La gran deuda institucional pendiente: la reforma de la justicia penal federal

La gran deuda institucional pendiente: la reforma de la justicia penal federal

A más de 32 años del retorno de la democracia, la crisis de las policías de investigación, la corrupción de las mismas y los estrechos vínculos con los servicios de inteligencia han generado el aumento y la extensión de prácticas de extorsión de tipo mafioso y la incapacidad más absoluta para investigar y procesar los casos vinculados con la criminalidad más grave. Mientras la justicia penal federal resiste, cada vez es más evidente la necesidad de una profunda reforma.

| Por Alberto M. Binder |

I

Un tema poco estudiado del restablecimiento democrático es el de la política judicial. En particular, si tomamos nota de que, desde los inicios de la transición democrática, ya se plantea, como uno de los problemas centrales, la necesidad de construir una nueva administración de justicia para la naciente democracia. La inadecuación de los modelos existentes a las normas constitucionales y el compromiso final que los jueces habían tenido con el terrorismo de Estado fundaron la convicción de que esas estructuras eran un enclave autoritario y constituían una carga pesada para la nueva realidad política.

Carlos Nino, uno de los articuladores de esa política inicial, lo señalaba con claridad en un libro clave (Un país al margen de la ley): “La democracia requiere la observancia de las normas que han sido sancionadas por la regla de la mayoría luego de un proceso de discusión. En definitiva, la anomia que marca nuestra vida social y en parte nuestro subdesarrollo, es una deficiencia en la materialización de la democracia”, y por ello el primer gobierno de esa transición ya propuso, como la principal bandera de su campaña y como objetivo prioritario de su gobierno, restablecer el Estado de Derecho y la conciencia de juridicidad en la Argentina.

Ese proyecto inicial se materializó en varias vías de acción y líneas de reflexión. En primer lugar, era necesario realizar una “purga” de los jueces fuertemente comprometidos con la dictadura. Era indudable que la Corte Suprema de la dictadura militar debía ser reemplazada en su totalidad y así se hizo nombrando a juristas no comprometidos con el régimen y de prestigio. Entre ellos la presidencia en manos de Genaro Carrió era un signo de calidad intelectual y trayectoria, a la vez que marcaba un signo de compromiso con el Estado de Derecho. Sin embargo, si bien se realizaron algunos ajustes a la competencia de la Corte Suprema, y ella mismo dictó fallos que ordenaron su trabajo, poco se varió en su tradicional forma de funcionamiento, con elementos de delegación de funciones, falta de deliberación y transparencia que luego se agravaron en la medida que cambió su integración por juristas adictos a los gobiernos sucesivos. A más de treinta años de entonces, estamos todavía enfrentando ese mismo problema y hoy, además de discutir sobre la idoneidad de quienes deben integrarla, nos debemos un debate sobre el modo de funcionamiento de la Corte Suprema y, por extensión, sobre la forma en que se realiza el control de constitucionalidad en nuestro país.

En segundo lugar, ya en los primeros años del nuevo gobierno democrático, se plantea un programa completo de reforma de la justicia penal cuyo eje consistirá en el cambio del viejo molde colonial de tipo inquisitorial por un nuevo sistema de tipo adversarial, tal como lo exige nuestra Constitución nacional. Al mismo tiempo, se propician fuertes cambios en la organización judicial, en la estructura de los fiscales y en la defensa pública. Se promueve la incorporación de jurados y en general la modernización de todo el sistema penal, incluso en las leyes de fondo. Si bien este proyecto solo se concreta parcialmente, deja marcado un rumbo que tendrá gran influencia en los Estados provinciales y luego también en otros países de Latinoamérica.

Finalmente, estas líneas de acción van acompañadas por un nivel de reflexión política mayor. No en los ámbitos académicos, que en general han realizado en nuestro país un pobre acompañamiento de la política judicial, sino por la creación de una institución, el Consejo para la Consolidación de la Democracia que, bajo la inspiración y dirección del mismo Carlos S. Nino, propuso crear un ámbito de reflexión colectiva sobre las nuevas necesidades de la democracia. Si bien la duración de esta institución fue efímera, muchas de las personas que hoy todavía se dedican a los temas judiciales o institucionales pasaron o tuvieron sus puntos de contacto con ella y con el pensamiento de su inspirador. Existe, en consecuencia, un planteo novedoso de la política judicial en los albores de la transición democrática que, si bien no ha dado los frutos deseables, en especial en el sistema federal, logró establecer el horizonte de trabajo para las tres décadas posteriores.

II

Sin embargo, cuando hace más de treinta años se intentó transformar toda la justicia penal federal, no se pudo. La resistencia de los jueces federales ya era por entonces una fuerza considerable, que los años acrecentaron a golpe de servicios a los gobiernos sucesivos y terminó convirtiéndose en el actor político más oscuro e incontrolable de nuestra sociedad. A mediados de los años noventa esa perversión aumentó en cantidad y calidad, mediante la relación promiscua entre los servicios de inteligencia y las investigaciones siempre poco transparentes de los funcionarios federales y ya se hizo notorio el ciclo clásico de la dependencia judicial: impunidad garantizada durante el ciclo de gobierno, comienzo de las negociaciones al final de ciclo y aceleración de las causas luego de cambiado el gobierno anterior.

En consecuencia, una de las principales deudas de nuestra democracia en el plano institucional consiste en la incapacidad que se ha tenido para formar esa porción de la justicia penal que se ha caracterizado por el aumento y la extensión de prácticas de extorsión de tipo mafioso y por la incapacidad más absoluta de investigar y procesar los casos no solo de corrupción sino aquellos vinculados con la criminalidad más grave, que afecta a intereses sociales de gran magnitud.

Cualquiera que observe el funcionamiento de la actual justicia federal en todo el país se encontrará con una situación calamitosa. Burocratización, papeleo, incapacidad de llevar adelante investigaciones de gran magnitud, morosidad, delegación de funciones que hace que casos de una importancia enorme sean “llevados” por empleados y funcionarios que pululan a montones en secretarías mal organizadas. Papeles y más papeles, trámites y trámites que no conducen a ninguna parte. Los resultados están a la vista: impunidad estructural en temas de corrupción, una dedicación preponderante a las causas de narcotráfico de pequeña monta o de consumo personal, nulos resultados en casos de criminalidad económica y otras tantas ineficiencias en los tipos de criminalidad que, precisamente, causan los daños más graves a nuestra sociedad.

Mucho peor es si se observa el “ciclo” de funcionamiento de esa justicia penal: cuando un gobierno declina, comienzan las “tratativas” con quienes se espera que asuman la nueva etapa; luego de realizados pactos que permitan consolidar esta forma de poder y a los nuevos “operadores” judiciales, comienzan los “servicios” al nuevo gobierno que podrán consistir en cerrar los ojos ante causas sensibles o, al contrario, “activar” otras causas respecto del gobierno anterior o de opositores. Así transcurren los años necesarios, hasta que el ciclo recomienza. Desde hace más de veinte años que observamos este ciclo de “trabajo” que cada vez se vuelve más impúdico: pero la clase política se ha movido entre el miedo y la conveniencia, perpetuando este sistema. De la mano de este funcionamiento, que como es evidente nada tiene de estrictamente “judicial”, proliferan operadores político-judiciales, estudios jurídicos que se convierten en los que ahora tienen “llegada” y vínculos diversos con el mundo político y empresarial. Este tipo de funcionamiento se fortalece con el vínculo estrecho entre la justicia penal federal y la justicia electoral, que hace que algunos jueces federales, con competencia electoral, utilicen esas facultades para estrechar lazos con todo el sistema político.

Por otra parte, a partir de los grandes atentados terroristas de la década de los noventa se estrechan los vínculos entre los servicios de inteligencia y la justicia federal penal. Aprovechando una figura de excepción de la Ley de Inteligencia, que permitía la participación de inteligencia en investigaciones criminales –algo de por sí y por principio prohibido– se estandarizó y generalizo la utilización de esos agentes para simples tareas de investigación. La crisis de las policías de investigaciones y las disputas tradicionales entre la Policía Federal y la Policía Bonaerense, sumadas a la creciente desprofesionalización, burocratización y corrupción de esas fuerzas, crearon un campo favorable a la expansión ilegal de los servicios de inteligencia, sin control de ninguna especie, hacia el mundo judicial. Y esa expansión fue altamente funcional a la politización de la justicia federal penal, que a partir de ahora pudo profundizar los nexos con los hilos ocultos del poder político y económico. Los jueces utilizaron a los servicios de inteligencia y ellos utilizaron a los jueces, creando una zona gris que favoreció a la falta de transparencia en ambos sectores. Además, ahora los operadores judiciales y los estudios jurídicos conexos también tenían vínculos con el sistema de inteligencia que, por otra parte, concentraba el sistema de escuchas e interceptación de comunicaciones de todo el país.

Este esquema de funcionamiento fue aprovechado por los distintos gobiernos, que permitieron que la perversión se agrandara y fortaleciera. Al mismo tiempo se frenaban todos los intentos de reforma que eran “informalmente” consultados con los jueces federales, quienes de un modo directo o indirecto hacían llegar al Poder Ejecutivo su “disgusto” con las tentativas de reformas que los afectaban centralmente. Por ejemplo, no prosperaban los cambios en la legislación procesal que les quitaban la investigación a los jueces, o los proyectos que le sacaban el sistema de escuchas a la ex “SIDE”, y aun iniciativas parciales como la unificación de fueros impulsada por el ministro Gustavo Beliz durante el gobierno de Néstor Kirchner provocaron el disgusto de los federales y la “SIDE” hasta llevar a una notoria persecución judicial a dicho ministro. Por otro lado, los intentos de profesionalizar las áreas de investigaciones de la Policía Federal no prosperaban y, en términos generales, esa fuerza perdió protagonismo frente a los servicios de inteligencia o permitió una relación promiscua entre sus agentes de inteligencia policial y los agentes de inteligencia, pese a la notoria división de competencia y áreas de trabajo establecidas por la legislación policial y de inteligencia.

Finalmente, este esquema entró en “crisis” hacia el fin del mandato del anterior gobierno, cuando se rompen las relaciones con ciertos sectores de los servicios de inteligencia y el propio gobierno saliente no tolera que comience el nuevo ciclo de “diálogo” de la justicia federal con las nuevas autoridades, aun cuando fueran del propio partido gobernante. Las reformas a la ley de inteligencia, la aprobación de nuevas leyes orgánicas del Ministerio Público y en particular un nuevo Código Procesal Penal Federal son aprobados ahora, rescatando los viejos intentos de cambio. No obstante el enorme avance que implicaron esas aprobaciones, una vez superada esta crisis de fin de mandato, se volvieron a construir acuerdos que implicaron la postergación de la entrada en vigencia de la nueva legislación procesal y una pérdida de profundidad de las reformas estructurales en el sistema de inteligencia.

Pero de un modo u otro se restableció el ciclo y hoy la justicia penal federal vuelve a reiterar su búsqueda de canales informales para relacionarse con el Poder Ejecutivo y el Sistema de Inteligencia. Quedó, como resultado de la crisis reciente, una nueva legislación procesal, todavía no vigente y una nueva estructura institucional de inteligencia pobremente implementada. Todavía no sabemos cómo se plantearán las nuevas relaciones con el actual gobierno, pero los vaivenes que existen alrededor de las relaciones entre el Ejecutivo y la justicia federal penal, la aparición de viejos operadores judiciales, que ya demostraron su poder en la configuración de la Justicia de la Ciudad de Buenos Aires, y la anunciada postergación de la puesta en marcha de los cambios en la justicia penal federal, no son buenas noticias a la hora de saber cuándo se saldará esta vieja deuda de la democracia.

III

Pero no quisiera terminar esta nota sin explicarle al lector no especializado cuáles son los contenidos centrales del cambio que resiste la justicia federal. El poder de esa justicia se construyó alrededor del juez de instrucción federal: un tipo de juez inquisidor que concentra tanto las facultades de investigar como las de controlar esa investigación. Por ejemplo, si cree necesario un allanamiento de morada, se autoriza a sí mismo; si quiere poner a alguien preso en prisión preventiva, simplemente lo dicta. Esa concentración de poder, utilizada además en el contexto de procedimientos oscuros, secretos o casi secretos por la práctica, escriturizados hasta la desesperación y alimentados por una burocracia que funciona a un ritmo discrecional y arbitrario, ha sido el gran motor del poder extorsivo de la justicia penal federal.

Los cambios son simples. Frente a ese juez omnímodo se dividen las facultades procesales, de tal modo que son los fiscales quienes deben investigar y preparar los casos y el juez controla que no se violen garantías y luego un tribunal decidirá si la acusación fiscal se funda en prueba válida y suficiente y por lo tanto se puede condenar al acusado o debe ser absuelto. En tanto existe un juez imparcial, el imputado y el defensor pueden ejercer mejor sus derechos. En la actualidad el imputado tiene que defenderse ante un juez que, en la realidad, es quien lo está investigando y preparando la acusación. Aquí vale el viejo dicho: “Si el juez es tu acusador, entonces necesitás a Dios como abogado”. Lo que se llama pasar a los “sistemas acusatorios” significa dividir las funciones en el proceso penal de tal manera que si un fiscal necesita una orden de allanamiento se la debe pedir a un juez, quien controla su legalidad y pertinencia; si quiere que el imputado sea detenido en prisión preventiva se lo debe solicitar a un juez para que juzgue si ello es legal, necesario y no viola derechos fundamentales.

Nuestra Constitución nacional obliga a un sistema de ese tipo porque es el que mejor protege las libertades públicas; pero también por razones de eficacia necesitamos que los fiscales trabajen con la policía, armen equipos, planifiquen los casos, articulen con las medidas preventivas, etc. Todo lo que los jueces, por su independencia e imparcialidad, no pueden hacer. Este tipo de investigación segmentada, celular, por “oficios” (cartas pidiendo información que se demoran meses y meses), carente de imaginación y sustentada en simplemente hacer el trámite, es una de las principales razones de la debilidad de los mecanismos para enfrentar a la criminalidad grave y de gran escala. También obliga a que exista un juicio de jurados y ya varias provincias han avanzado hacia ese sistema, que todavía se ve lejano en el mundo federal.

Que los fiscales preparen los casos trabajando junto con la policía, que litiguen ante jueces imparciales y que, en todo momento, el imputado pueda defenderse. Que el juicio sea verdaderamente oral y público (y no una lectura de actas) donde se produzca la prueba que fundará la condena. Ese es el programa constitucional y cualquier lector se sentirá azorado ante el hecho de que un programa tan obvio puede generar tantos debates y ser una de las principales deudas institucionales de nuestra democracia. Pero así es y no debemos perder de vista que tras esta simplicidad técnica se esconden los graves problemas políticos que señalamos en los puntos anteriores.

De la mano de este sistema simple se encuentra también la modernización de las organizaciones, el abandono del trabajo celular, donde cada oficina no se relaciona con la otra, la incorporación de tecnología y nuevos procedimientos de trabajo, la creación de instancias de planificación y control de gestión, etc. Estas medidas elementales son resistidas por un grupo profesional anticuado y obtuso, que se reproduce tenazmente en nuestras escuelas de leyes.

La pelea está abierta y muchos sectores sociales, académicos y también políticos la han visualizado como una pelea importante. De hecho, la gran mayoría de nuestras provincias han avanzado ya hacia este sistema y poco a poco van modernizando su administración de justicia penal. Pero la justicia penal federal resiste, y detrás de esta resistencia se esconde todo un estilo de ejercicio de las relaciones con el Poder Judicial y del mantenimiento de las relaciones de privilegio que necesitan impunidad estructural.

Esta deuda pendiente de nuestra democracia se enlaza con otras de mayor porte: que la ley valga para todos, que la igualdad sea un principio real, que los poderosos no hagan del abuso algo natural, que la cultura de la legalidad sea lo que debe ser, la protección del más débil frente a los factores reales de poder, acostumbrados a repartirse las ganancias y los privilegios o a usar el Estado en su propio beneficio.

Autorxs


Alberto M. Binder:

Presidente del INECIP (Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales).