Sobre el oficio del poder

Sobre el oficio del poder

Experiencia, redes de contactos, relación con grupos de interés, llegada al líder, conocimientos técnicos y popularidad son algunos de los recursos que definen la tarea de un político. Los criterios de valoración de su accionar varían según los destinatarios –la opinión pública, sus propios colegas– y el objetivo a conseguir.

| Por Mariana Gené |

En la democracia se alienta la participación de las mayorías y a priori todos estaríamos igualmente capacitados para emprender la tarea de representar a nuestros pares en pos de la defensa de sus intereses o la búsqueda del interés general. No obstante, todos los estudios indican una clara tendencia a la profesionalización de la política, es decir, a la entrada selectiva y la permanencia minoritaria de ciertos grupos en el poder.

El de político es un oficio polifacético y diverso, en el que se desarrollan recursos y saberes específicos, se despliegan estrategias y se enfrentan criterios de evaluación dispares. Aprender ese oficio lleva tiempo y, por supuesto, hay distintas maneras de ejercerlo. Pero si a menudo se critica la falta de preparación técnica de las elites dirigentes o se enfocan centralmente las cuestiones relacionadas con su honestidad y transparencia, es fundamental considerar otros elementos que definen su pericia para los desafíos que enfrentan.

Ciertamente se es político de muchas maneras: tanto por medio de elecciones (como en el caso de los concejales, senadores, diputados, gobernadores, intendentes o presidentes) como por designación directa (como los ministros, secretarios y subsecretarios, asesores, directores de distintas agencias y demás dirigentes menos visibles que pueblan oficinas o recorren el territorio con contratos de diverso tipo), en distintos niveles de gobierno (nacional, provincial, local), de forma continua o intermitente, con mucha o poca exposición pública. Además, existen roles sensiblemente distintos: el de oficialismo u oposición, por un lado, y el Ejecutivo o Legislativo, por el otro. Cada uno de ellos tiene desafíos específicos, distintos interlocutores y pruebas de eficacia.

Si nos centramos en el papel de quienes forman parte del gobierno, es decir del oficialismo tanto en el Poder Ejecutivo como en el Legislativo, nos acercamos al desafío específico que supone gobernar. Se trata de administrar demandas contrapuestas, ordenar prioridades, proponer soluciones a problemas inmediatos y horizontes para el largo plazo, tomar decisiones y arbitrar los medios para sostenerlas en el tiempo, es decir, hacerlas viables y en lo posible duraderas. ¿Qué arquitectura sostiene ese ejercicio del poder? ¿Qué destrezas desarrollan sus miembros? A continuación nos referimos a los recursos, estrategias y principios de valoración que definen el campo político.

Recursos y destrezas

En la Argentina no hay una escuela de políticos, a diferencia de lo que ocurre en otros países donde hay formaciones explícitas (como la Escuela Nacional de Administración en Francia) o bien tácitas (como las universidades de la Ivy League en Estados Unidos) para acceder a las altas esferas del poder político. No existen espacios que formen a los altos funcionarios o escuelas de dirigentes con cierto nivel de estabilidad en el tiempo o relevancia en la práctica. Si bien hay canteras que históricamente fueron privilegiadas para reclutarlos –la profesión de abogado, el mundo católico, la participación en agrupaciones universitarias–, el oficio de político se aprende sobre la marcha, con la experiencia, y a menudo de la mano de mentores o referentes de peso. Para muchos dirigentes, eso supone una entrada temprana en el mundo de la militancia y los partidos, un pasaje por distintas instancias en las que se incorporan sus rudimentos básicos.

Alinearse dentro de una fracción, disputar elecciones internas, discutir ideas políticas y estrategias concretas, organizar actos, movilizar personas, hablar en público, afinar la intuición para doblar la apuesta o callarse en determinados momentos… todos ellos son aprendizajes que la carrera política trae consigo y que sigue perfilando a lo largo del tiempo. Las primeras derrotas y las victorias dejan marcas en los dirigentes, que aprenden más temprano o más tarde que sus posiciones son efímeras, que no pueden dar por sentado el poder que alcanzan y que deben trabajar constantemente para apuntalarlo.

Los mentores políticos son fundamentales en los inicios, en tanto proveen claves de lectura del campo político, transmiten algunos de los saberes que ellos incorporaron a lo largo del tiempo, y abren las puertas a espacios de gestión y entretelones de decisiones importantes. En algunas áreas de gobierno y en algunas épocas más que en otras, estas carreras políticas extensas constituyen un recurso imprescindible. Lo son más en el Ministerio del Interior que en el de Salud, por ejemplo, y más en los partidos establecidos que en los partidos nuevos. Pero incluso las etiquetas más recientes como el PRO se nutrieron de cuadros provenientes de los partidos tradicionales (la UCR, el PJ, los partidos de derecha como la UCeDé y su agrupación universitaria), y muchos de sus miembros ya tienen a esta altura una trayectoria de cargos públicos y partidarios que los emparenta con el perfil y el saber-hacer de los políticos profesionales. En esos itinerarios se aprenden ciertos códigos y reglas no escritas del mundo político, modos de relacionarse, negociar y también de diferenciarse. En este sentido, un primer recurso fundamental es la experiencia política.

Otro recurso crucial y en gran medida derivado del anterior son las redes de contactos y la llegada a dirigentes de distintos partidos o de diferentes puntos del territorio nacional. Gobernar significa cerrar acuerdos con otros referentes políticos y sociales: negociar con gobernadores e intendentes, con senadores y diputados (especialmente cuando no se cuenta con mayoría en las cámaras), con empresarios, sindicalistas y movimientos sociales. Los lazos débiles con otros dirigentes tejidos a lo largo de una carrera política son entonces un recurso fundamental. La posibilidad de levantar el teléfono y llamarlos, de tener un vínculo aceitado, e incluso de deberse favores, son herramientas que los políticos avezados administran con destreza. Por otro lado, la relación con actores corporativos o grupos de interés constituye un capital significativo para ciertos parlamentarios, según las comisiones que ocupen, o para carteras de gobierno que tienen interlocutores específicos –pensemos en la relación del ministro de Trabajo con los sindicatos y los distintos actores del mundo laboral, en la del ministro de la Producción con los empresarios, el de Desarrollo Social con los movimientos sociales o hasta los ministros de Educación con la Iglesia Católica según las épocas–.

Pero las redes de contactos están jerarquizadas y no todos valen igual. En nuestro sistema político, la confianza del presidente es otro de los recursos particularmente valiosos para estar –y mantenerse– en el poder. Para muchos parlamentarios, según los momentos, es una puerta de entrada a las listas de candidatos, y para los jefes de bloque es un respaldo fundamental que garantiza el valor de sus decisiones frente a propios y extraños. Para los ministros, la llegada al presidente puede ser una condición de su estabilidad en el cargo, pero más aún de su autoridad y de sus márgenes de maniobra. En un país tan fuertemente presidencialista, esa proximidad (aunque tenga grados variables y muchas veces se construya a lo largo de la propia experiencia de gobierno) tendió a ser un pilar necesario del ejercicio de poder en el oficialismo. De hecho, lejos de lo que ocurre en los países semipresidencialistas o parlamentaristas, la “tropa propia” suele privilegiarse ante los momentos de crisis. En lugar de ampliarse las coaliciones y los apoyos, los círculos se cierran cuando los presidentes se ven amenazados. A veces se refuerzan ciertos grupos más leales al Ejecutivo, a veces pasan de las sombras o de lugares secundarios al centro de la escena los referentes de más íntima confianza. Este recurso –la confianza– debe combinarse con otros, ciertamente, como la habilidad política o la experiencia técnica, y a veces los primeros mandatarios tienen que sacrificar a sus colaboradores más cercanos ante situaciones puntuales; pero más allá de escándalos o contextos difícilmente sostenibles, la confianza presidencial suele ser un escudo contra las expulsiones y un garante del ejercicio de poder en el día a día.

La competencia técnica o expertise en temas específicos es otra herramienta fundamental en el gobierno. Para formular políticas, para administrar los recursos estatales y para idear dispositivos que enmarquen y solucionen problemas públicos, hacen falta expertos. El rol y el nivel de protagonismo de estos especialistas en su amplia gama de ámbitos de incumbencia –economía, salud, educación, pobreza, derechos humanos…– es variable según las coyunturas y la impronta de los gobiernos. En algunos momentos parecen ocupar el centro de la escena, como fue el caso del “superministro” de Economía durante parte de la década de los noventa. Si su importancia para el oficio de gobernar es evidente, también lo son sus límites, la insuficiencia de algunas de sus destrezas frente a coyunturas que reclaman interpretaciones (y soluciones) que son a la vez políticas y técnicas, en fin, que requieren una clara visión de conjunto.

Por último, una variable que deviene primordial en las democracias actuales es la popularidad y el nivel de conocimiento público de sus dirigentes. Para cierto tipo de políticos, la capacidad de conseguir votos es fundamental, en especial para quienes son cabeza de lista en elecciones parlamentarias o para los candidatos a ejecutivos en todas sus escalas (presidentes, gobernadores, intendentes). El conocimiento público, la lengua filosa y la aptitud para el debate en los medios son destrezas que distinguen a algunos diputados, senadores y ministros. Por su parte, la imagen carismática puede ungir a outsiders y figuras con celebridad en distintos ámbitos, que dan nuevos aires a los partidos de las más diversas tradiciones organizativas e ideológicas. Pero esos políticos ampliamente conocidos son, en sentido estricto, una minoría. Las listas de candidatos legislativos están llenas de mujeres y hombres ignotos para el público en general, y la mayoría de los secretarios y subsecretarios de Estado son igualmente desconocidos, como lo son algunos ministros, por más poder y recursos que manejen. En este sentido, la popularidad es un valor indudablemente preciado para hacer política, pero lo es solo en ciertos niveles.

Los líderes saben que deben rodearse de distinto tipo de políticos para gobernar con éxito. Ninguno de los recursos enumerados alcanza solo, ningún político o técnico por más diestro que sea puede tratar exitosamente con todos los interlocutores de un gobierno. El balance entre competencias diferentes es fundamental porque los gobiernos deben atender frentes enormemente variados. Por eso, existe una división del trabajo político en la cual se reparten las tareas y también los perfiles de quienes las desempeñan con mayor eficacia. Las actividades políticas son difusas, multiformes y heterogéneas. Los recursos y destrezas que se necesitan para enfrentarlas, también.

Escenarios, estrategias y principios de valoración

Los políticos alternan su accionar entre distintos escenarios y tratando con diversos interlocutores, a veces internos y a veces externos al campo político, y en cada uno de ellos deben saber elegir las estrategias y argumentos adecuados de forma contextual.

El éxito o el fracaso en el oficio del poder se dirimen en la práctica. En ese sentido, todas las credenciales que pueden ostentar los políticos se valoran en movimiento, puestas a funcionar ante coyunturas históricas y equilibrios de fuerza específicos. La aptitud para dominar coyunturas críticas es una marca registrada del oficio de político. Por esa razón la astucia para las estrategias tiene una centralidad singular en este espacio. Ante coyunturas que son por definición inciertas, los actores políticos deben tener siempre un “plan B”, una idea de cómo proceder si los resultados no salen como estaba planeado, cuando los acontecimientos escapan de su control y se imponen los efectos no deseados de sus acciones y omisiones. A veces las propias jugadas planificadas ni siquiera pueden realizarse, y hay que tener templanza para armar nuevamente un camino posible. A veces los aliados más probables se vuelven en contra, y deben salir a buscarse nuevos apoyos que den sustento a las decisiones de gobierno.

Para los oficialismos, un conjunto de desafíos remite a la relación con el gran público, a la presentación y la defensa de las acciones de gobierno. Se trata del reto cotidiano de tomar decisiones y justificarlas, de volverlas legítimas para la ciudadanía. “Instalar y comunicar la agenda”, se dice en estos días, aunque es mucho más que un trabajo de comunicadores y diseñadores, o de expertos en redes y nuevas tecnologías. Consiste en dar cuenta de la razonabilidad de las políticas elegidas según el contexto en que se aplican y los horizontes que se traza el gobierno. Por un lado, debe encontrarse el tono y el encuadre para presentarlas a distintos públicos, y por el otro, hay que poder defenderlas en el debate con otros actores, argumentar su pertinencia frente a los críticos sectoriales y los adversarios políticos. Para ello se movilizan a la vez datos técnicos, estadísticas y comparaciones con otros países o momentos históricos, y también criterios de oportunidad, lecturas del contexto y el estado de sus participantes. Los propios parlamentarios son a veces aguerridos defensores de las políticas públicas que buscan impulsarse, en especial cuando votan en bloque un proyecto importante para la presidencia y logran un alto grado de disciplina parlamentaria. También los ministros son, cada uno de ellos en su ámbito, encargados de transmitir y justificar las decisiones de políticas y sus transformaciones en el tiempo. Su mayor o menor protagonismo depende tanto de su impronta personal como de la dinámica que adquiere el gabinete en las distintas gestiones presidenciales (con mayor o menor protagonismo y visibilidad de los ministros, con la realización o no de reuniones de gabinete, etc.). Pero el trabajo de intérprete del propio gobierno es fundamental en todas las administraciones y es realizado por actores múltiples. A veces les toca defender causas que son centrales para el gobierno y concitan adhesiones fuertes de sus participantes: desde el Juicio a las Juntas en el alfonsinismo hasta la convertibilidad en el menemismo, pasando por el desendeudamiento durante el kirchnerismo o el fin de las restricciones a la compra de dólares durante el inicio del macrismo. En otras ocasiones tienen que salir a respaldar causas indefendibles, como la intervención de organismos públicos autárquicos o el aumento retroactivo de precios y tarifas.

Casi como su contracara, otro de los desafíos está relacionado con la negociación entre dirigentes políticos. En este caso ya no se trata tanto de comunicar y defender el curso del gobierno como de hacerlo viable cuando hacen falta apoyos internos al mundo político. Se trata, por ejemplo, del trabajo de “poroteo” en las Cámaras de Diputados y Senadores que realizan los jefes de bloque, contando los votos que tienen para un proyecto de ley, estimando qué tan probablemente alcancen al quórum, proyectando los acuerdos que resultarán menos costosos y a la vez más eficaces para el oficialismo. Mientras la negociación con el Senado suele estar mediada por la relación con los gobernadores –que tienen un poder de influencia mayor sobre los senadores debido al modo mismo en que son electos–, la negociación en Diputados suele articularse con algunos referentes clave que permiten amalgamar, aunque sea de forma temporaria, coaliciones legislativas.

Otra negociación fundamental para poder gobernar es la que se libra con los gobernadores y demás actores políticos subnacionales (los ministros y funcionarios provinciales, los intendentes de distritos de peso, etc.). El vínculo con actores políticos provinciales y locales supone negociar con representantes elegidos por medio del voto –y por eso con una dosis significativa de poder que pueden reivindicar como propia–, que tienen lazos de dependencia económica respecto del gobierno central en virtud del diseño del federalismo argentino, pero también importantes espacios de autonomía. La relación con ellos tiene momentos particularmente álgidos –cuando debe aprobarse el presupuesto, cuando los organismos multilaterales exigen medidas de austeridad fiscal en todo el territorio, cuando se tramitan deudas del Estado nacional con algunos territorios, cuando se negocian obras públicas, o hasta cuando una provincia está en crisis y se baraja la posibilidad de intervenirla– y otros más rutinarios –hechos de actos protocolares, transferencias de ingresos automáticas y compatibilización de políticas públicas–. Para tratar con ellos, entonces, hace falta un conocimiento profundo de las reglas del juego político, de sus actores y sus posibilidades. En el caso de la relación entre políticos, estas negociaciones están hechas de reuniones detrás de escena, de encuentros en los que la discreción es fundamental y acuerdos cuyos términos nunca se explicitan del todo a la ciudadanía. Se trata de negociaciones entre pares que son elementales para la gobernabilidad pero que no necesariamente trascienden, ni siempre pueden hacerlo.

En general, estas tareas son desarrolladas por distintos tipos de políticos y existen principios de valoración contrapuestos para evaluarlos. La opinión pública valora a los políticos carismáticos y con fama de transparentes (como Carrió), al tiempo que los propios políticos valoran, para negociar, a los armadores confiables y conocedores de sus situaciones y constreñimientos específicos (como Frigerio). Las diferencias no siempre son tan tajantes, porque de hecho los mismos dirigentes pivotean entre distintos modos de actuar ante sus diferentes públicos. Pero usualmente las tareas que cumplen unos y otros son bien distintas, y todas ellas necesarias. Por lo dicho, cualquier oficialismo necesita un equipo nutrido de esas competencias desiguales para aglutinar voluntades y conducirlas en el sentido deseado, es decir, para el ejercicio cotidiano del poder.

Autorxs


Mariana Gené:

Doctora en Ciencias Sociales por la UBA y en Sociología Política por la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales (Paris). Investigadora asistente del CONICET. Docente en el IDAES-Universidad Nacional de San Martín y en la Universidad Nacional de General Sarmiento. Investiga sobre profesión política, agencias estatales y partidos en la Argentina reciente.