Los sentidos de la democratización de la universidad

Los sentidos de la democratización de la universidad

Desde los principios reformistas de 1918 y el establecimiento de la gratuidad universitaria en 1949, la democratización de la vida universitaria argentina fue un objetivo no exento de discusiones: acceso, inclusión, circulación y popularización del conocimiento y establecimiento de vínculos menos jerárquicos con la sociedad son algunas de las acepciones que estos debates movilizan.

| Por Jesica Rojas |

La palabra “democratización” constituye una de las nociones del campo de la política que más se ha extendido en nuestro país en el transcurso de los últimos años. El término comenzó a circular, primero, en el ámbito teórico a partir de la recuperación de la democracia, designando en un primer momento cierto estadio de transición o progreso hacia la democracia. Más recientemente –durante la última década o década y media– su uso se ha extendido hacia los más diversos ámbitos de la vida pública, con un significado radicalmente diferente, puesto que alude a la forma misma de la democracia, entendida, en términos generales, como proceso o movimiento constante de ampliación de la participación de los sujetos en y de apertura y transformación de los múltiples espacios, prácticas e instituciones que forman parte de la vida en común. Movimiento democrático cuyo motor es el supuesto de la igualdad entre todas y todos, implicado en la noción de derecho.

Un ejemplo de la cada vez más recurrente referencia a la democratización es la constante apelación –por parte de diferentes actores– a la democratización de la universidad. Noción que lejos de ser unívoca puede referir a una multiplicidad de sentidos distintos. En el marco de esa multiplicidad de sentidos es posible identificar, cuanto menos, cuatro usos del término que actualmente coexisten en nuestro país. El primero –que, sin lugar a dudas, se lo debemos a la Reforma Universitaria de 1918– alude a la democratización del gobierno universitario, es decir, a la ampliación de la participación de los diferentes actores universitarios en el gobierno de la universidad; mientras que los otros tres –también con fuertes raíces en la Reforma del ’18– refieren a procesos de mayor participación de la sociedad –de individuos o grupos– en la triple actividad formativa, investigativa y extensionista que desarrollan las instituciones universitarias.

Así pues, si nos centramos en este segundo plano, mediante el término “democratización de la universidad” podemos aludir a la democratización de sus funciones formativas (o democratización de la enseñanza), investigativas (o democratización del conocimiento) y extensionistas (o democratización del vínculo que existe entre la universidad y la sociedad). A su vez, en el marco de cada una de estas tres dimensiones, el término puede ser utilizado en diferentes sentidos: la primera puede referir a democratizar el acceso o a garantizar la inclusión; mediante la segunda, es posible aludir a la democratización del proceso de producción del conocimiento, así como también a la democratización del conocimiento producido, noción que a la vez puede seguir al menos dos vías: por un lado la que reivindica, frente a la apropiación privada, la circulación pública y el acceso libre al conocimiento, y por otro lado, la que tiende a reivindicar la popularización del conocimiento; finalmente, con la tercera se puede hacer referencia a la generación de vínculos entre la universidad y la sociedad más simétricos y menos jerárquicos o, por el contrario, más asimétricos y jerárquicos.

En cualquier caso, la tendencia a asociar la democratización de la universidad con la idea de participación de la sociedad en las diferentes instancias de la vida universitaria viene a postularse en contra de la larga tradición elitista con la que carga la institución universitaria, la cual surge alrededor del siglo XII erigiéndose desde entonces como una comunidad recortada y aislada de la sociedad, que a lo largo de su historia estuvo abierta solo a unos pocos privilegiados. Frente a esta idea de la universidad como privilegio de unos pocos, los diferentes sentidos que ha ido adquiriendo la idea de democratización de la universidad sacan a la luz las diferentes formas en que ha sido, es y puede ser interpelado, desafiado, resignificado, reconfigurado y ampliado no solo ese “objeto” que llamamos universidad (pública) y comunidad universitaria, sino también los sujetos que forman parte, que tienen derecho a tener parte en ella, y cómo tienen derecho a hacerlo.

1. Democratización de sus funciones formativas

Si bien actualmente la universidad es una de las principales instituciones encargadas de asegurar la enseñanza de nivel superior y la formación profesional, ello no siempre fue así, puesto que durante la Edad Media dicha actividad se llevó a cabo fundamentalmente en Academias profesionales. El modelo de universidad “profesional” no surge sino a partir del siglo XIX en Europa, en el marco de un agudo conflicto en el que los modernos poderes estatales le disputan a la iglesia la formación de los ciudadanos, y logran no solo que el Estado se haga cargo de los deberes docentes, sino también que las universidades tomen a su cargo la formación profesional.

En el marco de los debates sobre la democratización de la universidad (pública) que desde hace varios años vienen predominando en la escena de discusión pública, política y teórica de nuestro país, las discusiones han tendido a concentrarse en torno a la cuestión de la democratización de las funciones formativas de las instituciones universitarias. En el centro de estas discusiones, y de acuerdo con lo que sostienen diferentes autores –como, por ejemplo, Adriana Chiroleu–, es posible distinguir, cuanto menos, dos discursos privilegiados que dicen acerca de dos sentidos –diferentes pero no contrapuestos– que puede adquirir la idea de democratización de la universidad en sus funciones de enseñanza. Por un lado, esta idea puede referir a la ampliación del acceso –implementando estrategias que aseguren el ingreso irrestricto, tales como la gratuidad de los estudios, la supresión de aranceles y de exámenes de ingreso– (en este caso, democratizar la universidad significaría democratizar el acceso); por otro lado, también pude referir al acceso con inclusión –lo cual supone generar diferentes estrategias que garanticen no solo el ingreso, sino también la permanencia y el egreso– (en este caso, democratizar la universidad significaría garantizar la inclusión). En ambos casos se argumenta que para democratizar la universidad resulta necesario el diseño y la implementación de diferentes medidas estatales e institucionales para que todos (idealmente todos) los sujetos que así lo quieran, puedan acceder a una formación profesional y a la obtención de un diploma, que les permita posteriormente ejercer una profesión.

Democratizar la universidad, ampliar el acceso

En nuestro país, al igual que en la mayoría de los países de América latina, la idea de la democratización de la universidad entendida como ampliación del acceso forma parte de la herencia que nos dejó la Reforma Universitaria de 1918, puesto que fueron los reformistas cordobeses quienes, por primera vez, demandaron la apertura de la universidad para que una mayor cantidad de sujetos de clase media pudieran acceder a la formación superior universitaria. A ello debemos sumarle el principio de gratuidad universitaria que legó el peronismo a la tradición reformista de la universidad argentina, principio que desde entonces pasaría a formar parte de los reclamos por la democratización del acceso a la universidad. Fue en 1949, durante su primera presidencia, que Perón convierte, por primera vez, la supresión de los aranceles en una política de Estado. A partir de ese momento se produjo lo que algunos llaman la “masificación” y “popularización” de la universidad, es decir, el ingreso “masivo” de jóvenes provenientes de “sectores populares” a las universidades públicas del país.

Entre el golpe militar de 1955 que derrocó a Perón y el último gobierno militar, que tuvo lugar entre 1976 y 1983, los diferentes procesos selectivos que se volvieron a imponer para el acceso a la universidad –se restablecieron los exámenes de ingreso y el cobro de aranceles–, junto con las terribles prácticas de persecución que afectaron la posibilidad de permanecer sin riesgo en las instituciones, dejaron a una gran cantidad de jóvenes fuera de la universidad. Fue recién con el retorno de la democracia en 1983 que retornan las demandas de acceso a la universidad, y se vuelve a producir un nuevo proceso de “masificación”. A partir de mediados de la década de los ’90, como resultado de la sanción, en el año 1995, de la Ley de Educación Superior –la cual no solo estableció a la educación superior como un servicio sino que dejó en manos de cada institución universitaria la libre determinación de sus condiciones de ingreso–, y considerando el contexto de profundización de las desigualdades sociales y económicas, las reivindicaciones de gratuidad e ingreso libre e irrestricto se transformaron en la piedra de toque de las demandas de acceso a la educación superior.

Democratizar la universidad, garantizar la inclusión

El ideal republicano de la modernidad de “educar a todos” tuvo, durante los siglos XIX y XX, muy diferentes significados y modos de llevarse a la práctica. Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX en nuestro país no solo permanecieron excluidos del sistema de educación pública grandes sectores de la población, sino que aquel ideal intentó llevarse a la práctica bajo la lógica de la homogeneización, la asimilación y la integración. La noción de inclusión –que comienza a ser ampliamente utilizada, como parte de un proyecto político-social general, entre fines de la década de los ’80 y principios de los ’90– vendrá justamente a nombrar un conjunto de prácticas tendientes a enfrentar los diferentes tipos de exclusión y a reemplazar al concepto de integración –reivindicando la heterogeneidad social y cultural, y el reconocimiento, el respeto o la tolerancia de la diversidad–.

El término “inclusión” –junto a los de “equidad” y “calidad”– es introducido en los debates educativos, a partir de la década de los ’90, por organismos internacionales como la UNESCO, que promueve el objetivo de la “Educación para Todos”, y el Banco Mundial, que en un texto del año 1994 –La enseñanza superior. Las lecciones derivadas de la experiencia–, expone los lineamientos y las “recomendaciones” que debían seguir los sistemas de educación superior de los países “subdesarrollados” o “en vías de desarrollo” para lograr una educación inclusiva, de calidad y equitativa.

Es en este marco que múltiples actores –teóricos, especialistas, estadistas, funcionarios de la economía, de la política y de la educación– comienzan a reparar en los índices que marcaban las altas tasas de abandono y las bajas tasas de graduación en la universidad, y a señalar que, evidentemente, el mero acceso en tanto ingreso libre, irrestricto y gratuito no era mecanismo suficiente para asegurar que todos aquellos que habían logrado ingresar a la universidad lograran igualmente permanecer en la institución y efectivamente concluir los estudios. Los debates comenzaron a extender la idea de la democratización de la universidad entendida como ampliación del acceso hacia la idea de la democratización de la institución universitaria entendida como acceso con inclusión. Desde entonces y hasta la actualidad, los discursos que más se han extendido sobre el tema han tendido a sostener que para conseguir la inclusión “real” de “todos” aquellos que han logrado acceder a la universidad resulta necesario tener en cuenta y atender la heterogeneidad, la diversidad y las diferencias –“desigualdades”, no tardaron muchos en decir– de clase, sexo-genéricas, étnicas, culturales que existen entre los sujetos que ingresan a las instituciones y que cuentan por ello con diferentes “capitales económicos, culturales y sociales” que no les permiten afrontar del mismo modo las dificultades académicas. En ese sentido, se ha tendido cada vez más a hacer foco en el diseño y la implementación de diferentes políticas, programas, medidas o estrategias estatales e institucionales dirigidas a atender las diversas “necesidades” concretas de los diferentes grupos sociales, de modo tal que todos puedan contar con iguales oportunidades no solo antes o en el punto de arranque, sino también durante y luego de concluidos los estudios. Aquí quisiéramos, por lo menos, señalar que más recientemente, y desde una perspectiva filosófica, teóricos como Eduardo Rinesi o Diego Tatián han comenzado a poner en cuestión algunos supuestos implicados en esta idea de inclusión, reivindicando en su lugar la noción de derecho a la educación. Cuestionamiento que, en términos generales, sostiene que mientras que la noción de inclusión toma a los individuos como objetos, parte de la desigualdad y se apoya en el principio de “trato diferencial para los desiguales”, la noción de derecho toma a los individuos como sujetos, parte del presupuesto de la igualdad, y obliga al Estado y a las instituciones universitarias a garantizar el acceso, la permanencia y el egreso, en el marco de la mejor e igual calidad educativa para todas y todos.

2. Democratización de sus funciones investigativas

Así como las instituciones universitarias no siempre tuvieron a su cargo la formación profesional, tampoco tuvieron siempre a su cargo la producción de conocimientos científicos. El vínculo entre universidad, generación de conocimientos científicos y actividad de investigación comienza a forjarse recién entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en el marco del surgimiento de los modernos Estados-nacionales europeos. Momento a partir del cual las universidades son requeridas por los poderes estatales para que contribuyan con el “progreso moral y material del pueblo”, con lo cual no solo debieron abocarse a formar profesionales sino también a generar conocimientos que favorecieran el progreso material de la nación.

Ahora bien, la idea de la democratización del conocimiento como parte de la democratización de la universidad puede ser utilizada, como en el caso anterior, en diferentes sentidos: por un lado, puede aludir a la democratización del proceso de producción de conocimientos, y por otro lado, a la democratización del conocimiento producido. En nuestro país los discursos que más se han extendido, especialmente durante los últimos años, se vinculan con el segundo de estos sentidos.

Democratización del proceso de producción de conocimientos

De acuerdo con los discursos más difundidos sobre el tema, el proceso de producción de conocimientos en las instituciones universitarias durante todo el siglo XIX y gran parte del siglo XX habría seguido un modelo que se caracterizaba por ser predominantemente disciplinar, descontextualizado, homogéneo, universalista, jerárquico, asimétrico y objetivista. En ese sentido, se asegura que lo que primaba era la completa autonomía de los investigadores, la generación de conocimientos disciplinares, alejados de sus consideraciones prácticas, y descontextualizados de su ámbito de aplicación o uso. En el marco de este modelo, el acceso a la producción, creación y manejo de conocimientos científicos –los cuales tendían a distinguirse y contraponerse de manera tajante a cualquier otro tipo de conocimientos– se encontraba abierto solo a unos pocos: académicos, especialistas, científicos, es decir, a los “sujetos expertos” que saben o que pueden producir la “verdad”.

Pues bien, lo que actualmente se denomina democratización del proceso de producción de conocimientos hace referencia a las transformaciones ocurridas en este modelo. Dichas transformaciones habrían comenzado a tener lugar alrededor de los años ’70, cuando el modelo disciplinar y los métodos de indagación tradicional de las ciencias comenzaron a ser puestos en cuestión, conduciendo a un nuevo modo de producir conocimientos que tendería a ser menos jerárquico, más simétrico, contextualizado, heterogéneo y transdisciplinar. En el marco de este modelo, en lugar de verse involucrados “sujetos” y “objetos” de conocimientos, participan diferentes sujetos portadores de conocimientos legítimos. Actualmente, en las diferentes instancias de producción de conocimientos que tienen lugar en las universidades conviven ambos modelos. Así, puede ocurrir, por ejemplo, que el proceso sea contextual, informado por los diversos actores sociales, y aplicado, dando como resultado un conocimiento relevante, útil y productivo socialmente; pero el modo de creación de los conocimientos puede continuar siendo el tradicional: disciplinar, objetivista, jerárquico y asimétrico entre los diferentes sujetos y saberes. Entre nosotros, las referencias a la democratización del proceso de producción de conocimientos tienden a aludir a este sentido más estrecho, destacando la importancia de la generación de conocimientos pertinentes, acordes con las necesidades, problemas, demandas del medio social y productivo local.

Democratización del conocimiento producido

El otro sentido que entre nosotros ha adquirido la idea de la democratización del conocimiento refiere ya no tanto al proceso de producción o al modo de producirlo, sino a los diferentes modos de hacer público el conocimiento producido y de facilitar el acceso de “todos” a este, a través de múltiples acciones que tiendan a generar una mayor difusión y circulación de las actividades y de los resultados de las actividades científicas nacionales, especialmente de aquellas que se sustentan con fondos públicos. Aquí las ideas acerca de la democratización del conocimiento pueden seguir por lo menos dos vías: por un lado, la que reivindica, frente a la apropiación privada, la circulación pública y el acceso libre al conocimiento experto, por ejemplo a través de políticas de acceso abierto; por otro lado, la que tiende a reivindicar la popularización del conocimiento experto bajo nociones tales como “comunicación de la ciencia y la tecnología”, “popularización de la ciencia y la innovación”, entre otras. En ambos casos el sentido de democratización está asociado a la idea de que el conocimiento (público) es (debería ser) de dominio público, de manera tal que todos puedan acceder a él y gozar de los beneficios que este supone para los diferentes actores sociales. Ahora, si bien ambas vías se encuentran íntimamente relacionadas, las distinguimos debido a que las diferencias entre ambas no son menores; pues, mientras que la circulación pública y libre del conocimiento está más ligada a una apertura a los diferentes públicos y actores sociales de las investigaciones, procesos y resultados de las investigaciones manteniendo gran parte de sus “componentes originales expertos”, la popularización del conocimiento se encuentra más ligada –como sostiene Silvio Vaccarezza– a la idea de comunicación de los conocimientos avanzados, apoyada en el supuesto “déficit cognitivo del público” y por lo tanto en la necesidad de adaptar el conocimiento “experto” bajo términos que puedan ser “comprendidos” por todos. Veamos un poco más de cerca en qué consistiría cada una.

Si bien los conflictos que existen entre la circulación pública y libre del conocimiento y las tendencias a su apropiación privada no son nada nuevos y, de hecho, tienen una larga historia, estos se tornan particularmente visibles desde mediados del siglo XX, en el marco del tecno-capitalismo avanzado que incentiva y acelera el proceso de comercialización del conocimiento y de mercantilización de las instituciones que lo producen, como por ejemplo la universidad. En ese marco, y a partir de las últimas décadas del siglo XX, lo que se vuelve explícito es un agudo conflicto entre unos pocos que pretenden apropiarse de manera privada de los conocimientos –mediante diferentes mecanismos, como por ejemplo, a través de derechos de autor, patentes o licencias– con el fin de ser los únicos que puedan usufructuarlos y sacar provecho de los beneficios que esos conocimientos suponen; y quienes pugnan por la democratización y el derecho que tienen todos a beneficiarse de los conocimientos científicos y tecnológicos, lo cual también ha supuesto implementar diferentes estrategias con el fin de evitar su apropiación privada, favorecer su circulación pública y posibilitar que todos puedan acceder libremente a él. Entre las diferentes acciones que al respecto se vienen llevando a cabo en nuestro país, cabe destacar la Ley de Repositorios Digitales de Acceso Libre a la Investigación Científica, aprobada el 13 de noviembre de 2013; la creación del Sistema Nacional de Repositorios Digitales, así como de la Biblioteca Electrónica de Ciencia y Tecnología.

Por su parte, respecto de las ideas que abogan por la popularización del conocimiento experto, si bien hunden sus raíces en el escenario europeo del siglo XIX, entre nosotros estos ideales forman parte de la herencia que dejó el Movimiento Reformista del ’18 a la tradición reformista de las universidades argentinas y latinoamericanas, herencia que se apoya puntualmente en los principios morales del reformismo, que sostenía y aún hoy sostiene que la transferencia de conocimientos a la sociedad es una forma de devolverle al pueblo lo que este sostiene con su esfuerzo material.

Desde entonces, las ideas en torno a la popularización o difusión social del conocimiento han sido expresadas bajo múltiples términos: “alfabetización científica”, “comprensión pública de la ciencia”, “comunicación pública del conocimiento”, “divulgación científica”, “comunicación de la ciencia y la tecnología”, entre otros. Términos que si bien tenderían todos a promover la democratización de los conocimientos –es decir, a distribuir los conocimientos expertos entre todos los actores sociales–, han sido objeto de diversas críticas. Entre otras, se apunta el aire de jerarquización y asimetría entre conocimientos expertos y conocimientos populares, entre quienes saben y quienes no saben, entre quienes poseen los conocimientos y quienes los reciben. Intentando hacer frente a ello, de acuerdo con Vaccarezza, en los últimos diez o quince años, en el discurso académico y en el de las políticas públicas de ciencia y tecnología, la idea de popularización o difusión social del conocimiento comenzó a expresarse bajo el concepto de “apropiación social del conocimiento”, el cual si bien tiene un aire más democrático, mantiene, como los otros términos, cierta idea de que los actores sociales carecen de la suficiente aptitud cognitiva para apropiarse de los conocimientos y comprenderlos. En este marco, se ha tendido a reivindicar la noción de apropiación, pero “como capacidad de transformación del conocimiento recibido en el marco de parámetros propios” (Vaccarezza, S., 2015, “Apropiación social e hibridación de conocimientos en los procesos de extensión universitaria”).

3. Democratización de sus funciones extensionistas

Íntimamente ligada a la democratización de las funciones formativas e investigativas, la democratización de las funciones extensionistas de la universidad alude directamente a la profundización del vínculo que la une con la sociedad, el cual viene a oponerse al tradicional modelo de universidad cerrada. Así, por ejemplo, en el marco de las prácticas extensionistas, la relación que se ha ido forjando durante las últimas décadas entre universidad y sociedad ha venido desafiando y alterando profundamente los procesos de producción de conocimientos científicos y tecnológicos en las instituciones universitarias. Especialmente en lo que refiere al destino de los conocimientos producidos y a las relaciones que deben establecer las universidades con los diferentes actores sociales.

Si bien los usos y sentidos que actualmente coexisten entre nosotros acerca del término “extensión” se encuentran atravesados por múltiples orígenes, en nuestro contexto latinoamericano, la idea y las prácticas de extensión se consolidan a partir de la reforma universitaria de Córdoba en el año 1918, la cual planteó la necesidad de romper con el modelo de universidad cerrada y aislada de la sociedad. En ese marco, los reformistas sostuvieron no solo que ese vínculo extensionista ayudaría a los alumnos a sensibilizarse con los problemas del pueblo, sino que constituía una obligación moral por el privilegio de pertenecer a una minoría con acceso al mundo académico.

Así pues, desde la Reforma Universitaria del ’18 hasta la década de los noventa, en nuestro país, ese vínculo entre la universidad y la sociedad fue, aunque unilateral y asimétrico, un vínculo cargado de valoraciones morales, de responsabilidad y compromiso con la sociedad. A partir de la década de los noventa, las prácticas de extensión tendieron a seguir la vía de la mercantilización. En ese sentido, en el medio universitario y de políticas públicas las ideas más usuales que estuvieron en boga durante largo tiempo e impregnaron las prácticas extensionistas en nuestro país fueron las de “aplicación” o “transferencia” de conocimientos científicos y tecnológicos producidos por expertos en el medio académico con vistas a atender demandas y a solucionar problemáticas sociales, y se expresaron bajo nociones tales como “oferta”, “prestación”, “dación de bienes y servicios” a la sociedad. Más recientemente, las prácticas de extensión universitaria han vuelto a adquirir algunas de sus connotaciones más tradicionales; por ejemplo, en el marco del “voluntariado universitario”.

Ahora bien, autores como Vaccarezza han señalado que tanto las prácticas como la propia noción de “extensión” no postulan un intercambio entre la universidad y la sociedad sino solo el traspaso de la primera a la segunda. De modo que, si bien la apertura de la universidad a la sociedad supone cierta idea de democratización, la relación que ha tendido a establecerse es de carácter asimétrico, jerárquico, unilateral y lineal, puesto que esa apertura de la universidad se da –como sostiene Eduardo Rinesi– bajo la modalidad de puertas abiertas “hacia afuera”. Es así que, frente a los modos tradicionales, los nuevos modos de comprender y llevar a cabo las prácticas (que tendemos a llamar) de extensión, vienen apoyándose en una relación más de ida y vuelta, con una universidad de puertas abiertas también “hacia adentro”, que permite a los diferentes actores sociales ingresar a la universidad y tener una participación más activa en los procesos de toma de decisiones de las actividades formativas e investigativas que llevan a cabo –y que deberían llevar a cabo– las universidades públicas del país.

Autorxs


Jesica Rojas:

Profesora universitaria de Filosofía por la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Especialista en Filosofía Política por la misma universidad. Es miembro del Centro de Estudios Periferia Epistemológica (CEPE) de la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Actualmente desarrolla en la UNGS tareas de investigación en torno a la cuestión de la democratización y el derecho a la universidad.