Ceferino, el sustituto

Ceferino, el sustituto

A partir de la figura del santo, la autora se pregunta por lo que quedó “afuera”, invisibilizado tras una imagen construida sobre operaciones de violencia simbólica y borramiento del trauma ejercido sobre los pueblos originarios.

| Por Celina San Martín |

Una pregunta frecuente que me hago cuando veo una estampita de Ceferino Namuncurá es si hay un Ceferino por fuera de su bio-grafía archivada por el dispositivo misional salesiano. Si hay algo como un rastro no consignado, ¿cómo es posible seguirlo?

Bordear el signo

¿Qué hay por fuera de la violencia archivadora? ¿Cómo podemos acceder a una memoria por fuera de esta? ¿Qué puede existir por fuera de la larga cadena de circulación, aplazamiento, borramiento e “intercambio”? Es decir, ¿hay algo que esté por fuera y preste fundamento a este juego de reconocimientos? Por fuera de un Ceferino gauchito con poncho, un Ceferino popular como su compañero Gardel, un Ceferino estudiante que se esforzó como Domingo Savio, un Ceferino cura que no llegó a concretarse sino como promesa, un Ceferino historieta, un Ceferino re-mapuchizado, un Ceferino antropologizado… Entonces, ¿hay algo por fuera de todos estos Ceferinos aceptados y aceptables? ¿Algo por fuera del Estado-nación, de los salesianos, de los regímenes e instituciones normalizadoras de los cuerpos? Si viniera “el verdadero Ceferino”, si lo tuviéramos en frente, ¿podríamos reconocerlo?

La respuesta afirmativa supone que es posible replegar la subjetividad y deconstruir los modos en que las formaciones discursivas han sido interiorizadas de manera más o menos forzada. Reconstruir una historia de represiones y supresiones internas, incorporadas a partir de una presión ejercida sobre el “propio” cuerpo, la “propia” memoria, la “propia” historia. Un trabajo constante y quizás infinito sobre la prótesis (esa exterioridad internalizada) en busca de eso que llamamos “propio”. Así, despojados de todo lo que “nos pusieron/pusimos encima”, podríamos estar purificados, a un lado nosotros y al otro Ceferino, y de este modo acceder a la verdad.

La respuesta negativa supone que Ceferino en tanto símbolo “flotante”, o “indecidible” en sus sentidos, al mismo tiempo que abre la posibilidad de conocerlo, también la cierra. En tanto don, Ceferino nos fue ofrecido para fijar un pasado –el de los indios redimidos– y prometer un futuro –el de los indios redimidos–. Aquello que como pasado no puede volver, y aquello que como futuro puede acontecer. Como símbolo estabiliza una frontera, un origen, estructurando una relación jerárquica de subalternidad; al encauzar una cadena de significantes intercambiados, intercambiables, que han corrido, corrientes, comunes, comunicadores. En este sentido, Ceferino se realiza en un continuo llevar y traer que vincula y relaciona, comunica y comunaliza. En tanto estampita circulante, don, es reproducido hasta en ese mínimo acto simbólico, convirtiéndose él mismo en ese sacrificio imperceptible del pasado indígena al futuro cristiano. Como una prótesis, Ceferino funda en quienes participan de él esa experiencia sobre la que se edifica lo común, un sentido de pertenencia, una vivencia de origen que se traduce como archivo disponible.

Dice Jacques Derrida: “En tanto sustituto, [el suplemento] no se añade simplemente a la positividad de una presencia, no produce ningún relieve, su sitio está asegurado en la estructura por la marca de un vacío. En algún lugar algo no puede llenarse consigo mismo”. En consecuencia, Ceferino (o Ceferinos), por su capacidad de hacer confluir en él una variedad de cadenas significantes que captura, reencauza y disemina, está ofrecido, es ofrecido para ocupar el lugar de un vacío cotidiano imperceptible sobre el cual se sostiene todo un universo simbólico posible.

Este vacío es suplido de muchas maneras. Por ejemplo, como da a conocer el Boletín Salesiano en 1879, por “el primer fruto de aquella tierra, hasta ahora infecunda, por haber estado privada del rocío de la divina palabra”. Siendo que los primeros frutos antes fueron flores, a Ceferino le toca “el lirio precioso y raro de las pampas patagónicas”, como reseña otra de las tantas estampitas que circulan. Pero el vacío que ocupa Ceferino no es solo el del “desierto” patagónico, que es a su vez otro de sus nombres. El vacío, el origen que, en tanto sustituto, Ceferino suple es también algo tan innombrable como un campo de concentración en el medio de la Patagonia. La misión, la reducción, el sedentarismo, la instrucción en colegios alejados, el trabajo, el progreso borronean el campo de concentración, el trabajo esclavo, el desplazamiento forzado, la separación de los niños de sus padres, los abusos, las violaciones, los fusilamientos. No fue la primera vez, ni tampoco la última, que ocurrió esta operación de borramiento de un trauma imperdonable, pero sí es la primera vez que la imaginación que resuelve este pasaje entre violencias es la salesiana, recurriendo para ello al sustituto Ceferino. ¿Quién va a aceptar un campo de concentración? ¿Qué espejo (psyché, alma, reflejo) ofrece un campo de concentración a un proyecto de nación emergente? La mediación operada por la imaginación salesiana puede ser pensada como parte de la violencia mítica del derecho que contribuye a fundar y conservar la ley, ya que a través de este ofrecimiento sostiene, justificando la violencia armada, que lo que es sagrado en la vida no es la vida sino “la justicia de la vida”; en este sentido, la ambigüedad del paradójico principio del “no matarás” se apoya en otro que sostiene que no todas las vidas son sagradas por sí mismas.

Padrenuestro (¿aunque sea imperdonable?)

En las primeras páginas de un famoso libro compilado por el cardenal Santiago L. Copello, se reproduce una discusión entre Federico Aneiros, por entonces arzobispo de la Arquidiócesis de Buenos Aires –con jurisdicción sobre la Patagonia– y Nicolás Avellaneda, a la sazón ministro de Justicia, Culto e Instrucción pública, en la que se diseña un plan para el futuro de los indios sometidos durante la “Conquista del Desierto”. Varios detalles entran en la discusión, pero uno de los centrales es la adjudicación de paternidad de la “gesta”: ¿serán los liberales con su ejército de rémingtons o los curas con su palabra “fecundadora”? Ante la insistencia de Avellaneda de que los curas tendrían que misionar custodiados por soldados, Aneiros le responde: “La palabra de Dios ha realizado ella exclusivamente prodigios. Es injuriarla decir que su palabra, o la del Misionero, que es lo mismo en nuestro caso, ‘es por sí misma insuficiente’ y que deben venir en su ayuda ‘agentes más poderosos’. Nuestra historia muestra claramente el poder divino y por lo mismo potente del ministerio sagrado y la impotencia de cualquier otro agente”.

La metaforicidad desplegada a través de infinidad de escritos, arquitecturas e imágenes por el dispositivo salesiano en la Patagonia apunta a esto, a la institución de una autoridad pública, de un padre, de un arconte, de un archivo, que guarda el secreto de un origen. El padre, hacia el cual todas las miradas apuntan cuando se experimenta el vacío, el trauma, la congoja, la falta. El padre de quien se espera la distribución justa, de justicia. La complejidad de esta institucionalización, es decir, su pasaje de privado a público, no depende solamente de “los salesianos”, “la iglesia”, sino que se realiza en la proliferación de un dispositivo. Como dice Foucault, el dispositivo se apoya sobre otros dispositivos para funcionar: unos a otros se infestan de lo mismo. Por lo tanto, de pronto, tenemos un montón de instituciones unidas entre sí: la familia, la iglesia, el ejército, el derecho con sus leyes, la escuela, la ciencia, etc. Dentro de esta compleja amalgama, el lugar y el papel de cada quien es más o menos forzado, casi siempre imperceptible, en cada acto vacío, pero infinitamente diseminado, que actualiza una estructura simbólica de sentido. Como dice Slavoj Žižek, “pertenecer a una sociedad supone un punto paradójico en el que a cada uno de nosotros se nos ordena adoptar libremente, como resultado de nuestra elección, lo que de todos modos se nos impone”.

Podríamos transformar nuestras primeras preguntas acerca de la posibilidad de nuestro conocimiento y reconocimiento de Ceferino en otras: ¿hay alguna forma de evitar la diseminación de esa metáfora de la paternidad, de esa idea de la Patria como juego metafórico desplegado en nosotros, esa cadena gigantesca engranada una y otra vez desde la prótesis, puesta a circular en manifestaciones inesperadas por quien incluso se cree más alejado? ¿Es posible ante la venida del otro, hospedarlo sin reservas, sin conjura, sin aparatos de captura? ¿Hay un Ceferino posible?

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Bibliografía consultada: Fuerza de Ley. El “fundamento místico de la autoridad” (1997) y De la Gramatología (2012 [1967]), de Jacques Derrida.

Autorxs


Celina San Martín:

Licenciada en Ciencias Antropológicas y Doctoranda en el Instituto de Arqueología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.