Avatares de la legislación universitaria

Avatares de la legislación universitaria

A partir de sus orígenes en la Constitución de 1853, la Ley Avellaneda de 1885 y subsiguientes normas, el marco legislativo argentino manifiesta inconvenientes que pueden ser atribuidos a la persistencia de una determinada concepción político pedagógica. Más allá de los avances realizados, desde los sectores proclives al mercado se reinterpretan los principios universitarios de autonomía y autarquía en clave de mercantilización del proceso educativo.

| Por Adriana Puiggrós |

Si bien es cierto que las leyes deben ser leídas teniendo en cuenta las fronteras político culturales de la época en que fueron elaboradas, la legislación argentina sobre educación presenta problemas que se inscribieron en la Constitución nacional en 1853 y superan ampliamente aquellos límites. Su persistencia hasta la actualidad permite plantear la hipótesis de que corresponden más a decisiones profundas de la sociedad que a errores o insuficiencias de sus redactores. Ninguna de las leyes que se dictaron con posterioridad a la Carta Magna cambió o logró variar sustantivamente los criterios acordados por los primeros constituyentes. Aquellos son los fundamentos del sistema educativo argentino que han regido durante más de un siglo, sosteniendo un equilibrio que ha sido al mismo tiempo favorable al desarrollo desigual de la educación, en el territorio y en la sociedad, cuanto aportante imprescindible de la soberanía nacional.

Debemos observar que la responsabilidad de la educación primaria fue adjudicada en el artículo 5º a las provincias, guardando para sí la Nación la del mismo nivel ubicada en sus jurisdicciones (Capital Federal y Territorios Nacionales), así como la educación de adultos en cárceles y regimientos y los departamentos de aplicación de las escuelas normales, bajo la ley 1420/1884. El mismo artículo establece la gratuidad de la educación primaria. La ley de autoría del senador Manuel Láinez (4878/1905) intentó intervenir habilitando la creación de escuelas nacionales “en las provincias que así lo solicitaren”, de modo que agregó una modalidad más a las ya existentes, es decir, las escuelas provinciales públicas-estatales y privadas.

El artículo 14º establece el derecho de todos los habitantes de la República a enseñar y aprender, así como a profesar libremente su culto. Este último artículo tiene complemento en el 25º que, alentando el fomento de la inmigración europea, impide la restricción, limitación o gravación impositiva del ingreso al país de los extranjeros “que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes” (bastardillas de la autora).

Finalmente, la Constitución de 1853, en su artículo 16, adjudicó al Congreso de la Nación la sanción de planes y programas para la educación general y universitaria. Encontramos, entonces, que los constituyentes concibieron un sistema de educación que abarcara desde la educación “básica” hasta la universidad, dado que las ligan en el enunciado de ese artículo, aunque los límites de la educación “básica” recién se expresan en 1884 cuando se dicta la ley 1420, que dibuja con claridad la frontera entre la educación primaria y media. En cuanto a la frontera entre la educación media y la universitaria, pueden considerarse como antecedentes dos hechos históricos: el Colegio de Concepción del Uruguay, fundado por Justo José de Urquiza en 1849, y la Escuela Normal de Paraná, fundada por Domingo Faustino Sarmiento en 1870.

La autonomía está en los orígenes

La Ley Avellaneda, sancionada el 25 de junio de 1885, ubica a las universidades de Buenos Aires y Córdoba en la tradición de autonomía, originada en las universidades europeas en el siglo XIII. Dicha atribución se ha referido a los poderes de la época, ya fuere eclesiásticos o estatales, con sentidos que difirieron escasamente entre sí a lo largo de la historia. En los antecedentes de las universidades de Bolonia y París, los colectivos estudiantiles –denominados “naciones”– pugnaban por estatutos que posibilitaran la liberación de la enseñanza respecto de las concepciones tradicionales, así como la modernización de su formación, avanzando hacia nuevas profesiones que, aunque de manera borrosa, ya se perfilaban (para una mayor profundización del tema, recomiendo los libros “Adiós a la Universidad. El eclipse de la Humanidades”, de Jordi Llovet, 2008, e “Historia de la Universidad de París y de la Sorbona. De los orígenes a Richelieu”, de André Tuilier, 2010). El concepto de autonomía estuvo ligado al de libertad desde lejanos tiempos hasta hace pocas décadas. Immanuel Kant, en su famoso escrito “El conflicto de las facultades” (1798), considera que la indagación filosófica requiere de una libertad “irrestricta” y su naturaleza es contraria a toda forma de censura.

En el debate parlamentario sobre la Ley Avellaneda tuvo especial relevancia el establecer, en palabras de Pablo Buchbinder (“La Universidad en los debates parlamentarios”, 2014), “bases fijas de existencia” en el vínculo entre las universidades y “los Poderes Públicos de la Nación”. Se impuso la convicción del carácter apropiado de una ley escueta, que evitara la minuciosidad de los reglamentos, para permitir que las universidades decidieran libremente las reglas de su funcionamiento, sin presiones políticas de uno u otro gobierno. Pocas décadas después, el concepto de autonomía fue inscripto en el Manifiesto Liminar del Movimiento Reformista, y quedó ligado al pensamiento progresista, en particular, al socialismo y al radicalismo. Pero los principios de la Reforma Universitaria no fueron objeto de una ley especial. Hasta 1947 el instrumento legal vigente siguió siendo la Ley Avellaneda, aunque su aplicación fue interrumpida por las sucesivas intervenciones de la dictadura de Uriburu, del gobierno de Justo y del gobierno de facto de 1943, y nunca plenamente aplicada.

El Primer Plan Quinquenal de Perón introdujo una concepción política distinta en relación a las universidades nacionales, plasmada en la ley 13.031 de 1947. En esta ley se relativiza la relación entre autonomía y autarquía, y democracia, al tiempo que se recalca que la universidad tiene una función social. Se rechaza que la institución de educación superior sea un ámbito exclusivo de acumulación y transformación del saber y se propende a que se incorpore como promotora de las energías nacionales y necesidades populares. Si bien el texto de la ley establece la autonomía técnica, docente y científica, así como el pleno ejercicio de la capacidad jurídica y de sus tareas específicas (el fomento cultural, la investigación científica y la formación profesional), varios artículos limitan aquellas atribuciones. Los principales son la prohibición de realizar actividades políticas y asociarse en las universidades a docentes y estudiantes (con cierta ambigüedad en relación a la extensión de esa medida al ámbito político en general), la elección del rector por parte del PEN sin la aprobación del Senado (requisito que establecía un primer proyecto del PEN), el nombramiento de los decanos por el Consejo Directivo sobre una terna propuesta por el rector, y la representación de los alumnos por medio de un estudiante sorteado entre los mejores promedios de los últimos años, aunque con voz solo para temas de su incumbencia y sin voto.

Dictado el Segundo Plan Quinquenal y la Constitución de 1949, el PEN presentó al Congreso de la Nación un nuevo proyecto, que en realidad consistía en una serie de modificaciones a la ley 13.031, que restringían aún más los principios reformistas y avanzaban en la imposición de la doctrina peronista en los planes de estudio. Fue aprobado como ley 14.297, en 1953. Aunque escapa al sentido de este artículo, vale destacar la preocupación de diputados peronistas por el problema espiritual, no en términos católicos como ocurrió en discusiones anteriores, sino aludiendo a conceptos espiritualistas vinculados con el krausismo. Incluso, en el caso del diputado bahiense por Buenos Aires, Eduardo Forteza, sus repetidas citas a Francisco Giner de los Ríos para fundamentar que la nueva reforma se dirigía a la formación integral de los universitarios.

La ley de 1953 fue derogada por el gobierno de facto de la Revolución Libertadora, mediante el decreto-ley 6403 de 1955. Dicha norma restableció el espíritu de la Ley Avellaneda, sumando las banderas reformistas y, en su artículo 28, la posibilidad de que las universidades privadas, en su mayoría católicas, otorgaran títulos habilitantes. A partir de ese momento comenzó un paulatino crecimiento de la acción político educativa de las universidades privadas, que alcanzaron un alto grado de independencia de los poderes públicos con la sanción de la ley 14.557 durante el gobierno de Arturo Frondizi, en 1958. Ese hecho provocó una de las movilizaciones más importantes del estudiantado argentino, dividido entre quienes apoyaban la educación pública y laica y quienes propugnaban la reglamentación del artículo 28, bajo la consigna de “libertad de enseñanza”.

La dictadura de 1966-1973 intervino las universidades, provocó miles de renuncias y expulsó estudiantes y docentes. Pero en 1973, en el gobierno de Héctor J. Cámpora se abrieron todas las puertas en un movimiento inverso: la sociedad entraba a los recintos y asumía responsabilidades políticas y político educativas inéditas. Hubo importantes reformas pedagógicas y, previa consulta a la comunidad universitaria y a diversos sectores, se alcanzó a aprobar la ley universitaria No. 20.654/74 (Ley Taiana), que sustituyó al decreto ley 17.245/67 y remitía en sus fundamentos a la 13.031/47. La nueva norma vinculaba a las universidades con el proceso de liberación nacional y social, restablecía la autonomía y la autarquía, el cogobierno y el sistema de concursos. Entre sus innovaciones se destaca que los Consejos Superiores y Directivos se conformaban con un 60% de profesores, 30% de estudiantes y 10% de trabajadores no docentes; se establecía la incompatibilidad de la función docente con la pertenencia a empresas multinacionales o extranjeras y a organismos internacionales “cuyos objetivos o accionar se hallen en colisión con los intereses de la Nación”. Asimismo, se delegaba en el PEN la reglamentación de una Coordinación Interuniversitaria que debía ser “compatible con el sistema nacional de planificación y desarrollo”. La misma ley se ocupaba de la jubilación de los docentes a los 65 años. La oposición al gobierno peronista atacó duramente la nueva ley y, en septiembre de 1974, el gobierno del mismo signo, ahora bajo el mando de Isabel M. de Perón, intervino las universidades, comenzando la noche más oscura, antecesora de la tragedia dictatorial de 1976-1983. La dictadura mantuvo las universidades intervenidas y duramente reprimidas, durante casi siete años.

El gobierno de Raúl Alfonsín no dictó una ley universitaria integral, sino medidas parciales, como el decreto ley 154/83, la ley 23.068 que restablecía los estatutos universitarios vigentes hasta 1966 y un régimen de financiamiento mediante la ley 23.569/88. La mayoría de la dirigencia radical quería regresar a la Ley Avellaneda, el peronismo a la Ley Taiana y la derecha procesista pugnaba por permanecer dentro de las universidades.

El mercado avanza sobre la autonomía

Con la recuperación de la vida constitucional se reinstaló la autonomía, pero pronto el avance del mercado sobre el terreno educativo puso en tensión aquel concepto. La discusión ya no se centró en la relación política entre la universidad y el gobierno, sino entre aquella y el mercado. El muro que resguardaba a la universidad fue derrocado. El gobierno neoliberal de Carlos Saúl Menem vinculó a las universidades con el programa de reducción del Estado, el Banco Mundial, el FMI y el BID, a cuyos ojos los principios políticos democráticos sobre los que se basa la universidad argentina eran (y son), al menos, un escándalo. En 1995 se aprobó la ley 24.521, que estableció un sistema de educación superior en el orden nacional, sostuvo los principios reformistas y la gratuidad a la vez que abrió las puertas a la mercantilización y comercialización de la educación superior, incluso a formas opacas de arancelamiento, en años en los que la opinión pública todavía era mayoritariamente renuente a ello. Pero el paquete de políticas educativas fue presentado como una nueva generación de herramientas asépticas que acercaría el trabajo de los universitarios a los niveles de europeos y norteamericanos, y la comunidad universitaria se mostró frágil frente a la imposición de nuevas reglas que afectaron su actividad académica y la composición de su salario. Pese a que los gremios docentes se opusieron a la política del gobierno, los universitarios se vieron sumidos en el mundo de las evaluaciones ligadas a incentivos salariales y en la competencia con los colegas por magros subsidios o becas. El ministro de economía Domingo Cavallo los mandó “a lavar los platos”. En cuanto a la preocupación del estudiantado, se redujo a responder a las demandas de sobrevivencia en la vida personal y en la universidad.

Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia de la Nación, la demanda de educación superior había crecido exponencialmente, y las políticas sociales de su gobierno ofrecieron posibilidades de estudios secundarios y universitarios a cientos miles de personas. El Congreso de la Nación aprobó la creación de quince universidades públicas nuevas y un instituto universitario. Jóvenes y adultos de sectores populares accedieron a ellas. No obstante, desde la década de los ’90 las universidades estaban a merced de las presiones del mercado internacional de educación superior, ya instalado en casi toda América latina, e intereses diversos se interpusieron en el tratamiento del proyecto de Ley de Educación Superior presentado desde el bloque oficial. Ese proyecto profundiza la vinculación entre autonomía y responsabilidad social, así como el carácter de las universidades de consultoras del Estado y articula un sistema nacional de educación superior con el conjunto de las instituciones del nivel (universidades, subsedes, institutos universitarios y de educación superior, colegios universitarios, centros de investigación); sostiene el cogobierno y la libertad de cátedra, avanza en un sistema de créditos y de vinculación entre carreras. La propuesta introduce una concepción político pedagógica compatible con los principios de soberanía nacional y de educación superior como un derecho universal. En el mismo período, la mayor parte de los proyectos de la oposición se oponían a la organización de un sistema y regresaban a la antigua independencia de las universidades, o bien profundizaban la política de mercantilización.

En el año 2014, en vistas de las dificultades para el tratamiento de una nueva ley, presentamos un proyecto modificatorio de los aspectos más acuciantes de la vigente 24.521, que fue aprobado por la ley 27.204/2015 con el voto de todos los bloques excepto el PRO. La ley instituyó a la educación superior como “bien público y derecho personal y social”; la responsabilidad indelegable del Estado de proveer su financiamiento y supervisión y fiscalización a universidades nacionales y privadas; la igualdad de oportunidades y condiciones de acceso, permanencia, graduación y egreso, la promoción de políticas de inclusión que reconozcan las identidades de género, multi y pluriculturales; la gratuidad prohibiendo gravámenes, tasas, etc.; la prohibición de acuerdos o convenios que impliquen ofertar servicios lucrativos o alienten la mercantilización con organismos nacionales, internacionales públicos o privados. Afirma el ingreso irrestricto, complementado con procesos de nivelación y orientación de carácter no excluyente ni selectivo y establece mecanismos de auditoría que garanticen la transparencia en la generación y uso de los bienes y recursos.

Fuerzas que habían actuado para impedir el tratamiento del proyecto de Ley de Educación Superior del Frente para la Victoria se presentaron a la Justicia solicitando la inconstitucionalidad de la modificatoria: argumentan que viola la autonomía universitaria. Las representan en el proceso judicial las universidades nacionales de La Matanza, General San Martín y Río Negro. El Ministerio de Educación de la Nación lo aceptó. Pero dada la actuación de representantes del Ministerio Público a favor de la modificatoria, el proceso judicial sigue en marcha.

Si trazáramos una línea de continuidad en la historia de la universidad argentina, encontraríamos persistencia en sostener la autonomía, a la vez que dificultades para entender la relación jurídica de la universidad con el Estado, pese a que el presupuesto de este último es su fuente de financiamiento. La autonomía se ha confundido frecuentemente con extraterritorialidad, lo cual crea una ficción, dada la condición anterior. O bien se acepta que la universidad tiene responsabilidades con una “sociedad” abstracta, y no con el Estado. En contraposición, ha sido violentada la autonomía, con graves daños para sus funciones pedagógicas, científicas y de extensión sociocultural. La irrupción del mercado en la educación superior ha cambiado de eje el antagonismo. Al mercado le convienen las más amplias autonomía y autarquía, para avanzar hacia una asociación comercial público-privado que abre las puertas a la mercantilización del proceso educativo. Desde su ángulo, hay una reinterpretación práctica de la libertad de cátedra y el cogobierno, así como acciones de sensibilización de formas de arancelamiento. El viento va en contra de los fundamentos que impulsaron a las universidades argentinas desde el siglo XIX hasta las nuevas universidades del siglo XXI. Es la sociedad –o la mayoría de sus ciudadanos– la que decide con sus opciones políticas electorales, así como la comunidad universitaria, una u otra dirección. La historia dirá cuál es la voluntad profunda de las mayorías sobre el futuro de las universidades.

Autorxs


Adriana Puiggrós:

Doctora en Pedagogía de la UNAM, México; Doctora Honoris Causa de la Universidad Nacional de La Plata; Master en Educación del CINVESTAV, México, y Licenciada en Educación de la UBA. Ha sido Directora General (Ministra) de la Educación de la Provincia de Buenos Aires y presidenta de la Comisión de Educación de la HCDN. Publicó 25 libros de su autoría y 30 en coautoría.