Dos culturas

Dos culturas

A partir de una mirada que entiende a la cultura como el modo en que ciertos colectivos humanos se organizan para producir y comprenderse a sí mismos, se hace aquí un breve repaso del derrotero argentino: el privilegio de la llamada “alta” cultura en los comienzos –del orden de lo abstracto, advertiría el autor– no estuvo exento de logros. Pero al mismo tiempo, numerosas producciones del orden de lo concreto –lo popular, los modos de vida, los oficios– sumaban rasgos específicos a una identidad que resultaría ser, por fin, mucho más rica y compleja.

| Por Noé Jitrik |

Resbaladizo concepto, después de todo, el de cultura, pero sin el cual ninguna ubicación es posible. Se escapa de cualquier precisión, pero sin embargo es un siempre presente jerarquizado, que recibe calificaciones y comparaciones que van de mayor a menor y que dan lugar a ostentación en una punta y a humillación en la opuesta, sin que esté muy claro qué ha determinado una u otra posición. Hay, así se entiende y se acepta o se combate, culturas superiores y otras que ni siquiera tienen ese nombre. ¿Cómo han llegado las primeras a ser lo que son y qué hace que se suponga que las otras no hayan llegado a ser?

La respuesta a estas densas preguntas tiene un alcance histórico muy grande pero antes de intentarlo, cosa que no haré, habría que determinar qué se entiende por cultura; de lo contrario, estaríamos navegando en un mar de “ya sabidos”, de afirmaciones y presupuestos de uso corriente, en el que no llegaríamos a ningún puerto. En este punto se presenta otro problema: hay muchas definiciones de cultura o, dicho de otro modo, el concepto es fluido, se escapa apenas se lo quiere asir porque lo que se entiende por tal cosa depende de cantidad de modos de pensar, de condiciones, de imposibilidades y de experiencias y aun de deseos.

Por mi parte, y con el objeto de poder acercarme a lo que es mi propósito principal, o sea al aquí y al ahora, quiero dejar de lado ese caudal y considerar, tentativamente, que la cultura es un sistema construido por algunos colectivos humanos –lo que consideramos las grandes tradiciones, occidental y oriental– y adoptado por otros –países nuevos– para producir y al mismo tiempo para comprenderse a sí mismos. Producir qué: bienes de diverso carácter indispensables para la sobrevivencia; esos bienes pueden ser incorporados y comprendidos, a su vez, en un conjunto de relaciones que van de lo abstracto a lo concreto; en esos grandes campos son percibidos, aprovechados, calificados y valorados en la mecánica de la vida social. Pero tal separación, plenamente vigente y en pleno funcionamiento, fue producto de un movimiento de acercamiento –lo concreto– y de distanciamiento –lo abstracto– que facilitaría la existencia inmediata: lo que va de la forma de los objetos utilitarios, cercanos y materiales, a las formas artísticas, lejanas y abstractas. Separación quizá necesaria aunque ningún bien concreto carece de un sustento abstracto y, a la inversa, ningún objeto abstracto es posible fuera de un saber de lo concreto: si un código que regula derechos y obligaciones está en el orden de lo concreto, no puede haber sido elaborado sino con el respaldo y a partir de conceptos, abstractos, de filosofía; una necesidad inmediata que exige una respuesta en lo concreto desencadena un movimiento científico, investigación o reflexión, que opera en lo abstracto.

Si esta afirmación es aceptable puede concluirse que los bienes que produce el sistema que llamamos cultura son en realidad abstracto-concretos y, en consecuencia, se puede afirmar que la cultura más plena, que al comprender esta unidad se comprende a sí misma, sería, ideal o positivamente, la máxima realización de una sociedad. Se diría que esta manera de acercarse al concepto de cultura podría ser objetada como generalizante; podría decirse que como absolutamente todo entra en ella, nada se distingue, se anula sobre todo el costado axiológico que, desde el fondo de la historia, parecía inherente a lo que se consideraba como cultura. No obstante, si esta objeción fuera formulada podría replicarse señalando que la cultura, en todas sus formas y alcances, excelsas y corrientes y hasta las que niegan unas y otras, es como un manto que cubre todo el espacio social. Podría también pensarse que en esos términos la antropología forjó su idea de la cultura, lo cual le permitió entrar con más profundidad en los aspectos salientes y significantes de la producción humana y hallar conexiones entre formulaciones que parecían en principio inconciliables. Pero no está en mis posibilidades analíticas seguir por este camino, tendría que instalarme en un vaivén entre lo particular, inmenso y total, y lo general, la significación que podría llegar a tener esa particularidad, tarea específica, epistemológica y metodológicamente.

Pero, volviendo a los términos iniciales, corresponde señalar que la mencionada plenitud, la asumida unidad de lo abstracto-concreto, es una posibilidad, un ideal que nunca se dio y no se da: lo que se dio y se da es o bien una mayor fuerza de lo abstracto –el momento griego o el Renacimiento en Italia, con un extraordinario florecimiento del arte y el pensamiento– y un correlativo y variable menosprecio de lo concreto, o bien, al revés, una reivindicación de lo concreto en oposición a lo abstracto –la “revolución cultural china” que intentó terminar con el arte y el pensamiento o, más cerca, el Estado Islámico–.

Ejemplos extremos, seguramente, abismales, de ambas posibilidades, la historia es avara de momentos así, de tan tajante opción; lo más usual, al menos en sociedades posfeudales, más equilibradas o más sensibles a lo que se puede entender como civilización, es cierta transacción entre ambos términos o posibilidades, lo cual da numerosas figuras: sin desdeñar las expresiones de lo concreto, la cultura popular en toda su vastedad –desde el folklore hasta la artesanía, pasando por los modos de la vida de relación–, es más corriente exaltar como cultura las expresiones de lo abstracto, el arte, la literatura, la ciencia, la filosofía, como sinécdoques de la cultura de una comunidad; es la llamada “alta cultura”, zona de exaltación de virtudes creativas, motivo de orgullo y de exhibición. Se podría sostener que, como manifestación superior de lo abstracto-concreto, es la política quien establece los términos de tal transacción, determinada a su vez por acuerdos entre la atención a intereses inmediatos y pensamientos de alcance teleológico, lo que se suele considerar ideología o programa o ideario que singulariza a determinado grupo en aspiración o posesión del poder. Podríamos apoyar este planteo o, traduciéndolo a términos modernos, apelando, en el campo estatal, al mecanismo de la planificación cultural, que con mayor o menor acción teóricamente actuaría como un espacio neutro y de síntesis o de acuerdo entre ambas posibilidades, resultado de decisiones políticas aceptadas por la comunidad o rechazadas por una parte de ella.

Y en este aspecto se podría trazar una historia de tales decisiones, aun en un país tan joven como el nuestro, y en el que las opciones aparecen temprana y claramente considerando, asimismo, que, contrariamente a lo que había ocurrido en México y en el Perú, al no haber una gran herencia de la opción española, no había gran cosa de la que agarrarse, había pocas tradiciones tanto de abstracción como de concreción, y se abría al mismo tiempo y tal vez por eso la posibilidad de construir una cultura. En las primeras y correlativas opciones, dicho rápidamente, el Estado argentino alentó, favoreció y protegió básicamente la “alta cultura”: esa iniciación perduró como modo mental durante décadas pese a que la otra cultura –¿baja?– proseguía su propia construcción, buscando, a los tropezones, lenguajes y formas. Prosperó la poesía a la francesa, el teatro clásico imperaba, la filosofía de la Ilustración dominaba el pensamiento en lucha contra el dogmatismo subsistente y, desde esa plataforma, no solo la cultura argentina tomaba forma por caminos titubeantes pero definidos –espíritus esclarecidos como Echeverría o Sarmiento ejemplifican lo que podía considerarse un “deber ser” cultural que debía promover un destino nacional– sino simultáneamente intentaban construir una Nación.

No fueron a la larga magros sus resultados: relevante pintura de principios del siglo XX y comienzos de una música de alto nivel compositivo, emergencia de la literatura desde mediados del XIX, creación de entidades culturales, brote editorial hacia los años ’40 del XX, despertar de la producción científica, prevista y sostenida desde Sarmiento en adelante, creación de museos y de toda clase de producciones altamente valoradas y exhibidas como propias de un país ya adulto y cuya alta cultura era innegable.

Pero, a la vez, durante ese largo período, más de cien años, si no silenciosamente, no en secreto, no en las sombras, al menos de manera recluida en un universo de recepción masiva y popular, numerosas producciones –en teatro, periodismo, literatura, música, deportes, lenguaje, sin contar con lo relativo a los modos de vida y el surgimiento de oficios y estructuras– que podemos considerar en el orden de lo concreto, no competían ni intentaban apropiarse del espacio cultural pero bullían y añadían rasgos a una voluntad de definición de una identidad, separadas de la “alta cultura”. ¿Generaba eso un conflicto “cultural”? Por cierto, porque ese hervor creativo en un registro que era ajeno al de la “alta cultura” no era objeto de atención, intelectual desde luego pero tampoco política durante décadas. La relación entre lo abstracto y lo concreto no funcionaba, lo abstracto metonimizaba orgullosamente la cultura nacional y lo concreto tendía sus redes sin pretender nada, obligándose tal vez a una paz que ciertamente no podría durar.

Con la llegada del peronismo al poder se produce una notoria emergencia de la otra cultura. Se establece un sistema de estímulo y de protección que se hace cargo del horizonte de recepción y lo amplía al poner en escena diversas zonas de producción en el orden de lo concreto: de la música –florece el folklore antes recluido en el interior del país– al deporte –con la aparición de figuras exaltadas hasta el mito–; del cine al artesanado; de los actos públicos a las vacaciones pagas; de las nuevas viviendas a las obras públicas; de los hospitales generales a los nuevos códigos; de la promoción de la industria al reordenamiento político; de los derechos otorgados a sectores marginados a los criterios de modernización y muchas otras manifestaciones de esa política. Toda esa marejada, en relativo detrimento de la alta cultura sin destituirla del todo pero dejándola acotada y reservada, como si la zona de lo abstracto fuera un apéndice y no uno de los dos integrantes de la cultura nacional. La idea de conferir un fundamento filosófico a las iniciativas y acciones de esa globalidad de lo concreto –el “Congreso de Filosofía” de Mendoza, con convocatoria de figuras internacionales– quedó en eso, neutralizado su propósito por la convivencia con la Iglesia, en el pensamiento y en la educación, en tanto que la universidad era mantenida en una suerte de aislamiento en su capacidad productiva, atrapada en un autoritarismo paralizante pese al establecimiento de la gratuidad de la enseñanza, y la ciencia reducida a una obstinación asistemática y personal; en algunos campos, la literatura y la filosofía, en las prolongaciones del brillo propio de las décadas precedentes, proseguían en la semisombra; la gran música en la figuración apreciada por las clases medias ilustradas, en suma, convivencia desigual en una cultura que no lograba, o que no quería, encontrar la armonía entre lo abstracto y lo concreto.

No es fácil registrar lo que ocurrió posteriormente en la medida en que, si por un lado se producían restituciones de una “alta cultura” que se había sentido oprimida y menoscabada, por el otro no era posible un “volver atrás” en los modos de vida adquiridos, en prácticas incorporadas a la memoria y la conciencia; la ciencia restableció su imperio, así como la literatura y la música, pero eso no significó que se renunciara a las vacaciones pagas o al folklore, que siguió refinándose sin pausa. Ritmo un tanto espasmódico entre los dos términos pero, de todos modos, mayor unidad de sentido, perspectivas más claras de una relación no disyuntiva entre las exigencias de una recepción refinada, competitiva y las de una masividad consciente de sí misma, remisa a renunciar a expresiones directas e inmediatas.

Pese a los avatares institucionales y las frecuentes interrupciones de la vida democrática, ambas corrientes prosiguieron su curso con cada vez mayor convicción y trascendencia. Sería muy largo y complejo ejemplificar o centrarse en los puntos más destacados, pero eso no impide determinar líneas de sentido que se proyectan a lo político y que dan lugar a definiciones de ese tipo. Así, podría decirse que lo que designo como “alta cultura”, cada vez con más exigencias respecto de cada una de sus manifestaciones, se pretende, y en algunos casos alcanza, una dimensión o una proyección universal o al menos internacional; eso implica relaciones cada vez más firmes con la cultura global, ya sea por mayor información, ya por aspiraciones a una repercusión extralocal, ya por el seguimiento, a veces sumisión, de modelos de acción –prefiero llamarlos modos– que han ido variando, de lo europeo a lo norteamericano. Y si esa variación es notable en literatura, que sin embargo reivindica un ser argentino, o en la plástica, también lo es en la ciencia –nada parece tener consistencia si no pasa por la lengua inglesa–, y aun en la religión, la invasión de sectas lo pone en evidencia.

Pero si hablamos de “modos”, y no de modelos, fenómenos de la misma índole intervienen en el terreno de lo que llamaba “lo concreto”. El american way of life actúa no solo en lo evidente –el lenguaje de la computación, por ejemplo– sino en lo que parece necesario: el urbanismo y la arquitectura de los grandes edificios y sobre todo en lo que los ocupa, las oficinas, los centros de negocios, los cines, la música, la forma de los objetos y hasta el lenguaje: la síncopa y el mundo de las siglas o acrónimos que hacen irreconocibles viejas hablas.

Supongo que la alta cultura, pese a su relación con “modos” modeladores, por cierto poderosos pues están en su origen, conserva, en virtud de su autonomía, la vieja intención de construir una cultura propia, aun en épocas oscuras como fue la dictadura: podía operar en el silencio y evitar así la represión y la censura y, por lo tanto, podía seguir produciendo los significantes que la justifican; la otra, más permeable a influjos remodeladores, responde espontáneamente a criterios de modernización o de utilidad que vienen de afuera o que son impuestos, como ocurrió durante la dictadura; en la producción de las formas que le son propias no puede recurrir al silencio; más expuestas y de circulación más general, es probable que al adaptarse mejor se haya producido una disociación más pronunciada respecto de una idea de cultura nacional como encuentro y armonía entre lo abstracto y lo concreto.

Durante la dictadura, la cultura –tal como la vengo entendiendo– padeció, pasó a segundo y tercer término: lo concreto de la sistemática represión, ligado a lo concreto del despojo económico, puso en duda esa relación primaria entre cultura y sociedad hasta el punto de que ese grotesco intento de recuperación de esa unidad, la invasión a las Malvinas, dejó en evidencia una especie de hundimiento, casi el patético final del esperanzado proyecto de los fundadores. Fue necesario que se declarara, oscura y engañosamente, derrotada, para que regresara ese proyecto y tanto la alta como la otra se reanimaran. Regresó una creencia que aspiraba a otra clase de “nunca más”. Quién sabe. Quisimos que “nunca más” fuera definitivo y no lo fue durante el período mercantilista del menemismo pero refloreció después de la crisis del 2001. Y no hay manera de evitar la mención pues la invitación a reflexionar tiene como título la palabra “situación”, que convoca a una actualidad.

Y, en efecto, durante doce años no solo se vivió en una atmósfera democrática como nunca antes, propicia para el diálogo entre los diversos niveles y estratos de una cultura, sino que hubo una recuperación del fervor, condición indispensable para que todos los aspectos de la cultura, refinados y de alcance inmediato y popular, florecieran, además de que cobrara realidad un concepto obvio pero poco vigente y retaceado: el derecho a la cultura. Dos edificios son emblemáticos: el Ministerio de Ciencias y el Centro Cultural Kirchner, antiguo palacio del correo convertido en un centro cultural, manifestaciones de una política que alentaba lo abstracto y abría las puertas de la gran cultura a las grandes masas, lo concreto por excelencia.

Demasiadas cosas para considerar, difícil es trazar itinerarios y extraer significaciones; sí, en cambio, puede decirse que hubo luz, y se percibió, pero también en la sombra persistían costumbres, convicciones, privilegios que cubren de rumores un presente escindido en el que lo abstracto está encarnado en un lenguaje que pretende ser pragmático y realista, de cultivada crispación, y en el que no florece concepto ni alienta poesía y, en lo concreto, popular, ya no es el acceso a la gran música ni a la lectura sino sólo el universo de un futbolismo enredado en tramas análogas a las que envuelven al poder político, compras y ventas o, por otra parte, lo que se denomina mediático, puro sonido y furia.

Sería injusto afirmar que no pasa nada más allá de esas estridencias; como siempre los dos registros de una cultura que se sigue buscando siguen operando, los pintores pintan, los escritores escriben, los científicos investigan, los cantantes cantan y los teatristas luchan denodadamente por encontrar nuevas fórmulas, los artesanos se siguen esforzando y unos y otros luchan por salvar sus lugares y su alma. Para todos ellos la cultura es la síntesis entre la complejidad y la límpida sencillez y no el mercantilismo que tortura a la imaginación y mata la inteligencia.

Y si se trata de situación, es esa: la televisión es el medio, el libro intenta no naufragar, el lenguaje almibarado e hipócrita es la consigna, el rigor conserva su dignidad. Lo que, entonces, define a la cultura de este país en estos tiempos en los que se liquidan aspiraciones que corresponden a una cultura fuerte e identificatoria –esa que dice “esto somos”– es un enfrentamiento, son dos caminos, dos concepciones o, mejor dicho, una concepción y una irrupción.

Autorxs


Noé Jitrik:

Escritor argentino. Vinculado con la literatura como lector, novelista, poeta, ensayista e historiador de la literatura argentina. Exiliado en México durante la última dictadura y profesor en diversas universidades nacionales y de otros países. Publicó ensayos, novelas, poesía y periodismo.