratizadoras que encontraban su origen en el discurso reformista originado en la revuelta de 1918 y promoviendo algunas acciones a favor de recuperar el desarrollo de, por ejemplo, la investigación, que había sido un signo distintivo de la “época de oro” de la universidad argentina y se hallaba desarticulada por una compleja historia institucional que se había iniciado en 1966 y se había profundizado con la acciones represivas del último gobierno de facto. Las ideas de cogobierno, autonomía institucional, libertad de cátedra, concursos, etc., son los sentidos más recurrentes del discurso político pedagógico de los años ’80.

En términos de la matrícula estudiantil, el crecimiento fue exponencial; en un tiempo muy breve entraron masivamente a la universidad jóvenes y no tan jóvenes que no habían podido ingresar por los expulsores mecanismos de ingreso vigentes hasta el año 1984.

Los ’90 significaron un momento de transformaciones: en un contexto de política pública que propuso y efectivizó un retiro del Estado de sus funciones sociales centrales, se produjo –en el campo de las políticas para la educación superior– un movimiento diferente. El Estado intervino activamente con políticas concretas, que se cristalizaron en la creación de la Secretaría de Políticas Universitarias y en la sanción de la Ley de Educación Superior que reactualizaba –en clave neoliberal– las discusiones sobre autonomía y planificación.

Las novedades que encontramos en el plano de lo institucional se cruzaban con la voluntad de regulación propia de este tiempo, protagonizada por los organismos creados por Ley de Educación Superior y por una fuerte consigna de evaluación y acreditación que conmovían los principios de autonomía, gratuidad, responsabilidad social entre otras.

Durante este tiempo, el sistema creció y se transformó. Creció a través de la creación de nuevas universidades, que constituyeron una nueva “oleada”. También a través de procesos de expansión de estas nuevas universidades, apelando a figuras –no tan usadas hasta ese momento– como las extensiones áulicas, las sedes y la virtualidad.

Estas nuevas instituciones trajeron otras novedades: organizaciones institucionales que incorporaron otras formas como los Departamentos o los Institutos, reemplazando a la estructura por Facultades y por Cátedras. Nuevos agrupamientos de carreras, nuevas denominaciones a las estructuras institucionales, nuevos títulos.

El eje discursivo predominante era la innovación; la consigna era la creación de universidades innovadoras que se diferenciaban de las tradicionales universidades del sistema. Universidades que promovieran formaciones vinculadas con esa transformación del país, en términos de profesiones dinámicas, actuales, novedosas y flexibles.

Crecieron significativamente las carreras de las ciencias sociales, sobre todo de lo que podemos llamar las Ciencias Sociales Aplicadas. Crecían porque se ofrecían más títulos y también porque había más matrícula. Se mixturaron tradiciones académicas y novedades, en un contexto de globalización que modificaba los criterios de producción y circulación de los conocimientos.

Este proceso de crecimiento se detuvo por los convulsionados finales de la década, que marcó un fin en el 2001. Posteriormente, se inició un nuevo proceso político que se consolidó en los años venideros, produciendo novedades significativas en el sistema de educación superior y en la vida de las universidades.

Durante los años 2000 se produjo otra oleada de creación de nuevas universidades. Se asistió a lo que se conocía como “buenas relaciones” entre el Estado y las universidades, motivadas, fundamentalmente, por la mejora presupuestaria y las acciones políticas a favor del desarrollo de sectores desatendidos en los períodos anteriores. Nos referimos sobre todo el desarrollo de la ciencia, a través de financiamiento, estímulos y fortalecimiento institucional.

Algunas persistencias llaman la atención: por caso, la Ley de Educación Superior, de la que se ha anunciado –reiteradamente– su pronta reformulación y que no se concretó; algunos programas como el Programa de Incentivos a los docentes investigadores que, con ciertos cambios, siguió vigente. Es posible, entonces, advertir algunas continuidades y, a la vez, rupturas importantes con el período anterior. Había continuidad en cuanto a la centralidad del Estado en la definición de las políticas públicas para el sector, pero existían diferencias significativas en cuanto al sentido político de esa intervención estatal.

Observamos en las nuevas instituciones formas organizacionales más tradicionales, títulos clásicos conviviendo con nuevos, importancia del grado y del pregrado y escasa presencia del posgrado. Escasa preocupación por la expansión territorial a través de sedes (excepto una política puntual que fue la creación de los Centros Regionales de Educación Superior). Más bien la expansión territorial se daba a través de la creación de nuevas universidades, muchas de las cuales empezaron a ser próximas –vecinas, como señaló en su momento Carlos Pérez Rasetti– y cuya vinculación con el territorio era diferente.

Nuevas categorías aparecieron en este discurso político pedagógico; inclusión, atención a nuevos públicos, vinculación con el territorio, derecho a la educación superior.

¿Se abandonaron las novedades de los años ’90? ¿Lo que llamamos clásico en las organizaciones institucionales y en las propuestas académicas se impuso en este tiempo por sobre lo novedoso y flexible de los ’90? Creemos que sí; la diferencia radica en las preocupaciones de la política universitaria en cada momento. Aun a riesgo de ser reduccionistas, podríamos decir que, si el valor está puesto en la novedad, no importa tanto cuántos la compartan, sino que importa sostenerla en tanto tal. Cuando el valor está puesto en la incorporación de nuevos públicos, interesa que se entienda, interesan los términos de la convocatoria, interesa intervenir a favor de esa inclusión a riesgo de perder la novedad. En los 2000 se retomaron formas organizacionales, carreras y títulos más clásicos, justamente porque se priorizó la convocatoria a nuevos públicos y prevaleció la preocupación por atender el valor social de la certificación universitaria, y eso dio por resultado universidades más parecidas a lo más conocido como universidad.

Esta observación abre –entre otras posibles– la discusión sobre el papel político de la universidad y sobre el valor social de las instituciones universitarias y de las titulaciones, como también sobre los complejos mecanismos que el mundo social (y, entre otras cosas, laboral) pone a jugar para con las certificaciones educativas. Lo que está en juego no son solo los conocimientos, sino el significado social que estos tienen tanto en la dinámica al interior de las universidades como en su circulación a través de su institucionalización en un diploma.

Para mantener abierta la discusión sobre el papel político de la universidad y su responsabilidad en hacer efectivo el derecho a la educación superior

Los procesos de creación de nuevas universidades produjeron cierto desorden en los patrones clásicos de organización del sistema y de las instituciones; pero ¿con qué sentido político se propone ese “desorden” del orden normalizado de lo que la universidad es? ¿Un desorden que produce novedad a los ojos de los actores institucionales o un desorden que promueve mayor igualdad en el acceso a las universidades?

En estos 30 años de contexto democrático se sostuvo –con diferentes sentidos– una preocupación por la expansión de la educación en general y de la educación universitaria pública en particular. Esta expansión nos permite afirmar sin ninguna duda que el sistema ha cambiado, ha crecido, se ha diversificado, se ha multiplicado, se ha expandido geográficamente y se ha democratizado… y aquí se abre otro debate: ¿se ha democratizado? La respuesta a esta pregunta despliega argumentos de los más variados tonos, que podemos sintetizar así:

Primer argumento: más universidades significa más oferta, pero como lo que se da es una reiteración de los modelos organizacionales que no estuvieron (ni están) pensados para la incorporación de nuevos públicos y no hay manera de reproducir, en estos contextos sociales, institucionales y áulicos, las experiencias formativas tradicionales, lo que se va operando es un proceso de empobrecimiento, deterioro de la experiencia formativa en la universidad. Dicho en breve, hay inclusión pero a costa de la calidad.

Segundo argumento: más universidades significa más oferta, esto produce más incorporación de sectores sociales que tradicionalmente no se incorporaban pero, dadas las dificultades de estos nuevos públicos de responder satisfactoriamente a los requerimientos de la vida universitaria, se produce rápidamente deserción. Dicho en breve, el efecto democratizador que se logra por la expansión y la inclusión se pierde, inmediatamente, por la deserción.

Tercer argumento: lo que importa es la incorporación de nuevos públicos, eso es ya en sí mismo democratización de la educación universitaria. La universidad por fin abrió sus puertas a la sociedad (esa sociedad que es su dueña porque tributa para que exista) y se apropia de sus claustros. Dicho en breve, interesa la inclusión ya que en sí misma produce una experiencia formativa relevante.

Cuarto argumento: esas instituciones que se crean y se multiplican no son universidades sino versiones empobrecidas, politizadas y partidizadas que no cuidan en lo más mínimo su propuesta académica institucional ni su funcionamiento e hipotecan cotidianamente el sentido de “la academia”. Dicho en breve, es el fin de “LA Universidad”.

Este contrapunto de argumentos (que no son los únicos) circula hoy para describir estos procesos. Nos interesa dejar abierto este debate armando otros argumentos que interpelen el sentido de la universidad y que desafíen a encontrar modos de recibir a los nuevos públicos con propuestas renovadas, que no pongan en riesgo la calidad de la propuesta formativa ni el valor social del certificado, pero que sí discutan las definiciones de universidad como el lugar de los elegidos.

Proponer que la educación superior es un derecho requiere intervenciones políticas macro, políticas institucionales y experiencias áulicas que hagan de este derecho un hecho para la vida de cada uno de los chicos y las chicas que ingresan a nuestras instituciones de educación superior. Esto requiere que podamos mirar críticamente cierto habitus profesional docente que rápidamente responsabiliza a los estudiantes de no estar a la altura de las exigencias de la universidad, como si –en palabras de Eduardo Rinesi– no fuera responsabilidad de la universidad estar a la altura de las necesidades formativas de los estudiantes.

Pero es cierto, también, que es necesario mirar críticamente los proyectos académicos e institucionales de las universidades, no porque haya que preservar la academia sino para que no sean, efectivamente, versiones empobrecidas destinadas para los nuevos sectores sociales a los que no les corresponde o no son capaces o no podrán con la versión “verdadera” de la experiencia universitaria.

Existen muchos otros aspectos que se pueden sumar al debate: hay cuestiones referidas a la desinstitucionalización de la centralidad del saber a favor de una búsqueda de credenciales; la vulnerabilidad a la primacía de una lógica política por sobre la lógica institucional y académica, que pone en riesgo el sentido de la universidad como lugar de producción y distribución de saberes socialmente relevantes. Porque habrá una simulación de democratización si persisten las desigualdades encubiertas en ofertas formativas diferentes para diferentes sectores sociales y se diluye su papel fundamental en la producción de ciencia y técnica al servicio de la sociedad.

El desafío es pensar una universidad que incluya estas tensiones, sosteniendo el registro de lo político, definido como “cosa pública”, articulando estas dimensiones con el hacer del oficio, el métier de la universidad que es el trabajo en torno al conocimiento.

Cuando algunos afirman escandalizados que la universidad ha perdido su sentido, cuando se augura la muerte de esta institución axial de la sociedad, el sistema universitario crece y se transforma, hay más instituciones, más estudiantes, más carreras. La universidad parece ser –como dice la canción– un muerto que no para de nacer.

Autorxs


Silvia María Paredes:

Doctora en Estudios Sociales en América Latina, Orientación socio antropología de la educación (UNC). Profesora y licenciada en Ciencias de la Educación (UNC). Docente investigadora de la Universidad Nacional de Villa María y docente y directora del Instituto INESCER “Dr. A. D. Márquez” (Villa María, Córdoba).