Pluralidad mediática

Pluralidad mediática

De la exclusión simbólica a la inclusión comunicacional. Los debates alrededor de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y la disputa por la hegemonía cultural.

| Por Damián Loreti* y Luis Lozano** |

A lo largo del último año hemos sido testigos de una disputa sin precedentes en la historia argentina por la ampliación y reconocimiento legal del derecho al pluralismo y la diversidad de voces en las comunicaciones masivas. El proceso de consultas públicas y debates que precedió al envío del proyecto de ley de Servicios de Comunicación Audiovisual al Congreso, la sanción de la nueva norma y la posterior judicialización que hasta hoy impide su entrada en vigencia constituyen, a grandes rasgos, los capítulos de una historia cuyos alcances se extienden mucho más allá de las disposiciones contenidas en la propia ley y de la que los testigos no podemos dimensionarla en toda su magnitud.

Lo que está en juego es ni más ni menos que la democratización de una herramienta clave para el proceso de construcción de hegemonía cultural: los medios de comunicación.

El impulso de la nueva ley representó un quiebre histórico en el modo de relación establecido a lo largo de las últimas tres décadas entre el Estado y los propietarios de medios comerciales. Una breve síntesis de los avatares que atravesó ese vínculo nos permitirá comprender el valor de la ruptura.

Relaciones no del todo sabias ni sanas

Si bien es posible rastrear la supuesta falta de planificación estatal desde los orígenes de la radiodifusión en la Argentina, dado que se discute si se careció de políticas públicas sobre la materia aunque existen quienes piensan que el retiro del Estado del sector es de por sí la adopción de una, la última dictadura militar sentó las bases de un sistema privatista, con un esquema de producción concentrado en Buenos Aires y una clara impronta autoritaria que concebía a los medios de comunicación como engranajes fundamentales para ocultar los horrores del terrorismo de Estado y generar consenso en torno a la implantación de un modo de acumulación asociado a la valorización financiera, en desmedro de la producción industrial. Sin embargo, esas mismas expectativas de control absoluto impidieron al gobierno de facto profundizar el proceso privatizador previsto por el decreto-ley 22.285 de 1980 y el Plan Nacional de Radiodifusión (Planara). En 1983, con la recuperación de la democracia, la mayor parte de los medios audiovisuales se encontraban en manos del Estado.

Poco después de asumir, Raúl Alfonsín dejó sin efecto el Planara, revocó parte de las licencias que había otorgado el último gobierno de facto y se comprometió a impulsar una ley de radiodifusión. El proyecto elaborado por el Consejo para la Consolidación de la Democracia, así como otras iniciativas presentadas por legisladores de diferentes fuerzas políticas –en las que abreva la actual Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual–, abrieron el camino para la democratización. Sin embargo, ninguno de estos proyectos llegó a tratarse en el recinto y el tema desapareció de la agenda pública, al tiempo que el gobierno de Alfonsín tambaleaba presa de la espiral inflacionaria que motivaría su salida anticipada de la presidencia.

Carlos Menem llegó al gobierno el 9 de julio de 1989 con la promesa de privatizar los canales de televisión 11 y 13 y otros canales y radios antes de que finalizara el año. Los grandes medios gráficos locales, a punto ya de convertirse en multimedios, no ocultaban sus intenciones de expansión al mercado audiovisual y se empeñaban en contribuir a la legitimación del proceso privatizador en general y de la concesión de los canales de televisión en particular.

Así surgió una consigna que embanderó las crónicas de los principales diarios: los canales generaban pérdidas millonarias para el Estado y al mismo tiempo faltaba gasa en los hospitales públicos. Envalentonado, el Ejecutivo amenazó con cerrar las emisoras hasta que se transfirieran a manos privadas. Ante la posibilidad de perder los puestos laborales, los trabajadores reaccionaron rápido y de manera unificada con la creación de la Comisión Sindical de Medios de Comunicación Social (Cosimecos, en la actualidad Confederación Sindical de Trabajadores de los Medios de Comunicación Social). La comisión tuvo su bautismo de fuego con el masivo acto realizado en la noche de la entrega de los premios Martín Fierro, a través del cual logró transmitir una consigna clara: “No al cierre de los canales”. La magnitud del reclamo hizo que el ministro de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi, desistiera de su idea y abriera un proceso de coadministración entre el Estado y los sindicatos. Sin embargo, la suerte estaba echada. La Ley de Reforma del Estado (“Ley Dromi”), aprobada en agosto de 1989, declaró sujetos a privatización los canales 11 y 13 y algunas de las principales radios que formaban parte del Servicio Oficial de Radiodifusión (SOR), como Belgrano y Excelsior. A la vez, esta norma introdujo modificaciones precisas al decreto-ley de la dictadura, para favorecer el acceso de los grandes grupos empresarios nacionales a las licencias, manteniendo la exclusión para el capital extranjero.

En cumplimiento de lo que había sido su compromiso de campaña, a fines de diciembre de 1989 Menem entregó las licencias para operar los canales 11 y 13 a la Editorial Atlántida y el Grupo Clarín, los mayores propietarios de medios gráficos de la Argentina. Este proceso de licitación se convirtió en la primera experiencia privatizadora de la década. Si bien en términos de relevancia económica resultó casi insignificante frente a las que vendrían en los meses siguientes (empresas públicas de telefonía, de provisión de agua, gas, energía eléctrica y de transporte, entre otras), tuvo en realidad un peso simbólico decisivo y selló una alianza entre el gobierno y los grandes medios de comunicación locales que se mantendría al menos hasta mediados de los ’90. Esta alianza tuvo consecuencias directas para la construcción de un discurso hegemónico que convirtió en dogma los postulados emanados del Consenso de Washington.

A lo largo de los diez años que siguieron, la política comunicacional, las herramientas utilizadas y las formas de su adopción fueron en sentido contrario a cualquier atisbo de democratización. En sintonía con la impronta neoliberal, la norma de la dictadura militar no sólo permaneció vigente, sino que además se le realizaron una docena de modificaciones sustanciales destinadas a fortalecer a los multimedios nacionales favoreciendo sus procesos de concentración, en una primera etapa, y a facilitar la entrada del capital extranjero en la radiodifusión, en un segundo momento. En la inmensa mayoría de los casos, estas reformas fueron decididas a partir de fuertes presiones empresariales que buscaban profundizar la estructura comercial, concentrada y transnacionalizada del sistema de medios. Cabe aclarar, además, que esas modificaciones fueron resueltas sin ningún tipo de discusión pública, en la mayoría de los casos a través de decretos de necesidad y urgencia.

La crisis de 2001 y la pesificación asimétrica, pese a los profundos cambios que generaron sobre la estructura económica, no modificaron el modo de relación entre el Estado y los multimedios. Las empresas que se habían endeudado en el exterior para financiar su ampliación local, en particular en el mercado de la televisión por cable, corrían el riesgo de ser expropiadas por sus acreedores y la presión sobre los distintos poderes del Estado para que protegieran estos intereses no se hizo esperar. Como respuesta, entre fines de 2002 y mediados de 2003, el Ejecutivo impulsó y el Congreso aprobó la Ley de Preservación de Bienes y Patrimonios Culturales, orientada a defender la titularidad del capital de esas industrias, antes que a generar una verdadera política de incentivo a la producción nacional. Como corolario de este proceso, el decreto 527 de 2005 suspendió por diez años el conteo de los plazos de las licencias de radiodifusión, y de este modo estableció una prórroga de hecho por el lapso de una década para los actuales licenciatarios.

Es decir que, a lo largo de los últimos treinta años, quienes debían ser regulados y controlados por el Estado, en tanto garante de la libertad de expresión y el derecho a la información de todos los ciudadanos, gozaron de las prerrogativas derivadas de una trama legal construida a la medida de sus necesidades. Al mismo tiempo, el reclamo por una ley de medios audiovisuales de la democracia permaneció relegado a ciertos sectores de la academia, algunos sindicatos y organizaciones de la sociedad civil. La cuestión volvería a incorporarse de lleno en la agenda pública recién a principios del año 2008.

El gobierno nacional encabezado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner fue el encargado de reabrir la discusión sobre este tema en el marco del lockout protagonizado por las patronales agropecuarias que se negaban a aceptar el esquema de retenciones móviles a la exportación de granos implementado por el Poder Ejecutivo. Los grandes multimedios tuvieron un papel determinante en el conflicto, al que construyeron discursivamente como un enfrentamiento ente “el campo” y el gobierno. La cobertura televisiva y radial de las movilizaciones sociales y los enfrentamientos entre distintos actores durante esos días fue claramente sesgada a favor de los grupos agroexportadores e incluyó representaciones discriminatorias y estigmatizadoras para los actores afines al gobierno. El conflicto puso de manifiesto como nunca antes las grandes asignaturas pendientes que el país debía afrontar en materia de reconocimiento con carácter universal de la libertad de expresión para alcanzar un verdadero pluralismo informativo. La democratización de las comunicaciones masivas volvió a convertirse entonces en una cuestión de Estado y comenzó el proceso que culminaría con la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.

Inclusión y visibilidad

En vista de los desafíos que enfrenta hoy nuestro país, al igual que muchos otros en la región, para garantizar niveles mínimos de equidad en sociedades profundamente desiguales, es necesario recuperar el valor de las políticas públicas.

En materia de libertad de expresión, nos encontramos ante una situación nueva que tiene que ver con la reconfiguración de actores estatales que ya no pueden emparentarse ni con las lógicas de censura, persecución y muerte propias del terrorismo de Estado, ni con el acompañamiento ciego de los movimientos del mercado, tal como ocurrió en el período neoliberal. Es en esta reconfiguración donde las políticas destinadas a asegurar un debate robusto y saludable en el que todos los actores sociales puedan hacer oír su voz adquieren un nuevo sentido. No es concebible, así lo indican incluso constitucionalistas norteamericanos como Owen Fiss, seguir suponiendo que el Estado es el enemigo de la libertad de expresión y que su rol se limita a proteger al orador en la esquina de la calle.

La adopción de medidas proactivas tendientes a equilibrar las grandes diferencias que existen en el acceso y la participación mediática podría augurar un escenario diferente para los años venideros. Por un lado, es esperable que la democratización del sistema de medios se traduzca en una mayor diversidad de fuentes al permitir y promover la incorporación de las organizaciones sin fines de lucro como prestadores de servicios audiovisuales. Por otra parte, el aprovechamiento de los avances tecnológicos, acompañado por medidas que impidan la concentración abusiva y la formación de monopolios u oligopolios de la información, promueve también una diversificación de los contenidos. Este cambio permitiría responder con alternativas nuevas y de calidad a las múltiples expectativas de las audiencias y daría cumplimiento al objetivo central del proceso de democratización, que tiene que ver con aumentar la visibilidad de los grupos tradicionalmente postergados, para que este ejercicio pleno de la libertad de expresión impulse su acceso a otros derechos.

En la medida en que la concentración mediática impide a los sectores más vulnerables de la población dar a conocer sus demandas, organizarse y tomar la voz pública para exigir un reconocimiento de sus derechos, obstaculiza también la plena inclusión social de estos grupos. De esta manera, se consolidan los privilegios y las lógicas de exclusión en el funcionamiento de las diferentes instituciones sociales. Los mismos sectores que se ven impedidos de satisfacer sus derechos económicos, sociales y culturales, son también marginados de espacios clave para la incidencia, como los medios de comunicación. En otras palabras, a la desigualdad socioeconómica se suma la exclusión simbólica.

En relación con lo anterior, es posible recuperar el dilema “reconocimiento-redistribución” que plantea la académica estadounidense Nancy Fraser. De acuerdo con este esquema, una de las grandes asignaturas pendientes para la reducción de la desigualdad tiene que ver con la invisibilización a la que son sometidos los sectores excluidos y sus demandas específicas. Si bien problemáticas como la pobreza y la exclusión están presentes en las agendas de manera permanente, la referencia en los medios de comunicación y en la opinión pública en general se limitan a la identificación como colectivo. Se habla de “los pobres”, “los marginados”, “los excluidos”, pero no existe un reconocimiento verdadero de las personas que forman parte de estos grupos como participantes de la interacción social.

Frente a esta situación resulta fundamental fortalecer el rol del Estado para poner freno a la concentración y garantizar la libertad de expresión de todos los ciudadanos. La puesta en marcha de un verdadero proceso de inclusión social y económica resulta en la actualidad inseparable del desarrollo de una “ciudadanía mediática” que incorpore no sólo el pluralismo informativo, sino también la diversificación de la propiedad, producción, circulación y consumo de los bienes culturales.

Esta necesidad se torna acuciante en el contexto actual, donde las dos terceras partes de la programación que transmiten los canales de televisión abierta del interior del país consiste en contenidos producidos en Buenos Aires, que son retransmitidos de manera directa y sólo tres empresas (Grupo Clarín, Telefónica Internacional y Pramer) controlan más del 70 por ciento del mercado de comercialización de señales de TV.

El papel privilegiado que juegan los medios de comunicación en la construcción de la agenda de cuestiones a atender por parte de los distintos poderes públicos los convierte en resortes fundamentales para el funcionamiento de un Estado de derecho. Es por eso que su actividad no puede quedar supeditada de manera exclusiva a las lógicas de la explotación comercial, ni a una supuesta autorregulación por parte del mercado. Esta última opción, como quedó largamente demostrado en las últimas décadas en nuestro país, sólo genera una homogenización de los contenidos y una reproducción del discurso hegemónico, derivada de la concentración de la propiedad en pocas manos.

La experiencia de los últimos meses nos obliga a repensar la información a partir de su carácter de bien público. Desde esta perspectiva es posible concebir un nuevo orden mediático en el cual la pluralidad de voces permita poner más y mejor información al servicio del conocimiento, el diálogo y el debate público, pilares fundamentales de toda sociedad democrática.





* Doctor en Ciencias de la Información UCM. Abogado. Docente e investigador. Exvicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
** Licenciado en Comunicación (UBA). Coordinador del área de comunicación del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).