Estado de la cultura en la Patagonia

Estado de la cultura en la Patagonia

El escenario cultural del extremo sur del país es indisociable de su historia, en la que sobresalen el reparto latifundista, la llegada de diversos grupos de migrantes y el sojuzgamiento de los pueblos originarios. Desde Neuquén hasta Tierra del Fuego y desde Esquel hasta Puerto Madryn, pintores, escritores, poetas, músicos y, en ocasiones, funcionarios de a pie, luchan por dar forma a una identidad propia, hecha de múltiples huellas.

| Por Daniel Alonso |

El tercio más austral del país –y del mundo– cataliza en el tercer milenio, a ritmo cansino, los insólitos injertos humanos que, desde un incipiente desarrollo a puro colonialismo interno, le fueron dados durante el siglo y medio anterior.

Sin poder sacudirse aún lo mítico y exagerado de los primeros exploradores sobre sus condiciones de feroz y feraz, sigue sometiéndose a un trasplante de culturas permanente, que distorsiona y sublima de modo ineficaz los rezagos de humildes culturas ancestrales preexistentes. Todo es válido, para algunos. Los más pretendidamente eruditos reniegan hasta el hartazgo por lo mismo.

Si la pretensión fuera marcar una línea de tiempo e influencias, habría que considerar la notable presencia salesiana; su impronta en reescribir la primera historia, o en asistir –como de costumbre, sin que se les pidiera– a los desarrapados núcleos autóctonos que vagaban por tan amplio territorio sin más leyes que las de la naturaleza.

La inicial y mayoritaria presencia extranjera sembró de latifundios inconmensurables tan dilatada región. La explotación del pobrerío originario en niveles de semiesclavitud se dio de bruces con aquellos gringos anarquistas del ’21, con lo que comenzó la sostenida militarización del territorio por más de cincuenta años. Puñados de galeses, españoles y alemanes gozaron de suficientes prebendas para apropiarse de unos mil trocitos de campo yermo, pero muy productivo para la producción lanar.

Con todo, los primeros impactos culturales realmente significativos los daba –hasta que el Canal de Panamá suplió la vuelta a los siete mares– la familia Menéndez Behety, Braun y compañía: fueron quienes pusieron flotas, ramos generales y medios radiales de comunicación al servicio de sus intereses globales en la región, pero sin negarlos a la escasa población en sus favores colaterales. Así, fue fundamental para la comunicación de servicio, pero impactante para el desarrollo cultural, la irrupción –entre 1937 y 1938– de las tres emisoras de amplitud modulada que con potencia real (25KW) triangulaban cubriendo toda la región desde Bariloche (LU6) hasta Río Gallegos (LU12), pivoteando en el centro del Golfo San Jorge (LU4) con Comodoro Rivadavia.

Puede parecer humilde (o demasiado pretencioso) dar a ello semejantes atribuciones. Sin embargo, fue un impacto real de integración regional en todos los sentidos. Las emisoras radiales, con sus estudios con generosos auditorios, fueron los primeros escenarios reales de alcance significativo hasta bien entrados los años sesenta.

Al grandioso monopolio naviero, ganadero y supermercadista de los Menéndez Behety y sus sucesores Braun, debe reconocérsele también la impecable edición por más de 30 años de la revista Argentina Austral, que brindó generosos aunque no siempre objetivos espacios al rescate de la historia regional, e impulsó notoriamente las manifestaciones culturales de las pequeñas ciudades patagónicas. Fue en sus páginas donde se dieron a conocer los primeros hombres y mujeres de las letras generando nuevos conceptos de pertenencia.

También deben identificarse como formadoras de usos y costumbres, con un perfil propio y distintivo, las nacientes como eficientes empresas energéticas del Estado nacional: Yacimientos Petrolíferos Fiscales, Yacimientos Carboníferos Fiscales, y Gas del Estado. Fundamentalmente la primera que, con férrea impronta mosconiana, marcó a fuego a las sucesivas generaciones, con un concepto válido y vigente: “Defender nuestro petróleo es defender nuestra bandera”.

Fue ese un eje que abarcó tanto a Neuquén como a Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, territorios desde donde aún hoy se obtiene más del 70 por ciento de los recursos hidrocarburíferos, vitales para el desarrollo del país.

Con todo, esa mano maternal del Estado sobre sus zonas proveedoras, facilitando hasta lo innecesario la vida de miles de familias constituidas por sus trabajadores, dejó un déficit inexcusable: la nula industrialización de las materias primas en la región y, en cambio, su colonial traslado a urbes norteñas para repartir muy lejos la mayor parte de su fabulosa renta.

Tal realidad marcó y marca el perfil identitario de las expresiones culturales del sur del país, hasta nuestros días. Casi tanto como los irracionales límites geográficos heredados de la ley de Territorios Nacionales de 1884, cuando el país central apenas se organizaba y marcó fronteras tan geométricas como caprichosas para sus desconocidos territorios australes.

Hoy no es casual que, a sola excepción de Neuquén, las provincias patagónicas tengan su zona productiva en las antípodas del poder político y administrativo en las respectivas capitales. Y ello representa incalculables costos adicionales al movimiento del aparato del Estado, y genera en forma permanente un clima social de inconformismo e inequidad que se trasluce cotidianamente.

De esas y otras incongruencias y escasas congruencias está hecho –a partir de lo político, lo económico y lo social– el perfil cultural y su desarrollo en la región más austral del país. A eso debe sumarse la notable superposición de fuertes culturas ancestrales, exógenas. Con sus innegables riquezas, conviven ya en una imparable fusión de razas, mayorías de origen hispano e itálico, pero nutridos por un arco iris irrepetible de etnias de Europa del Este: en sus orígenes la industria petrolera solo podía echar mano de expertos tras la “Cortina de Hierro”, de modo que lituanos, polacos, checos, eslovacos, búlgaros, rumanos, croatas y alemanes han dejado su simiente desde la industria. Sumado a la exclusiva colonización sudafricana en la costa del Golfo San Jorge, y la poderosa impronta galesa desde 1865 en toda la provincia del Chubut.

A semejante Babel, Enrique Mosconi, con preclaro acierto, combatió el anarquismo de principios del siglo anterior que campeaba en los yacimientos mineros, con el noble aporte de miles de catamarqueños, riojanos y salteños, trasplantados desde sus realidades locales entonces decepcionantes, a un futuro productivo con el no renovable monocultivo patagónico en torno a los hidrocarburos.

Dentro de semejante crisol, no fue sino hasta las últimas décadas del siglo XX que las nuevas generaciones comenzaron a tomar una vaga idea de una pertenencia diferente a la de sus ancestros. Una en la que estaba –y está– todo por hacerse, todo por definir.

No en vano la fiesta popular más convocante que tiene la región es, desde hace 30 años, la Semana de las Comunidades Extranjeras, en la que 23 nacionalidades convocan con sus músicas, danzas y gastronomías representativas a decenas de miles de personas durante tres días en Comodoro Rivadavia. Todas presentan elencos de danzas infantiles, juveniles y de mayores, en espectáculos interminables y de variopinto y atractivo efecto visual, sensorial y afectivo, con más de 1.200 bailarines en escena, noche tras noche.

Tras semejante preámbulo, no podemos menos que indagar –como rastreando aquella aguja en el pajar– los extraordinarios aportes que, en 150 años, meritorios patagónicos (generalmente por adopción) hicieron y hacen en la desventajosa búsqueda de una identidad regional distintiva. No alcanza con el impacto de Marcelo Berbel y sus hijos, desde el folclore y la poesía, a mediados de los sesenta, cuando en Comodoro el puntano David Aracena hacía ya una década que desde su lírica ponía tibiamente a la región en el mapa poético nacional, o Asencio Abeijón comenzaba a deslumbrarnos con sus memorias de carrero patagónico y le ponía un marco de realidad y crudeza a la mítica Patagonia, con sus seis obras de edición nacional (Editorial Galerna). Obras preciosas pero casi anecdóticas en el desigual combate por un desarrollo cultural distintivo. Como las de Donald Borsella, en el Valle del Río Chubut; o Hilarión Lenzi, desde Río Gallegos; o la fusión de lo indio y lo criollo desde Esquel con Luis Rosales, o desde Santa Cruz con Hugo Giménez Agüero. A fuerza de cordilleranos óleos de Erik Gornik desde Bariloche, Pompei Romanov desde Río Pico, o Miguel Ángel Guereña desde Esquel, y con telones de fondo marinos del polaco Miecislao Dola, o la platense Dolores Ocampo de Morón desde Comodoro.

Esfuerzos más que dignos pero insuficientes. Con el tesón de Diego Angelino, con sus letras desde El Bolsón, o Juan Carlos Moisés con sus pretensiones dramatúrgicas desde Colonia Sarmiento; con el tesón de Miguel Oyarzábal desde Puerto Madryn, y la inclaudicable obra y gestión de Raúl Artola desde Viedma.

Un inventario sucinto, fragmentario, tan inocuo frente a las realidades comunicacionales del tercer milenio, como lo hubiese sido si el desafío no fuera comentar el “estado actual”, sino el compendio total y real de lo producido culturalmente desde la Patagonia, en su breve historia de integración a la Nación.

Todo ello, tras un cortinado que se evade de lo cultural y roza lo político: la relación de los pueblos originarios, con la tropelía colonizadora de tan variados y comentados orígenes. Porque los innumerables rescates de la ancestral identidad patagónica fueron preocupación constante desde las primeras décadas del siglo anterior para estudiosos como Federico Escalada, Antonio Garcés o Rodolfo Casamiquela. Médico rural uno, inspector de escuelas otro, y funcionario de la Dirección de Tierras rionegrina el tercero, desplegaron con respeto y sensibilidad social el estudio de “El complejo tehuelche”, y su correlato sobre la aparición de lo araucano más tarde que los galeses, subsumiendo a aquellos “aoni-kenk” bajo la reciente denominación de lo “mapu-che”.

Los tres trabajaron desde hace ochenta años hasta que se terminó su siglo, favoreciendo el reconocimiento del país en organización a los pueblos nómadas preexistentes. Y las últimas generaciones de los supuestamente favorecidos maldicen ahora su memoria, desconociendo su acción sanamente reivindicatoria civilizadora, y reclaman –en nombre de su histórica movilidad permanente– el total de lo existente entre ambos océanos, de ambos lados del Ande.

De tales razones y sinrazones también está hecha la realidad cultural del tercio más austral del continente.

Frente a esto, a todo esto, las oficinas culturales de los gobiernos hacen crecer hasta el hartazgo su funcionariato, sumidas –como en tantos otros temas– a que sea el “mercado” el que oriente (o desoriente) la evolución cultural de la gente. Sin políticas que sepan escapar a las luces del espectáculo que tanto agradan a todo político en carrera, en lugar de esforzarse en conducir un proceso de realización cultural de los habitantes que los lleve a identificar e identificarse tanto abajo como arriba del escenario.

Autorxs


Daniel Alonso:

Periodista de Comodoro Rivadavia. Fue director de Cultura de su ciudad durante los dos primeros turnos de la democracia, prosecretario de Acción Cultural de la Universidad Nacional de la Patagonia, director de la Radio Universidad local, y secretario de Redacción de El Patagónico y Crónica.