El Ejército Argentino actual: una elite sin poder

El Ejército Argentino actual: una elite sin poder

Desde el retorno de la democracia y con el fracaso de la última insurrección en 1990, esta fuerza perdió la preeminencia política que la había caracterizado desde los años ’30. Minada por las sucesivas crisis económicas y los recortes presupuestarios, experimentó transformaciones internas que, sin embargo, no supusieron un proyecto integral de reforma.

| Por Máximo Badaró |

¿Decadencia o reconversión?

La historia del Ejército Argentino en las últimas dos décadas podría leerse como la historia de una elite de poder en progresiva decadencia. Se trata de un proceso marcado por el debilitamiento de las prerrogativas políticas, el prestigio social y los recursos materiales con los que esta institución militar contó a lo largo de casi todo el siglo XX. Y también por la drástica pérdida de su influencia en los diversos ámbitos de la vida pública e institucional argentina donde los uniformados tuvieron una fuerte presencia: el gobierno, la seguridad, la defensa, la economía, la educación, la religión y múltiples dependencias de la burocracia estatal.

Luego de haberse consolidado como un actor clave de la vida nacional desde los años 1930 hasta la caída desordenada de la última dictadura, los militares intentaron encontrar su lugar en el nuevo escenario democrático. Hasta finales de la década de 1980, las autoridades del Ejército Argentino mantuvieron una postura defensiva y corporativa que buscaba garantizar su inserción en el nuevo régimen democrático sin que se produjesen grandes alteraciones en su vida institucional interna. Pero la determinación del gobierno de Carlos Menem en el sofocamiento del último levantamiento militar carapintada, el 3 de diciembre de 1990, que dejó numerosos muertos y heridos entre militares y civiles, puso en jaque este comportamiento corporativo. La reacción de Menem neutralizó las resistencias militares al control civil y redefinió radicalmente el vínculo del Ejército con el gobierno nacional.

Después del último levantamiento carapintada, Menem sometió al Ejército Argentino a un riesgoso juego de seducción, concesiones y castigos que, combinado con constantes ajustes presupuestarios, socavó las históricas resistencias de las jerarquías militares a subordinarse al poder político. De hecho, muchas de las transformaciones más profundas que el Ejército Argentino realizó en su estructura interna a partir de los años noventa respondieron al impacto que las rebeliones carapintada provocaron en su vida institucional. El fracaso del último levantamiento militar también desplazó al Ejército Argentino de los grandes escenarios de la vida política e institucional del país. Y esta pérdida de protagonismo se agudizó con el correr de los años.

Es cierto que entre 1990 y 2010 la Argentina vivió situaciones que colocaron a la institución militar en el centro de las tapas de los diarios, despertando alertas en diferentes sectores políticos y sociales del país: testimonios de militares sobre violaciones a los derechos humanos en los años setenta, declaraciones altisonantes de algunos jefes militares sobre aquel período o sobre las políticas de defensa de los gobiernos democráticos, el asesinato del soldado Omar Carrasco en 1994, relaciones turbias entre militares, políticos y empresarios, casos de espionaje militar ilegal y hechos de corrupción. Pero estas situaciones nunca alcanzaron la trascendencia política y pública que la “problemática” o la “cuestión” militar había tenido en la década de 1980.

En las últimas décadas las ambivalencias del campo político argentino ante las temáticas de la defensa resintieron los procesos de institucionalización de la conducción civil de las Fuerzas Armadas. En términos generales las políticas de defensa de los gobiernos democráticos han sido espasmódicas, cortoplacistas y oportunistas o impulsaron transformaciones que quedaron a mitad de camino, atrapadas en las contracciones ideológicas, el desinterés y las urgencias coyunturales de la vida política argentina. Estas indefiniciones políticas posibilitaron que, al menos hasta mediados de la década del 2000, las autoridades militares contaran con amplios márgenes de autonomía de los gobiernos civiles para implementar modificaciones en la vida interna de la institución militar. Entre estas modificaciones se destacan la incorporación de programas de formación universitaria en la educación militar; la apertura de todos los estamentos militares al ingreso de mujeres; la drástica reducción del recurso a los movimientos corporales como sanción disciplinaria; la flexibilización de los criterios de autoridad y disciplina entre las jerarquías; la reducción de los controles institucionales formales e informales de las relaciones entre la vida castrense y familiar de los uniformados.

Iniciadas a fines de la década de 1990, estas importantes transformaciones internas podrían interpretarse no solo como indicadores de la decadencia del poder político del Ejército Argentino, sino más bien como signos de su reconversión institucional. El Ejército buscaba activamente adaptarse a los nuevos escenarios políticos, sociales e institucionales para resguardar o acumular alguna cuota de influencia en las esferas de poder de la Argentina. Pero estas modificaciones internas no suponían un proyecto integral de reforma militar. Lo que prevaleció en las jerarquías militares fue una voluntad de cambio que no estuvo acompañada de proyectos sólidos y compartidos por todos los uniformados, y que dieron lugar a una combinación de reformas profundas y cambios cosméticos realizados a un ritmo desacompasado de marchas y contramarchas en el marco de recortes presupuestarios y crisis de reclutamiento, de una constante búsqueda de supervivencia institucional y de intentos de redefinición de su imagen pública.

Transformaciones por default

Los procesos de decadencia y de reconversión del poder del Ejército Argentino no respondieron únicamente a las políticas de los gobiernos democráticos o a las estrategias de cambio impulsadas por la institución militar, sino también, y sobre todo, a las diferentes coyunturas económicas y sociales de la Argentina. El Ejército no es una isla social ni un Estado dentro de un Estado, sino una institución que se nutre de los fuertes vasos comunicantes que la vinculan con la vida social y la estructura estatal del país. Por lo tanto, durante las últimas décadas los militares estuvieron expuestos a las crisis económicas, sociales e institucionales que afectaron al conjunto de la sociedad argentina. Para muchos militares, sobre todo para las generaciones más jóvenes, el aumento de su precariedad económica y profesional redundó en una mayor conciencia de su igualdad de estatus con la mayoría de los ciudadanos argentinos igualmente afectados por estas crisis.

Los avances en el reconocimiento de esta igualdad de estatus simbólico y moral entre Ejército y sociedad sembraron el terreno para una ciudadanización de los militares. Y si bien las transformaciones en el sistema educativo y disciplinario del Ejército, la incorporación de mujeres en sus filas y la mayor compatibilización de las exigencias profesionales con la vida familiar contribuyeron a este proceso, los mayores disparadores de la ciudadanización del personal militar fueron las crisis económicas e institucionales del país en las últimas décadas.

Si el Ejército Argentino ha cambiado esto se debió más a las transformaciones de la sociedad argentina que a sus políticas de reformas internas o a políticas gubernamentales.

La mayor o menor aceptación, tolerancia o rechazo que los militares manifiestan hacia el autoritarismo, la violencia y las visiones antidemocráticas están estrechamente asociadas al lugar que estas dimensiones ocupan en diferentes sectores de la sociedad argentina. Es difícil que una institución militar consustanciada con valores democráticos prospere en una sociedad en la que estos valores carecen de consenso y legitimidad. Del mismo modo, en la actualidad son sumamente escasas las posibilidades de supervivencia de una institución militar que se proponga atentar contra un sistema político que goce de consenso y legitimidad popular o que funcione de acuerdo con normas y valores radicalmente diferentes a los patrones culturales dominantes de la sociedad de la que los militares forman parte.

¿Una elite sin poder?

Para quienes reivindican la actuación del Ejército Argentino en diferentes momentos de la historia argentina, esta institución encarna valores morales asociados con la patria, la religión, el honor, el orden y la disciplina: el Ejército como una “reserva moral de la nación”, una imagen ampliamente difundida en la sociedad argentina, que surgió a comienzos del siglo XX, se consolidó en la década de 1960 y perduró sin grandes modificaciones hasta mediados de la década de 1980, cuando la restauración de un gobierno democrático reveló los crímenes cometidos por las fuerzas armadas argentinas durante la última dictadura militar y puso en crisis la asociación del Ejército con las ideas de moralidad y honor.

La concepción del mundo militar que asigna al Ejército una misión civilizadora y una superioridad moral respecto del resto de los ciudadanos también continúa teniendo cierta pregnancia en algunos sectores sociales y políticos de la Argentina, tal como lo atestiguan los pedidos para restablecer el servicio militar obligatorio como medida para paliar las altas tasas de desocupación, la crisis educativa, las adicciones o las conductas delictivas entre los jóvenes, que suelen aparecer de tanto en tanto en el espacio público, sobre todo en tiempos de crisis económica.

El reconocimiento del Ejército Argentino como una institución de prestigio y exclusividad social también aparece en muchos grupos de los sectores bajos de las clases medias y los sectores populares, para quienes la incorporación a las filas militares muchas veces representa una vía de acceso rápido a una actividad laboral estable y la posibilidad de adquirir prestigio y reconocimiento social en su entorno social. Asimismo, para los sectores sociales que viven en lugares alejados de los centros urbanos, la imagen del Ejército también está asociada con la asistencia estatal, como la provisión de agua potable, medicamentos, mercaderías y materiales o con el socorro en situaciones de catástrofes naturales como inundaciones, sequías y terremotos.

Las representaciones que destacan la excepcionalidad moral, el prestigio y la exclusividad social del Ejército Argentino conviven con otras muy persistentes que lo asocian con la dictadura, el autoritarismo y el terrorismo de Estado, y que muchas veces también lo presentan como una organización aislada, cerrada, homogénea y elitista. A lo largo de su historia reciente el Ejército Argentino ha contribuido a la elaboración de esta última imagen y muchos sectores políticos y sociales lo han acompañado en esta tarea. Desde el restablecimiento de la democracia en 1983 hasta la actualidad, las autoridades militares argentinas no se han cansado de repetir que el Ejército es “uno e indivisible”, mientras los medios de comunicación, los análisis académicos y diferentes sectores de la sociedad argentina no han dudado en interpretar cualquier comportamiento de los militares como un reflejo de una supuesta mentalidad elitista y corporativa.

En el Ejército Argentino, el espíritu de elite y de distinción moral continúa estando presente, sobre todo en el cuerpo de oficiales. Y esta persistencia está ligada tanto a la historia y a las arraigadas tradiciones de esta institución, como al hecho de que la actividad militar posee particularidades que la distinguen de otras profesiones y actividades laborales, como es la posibilidad de perder la vida en su ejercicio y una formación profesional basada en las figuras del sacrificio personal en favor de entidades como la patria o la nación.

De todos modos, es importante señalar que en las últimas dos décadas la persistencia de esta concepción de la profesión militar se ha visto constantemente amenazada por las necesidades mundanas que impusieron en la vida cotidiana de las unidades militares las crisis salariales, la precariedad del equipamiento, las crisis de reclutamiento y las bajas de personal, entre otras dimensiones. Y a esto se agrega el hecho de que el Ejército Argentino es una institución cada vez más heterogénea y diversa tanto en términos de los orígenes de clase y género, de las trayectorias profesionales, las experiencias individuales y los arreglos familiares de sus integrantes como también de sus vínculos institucionales con diferentes sectores sociales. En la vida interna del Ejército resuenan las transformaciones, tensiones y dilemas sociales y culturales de la Argentina actual.

De allí que, si el Ejército Argentino actual tuviera que observarse bajo el prisma de su condición de institución de elite, la caracterización más apropiada sería la de una elite heterogénea y sin poder político. Se trata de una institución que se encuentra constantemente acechada por su impotencia. Esto responde al debilitamiento de su capacidad bélica, sus recursos económicos y materiales y su capacidad de influencia política y social, como también a los cambios en las estrategias de reproducción de poder de las elites sociales, políticas y económicas argentinas con las que el Ejército había establecido alianzas a lo largo de su historia.

En este contexto, las políticas gubernamentales y castrenses de formación de nuevas generaciones de militares han tenido que hacer frente a las frecuentes crisis de identidad profesional de los uniformados. Entre 2006 y 2010 el Ministerio de Defensa de la Argentina estuvo a cargo de la Dra. Nilda Garré. La mayoría de los análisis coinciden en señalar que su gestión produjo avances significativos en la institucionalización de la conducción civil de la defensa, contribuyendo a revertir la tendencia que habían mostrado las gestiones anteriores a delegar en los militares las funciones civiles del gobierno político de la defensa. Estos avances se manifestaron tanto en el plano normativo y político como en la injerencia de las autoridades civiles en el planeamiento, ejecución y control de diferentes aspectos de la vida interna de las instituciones militares, como la educación y las doctrinas, sobre las cuales las Fuerzas Armadas poseían un amplio margen de autonomía.

La temática de los derechos humanos y la figura del “ciudadano militar” fueron las principales herramientas conceptuales con las que la ministra Garré intentó modificar las normas, pautas culturales y tradiciones institucionales del ámbito militar. Mientras su gestión produjo importantes transformaciones en el plano político y doctrinario de la defensa, los avances en el plano material fueron más limitados: los salarios, el equipamiento y la capacidad operativa de las Fuerzas Armadas mantuvieron niveles sumamente críticos, con algunas excepciones en la revitalización de áreas de la industria aeronáutica y naval del sector militar.

El interrogante que todavía permanece abierto es el de saber si estas políticas han logrado reencantar la identidad militar. En el plano de sus vidas individuales y familiares, los hombres y las mujeres que integran el Ejército Argentino son ciudadanos plenos de la vida democrática de la Argentina. El desafío actual de las autoridades políticas y militares consiste en fortalecer los mecanismos institucionales que garanticen la ampliación de esta condición al plano profesional de la actividad militar.

Autorxs


Máximo Badaró:

Doctor en antropología social (EHESS, París), investigador de CONICET, profesor adjunto y director de la Licenciatura en Antropología Social y Cultural del IDAES-UNSAM. Se especializa en el estudio de las elites, las instituciones y el poder. Ha realizado trabajo de campo en el Ejército Argentino, la Organización Mundial del Comercio en Suiza y con intermediarios comerciales y agencias de marketing en China. Ha publicado artículos en revistas académicas argentinas y extranjeras y tres libros: Militares o ciudadanos. La formación de los oficiales del Ejército Argentino (Prometeo, 2009); Historias del ejército argentino. 1990-2010. Democracia, política y sociedad (Edhasa, 2013); Los encantos del poder. Desafíos de la antropología política (en coautoría con Marc Abélès, Siglo XXI, 2015).