Cuando la concurrencia a las escuelas está condicionada

Cuando la concurrencia a las escuelas está condicionada

El artículo analiza el esquema de organización de la enseñanza a partir de la experiencia de la pandemia de Covid-19, que implicó la medida de no asistencia a las escuelas como un modo de prevenir el aumento de contagios. La pregunta por la “vuelta” es abordada por la autora desde las distintas dimensiones que implica la presencialidad en la escuela y sobre los aprendizajes que esta crisis deja en términos de políticas educativas.

| Por Flavia Terigi |

Desde mediados del siglo XIX, la concurrencia de la población infantil a las instituciones que llamamos escuelas ha crecido hasta llegar, en pleno siglo XXI, a abarcar a la enorme mayoría de lxs niños y niñas. También se ha incrementado el tiempo previsto de concurrencia a las escuelas: desde edades cada vez más tempranas, hasta cumplir cada vez más años de escolaridad… por más horas al día según proyectos de extensión de la jornada escolar. Con sus promesas y sus críticas a cuestas, en ese largo proceso la institución escolar se convirtió en un poderoso organizador de la vida social, al punto que se nos hace difícil concebir la vida cotidiana sin escuelas. La desescalada inédita de la concurrencia a las escuelas, como parte de los esfuerzos para contener la declarada pandemia de Covid-19, debida al virus SARS-CoV-2, es un aspecto difícil de resolver en cualquier proyecto de vuelta a la “normalidad” y se ha convertido en objeto de puja en los medios de comunicación. En este suceso extraordinario que es la pandemia, no concurrir a la escuela pasó a integrar las políticas de cuidado. Si niños, niñas y adolescentes no concurren a las escuelas, distintos aspectos de la organización social seguirán dislocados; pero si vuelven, generarán un movimiento de masas (de ellxs mismxs, de sus familias y de sus docentes) inviable en condiciones de circulación comunitaria del virus. Estamos en un enorme problema.

Al principio, escuelas y docentes se lanzaron a tratar de mantener la conexión con sus alumnxs, a quienes en la mayor parte de los casos estaban apenas conociendo. La respuesta inicial a la suspensión de las clases fue, desde nuestro punto de vista, apegada a la forma escolar o, mejor dicho, a las representaciones sociales sobre la forma escolar. Diría que hubo un propósito –minimizar la pérdida de clases– tratando de reproducir algo de la lógica escolar en la conexión entre las escuelas y las casas. A poco de andar fue claro que eso no es posible. Los docentes afrontaron las dificultades que ya conocemos: problemas de equipamiento, de conectividad y de espacio para la tarea escolar en los hogares, de ellxs y de sus alumnxs, entre los problemas materiales; entre los pedagógicos, la cuarentena nos encontró con conocimientos muy desiguales sobre el trabajo en la virtualidad, sin haber previsto (porque no se podía prever) propuestas de enseñanza adecuadas a este nuevo contexto, y con casi ningún acuerdo en la coordinación con las familias para sostener las actividades. Los recursos de las familias para apoyar las tareas escolares se convirtieron en un factor de enorme incidencia en las posibilidades de chicos y chicas de aprender. Los esfuerzos han sido enormes, la construcción de formas de trabajo en la virtualidad está en pleno proceso, y pese a las expresiones poco felices que hablan de una “vuelta” a las clases como si estas no estuviesen sucediendo, sigue siendo destacable el trabajo de muchas escuelas y de muchxs docentes para sostener una relación educativa en estas condiciones tan difíciles.

Con las políticas educativas pasó algo análogo. La primera respuesta fue generar de manera veloz propuestas multiplataforma (la tele, los cuadernillos, la radio, el portal en la web), tratando de sostener la lógica escolar, es decir, tratando de atender a la falta de clases presenciales con clases en otros contextos y con otras tecnologías. De a poco, el Ministerio de Educación de la Nación fue encontrando un modo menos literal de atender el problema de la falta de clases presenciales y, sobre todo, se fue haciendo más visible su rol de coordinador de las respuestas educativas a escala federal, produciendo insumos –como la sistematización de las políticas educativas en el escenario internacional o la evaluación nacional de la continuidad pedagógica–, y llevando adelante las discusiones sobre decisiones de evaluación, sobre la consideración de los ciclos lectivos 2020-2021 como una unidad temporal, sobre los modos en que podrá producirse la vuelta a las escuelas.

Si tuviera que decirlo con una imagen, diría que al principio la educación respondió como si fueran los 100 metros llanos y, tras más de 200 días, comprendemos que esto se parece más a una maratón; hay que aprender a regular y distribuir esfuerzos de docentes, estudiantes y familias, porque la situación es larga y queda mucho por delante. La situación es excepcional y no hay protocolos predefinidos sobre las respuestas pedagógicas que se requieren. Decisiones que en abril nos parecían increíbles ahora son sensatas y cosas que nos proponíamos sabemos ya que no podrán suceder.

Pero… nos acercamos a lo que en la representación colectiva es el final del ciclo escolar, y resurgen las inquietudes: arrancarle al menos un bimestre a este año complejo… aunque sea para algunxs, siquiera en algunos sitios… ¿Cómo no entrar en sintonía con estas inquietudes? Se simplifican recetas para la vuelta, y grandes debates se desarrollan en los medios dejando al público en la ignorancia respecto de la escala: siempre hablamos de unxs pocxs. No hay vuelta masiva y al unísono a las escuelas, en estas condiciones.

En nuestro país no teníamos una situación homogénea desde el punto de vista escolar antes de la suspensión de las clases, pero una clave que atraviesa a todos los sistemas escolares y que se ha pronunciado en la pandemia es la desigualdad. Los sistemas escolares no logran contrapesar las desigualdades que existen en la distribución social de los recursos y, eventualmente, las reproducen. La llegada del coronavirus mostró esto mismo porque quienes cuentan con recursos tecnológicos y conectividad tienen mayores posibilidades de sostener el proyecto escolar cuando este se desarrolla en el entre: entre la escuela y el hogar, entre los y las docentes y las familias. La desigualdad también se expresa en que los y las estudiantes han quedado expuestxs a los desiguales conocimientos de lxs adultxs, en dos sentidos: son desiguales las posibilidades de las familias de contribuir al aprendizaje, y son desiguales los conocimientos profesionales de los y las docentes acerca de cómo generar propuestas de enseñanza mediadas por tecnologías.

Me parece razonable considerar que la suspensión total o parcial (según las zonas) de las clases presenciales se va a prolongar al menos durante la primera mitad de 2021, y al menos en las zonas más densamente pobladas y/o con mayor circulación comunitaria del virus (la situación epidemiológica ha cambiado en las últimas semanas y, por ello, zonas que parecían aptas para una vuelta parcial a las clases comienzan a cerrarse). En estas condiciones, ¿cómo pensar el largo plazo?

Los diagnósticos desarrollados en países que afrontaron más tempranamente el cierre de las escuelas enfatizaron hace meses la necesidad de invertir en equipamiento, pero, sobre todo, en conectividad. Una parte del trabajo que tenemos por delante requiere inversiones considerables, que probablemente no serán suficientes en el próximo año (el lectivo y el calendario). Ciertos recursos tecnológicos se han convertido en un bien escaso y, cualquiera sea su precio de mercado –lo que no es asunto menor–, son tan insuficientes a escala de la humanidad como, al menos por cierto tiempo, lo serán las vacunas, cuando se muestren eficaces.

Entonces… nos queda un recurso tangible: el saber pedagógico. Lxs docentes contamos con un saber especializado; en estos meses, esto se ha hecho más claro al menos para quienes están a cargo de la educación doméstica de lxs alumnxs, quienes parecen haber comprendido que enseñar es una tarea especializada y que, sin esa especialidad, enseñar no solo es difícil sino, muchas veces, improbable. Eso no significa que tengamos, lxs docentes, un saber inmediatamente disponible para resolver la enseñanza en esta interfaz escuela/ familia, o en una eventual vuelta parcial a las escuelas. Pero tenemos una base de conocimiento profesional que nos permite pensar la enseñanza en otras condiciones.

Se han dislocado las condiciones que sostenían la enseñanza tal y como la imagina el sistema escolar, y creo que es momento de preguntarnos si realmente queremos restaurar todas aquellas condiciones. Cuando sea que se produzca la vuelta a la escuela, habrá que combinar más premeditadamente la educación que sabemos hacer bien, que es en presencia, con las propuestas sin presencia, con apoyo en tecnologías clásicas como los libros o los videos y con aprendizaje sistemático, por parte de lxs docentes, de la integración de otras tecnologías.

Tenemos que hacernos preguntas sobre si queremos seguir con la sección escolar como unidad de organización de la enseñanza, o si podemos imaginar y extender un trabajo didáctico que rompa con la monocronía (lo mismo, a todxs, al mismo tiempo), si nos atreveremos a generalizar estrategias de reagrupamiento que prioricen las mejores condiciones de aprendizaje…

Ojalá podamos hacernos estas preguntas porque, cuando volvamos a la escuela, va a ser difícil sostener un esquema simultáneo de organización de la enseñanza: porque no estarán todxs, porque durante el aislamiento no todxs habrán aprendido lo mismo, porque todxs no contarán con las mismas condiciones para aprender… ¿Seguirá siendo la sección escolar la unidad organizadora del trabajo de enseñar? Mi hipótesis es que, con secciones fijas, si pretendemos restablecer el esquema simultáneo del aula estándar, lo más probable es que no funcione.

Pero si reagrupamos… si nos reorganizamos institucionalmente y reagrupamos… podríamos organizar agrupamientos flexibles, internamente más homogéneos respecto de alguna característica transitoria que definamos (lxs que no vieron un tema; quienes necesitan intensificar procesos de lectura y escritura, y así de seguido). Como esa característica sería transitoria, se podría reagrupar cada cierto tiempo, tomando otras características. La jornada escolar puede tener momentos de “todxs haciendo lo mismo”, pero la unidad de organización podría también ser los agrupamientos transitorios.

No querría cerrar esta nota sin detenerme en un aspecto sutil del trabajo escolar que es necesario poner en agenda. Hay que prepararse para que la escuela sea un ámbito de elaboración de esta experiencia tan compleja que están atravesando lxs niños, niñas, adolescentes; como todxs nosotrxs, pero nosotrxs tenemos con respecto a ellxs responsabilidades de cuidado. Revalorizadas sus funciones de socialidad y cuidado, la escuela, que volverá a ser lugar de encuentro, deberá hallar los modos de ofrecerse como un ámbito donde quienes vuelvan puedan llevar su registro de la experiencia, encontrarse con otros registros, y hacer juntxs una elaboración compartida, del orden de la humanidad. Hay que prepararse por eso mismo para ofrecer una interpretación del momento histórico que estamos viviendo: no podemos afirmar que los sistemas escolares tienen que formar ciudadanxs críticxs y globales si no ponemos a jugar en la escuela el conocimiento que permita comprender no solo la dinámica epidemiológica de esta pandemia sino su relación con las condiciones sociohistóricas del capitalismo globalizado y su impacto diferencial entre grupos y en distintos ámbitos de la vida humana. Un suceso histórico de esta envergadura no puede quedar fuera del tratamiento escolar, y lo propio del tratamiento escolar debería permitir comprender, a través del conocimiento y con su apoyo.

Autorxs


Flavia Terigi:

Pedagoga, decana del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento, profesora de la Universidad de Buenos Aires.